Subjetividad y normatividad en Canguilhem y Foucault

Por Pierre Macherey

Ponencia presentada el 1º de junio de 2016 en el marco de una jornada de estudios sobre «Michel Foucault y la sujetivación» (Universidad Paris-Est Créteil)


Cuando Canguilhem tuvo conocimiento de la primera gran obra de Foucault, Historia de la locura, sobre la que tuvo que escribir un informe en tanto que jurado de tesis, inmediatamente subrayó su carácter innovador, y su importancia, mucho más allá de los límites concedidos a un trabajo especializado que concernía la historia de la psiquiatría; algunos años más tarde, hacía aparecer en la colección Galeno que dirigía en PUF, Nacimiento de la clínica, la obra de Foucault que sin duda más le interesó porque su tema lo concernía de más cerca, y a la que a menudo se refirió en sus propios trabajos .  En fin, cuando Les Mots et les choses fue puesto en circulación, le consagró con el título «¿Muerte del hombre o agotamiento del Cogito?», un importante estudio aparecido en 1967 en Critique en el que, tomando su defensa contra sus contradictores o sus censuradores –se estaba entonces en plena querella del humanismo– él elogiaba la “lucidez” del proceder de Foucault, a propósito de la que llegaba hasta sugerir en conclusión que ella podría jugar con respecto a las ciencias humanas un rol comparable al que había jugado la Crítica de la razón pura para las ciencias de la naturaleza.  Por lo demás, uno de los últimos escritos de los que Foucault autorizó su publicación fue la retoma de una presentación general del camino de Canguilhem, que había sido redactado en 1978 en el momento en que lo tradujeron en los EE. UU.; ese texto, titulado en su versión definitiva “la Vida: la experiencia y la ciencia”, es sin duda uno de los más importantes y de los más pertinentes comentarios que hayan sido consagrados al pensamiento de aquel que, en la conversación, Foucault llamaba en ese momento –sin ironía, y siendo él avaro en este tipo de efusiones– “nuestro viejo maestro”.  Se puede pues decir que Canguilhem y Foucault se han reconocido (en el sentido fuerte del término), e incluso en parte reconocido el uno en el otro a través de intereses y valores que compartían en común; entre ellos se tejió una relación intelectual fuerte que podemos suponer jugó un rol no despreciable en el desarrollo de sus respectivos pensamientos.
 

Sin embargo, este reconocimiento estaba lejos de ser evidente, incluso a primera vista no hubiera debido presentarse, tanto por la diferencia en las posiciones de los protagonistas de esta relación en el campo filosófico, como por la distancia que existía entre algunos de los presupuestos intelectuales que comportaban sus respectivas gestiones .  En efecto, Canguilhem pertenecía al linaje de Alain, un filósofo del juicio, del deber-ser y del sujeto que asume –como él lo decía– sus “exigencias”, que lo hacen “normativo”, tanto como lo pueda; mientras que Foucault, al menos al comienzo se caracterizaba por su reserva con respecto a una posición subjetivizadora, tendencialmente humanista, orientada por consideraciones privilegiadas de las figuras de la conciencia, cuya consecuencia era que una cuestión como la del deber-ser, en el sentido de un imperativo asumido de manera reflexiva, no tenía a priori sentido para él, por no decir incluso que no tenía ninguno.  Por otra parte, Canguilhem era una figura respetada en la Universidad, que si no era propiamente el guardian del templo se había hecho conocer en tanto que profesor, inspector general, miembro o presidente del jurado de la agregación, por el rigor de sus posiciones, que había podido hacer interpretarlas en el sentido de un cierto conformismo ; mientras que las relaciones de Foucault con las instituciones estuvieron desde el comienzo marcadas por la desconfianza, lo que las hizo difíciles, por no decir que en ocasiones eran tumultuosas.  Para resumir en una sola palabra esta situación, Canguilhem –lector asiduo de Renouvier, de Lachelier & de Hamelin, filósofos neo-kantiano reputados entonces como de retaguardia, de los que uno difícilmente imagina que Foucault se haya podido interesar– estaba de lleno en “el sistema”, incluso si detentaba dentro de él una posición singular; mientras que Foucault (que había tenido dificultades para digerir su fracaso la primera vez que se presentó al concurso de la agregación en filosofía) adoptaba con respecto a ese “sistema” la actitud de un contestatario, que a lo sumo consiente en ocupar ciertos márgenes, lo que marcó su carrera universitaria (si es que esta expresión es apropiada en su caso) y la hizo seguir una trayectoria bastante imprevisible e irregular, pero no por ello menos brillante.
En estas condiciones, ¿cómo Canguilhem y Foucault lograron entenderse, permaneciendo cada uno firme en sus posiciones respectivas, cuando cada uno por su lado la asumía con el más grande rigor?  El presente estudio tiene por hilo conductor la hipótesis siguiente: es en torno a la relación entre lo normativo y lo subjetivo donde se anudó la discusión entre Canguilhem y Foucault.  A la pregunta ”¿qué es ser sujeto bajo normas?” ellos respondieron, el primero, Canguilhem, razonando del sujeto hacia las normas, por tanto planteando que las verdaderas normas son aquellas que los sujetos ponen en funcionamiento dinámicamente en la medida en que “toman partido” ; el otro, Foucault, razonando de las normas al sujeto, por ende planteando que sólo existen sujetos sujetados a normas que tienen sus fuentes en otra parte distinta a una conciencia, instancia de juicio (Foucault).  desarrollando hasta sus últimas consecuencias estas dos opciones de sentido aparentemente inverso, Foucault y Canguilhem no dejaron de acercarse y entenderse, en un espiritu de verdadera connivencia, sin que sin embargo sus respectivas posiciones llegaran exactamente a confundirse.
 

Para darle un contenido preciso a la alternativa que se acaba de esbozar, veamos cómo intervino en el marco de la discusión suscitada por el concepto de episteme.  En “¿Muerte del hombre o agotamiento del cogito?”, Canguilhem señala:
 

“No existe en la actualidad filosofía menos normativa que la de Foucault, más ajena a la distinción de lo normal y de lo patológico” .
 

Esta anotación toma toda su importancia cuando uno se recuerda que, en la situación opuesta, Canguilhem hace él mismo pasar al primer plano de su trabajo la consideración de lo normativo, y hace de la separación de lo normal y de lo patológico el objetivo principal de su reflexión.  Por consiguiente, uno no se sorprende que plantee la siguiente cuestión en la continuación de su artículo, que a primera vista es una objeción hecha a Foucault:
“Tratándose de un saber teórico ¿será posible pensarlo en la especificidad de su concepto sin referencia a ninguna norma?” .
 

