Averiguaciones
Sobre Los Mundos
Intermediarios
París: Champ Vallon, 2002
Traducido por Luis Alfonso Paláu C., Medellín, julio de 2013 – agosto de 2016
a Monsieur François Dagognet
INTRODUCCIÓN
Una de las cuestiones fundamentales a las que toda interrogación filosófica termina por conducir es probablemente la del sentido. Inmediatamente el sentido no es el objeto de una averiguación; está dado primitivamente como una evidencia inmediata. Una vez planteada la pregunta, es en un segundo tiempo cuando el filósofo se dedica a cuestionar esa evidencia como si ella velase un irritante misterio. Es solamente entonces cuando la averiguación comienza. Esta búsqueda pasa por un examen minucioso de todos los órdenes, de todas las estructuras, tanto las del universo como las que resultan de nuestras actividades más diversas. Hemos esbozado un tal examen en dos obras precedentes1. La idea vino porque no se podía reducir el sentido a una misteriosa presencia en una palabra, en un lenguaje. El sentido no se reduce al lenguaje sino que lo desborda por todas partes. Perdura en el silencio. Podemos sospechar aún su presencia en el orden mineral cuando los gritos del viviente se extinguen. Así poco a poco, en el curso de nuestras reflexiones, la noción de significación se encontró ligada a una noción mucho más general: la de forma. El sentido habita las cosas tanto como nos habita. Es la forma física que esas cosas poseen, a través de la que las captamos, o que nosotros les damos gracias a nuestra actividad in-formadora. El sentido se opone al caos como el orden al desorden, y es sólo en este sentido que el lenguaje lleva significaciones sin ser su única fuente, la manifestación privilegiada o el último refugio del sentido. Como las formas preceden y rodean el fenómeno humano, el sentido no compromete exclusivamente nuestra actividad parlante. Va hacia el hombre y viene de él, haciendo de cada individuo un foco donde se concentra y desde donde irradia. Los objetos de la naturaleza tienen en sí mismos un sentido que les capturamos o no, en la medida en que no son un puro caos sino que se organizan según leyes y en estructuras que las ciencias nos enseñan cada vez más a reconocer y a describir. Hay un orden objetivo del mundo que nos rodea y en el que evolucionamos actuando sobre él, que aprehendemos en formas que somos capaces de transformar. El sentido transita por metamorfosis. Los signos, los símbolos, el lenguaje mismo, son formas encarnadas en una materia sonora o escritural. Requerimos abandonar la extraordinaria vanidad que ha podido conducirnos a creer que el orden sólo resulta de una proyección de nuestro espíritu sobre las cosas mismas, dado que sólo podemos apropiárnoslas a través de un impulso perceptivo, un esfuerzo mental, un marco conceptual. El orden de las cosas y el de nuestro entendimiento se inter-fieren sin que por ello el uno engendre al otro. Sin embargo nos queda el poder ya bien extraordinario e inagotable de modificar entre ciertos límites, y con ciertas obligaciones, ese orden que nos es dado, ese poder de crear nuevas formas. No nos ocultamos: en nuestro proceder existe un eco de las tesis de Aristóteles; podríamos haber tenido un peor maestro. Sin embargo, no se trata de regresar pura y simplemente a Aristóteles. Entre las intuiciones aristotélicas que construyen el concepto de causa formal y la utilización que puede ser hecha hoy de la noción de forma, existe toda la sedimentación del conocimiento de las cosas y de su dominio, la laboriosa historia de las ciencias y de las técnicas, hechas de cantidades de revisiones y de revoluciones, toda la vida de las teorías. Teorías matemáticas cada vez más poderosas y cada vez más finas, se han desarrollado permitiendo acercarse y dar cuenta de las formas y de su morfogénesis.
