Por Mauricio Castaño H
Historiador
Colombia Krítica
En medio de escándalos, corrupción y pederastia, de curas y jerarcas, mil doscientos millones de almas católicas están expectantes ante el electo Papa Francisco I. Enclaustrados en el cónclave, ciento quince cardenales, seres de estilizadas y coloridas batas largas, eligieron al máximo guardián de la cristiandad. El siempre reto estará entre una orientación goda o libertaria. Del jesuita argentino elegido, se sabe, igual que Ratzinger, del gravitar, de la sumersión en lo intelectual; al igual que su oposición vehemente al matrimonio gay o sacerdotal.
A decir verdad, esta brecha ha sido la constante. El Jesús agitador, bañado en sudor, mezclado entre putas, ladrones, mendigos y leprosos, es cosa muy del pasado. Es letra muerta. Ese contacto con el mundo real, fue abandonado a cambio de los encierros contemplativos en lujosas y majestuosas construcciones de basílicas, capellanías, catedrales. Piedro echó la primera Piedra, sobre la cual se construyó el Edificio que los inmovilizaría, la Basílica de San Pedro.
Su desarrollo más palpable lo tuvimos en la Edad Media, con San Agustín, se diseñó la Ciudad de Dios, el equivalente de una réplica del Cielo aquí en la Tierra. Lo limpio y lo divino, según la asepsia religiosa, se implementaría para la morada, para el paso transitorio de los humanos sobre lo terrenal. La prevalencia de un sentimiento de Elevación, no mundano, de negación del mundo, caracterizó a esa corriente, replegada sobre el más allá, olvidada del más acá. Sumidos en el Verbo, en el lenguaje, en la prédica, en la burocracia, y ajenos al cuerpo, a un real palpable. Y en consecuencia, muy distantes de esa doctrina del amor y del perdón, ese gran invento social de la religión.
Las almas han sido el objeto de las religiones. François Dagognet nos precisa el origen y derivación del concepto. «Los antiguos, distinguían dos palabras próximas animus y anima. La primera corresponde a la intelectualidad, a la actividad ideal, a la cerebralidad en ejercicio; la segunda remite a la efectividad y a la individualidad. Y anima debería de dar alma. Esta que nombra la vida (la animación) fue primero localizada o implantada en la respiración, término éste que no se separa de lo espiritual, spiritus. En efecto, la muerte sobreviene con el último suspiro, entregar el alma; así mismo, el nacimiento o el comienzo de la existencia, se reconoce con la entrada del aire en nosotros, lo que signa nuestra autonomía, porque antes vivimos aún de la sangre materna y de su oxígeno. El aliento, cuyos efectos se señalan sin que deje de ser invisible, esa situación doble corresponde ya al alma, una realidad sensible que sin embargo no se materializa verdaderamente».
Se le suma a esta visión animista, otra que corresponde a la armonía de los órganos del cuerpo que lo anima. Se reconoce su inmaterialidad y materialidad que le corona. Esta complementariedad simultánea, fue bien expresada por los epicúreos, ante el miedo de morir, aconsejaron: para qué preocuparnos si cuando estamos con vida, la muerte ausente está, y cuando ella está presente, cuando sobreviene, nosotros ya no estamos. Nos hemos ido para jamás volver.
El mundo moderno había decretado la edad adulta del hombre y con ello la muerte de Dios. Este divorcio empujó a un dominio total sobre la tierra gracias a la ciencia, pero los beneficios sólo correspondieron a unos pocos privilegiados, y para la mayoría pobre todas las privaciones. En este sentido entendemos la queja del vacío espiritual. Por ello Nietzsche nos indicó, que el más competente para cuidar del cuerpo es el médico. Lo conoce al derecho y al revés, sabe de sus dolencias, si está o no sano. La enfermedad física es una especie de zócalo para el confort del espíritu, garantía de nuestro bienestar. El adentro se refleja en el afuera, en la piel. Y será el profesional Contador quien determinará lo justo, lo equitativo. Él más que nadie sabe echar papel y lápiz, sabe de cuentas, de cálculos para dar a cada quien según sus necesidades. Eh ahí, Cuerpo y alma en armonía.
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