Pensar un saber teórico en la especificidad de su concepto, reintegrándolo para ello a la dinámica propia del conocimiento científico que es una actividad completa cuyo desenvolvimiento es histórico, no es en efecto aprehenderlo en un plano de generalidad, como orden teórico puro, indiferenciado y neutro, cuyo desarrollo unívoco estaría sometido a una ley objetiva de la cual él saca su carácter de necesidad, sino que es seguir el camino efectivo en el curso del cual se elaboraron poco a poco, de manera imprevisible e irregular, los conceptos que permiten tratar problemas específicos, como por ejemplo el del comportamiento reflejo (tema de la tesis que Canguilhem preparó bajo la dirección de Bachelard ); ahora bien, hacer la historia de un concepto es establecer el inventario de las elecciones que han sido hechas en tal o cual momento por tal o cual científico que, descartando para ello otras, las ha privilegiado, de alguna manera las ensaya; y no se ve cómo esas escogencias hubieran podido ser efectuadas en ausencia de normas, por tanto de principios de evaluación, asumidos con toda responsabilidad por los que de ellos se reclaman, que habrían fijado las orientaciones en respuesta a esperas y a exigencias de orden axiológico, y no únicamente lógico.  De hecho, la historia de las ciencias practicada por Canguilhem, que es a la vez una historia de los problemas y una historia de los conceptos que permiten formular esos problemas a la espera de su solución que no estaría de ninguna manera prefigurada desde el comienzo en su enunciado, es, no un desenvolvimiento predeterminado en y por su estructura de partida, sino una sucesión de experimentos y de aventuras teóricas llevadas a cabo por los científicos, auténticos sujetos de saber que, a medida que –se van volviendo bajo sus propios riesgos y peligros, normativos– han decidido dirigirse en tal o cual sentido y sacar todas las consecuencias de dicha elección.  Es pues pesando cuidadosamente sus palabras que Canguilhem tituló la conferencia que pronunció en 1964, en conmemoración del cuarto centenario del nacimiento de Galileo: “la Significación de la obra y la Lección del hombre” .  Una cosa es la significación de la obra, es decir el valor de verdad o el grado de cientificidad, que le pueden ser atribuidas a las tesis que ella vehicula; y otra es la lección del hombre, es decir el compromiso de éste con un trabajo de pensamiento jalonado a punta de tomas de partido, como el rechazo del geocentrismo, una orientación bien arriesgada cuya responsabilidad fue asumida personalmente por Galileo.  Canguilhem muestra en su conferencia de 1964 que, comprometiéndose por esta vía –una elección que sabemos le costó personalmente muy caro– Galileo “estaba en la verdad” (se lo puede afirmar hoy) sin que esto signifique propiamente hablando que él decía la verdad, pues de hecho, él no disponía de todas las pruebas –que finalmente sólo fueron provistas en el marco de la mecánica newtoniana– que permitieran establecer lo bien fundada de dicha elección, que era (en el sentido fuerte del término) una escogencia, un partido que se tomaba de alguna manera, que resultaba de un juicio efectuado a la espera de su validación, por tanto que estaba por verse:
“Estar en la verdad no significa siempre decir verdad. Y es aquí donde la lección del hombre va a aclarar la significación de la obra.”
 

De la misma manera que tener buena salud no es encontrarse en un estado estable cuya perpetuación estaría a prueba de todo riesgo , para un científico estar en lo verdadero no es encontrarse en un camino que conduce derechito y con toda seguridad a la verdad, lo que exigiría que ésta preexistiese a su manifestación; sino que es ser normativo, corriendo el riesgo de escogencias teóricas audaces, que producen rupturas, cuya pertinencia no está de entrada, ni automáticamente, garantizada; figurarse que podría ser de otra manera es concebir el devenir del conocimiento como el desarrollo de una sistema completamente racional cuyas condiciones estaban fijas desde el momento de la partida, que siguen un recorrido que conduce necesariamente de verdades en verdades, sin confrontarse con posibles errores y desvíos .  En este sentido, a título personal Galileo estaba bien agarrado por su compromiso propio, era el “sujeto” auténtico de las intervenciones cuyos resultados se consignan en su obra.  De manera comparable, en la historia de la biología –dominio al que Canguilhem consagró lo esencial de sus investigaciones– Claude Bernard o Darwin, lejos de estar hundidos en el curso de una lógica inexorable de verdad con respecto a la cual ellos no disponían ya de ningún margen de iniciativa (lo que haría de ellos simples jalones de su desenvolvimiento) han sido verdaderos inventores, creadores de conceptos (el medio interior para Claude Bernard, la evolución de las especies para Darwin) cuya pertinencia estaba destinada a ser puesta a prueba, en un ambiente forzosamente polémico de deber-ser.  Es por esto que la historia de las ciencias tal y como la practica Canguilhem es, en el sentido fuerte del término, una historia de científicos que se confrontaron, con los medios de que disponían, y por medio de rectificaciones sucesivas, al debate de lo verdadero y de lo falso, sin saber exactamente al momento de partir a dónde iban, salvo que buscaran reinsertar ficticiamente sus procesos en el movimiento retrógrado de lo verdadero.
 

A primera vista, en Foucault las cosas se presentan de forma completamente diferente; se duda inmediatamente, su reflexión va a pasar claramente por problemas que conciernen “la significación de una obra” como los concernientes a “la lección de un hombre”.  Cuando intervino en el Instituto de historia de las ciencias, con ocasión de las Jornadas de estudio organizadas en 1969 por el bicentenario del nacimiento de Cuvier por parte de Canguilhem , en el marco de un debate bastante tenso que siguió a su exposición, él generalizó sus apuestas de la siguiente manera:
«Pero cuando se trata de estudiar capas discursivas, o campos epistemológicos que comprenden una pluralidad de conceptos y de teorías (pluralidad simultánea o sucesiva) es evidente que la atribución al individuo se vuelve prácticamente imposible.  Así mismo, el análisis de estas transformaciones puede difícilmente ser referido a un individuo preciso […]De suerte que la descripción que trato de hacer debería dejar de lado en el fondo cualquier referencia a una individualidad, o más bien retomar de arriba abajo el problema del autor […]  Pues mi problema es señalar la transformación.  Dicho de otra manera, el autor no existe» .
 

Continuando su intervención, Foucault llega incluso hasta reprocharse haber utilizado nombres propios como los de Cuvier, Bopp o Ricardo, en las Palabras y las Cosas, mientras que el proceso de «transformación» que buscaba evidenciar, sobre cuyo fondo había aparecido la idea de “ciencias humanas”, se desenvolvía en un plano en el que no intervienen ni los autores ni las obras.  Visto bajo este ángulo, la historia de los conocimientos se presenta como un proceso sin sujeto.
Canguilhem asistía a la discusión que siguió la presentación de esta tesis, discusión en la que, con excepción de una breve anotación consagrada a la temática de la escala de los seres, no intervino .  Sería difícil reconstituir el hilo de los pensamientos que han debido sucederse en su espíritu escuchando afirmaciones como las que acabamos de oir que, sin duda por téctica más que por perturbación, se abstuvo de comentar.  Pero las personas que siguieron esos debates, y los lectores contemporáneos de sus reseñas que han sido publicadas y conservadas, no han podido y no pueden más que estar afectadas por el contraste entre las posiciones defendidas, por un lado por Foucault, para quién (retomando sus términos) “el autor no existe”, y por otra parte por Canguilhem, atento a la vez, en el conjunto de sus investigaciones en tanto que historiador de las ciencias, a “la significación de la obra” y a la “lección del hombre”; y este contraste produce tanta más perplejidad cuanto que estaba probado que, en puntos precisos de los que se debatían, Canguilhem se ponía de lado de Foucault contra sus objetores y detractores, lo que no podía sino perturbar, por no decir escandalizar a algunas de las personas que trabajaban con él en el Instituto de historia de las ciencias; no podían comprender eso que ellas llamaban su “indulgencia”  con respecto a tesis que, en el fondo, contravenían el espíritu de sus propias investigaciones, o al menos así les parecía.
 