El esfuerzo de abstracción científica, la búsqueda constante de esquemas explicativos y eficaces ha podido conducir a algunos verdaderos olvidos de la forma, digamos del espacio y de la geometría, en provecho de una expresión formal, abstracta y
algebraica, siendo una de sus más importantes etapas la geometría analítica tal y como fue fundada por Descartes. Se ha requerido tiempo y esfuerzos para darle asidero conceptual y matemático a formas espaciales desprendidas de toda métrica2. Se ha necesitado probablemente esta escapada por fuera del espacio común para
recapturarlo mejor. Este desvío por los signos y los símbolos dotados de potentes operadores era inevitable, más sin embargo nos equivocaríamos si nos detuviéramos y nos reposáramos aquí. Como todo saber por lo demás, la filosofía soporta mal que uno se detenga y se instale en algunas certidumbres definitivas. También los avances
más recientes de las matemáticas, del estudio de los sistemas dinámicos a la geometría
fractal de Mandelbrot y a la topología, renuevan nuestra aprensión rigurosa del
espacio y de las formas que lo habitan, formas dadas en la naturaleza, formas impuestas al mundo por el despliegue de nuestra actividad. Esta sedimentación milenaria de los saberes desde la antigua física de Aristóteles, no le quita nada a la riqueza que aún procura un desvío por la lectura de las obras del Estagirita.
El retorno al concepto de forma, como sustituto o equivalente del de sentido o de significación, nos impone dos cosas. Primera, se puede releer a Aristóteles con una mirada renovada, como lo ha hecho por ejemplo un matemático como René Thom. Se trata evidentemente, y somos concientes de ello, de hacer historia de la filosofía de una manera insólita y poco respetuosa. Sin embargo, le solicitamos a los
filósofos del pasado que nos aclaren nuestro presente, incluso si a veces hacemos de ello interpretaciones un poco bruscas y audaces. Por ejemplo, la lectura de Aristóteles practicada de este modo, integrando las adquisiciones de la ciencia, conduce a privilegiar el hilemorfismo, es decir: la inmanencia de las formas a una materialidad que las limita tanto como las trabaja. La segunda, la búsqueda de sentido exige una investigación sobre las diferentes manifestaciones de la forma a través de las ciencias y de las técnicas. Es esta indagación la que hemos entablado antes en una obrita titulada Formas, figuras, realidad♥. Estamos perfectamente concientes del carácter extremadamente parcial de ese trabajo, y es por esto que experimentamos la necesidad de proseguirlo. Evidentemente existen las formas que nos están dadas puesto que descubrimos el mundo físico que nos rodea no como un montón informe de materia sino teniendo organizaciones más o menos complejas. El mineral cristaliza según geometrías simples; la planta crece siguiendo una morfogénesis a menudo provisional; el animal ejecuta un plan programado que desarrolla una estructura más compleja. Sin las formas estables, al menos unas pocas, al menos provisionalmente, todo se desvanecería en un flujo de deterioro. Por muy breve que sea nuestra vida, le es necesario a su existencia la permanencia de una forma individual que resista algunos breves años a ese flujo. Existen también las formas que les imponemos a las cosas a través de nuestra actividad creadora y fabricante. El incesante flujo que nos proveen nuestros sentidos está él mismo organizado a su vez por su fuente exterior, y por nuestra actividad neuronal. Esta actividad, como tienden a probarlo los aportes más recientes de las neurociencias, tiene ella misma una de las formas más complejas que pueda encontrarse, la de nuestra materia cerebral.
De nuestro primer trabajo emergían cuatro consecuencias. El trabajo que sigue es una de ellas. Primero, toda forma está dada en una materia. Aristóteles ya lo había afirmado rotundamente. No existe real y actualmente ninguna materia prima o fundamental desprovista de forma, a no ser en los mitos de génesis que se abren sobre el caos primitivo. Recíprocamente, la forma es siempre la de una materia que ha sido trabajada. Toda cosa nace de esta recíproca presencia. La materia y la forma actúan la una sobre la otra, se constriñen mutuamente, y no se puede pensar que cualquier parte de materialidad puede tomar cualquier forma, como tampoco cualquier forma puede encarnarse en cualquier materia. Toda morfogénesis se lleva a cabo con libertad vigilada. Existen leyes que rigen esas relaciones de la forma con la materia, que la ciencia debe poco a poco develar y formular lo más rigurosamente posible. La necesidad de esas leyes puede revelarse más o menos rígida según los sectores de realidad; fallas de azar se abren aquí o allá; hay plasticidades que permiten variantes y variaciones. No solamente de ello resulta la infinita diversidad de las formas naturales sino también la evolución permanente del viviente. En el hombre, esas fallas, esos márgenes de indeterminación han alcanzado el punto que le permite a la inteligencia sustituir al instinto, a la adquisición cultural perfeccionar la herencia genética. No dejaremos de estar atentos a estos desvíos, para no llamarlos aberturas, puesto que ahí están los espacios de elección y de la parte de libertad humana, y el único fundamento posible de una perspectiva ética.
Segundo, siguiendo la bella analogía del sello y de la cera propuesta por Aristóteles, algunas formas pueden migrar y ser transferidas de una materia a otra, siguiendo procedimientos y poniendo en funcionamiento herramientas que respetan las leyes que acabamos de evocar. Estas migraciones que tienen que ver con evoluciones naturales cuasi mecánicas o procederes voluntarios y humanos, suponen que algunas formas poseen un poder informador, que existe una dinámica de las formas. Es así como las especies vivientes desenvuelven en individuos, de generación en generación, su programa genético. Así es como el trabajador elabora los bienes de los que tenemos necesidad por astucia y por violencia sobre la materia. Y así mismo ocurre con el artista que da nacimiento a formas plásticas o musicales capaces de entrar en resonancia con las formas íntimas de nuestra sensibilidad. No queremos evocar algunas misteriosas potencias inmateriales, algunas fuerzas subterráneas que
operan en las cosas y los seres, sino que desearíamos develar las posibilidades de una tal transferencia y sus mecanismos. Importa para el filósofo –¿será la filosofía otra cosa?– comprender cómo el hombre, que es una forma individual y específica, se muestra capaz de crear nuevas formas. Una tarea entre otras es la de saber cómo el
cerebro representa físicamente el mundo tal como la percepción nos lo entrega, y cómo esta representación conduce los individuos humanos a una actividad coordinada y adaptada al medio. En este dominio, el filósofo deberá hacer el esfuerzo de ponerse a la escucha de los aportes del estudio de los sistemas dinámicos, o además, de aquellos que las neurociencias proveen.
Tercero, y para concretarnos más precisamente en el objeto de este
trabajo, la noción de forma convoca otra noción que el vocabulario de la informática ha antepuesto: se trata de la noción de interfaz. El término designa en informática todo dispositivo, logicial <programa> o material, que asegura la transferencia de la información de una parte del sistema a otra parte, o de un sistema a otro. Es en particular por el sesgo de módulos electrónicos calificados de interfaces que la unidad central de un computador entra en contacto con diferentes periféricos. Se trata también de los módulos logiciales que aseguran la comunicación entre un utilizador humano y una máquina.
Fundamentalmente lo que transita por una interfaz es información. Nuestro propósito es generalizar esta noción a todo lo que asegura la comunicación in-formadora, la migración de las formas. Somos conscientes de que en esta generalización estamos abriendo un campo de investigación inmenso. La primera interfaz que usamos, la más inmediata, es biológica, y culturalmente nuestros sentidos abiertos al exterior, nuestra piel. Biológicamente pues es a través de ellos, y a través de ella, que entramos en contacto con el mundo exterior, y sacamos de él las informaciones esenciales para nuestra sobrevivencia; del mismo modo que es en la superficie de nuestro organismo donde se pueden leer las manifestaciones de la vida interna. La piel es el lugar más importante de la excitación y de la reacción, de los intercambios intensos no solamente de energía sino también de información, entre el organismo y su medio. Culturalmente, puesto que en todo tiempo y en todo lugar los hombres han utilizado su apariencia para comunicarse, la piel y los decorados que ella puede soportar, tanto como los vestidos y los accesorios. Los adornos de todo tipo, las pinturas corporales, los tatuajes, las escarificaciones, deberán pues en un primer momento atraer nuestra atención. A la vez límite o borde, lugar de paso de lo externo hacia lo interno y recíprocamente, la piel como frontera posee de manera paradigmática las características de una interfaz natural trabajada por la cultura. Sin embargo, el ser humano multiplicó las mediaciones para informar al mundo tanto como para informarse de ese mundo. Aprender, comprender y transformar, es preciso asumir el destino. Vamos pues a estudiar todos los dispositivos técnicos puestos en funcionamiento en el trabajo industrial, tanto como artesanal, en las técnicas, en las artes, en la vida económica y social. No es suficiente con reconocer que las cosas nos han sido dadas a través de estructuras y de formas; no siempre es suficiente con descubrir y tratar de comprender el dinamismo de ciertas formas, su poder de transformación. ¿Cómo una forma puede engendrar otra parecida o nueva? Aristóteles respondía parcialmente a esta pregunta por la analogía del sello y la impronta que acabamos de evocar. El sello lleva una imagen en relieve y puede, por un simple contacto apoyado sobre la cera, transmitir esa imagen sin perder nada de ella. Así la forma pasa del bronce a la cera. Es esta analogía la que querríamos desarrollar; desearíamos hacerla salir del marco de la imagen literaria, darle una textura científica, o si hay en esto demasiada pretensión, integrarla en una perspectiva filosófica.