Para desenredar este enigma es oportuno volver sobre el diagnóstico hecho por Canguilhem en su artículo “¿Muerte del hombre o agotamiento del cogito?” con respecto al concepto de episteme, diagnóstico favorable en el conjunto, lo que no impide sin embargo que esté abierto a una discusión con respecto a algunos aspectos que esta noción que presentan dificultades u oscuridades.  Lo que, en este concepto le interesa principalmente a Cangulhem es que él introduce en el análisis histórico lo que el llama con un término que regresa en muchas ocasiones en su texto, un principio de “eversión”; por ello se ha de entender el volteo de la mirada que permite desprender el devenir de los conocimientos científicos a la vez, en el plano de su interpretación, del régimen de las ideas recibidas, por tanto de la opinión y, en el plano de su desenvolvimiento real, del presupuesto logicista o formalista según el cual la ciencia progresaría en virtud de su propio empuje recional interno, de adquisición en adquisición, sin posibilidad de derivación o de regreso atrás.  Pero una vez admitido esto, surge la pregunta:
“la episteme, razón de ser de un programa de eversión de la historia, ¿es o no es algo más que un ser de razón?”
 

Suponiendo que la episteme sólo pueda ser un ser de razón, Canguilhem somete esta noción a un examen crítico que no deja de presentar una cierta analogía con el que, en la Dialéctica trascendental de la Crítica de la razón pura, Kant le hace sufrir a las “ideas” de la razón, forzosamente ideales y tendencialmente idealistas, el Yo, el Mundo y Dios.  Asignarle a estas ideas un contenido objetivo, por tanto una disciplina especial, la metafísica, aseguraría el tratamiento bajo la forma de un conocimiento sometido a la prueba de la verdad es, según Kant, ir más lejos de lo que lo permiten las capacidades impartidas a la razón y, a término, es legislar en el vacío.  Así mismo ¿no podemos preguntarnos, si la noción de episteme no responde objetivamente a ningún contenido asignable, lo que invalida la tentación de hacer de ella el objeto de una ciencia completa bautizada “epistemología”?  Pero planteándose esta interrogación, es preciso no olvidar que las ideas de la razón, una vez que se les ha negado un carácter objetivo, no por ello han perdido, desde el propio punto de vista de Kant, toda suerte de legitimidad, eso sí con la condición de que un estatuto diferente les sea atribuido; si no tienen el poder de legislar, esas ideas no por ello dejan de ejercer esa función que Kant llama reguladora que, sin que se reporten directamente a contenidos reales, les hace jugar en el modo del “como si”, por tanto a título virtual, a título de posibilidades tomadas en cuenta por sí mismas .  En el mismo sentido, cuando él sugiere que la episteme podría no tener otra realidad que la de un ser de razón, Canguilhem, lejos de considerar que esta noción debe ser descartada, incita a reconsiderar su modo de funcionamiento, es decir el uso que se puede hacer de ella en el marco impartido a lo que Foucault llama una “arqueología del saber”.
 

Lo que cuestiona Canguilhem es pues precisamente la idea según la cual la episteme podría tener un contenido “objetivo”.  Luego de haber avanzado la hipótesis de que ella podría ser a lo sumo un ser de razón, él saca la siguiente consecuencia:
“Una ciencia es un objeto para la historia de las ciencias, para la filosofía de las ciencias.  


Paradójicamente, la episteme no es un objeto para la epistemología”
Esto quiere decir que, para la epistemología –es decir, retomando la terminología empleada por Foucault, para la arqueología– ¿ella es otra cosa que un objeto?  Ahora bien, si se examina atentamente la manera como procede la tarea arqueológica que tiende a evidenciar, bajo el devenir real de las ciencias, de sus conceptos y de sus problemas, invariantes, se constata que estos son aprehendidos según la modalidad, no de lo real, sino de lo posible.  En efecto, ¿con qué tiene que ver directamente la episteme?  No directamente con saberes constituidos sino con condiciones de posibilidad de esos saberes, en el sentido en que Kant habla de lo “trascendental” que se mantiene por detrás de todo conocimiento real, aquello de lo que es necesario no precipitarse a concluir que podría él mismo dar su objeto a un conocimiento real: lo trascendental no es otro real que se mantendría más acá de lo real y que cumpliría a su respecto el rol de un fundamento metafísico; sino que representa, incluso en la trama de lo real, lo que constituye en él la parte de lo posible, de lo virtual, de lo tendencial.  Es la razón por la que el arqueólogo tiene que vérselas no con cosas sino con discursos sobre las cosas; parte de la base de que las condiciones de posibilidad de un saber no están dadas directamente en lo real al que se reporta ese saber, sino que tiene que ver con la forma discursiva según la cual se construye ese saber, o más bien: puede ser (peut être) construido, es decir: a ser (à être) construido a título de una virtualidad que queda por actualizarse, en el contexto de una actividad o de una práctica de conocimiento efectivo que, al no ser asunto del arqueólogo, interesa específicamente, de manera completamente legítima, al historiador de las ciencias.
 

Si se ven las cosas bajo esta ángulo, los procederes del historiador de las ciencias que es Canguilhem y del arqueólogo que es Foucault de ninguna manera son alternativos ni excluyentes el uno del otro, porque se mantienen en planos diferentes: el uno tiene que ver con lo real, y más precisamente con lo real que se está produciendo, bajo la forma de acontecimientos de pensamiento cuya producción está en curso; y el otro se ocupa de posibles que se presentan bajo forma de capas exhibidas, indiferenciadas, indiferentes a la distinción de lo verdadero y de lo falso.  Inmediatamente antes de establecer el carácter no normativo de la empresa arqueológica de Foucault, Canguilhem indica:
“El concepto de episteme es el de un humus en el cual sólo pueden brotar ciertas formas de organización del discurso, sin que la confrontación con otras formas pueda tener que ver con un juicio de apreciación”
 

Aquello sobre lo cual sólo pueden brotar ciertas formas de organización del discurso, ese “humus” o terreno de formación que es la episteme, no es él mismo un discurso ya organizado siguiendo ciertas formas; si esas formas puede aparecer sobre él no es a título de gérmenes preformados o de representaciones completamente hechas, sino porque él ofrece la posibilidad, a la espera de que ésta se realice, lo que no tiene que ver con su propia determinación.  Queda pues por hacer que surjan las formas en cuestión de ese suelo, cultivarlas, siguiendo procesos que tienen que ver no con el arqueólogo, sino con el historiador de las ciencias; este último es conducido así a voltear prioritariamente su mirada hacia las elecciones efectuadas por los científicos luego de evaluaciones que han orientado sus tomas de partido en un cierto sentido más bien que en otro, y cuyas consecuencias son sometidas a la prueba de la verificación, que diferencia lo verdadero y lo falso; dicho de otro modo: para retomar la terminología empleada por Bachelard, condiciona la repartición entre ciencia caduca y ciencia sancionada, lo que no es la competencia del arqueólogo.
 

El arqueólogo, que trata de trascendentales y no de las figuras reales emergidas de su puesta en funcionamiento, no se interesa en la distinción de lo verdadero y de lo falso porque, a nivel en que se sitúa su trabajo, esta distinción no tiene un valor probatorio.  En una intervención hecha por Foucault, en marco de las Jornadas de estudio sobre Cuvier, luego de la intervención de Dagognet que había precedido inmediatamente la suya, es presentada esta reflexión a primera vista sorprendente, “eversador” habría podido decir Canguilhem:
 

“Es necesario distinguir, en el espesor de un discurso científico, lo que es del orden de la afirmación científica verdadera o falsa, y lo que sería del orden de la transformación epistemológica.  Que algunas transformaciones epistemológicas pasen por, tomen cuerpo en un conjunto de proposiciones científicamente falsas, me parece ser una constatación histórica perfectamente posible y necesaria” .
Dicho de otra manera: que Cuvier haya resultado eventualmente todo falso en el plano de su producción científica propia  no cuestiona para nada el rol de revelador y de índice que le asigna el arqueólogo en el plano, no de la elaboración de conocimientos reales, llamados a ser sometidos a la prueba de lo verdadero y de lo falso, sino del proceso de “transformación” que da a esta elaboración sus condiciones de posibilidad, nada más.
 

Para comprender mejor el alcance de este razonamiento, no es aberrante servirse de un paradigma retomado de la geografía.  En numerosas ocasiones, en particular en la Entrevista aparecida en 1976 en la revista Heródoto , Foucault explicó que se sentía más geógrafo, preocupado por problemas de disposición en el espacio, que historiador, interesado en evoluciones temporales.  Por su lado, Canguilhem se había interesado desde muy temprano en las investigaciones en “geografía humana” llevadas a cabo por la escuela de Vidal de Lablache y de de Martonne, en oposición a la tradición germánica de geografía física inspirada por Ratzel y sus sucesores; él había integrado aquellos resultados a su reflexión personal que, rechazando la vulgata ontologizadora, hace pasar a primer plano la consideración axiológica.  Este debate entre geógrafos puede aclarar la discusión precedente con respecto a la episteme.  Desde el punto de vista d elos geógrafos de la escuela alemana, las poblaciones están estrechamente dependientes del suelo que ellas ocupan, y al que están de una vez por todas prendadas o adaptadas, y de alguna manera clavadas; en esta perspectiva, la geografía explica la historia que no es sino uno de sus avatares.  Al introducir el concepto polémico de “geografía humana”, los investigadores de la escuela francesa inpirados por Vidal de Lablache denunciaban implícitamente el carácter “inhumano” de esa explicación que somete enteramente las actividades humanas a un determinismo físico al que ellas no pueden sustraerse, y les negaba por consiguiente la capacidad de innovar, de crear, transformando su medio de existencia; ahora bien, éste último, si les ofrecía un conjunto de posibilidades, no prejuzga sin embargo de las escogencias prácticas indispensables para que esas posibilidades, al menos algunas de ellas, sean efectivamente realizadas o explotadas, lo que tiene en cuenta su iniciativa.  Una cosa es entonces el medio ambiente, espacio neutro ocupado por realidades que, estando simplemente allí a título de datos físicos, no están valorizadas en un sentido o en el otro, en la medida en que ellas no ofrecen perspectivas de escogencias completamente trazadas; otro es el medio ocupado y explotado en la práctica por poblaciones que, en particular gracias a los medios artificiales provistos por la técnica, disponen ese espacio para fines de utilidad, fines que de entrada no estaban inscritos en la naturaleza de las cosas, sino que tenían que ver con su responsabilidad de introducirlos allí .  Este análisis amplíado, más allá de lo humano y de las formas propiamente técnicas que toma su actividad, al viviente considerado en general, recorta la distinción hecha, en etología, por Uexküll entre Umgebung y Umwelt : el primero constituye un entorno natural de hecho, objetivo, como tal indiferente a las prácticas efectivas que allí se desenvuelven bajo la responsabilidad de los sujetos que las ejecutan, mientras que el segundo es un mundo de signos y de significaciones, informado por las necesidades y las tendencias de sus habitantes que se lo han adaptado con miras a llevar allí su vida propia , y no tanto que ellos se hayan adaptado a él.
 

Cuando Foucault introduce la noción de arqueología, que hacer referencia a un basamento que está más profundo que lo edificado encima de él, apunta su atención al entorno global que da un lugar de acogida a actividades de conocimiento que pueden aparecer dentro de ese marco, sin que su aparición obedezca a un principio de determinación sometido a la ley objetiva de las cosas.  Dicho de otro modo: lo que él llama la episteme de una época no es el conjunto de los conocimientos, ya preformados, que podrán ser elaborados en esa época; ella representa únicamente su trascendental, ese “ser de razón” que constituye a fin de cuentas su condición de posibilidad.  El arqueólogo se remonta hasta ese marco, humus en el que queda por hacer que se presenten realmente esas formaciones cognitivas que son las ciencias propiamente dichas, con respecto a las cuales interrogantes como los de “la significación de la obra” o el de “la lección del hombre” merecen ser formulados.  Se comprende entonces que, si bien la arqueología ha puesto entre paréntesis la consideración de la normatividad y de la subjetividad, la historia de las ciencias pueda, sobre las bases así exhumadas, reintroducir esta consideración con miras a mostrar cómo, del humus primordial, han efectivamente salido tales o cuales conocimientos reales, a lo largo de procesos que no estaban enteramente prefigurados en sus condiciones de partida, condiciones que es necesario no ir a asimilarlas con ningún tipo de fundamento, ya sea lógico o arqueológico.  Desde entonces, el trabajo de Foucault y el de Canguilhem ya no son contradictorios, incluso aparecen como complementarios el uno del otro.
Esta complementariedad se ha hecho posible por el hecho de que la arqueología no saca a luz para nada a un sistema primero de conocimientos, conocimientos de esos de antes del conocimiento, a partir de los cuales los científicos no tendrán luego más que efectuar gradualmente el desarrollo.  Si un tal sistema existiese, de entrada estaría estructurado y ordenado siguiendo normas destinadas a ser aplicadas de manera conforme o no conforme.  Ahora bien, la episteme tal como la trata el enfoque de Foucault, se presente de manera completamente diferente: neutra axiológicamente, en el sentido en que no está sometida a criterios permanentes de comprobación de su valor propio de verdad, ella solamente ofrece un campo a la investigación de verdades que no están prefiguradas en ese campo.  La episteme hace posible la prueba de la verdad, pero ella no está sometida a esa prueba, que por consiguiente presenta un carácter, no absoluto, sino relativo; en efecto, sólo existe verdad en relación con un contexto epistémico dado, contexto con respecto al cual hay o puede haber verdad, sin que haya lugar para interrogar a dicho contexto sobre su valor propio de verdad.
 