Por ejemplo, en torno a estas nociones de formas y de interfaces se anudan las cuestiones de la comunicación interhumana, y de la formación de una intersubjetividad. Sólo somos seres sociales por y a través de los artificios y los artefactos. Porque al mismo tiempo pertenecemos y no pertenecemos al mundo natural, la interfaz es una necesidad. Ella es necesaria a la supervivencia de la especie que, contrariamente a las especies animales, no puede nunca coincidir plenamente ni con su medio ni consigo mismo. Nuestra presencia a las cosas y a los otros nunca es inmediata ni directa; tenemos siempre necesidad de intermediarios. No vivimos hundidos en nuestro medio sino que debemos volvernos dueños de él; a la vez distinguirlo como otra cosa y hacerlo nuestro, plegarlo a nuestro uso. Sin esto seríamos rápidamente aplastados. De la misma manera tampoco podemos vivir solos; la especie humana es desde los orígenes una especie gregaria. Estas comunidades se elaboran sobre relaciones complejas entre los individuos, pero esas relaciones no pueden tampoco sostenerse en la pura presencia del otro. Todavía ahí se revelan como necesarios numerosos intermediarios a través de los cuales se elaboran los lazos sociales. Ciertamente que abordamos acá el problema de los mensajes que no cesamos de intercambiar con nuestros semejantes. Por eso la interrogación sobre el signo, el símbolo y el lenguaje. Incluso si nos hemos negado a reducir el sentido al lenguaje, podemos todavía aclarar su uso desde un punto de vista que consiste en considerarlo como una interfaz típicamente humana, constituida en los márgenes de la naturaleza y de la cultura, de lo espontáneo y de lo elaborado, de lo innato y de lo adquirido. Sin embargo, tener en cuenta la constitución de las comunidades humanas conduce a muchas otras cosas. El extraordinario desarrollo de los instrumentos de comunicación, el acortamiento de las distancias, la constitución de un universo virtual, están en el primer rango de las preocupaciones inducidas por estas cuestiones.
Los mensajes que habían escapado a la evanescencia fijándose para ello en la escritura sobre piedra y papel, han encontrado nuevos soportes que los aligeran y trastruecan su transmisión o su conservación. Por lo demás pondremos cuidado en no olvidar otras interfaces: la propiedad y la moneda (Aristóteles, antes de Proudhon y Marx, había analizado ya sus funciones), el arte en todas sus formas y el derecho.
Es pues una investigación sobre estos intermediarios la que vamos a
emprender. Incluso si el único punto en común de esos intermediarios sea el hecho de que aseguren enlaces que le permiten a las formas transitar y a los todos constituirse; su generalidad como su omnipresencia hace que merezcan que uno se detenga en ellos, y que uno busque quizás bajo su diversidad alguna naturaleza en común.
Hemos tratado pues de reagrupar bajo el término interfaces hechos múltiples y diversos que van desde nuestro cuerpo instrumentalizado y representado hasta las máquinas de todo tipo, pasando por los signos, los símbolos y las herramientas. La interfaz es lo que se desliza entre dos elementos para conectarlos, ponerlos en relación, hacerlos interactuar y modificarlos profundamente integrándolos en un todo al que ellos se someten. Este término que nos viene del universo técnico en el que designa todo dispositivo que permita el intercambio de información entre dos sistemas, estará pues en el corazón de esta reflexión.
1 G. Chazal. Formas, figuras, realidad. tr. Luis Alfonso Paláu, Medellín: junio – octubre de 2011; y las Redes del sentido, de la informática a las neurociencias, Seyssel: Champ Vallon, 2000.
2. Uno puede reportarse a la obra de Gilles-Gaston Granger. El Pensamiento del espacio. París: Odile
Jacob, 1999.
♥ < G. Chazal (1997). Formas, figuras, realidad. Traducido por Luis Alfonso Paláu C., Medellín,
junio – octubre de 2011>
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