En “¿muerte del hombre o agotamiento del cogito?”, Canguilhem plantea de paso la cuestión de saber si ese relativismo –pero quizás sería preferible hablar de un relacionismo, que desemboque en una puesta en red de la cuestión de la verdad que permita recontextualizarla– no tendrá que ver con el que da su inspiración al proceder culturalista bajo la forma que le han  dado los sociólogos y antropólogos norteamericanos.  Esta andadura conduce a la revelación de invariantes, como por ejemplo la “personalidad de base”, revelación que permite medir el grado de integración de los individuos a la totalidad social de la que ella constituye el paradigma identificatorio.  Así mismo, si se toma en serio el acercamiento, parecería que el trabajo del conocimiento visto desde el punto de vista del arqueólogo, se desenvolvería sobre el fondo de una “episteme de base” que constituiría, según los términos empleados por Canguilhem, “su sistema universal de referencia en tal época, cuya diferencia es la única relación que mantendría con el que le sigue” ; este universal de referencia, al sólo ser universal para su época, se le supone pues que tiene valor en sí independientemente de una posibilidad de evaluación que lo haga salir de su límites propios.  Pero la hipótesis de la que se reclama este enfoque, tan pronto se la plantea, debe ser descatada.  En efecto, hay una diferencia esencial entre la epistema y lo que el culturalismo estadounidense coloca bajo la categoríaa de personalidad de base.  Bajo esta categoría se encuentra un paradigma que, sin haber sido él mismo normado a partir de los criterios de evaluación que exceden su naturaleza propia, norma los comportamiento particulares de los individuos a los que se reporta en un marco cultural dado; neutro axiológicamente si se lo considera en sí mismo, también es en el plano de su uso, separador, generador de conformismo, por tanto no neutro, que es a lo que lo destina su naturaleza misma de paradigma; según los términos empleados por Canguilhem, él representa “el concepto a la vez de un dato y de una norma que una totalidad social impone a sus partes para juzgarlas, para definir la normalidad y la desviación” .  Ahora bien, la episteme, que ofrece un campo, es decir un conjunto de disponibilidades indispensables para las operaciones efectivas del conocimiento, no legisla sobre el uso de esas disponibilidades, y por consiguiente no le provee a las operaciones que hace posibles (a las que les ofrece sus condiciones necesarias pero no sus condiciones suficientes) modelos estándares que permitan discriminar sus resultados; la neutralidad axiológica propia de este campo se extiende al conjunto de las operaciones a las que da lugar, es decir que él no le impone a éstas normas de verdad preconstituidas, independientes de su puesta en funcionamiento efectivo.  Sobre el humus de ese campo brota, no de lo normal apreciado como tal con relación a patrones dados ne varietur, sino de lo normativo, es decir un trabajo prospectivo de invención cuya responsabilidad la tienen personalmente los científicos, lo que los conduce en esta ocasión a “estar en lo verdadero”, o más bien a meterse en ella, por su propia cuenta y riesgo, incluso sin saber y sin poder saber, propiamente hablando, lo verdadero por adelantado.  Por acá mismo se reanuda una relación entre episteme y posición de sujeto; si no existe sujeto fundador que se mantendría tras la episteme –y en este sentido es claro que ella no tiene sujeto– hay lugares delante de ella para la acción efectiva de sujetos productores de conceptos y trabajadores de la prueba, acción a la que ella prové, no modelos prefabricados sino disponibilidades.  El sujeto no ha sido suprimido, sino que cambió de lugar y por lo mismo de naturaleza .
 

Se puede pues afirmar que, incluso durante el período en que había alejado de sus preocupaciones la consideración de un sujeto de las normas, no solamente sujetado a normas, sino creador de normas, y como tal inclinado a lo que llamará más tarde “el cuidado de sí”, Foucault no invalidó de ninguna manera la cuestión del sujeto sino que preparó una manera novísima de abordarlo, que pondrá en funcionamiento durante el período ulterior en que esa cuestión del sujeto regresará, tomada en sí misma, al primer plano de su atención.  Para caraterizar ese nuevo abordaje, se puede retomar la fórmula de la que se servía Canguilhem en el título de su artículo, “agotamiento del cogito”, que no significa, como lectores demasiado apresurados se lo han figurado, la desaparición del sujeto, ni siquiera –tomando esta fórmula al pie de la letra– la “muerte del hombre”.  Cuando Foucault explica que, en el plano propio de la arqueología, el hombre solo ocupa, a título de objeto de conocimiento, la posición de una formación derivada, destinada, una vez llegue el momento, a borrarse como una figura trazada en la arena a la que la marea viene a recubir, se dedica al género de especulaciones que Althusser, sirviéndose de referencias y de medios diferentes, ponía bajo la categoría de “humanismo teórico” ; pero, poniendo en su sitio este tipo de especulaciones que, dice él, cumplieron su ciclo, él libera el campo donde podrá aparecer una noción de un tipo completamente diferente, cuya caracterización toma prestada de Nietzsche, bajo la denominación “superhombre”.  Ahora bien ¿qué es el superhombre?  Es el tipo de sujeto que debe salir del “agotamiento del cogito”, por tanto un sujeto que ha dejado de ser sustancial, res cogitans, y que ya no juego el papel de un fundamento teórico, sino que se ha vuelto sujeto práctico, sujeto de sus actividades, en el primer rango de las cuales está la de hacerse a sí mismo, o hacer de sí su obra propia, a prueba de los valores de los que ha hecho elección, por su propia cuenta y riesgo, no completamente solo sino con los otros, y eventualmente en conflicto con ellos.
 

Canguilhem también era un lector de Nietzsche, y su concepción de la normatividad del sujeto converge (por otras vías distintas a las seguidas por Foucault) en la de un sujeto práctico, sometido a la exigencia del deber ser bien simplemente porque él ya no es completamente a la manera de una cosa; sino que él tiene que ser, debe hacerse, por su propia actividad creadora, que en nada está sometida a un determinismo natural, incluso si ese determinismo le ofrece el fondo sobre el cual le queda trazar su camino propio bajo su responsabilidad.  En momentos en que preparaba su tesis de medicina, que después constituyó el cuerpo principal de la obra sobre lo Normal y lo Patológico, Canguilhem se había interesado en filósofos neokantianos de la escuela de Heidelberg ; en su espíritu, su manera singular de razonar había recortado las enseñanzas que había sacado de Renouvier y de Hamelin, y que iban en el sentido de lo que se puede llamar un “posibilismo” , poniendo de presente un punto de vista axiológico, como alternativa a un “determinismo”, que tenía mucho más que ver con un punto de vista ontológico, es decir con una “filosofía de cosas” .  Que el hombre, como por lo demás el conjunto de los seres vivos, evoluciona en un mundo lleno de cosas que pueden indiferentemente  serle útiles o dañinas, es algo que no se puede negar; pero esto no autoriza a llevarlo al rango de una cosa al lado de las otras, así sólo sea porque él a su manera tiene a bien se la cosa que él es; esta manera se distingue por su capacidad de cambiar su medio de existencia transformándolo por medio de la técnica y, cuando se requiere, cambiando de medio, una capacidad de la que los seres vivos no disponen, al menos no en el mismo grado.  Canguilhem, generalmente avaro en consideraciones de orden general, ha priorizado en particular esta consideración –a la que le daba la forma de una “exigencia” (palabra que regresa a menudo cuando concentra las apuestas de su orientación filosófica personal)– en la conclusión de su conferencia sobre “el Cerebro y el Pensamiento”, donde introduce, de manera bastante inesperada la referencia a Spinoza, un filósofo que, en razón del sustancialismo y del necesitarismo que se le acredita frecuentemente, no estaríamos inclinados a colocar bajo la categoría de “posibilismo” .  Es la razón por la que, cuando se refiere a Spinoza para concluir su exposición sobre “el Cerebro y el Pensamiento”, no es bajo el ángulo teórico que pudiera ser puesto bajo la rúbrica “la significación de la obra” que Canguilhem lo hace; “Spinoza” –y cuando pronuncia el nombre de Spinoza Canguilhem piensa, y piensa muy fuerte, en Cavaillès que se había declarado en muchas ocasiones “spinozista”– es ante todo para él “la lección del hombre”, un hombre que ha sido un héroe del pensamiento no solamente en el plano de sus elecciones teóricas sino en el de la vida práctica, y propiamente de la política, de sus violencias y de sus azares.
Entonces, “Spinoza”, antes que un nombre pudiendo servir de etiqueta a una doctrina que tiene su lugar en la historia de los sistemas de pensamiento, es el representante de una actitud, o para retomar una palabra que le encanta a Canguilhem, una manera de obrar filosófica, una cierta forma de orientarse, de perfilar sus intervenciones, de ser “normativo”, no solamente en el pensamiento sino también en la vida:
 

“En cuanto a la filosofía, su tarea propia no es la de aumentar el rendimiento del pensamiento sino el recordarle el sentido de su poder.  Asignarle a la filosofía la tarea específica de defender al Yo como reivindicación intransferible de presencia-vigilancia es reconocerle solamente el papel de la crítica. Por lo demás esta tarea de negación no es de ninguna manera negativa, pues la defensa de una reserva es la preservación de las condiciones de posibilidad de la salida (…)  Defender su circunspección impone salir de ella cuando se requiera, como lo hizo Spinoza.  Salir de su reserva es hacerlo con su cerebro, con el regulador viviente de las intervenciones que actúan en el mundo y en la sociedad. Salir de su reserva es oponerse a toda intervención extraña sobre el cerebro, intervención que tiende a privar al pensamiento de su poder de reserva en última instancia”
 

Bajo una forma concentrada –una extrema concentración es la marca distintiva del “estilo” de Canguilhem– esta declaración vehicula toda suerte de reservas.  Cuando Canguilhem le asigna a la filosofía, bajo la responsabilidad de un “Yo” de vigilancia , una “tarea de negación que no es de ninguna manera negativa”, explota una concepción original de la negación que remite a la vez al Ensayo con miras a introducir en filosofía el concepto de negativo de Kant, a la interpretación no-hegeliana de la dialéctica como “heterología” de Ricket, y a la “filosofía del no” de Bachelard: pensar, como todas las otras actividades vitales, es confrontarse con valores negativos, superar obstáculos, por tanto, en el sentido fuerte del término: “resistir”, esta última palabra remitiendo a una gama de comportamientos que van desde mantener la circunspección en la adversidad, al de oponerse, incluso por la fuerza si es necesario.  Cuando evoca la necesidad en la que el filósofo se encuentra, en este caso, de “salir de su reserva”, Canguilhem piensa evidentemente en el compromiso de Cavaillès en el movimiento de la resistencia contra el régimen de Vichy y la ocupación alemana, un compromiso que le costó la vida; y en su propio compromiso con ese movimiento en el que había seguido su ejemplo, como no ha cesado de recordarlo, un ejemplo cuyo alcance es simultáneamente político y filosófico, no siendo posible el uno sin el otro.  Por discreción, por “reserva” –la reserva era un carácter distintivo de la personalidad de Canguilhem– la conclusión de la conferencia sobre “el Cerebro y el Pensamiento” no hace expresa referencia a este compromiso que Canguilhem mismo practicó, como filósofo, arriesgando el pellejo en los montes de Auvergne; pero lo evoca sirviéndose de una parábola tomada de una de las biografías de Spinoza compuestas luego de su muerte.  Esa parábola, de la que no se sabe si se refiere o no a hechos reales o legendarios –por lo demás en su época, Spinoza era alguién a propósito de quien se podía efectivamente contar este género de historias, ya fueran verdaderas o falsas– concierne la expedición solitaria que habría llevado a cabo Spinoza por las calles de La Haya, blandiendo una pancarta en la que estaban escritas las palabras: “Ultimi Barbarorum”; el acontecimiento habría ocurrido en 1672, en el momento del asesinato de los hermanos Witt, los Grandes Pensionistas del régimen republicano instaurado algunos años antes, en el que parece –quizás sea otra leyenda– había participado a título de Consejero; y una vez descubierto el asunto, había hecho su apología en su Tractatus Teológico-político publicado anónimamente en 1670, una llamarada que se difundió inmediatamente por toda Europa.  Este proceder, a la vez temerario y simbólico, presenta una significación filosófica en la medida en que  remite a la existencia de un “Yo” que no se contenta con adoptar con respecto a la realidad una posición de sobrevuelo, sino que, incluso en sus redes, ejerce una función de “vigilancia”.  Pero en el mismo movimiento aclara el conjunto de la filosofía de Spinoza cuyo alcance es revelado plenamente:
 

“En suma, esta filosofía que refuta y rehúsa los fundamentos de la filosofía cartesiana, el cogito, la libertad en Dios y en el hombre, esta filosofía sin sujeto, muchas veces asimilada a un sistema materialista, esta filosofía vivida por el filósofo que la pensó, imprimió a su autor el empuje necesario para insurgirse contra el hecho cumplido.  La filosofía debe dar cuenta de tal poder de empuje” .
Visto bajo este ángulo, Spinoza es por excelencia un filósofo “normativo” que, profesando “el agotamiento del cogito”, abre un campo de intervención a un nuevo “Yo”, definido `por su “poder de empuje”  que lo conduce a “insurgirse contra el hecho cumplido”.
 

Este desvío por Spinoza, un pensador en el que parece que Foucault nunca se interesó, conduce a él por un sesgo inesperado.  En efecto, ¿qué es Spinoza para Canguilhem?  Es el filósofo que detenta y ejerce un “poder de empuje” que lo impulsa a insurgirse, a resistir.  Pues resulta que, en sus últimas producciones teóricas, y en las intervenciones que hacía en caliente sobre las cuestiones de actualidad, Foucault le dió una particular importancia a la noción de “resistencia”.  Incluso se puede avanzar que fue esta noción la que hizo la transición entre su reflexión sobre la cuestión del poder y la del sujeto, que pasó a primer plano en sus ultimos trabajos.  La idea que desarrolla Foucault a este respecto  es que la resistencia no es un fenómeno aislado, y como tal accidental, porque su necesidad es consubstancial al ejercicio del poder, del que constituye la otra cara; es la razón por la que no hay forma concebible de poder que no comporte en su estructura la tendencia a resistirle; en este sentido, a nivel que juegue, el poder lejos de constituir un sistema cerrado, opaco y sin fallas, deja siempre lugar a la tendencia a enfrentarlo, y en el límite a derrocarlo.  Ahora bien, este lugar es precisamente aquel por el que se insinúa el sujeto salido del agotamiento del cogito; un sujeto que no reivindica una identidad sustancial independiente, por tanto absoluta, sino que, ocupando los instersticios de la realidad, desapretando las “mallas del poder”, se hace por ello mismo normativo, es decir: ya no detentador de una subjetividad de la que dispondría como si se tratase de un hecho cumplido, sino autor responsable de sí mismo, creador de una subjetividad que se ha vuelto su propia obra.  De esta orientación en dirección a los problemas de la normatividad y de la subjetividad, que se ha vuelto dominante en los últimos trabajos de Foucault, Cangulhem había pronosticado en 1967, el anuncio en la conclusión de su artículo “¿muerte del hombre o agotamiento del cogito?”.  Luego de haber subrayado el interés de las nuevas luces aportadas por las Palabras y las Cosas sobre la formación de la idea de “ciencias humanas”, propone en las últimas líneas de su texto la siguiente hipótesis:
“A menos de que, no tratándose ya aquí de la naturaleza y de las cosas, sino de esa aventura creadora de sus propias normas a la que el concepto empírico-metafísico de hombre, sino la palabra misma, pudiera cesar un día de convenir, no había diferencia que hacer entre el llamado a la vigilancia filosófica y la puesta al día –un día crudo mucho más que cruel – de esas condiciones prácticas de posibilidad” .
 

Se requería mucha lucidez y vigilancia filosófica para desentrañar de manera premonitoria que, en la reserva de los análisis desarrollados por Foucault en las Palabras y las Cosas donde la problemática del saber parecía ocupar una posición preeminente, se encontraban las preocupaciones propias de una “filosofía práctica”, preocupaciones filadas sobre actividades en las que deben participar “sujetos”, sujetos de vigilancia y no de sobrevuelo.  En la continuación de su obra, Foucault dará cada vez más importancia efectivamente a tales consideraciones, lo que Canguilhem había presentido de entrada.
tr. Luis Alfonso Paláu, Medellín, junio 6 de 2016.

anexo 1
 

78.- la Trampa de Vincennes
“Le piège de Vincennes” (entrevista con P. Loriot), le Nouvel Observateur, nº 274, 9-15 fwbeweo sw 1970, pp. 33-35 [Michel Foucault.  Dits et écrits.  t. II.  París: Gallimard, 1994.  pp. 67-73]
En enero de 1970, el ministro de educación nacional, Olivier Guichard le comunica al presidente de la facultad de Vincennes, M. Cabot, su intención de no conceder el título de licenciado en la enseñanza a los estudiantes del departamento de filosofía de Vincenne.  En Radio Luxemburgo, el ministro justificó su proyecto explicando que el contenido de la enseñanza de la filosofía en Vincenne era demasiado particular y “especializado”.  Para convencer a sus escuchas, enseguida leyó los títulos de algunos cursos  consagrados al marxismo y a la política.  Esas declaraciones provocaron todo tipo de rumores.  Michel Foucault era entonces el responsable del departamento de filosofía.
 

Pasemos rápido a los elementos de la discusión.  Habría que objetar: ¿cómo impartir una enseñanza desarrollada y diversificada cuando se tiene novecientos cincuenta estudiantes para ocho profesores?  También habría que objetar: en Vincennes hay estudiantes que han hecho ya seis meses de estudios, otros dieciocho; y,  mientras se ha hecho camino se les dice: lo que habéis hecho es bordado, hay que recomenzar en otra parte.  Pero también habría que objetar: ¿se quiere producir deliberadamente muchos centenares de desempleados intelectuales en la época en que las estadísticas son amenazadoras?  Y finalmente  podría añadir: que se nos diga claramente qué es la filosofía y a nombre de qué –de qué texto, de qué criterio o de cuál verdad– se rechaza lo que estamos haciendo.
Pero yo creo que es necesario ir a lo esencial; y lo esencial, en lo que dice un ministro, no son las razones que él da; es la decisión que quiere adoptar.  Es clara: los estudiantes que hayan hechos sus estudios en Vincennes no tendrán el derecho de enseñar en la secundaria.
 

Planteo a mi vez preguntas: ¿por qué este cordón sanitario?  ¿Qué es lo que tiene la filosofía (es decir la clase de filosofía) de precioso y de frágil que haya necesidad, con tanto cuidado, de protegerla?  ¿Y qué es lo que hay de tan peligroso entre los vanceneses?
 

— ¿Qué le reprocha Ud. a la enseñanza de la filosofía y, en particular, a la clase de filosofía?
 

— Sueño con un Borges chino que citara, para divertir a sus lectores, el programa de una clase de filosofía en Francia: “el hábito; el tiempo; los problemas particulares de la biología; la verdad; las máquinas; la materia; la vida; el espíritu; Dios –todo de una está sobre la misma línea–; la tendencia y el deseo, la filosofía, su necesidad y su objetivo”.  Pero a nosotros nos toca cuidarnos de no reír; ese programa fue hecho por gentes inteligentes e instruidas.  Escribas sin defecto, ellos han retranscrito muy bien, en un vocabulario a veces arcaico, a veces al que se ha desempolvado, un paisaje que nos es familiar y del que somos responsables.  Pero sobre todo, él conservó lo esencial: es decir la función de la clase de filosofía.  Y esta función se me aparece en la posición de la clase de filosofía.  Posición privilegiada, puesto que es la clase de undécimo, la “coronación” como se dice de la enseñanza secundaria.  Posición amenazada: desde hace cien años no se deja de discutir su existencia, se propone siempre suprimirla.
 

A comienzos del siglo XX, hubo toda una discusión que habría que releer.  Uno de los más feroces adversarios de la clase de filosofía le reprochaba entonces estar poniendo en circulación bandas de “anarquistas”.  Ya.  Era Maurice Pujo, uno de los fundadores de la Acción francesa.  Frágil realeza de la clase de filó; corona expuesta y siempre presta a caer.  Tenemos pues cien años viéndola sobrevivir en esta posición peligrosa.
 

La filosofía está ahí, al término de la enseñanza secundaria, para dar a los que han recibido el beneficio, la conciencia de que ellos tienen de acá en adelante un derecho de mirar sobre el conjunto de las cosas.  Se les dice: “No, no les enseñará nada; la filosofía no es un saber, es una reflexión, una cierta manera de reflexionar, que permite cuestionarlo todo, y que incluso obliga a ello.  Durante cinco o seis años venís creyendo en las bellezas de Ifigenia, en la meiosis de las células sexuales, en el take-off económico de la Inglaterra burguesa.  Todo ese saber, tenéis el derecho de reexaminarlo, no en su exactitud sino en sus límites, sus fundamentos, sus orígenes.  Y lo que habréis de aprender, cuando os convirtáis en médico, jefe de marketing o químico, habrá que someterlo al mismo tribunal.  Estáis camino de volveros libres ciudadanos en la república del saber; os corresponde ejercer vuestros derechos.  Pero con una condición: que hagáis uso de vuestra reflexión y sólo de ella.  Reflexión, es decir buen sentido ligeramente realzado, juicio imparcial que sabe escuchar el pro y el contra, libertad en fin.  Es por esto –continúa el profesor – que a pesar de la letra de un programa que no les obliga por completo, yo trataría de enseñaron a juzgar libremente.  Libertad y juicio, tal sería la forma de nuestro discurso; tal sería pues naturalmente su contenido; mi colega de la clase de al lado, que es sexagenario, insistirá más sin duda en el juicio refiriéndose a Alain.  Yo os hablaría sobre todo de la libertad, y de Sartre; yo soy cuadragenario.  Pero ni vosotros ni vuestros camaradas perderán en el reparto.  Sartre y Alain, es clase de filosofía que se ha vuelto pensamiento”.
 

Este discurso no es en vano.  Pero del exterior, otro le responde.  “Los profesores de filosofía son charlatanes, siempre inútiles, a veces peligrosos.  Hablan de lo que no les importa; se arrogan el derecho de criticarlo todo, el conocimiento que no tienen y la sociedad que los alimenta.  Llegó el momento de que los alumnos no pierdan su tiempo.  Suprimamos todo ese fárrago”.
 

Es necesario no subestimar la amenaza.  Pero ella no ha dejado de existir.  En Francia hace parte de las condiciones de existencia de la clase de filosofía.  Es el gendarme necesario para la intriga; gracias a él el telón no cae.  Me parece que el juego es el siguiente: a los alumnos de primaria, la sociedad les da el “leer-y-escribir” (la instrucción); a los del técnico, les ofrece saberes a la vez particulares y útiles; a los de secundaria, que normalmente deben entrar a la facultad, les entrega saberes generales (la literatura, la ciencia), pero al mismo tiempo la forma general de pensamiento que permite juzgar todo saber, toda técnica, y la raíz misma de la instrucción.  Les concede el derecho y el deber de “reflexionar”; de ejercer su libertad pero sólo en el orden del pensamiento, de ejercer su juicio, pero sólo en el orden del libre examen.  La clase de filosofía es el equivalente laico del luteranismo, la anti-Contra-Reforma: la restauración del edicto de Nantes.  La burguesía francesa, como las otras burguesías, tuvo necesidad de esta forma de libertad.  Luego de haber casi carecido de ella en el siglo XVI, la reconquistó en el XVIII y la institucionalizó en el XIX, en su enseñanza.  La clase de filosofía, es el luteranismo de un país católico y anticlerical.  Los países anglosajones no tienen necesidad y prescinden de ella.
 

— en Francia también, de cierta manera ocurre lo mismo dado que hay relativamente pocos jóvenes franceses que acceden a la clase de filosofía.
 

— Ud. tiene razón; es un luteranismo de uso interno de la burguesía.  En el siglo XIX se la obligó a conceder el sufragio universal.  Ahora bien, a diferencia del protestantismo, la conciencia católica no podía a la vez sostener la burguesía (que había establecido su poder a pesar de la Iglesia) y asegurar el control de esta libertad.  Se requirió pues recurrir a la instrucción.  A la instrucción pública.  La secundaria, abriéndose en la filosofía, aseguraba la formación de una élite que debía compensar el sufragio universal, guiar su uso, limitar sus abusos.  Se trataba de constituir una conciencia político-moral en aquel lugar donde falta un luteranismo.  Una guardia nacional de las conciencias.
 

— Todo esto es quizás verdad para la primera mitad del siglo.  Pero ¿ahora?
 

— Es verdad, las cosas están cambiando.  La prolongación de la escolaridad es un hecho y, en el límite, la enseñanza de la filosofía le podría ser dada a todo el mundo.  Pero, al mismo tiempo, se trata de encontrar un medio para evitar la entrada de todos a las universidades.  La clase de filosofía corre el riesgo de volverse inútil (si todo el mundo accede a ella) y peligrosa (si ella da el derecho de mirar a todo conocimiento).  Su supresión está realmente al orden del día.
 

— Luego de lo que ha dicho, sin duda que Ud. no lo lloraría mucho.
 

— Sí, sí, en un sentido y quizá en muchos.  Vea Ud., la situación es bastante complicada.  Están los que dicen: “hay que suprimir la clase de filosofía; ya he hecho demasiados daños y se deben esperar muchos peores cuando los estudiantes de la nueva generación (los de Vincenne en particular) lleguen a los liceos; comencemos por poner fuera de circuitos a los estudiantes de Vincenne y, poco a poco, de supresión en supresión, limpiaremos la secundaria y la superior”.
 

Hay otros que dicen: “hay que salvar como sea la clase de filosofía.  Los vanceneses, con sus extravagancias, la comprometen; si podemos asegurarnos de que esos extraños “filósofos” no accedan a los liceos, seríamos más fuertes para defender la clase de filosofía en su tradición legítima”.
Me parece que querer conservar la clase de filosofía en su vieja forma, es caer en la trampa.  Pues esa forma estaba ligada a una función que está, una vez más, llamada a la desaparición.  Y pronto vendrá el día en que se oirá decir: “¿Por qué conservar todavía una enseñanza tan obsoleta y tan vacía, en una época en que todo el saber se ha reorganizado?  ¿qué significa de acá en adelante esa universal reflexión crítica?  Hace rato llegó el momento de echarla por la borda”.
 

— Pero ¿no les reprochan de estar haciendo Uds. otra cosa distinta de la filosofía?
 

— No estoy seguro, Ud. sabe, de que exista la filosofía.  Lo que existe son “filósofos”, es decir una cierta categoría de gentes cuyas actividades y discursos han variado de época en época.  Lo que los distingue, como a sus vecinos los poetas y los locos, es la repartición que los aísla, y no la unidad de un género o la constancia de una enfermedad.
 

Hace bien poco que todos se volvieron profesores.  Quizás este sólo sea un episodio, quizás sea algo por mucho tiempo.  En todo caso, esta integración del filósofo a la Universidad no se ha hecho de la misma manera en Francia y en Alemania.  En Alemania, el filósofo ha estado ligado, desde la época de Fichte y de Hegel, a la constitución del Estado; por ello ese sentido de una destinación profunda, por eso, esa seriedad de los “funcionarios de la historia”, por esta razón, ese rol de portavoces, de interlocutores o de denostadores del Estado que han jugado de Hegel a Nietzsche.
 

En Francia, el profesor de filosofía ha estado encargado más modestamente (de una manera directa en los liceos, indirecta en las facultades) de la instrucción pública, de a conciencia social de una forma cuidadosamente medida de “libertad de pensamiento”; digamos para ser claros: del establecimiento progresivo del sufragio universal.  Por esto, ese estilo de director, o de objetor de conciencia, por esto el papel que les encanta jugar de defensores de las libertades individuales y de las restricciones de pensamiento; pero también su gusto por el periodismo, su preocupación por hacer que se conozca su opinión y la manía de responder entrevistas…
 

— No es algo que esté tan mal.  Las declaraciones públicas de los “filósofos” han prestado algún servicio…
 

— En todo caso se comprende que con el papel que se les ha devuelto, lo que ellos debían enseñar era una filosofía de la conciencia, del juicio y de la libertad.  Debía ser una filosofía que mantuviese los derechos del sujeto ante todo saber, la supremacía de toda conciencia individual con respecto de toda política.  Ahora bien, llevados por los desarrollos recientes, nuevos problemas han aparecido; ya no cuáles son los límites del saber (o sus fundamentos), sino ¿cuáles son los que saben?  ¿Cómo se opera la apropiación y la distribución del saber?  ¿Cómo un saber puede tomar lugar en una sociedad, desarrollarse allí, movilizar recursos y ponerse al servicio de una economía?  ¿Cómo el saber se forma en una sociedad y se transforma en su seno?  Por esto dos series de preguntas: las unas más teóricas sobre las relaciones entre saber y política, y las otras, más críticas, sobre lo que es la Universidad (las facultades y los liceos) en tanto que lugar aparentemente neutro donde un saber objetivo está llamado a redistribuirse equitativamente.  Si estas preguntas llegasen a ser planteadas en la clases de filosofía, es claro que su función tradicional tendrá que ser profundamente transformada.
El Sr. Guichard finge defender la filosofía contra una intrusión de estudiantes que no han sido formados para enseñarla.  De hecho, él protege el viejo funcionamiento de la clase de filosofía contra una manera de plantear los problemas que la hace imposible.
 

— ¿Cómo llegaron las cosas a esto?  ¿No le hicieron promesas cuando fue creada la universidad de Vincennes?
 

— Recibimos desde el comienzo entera libertad.  Evidentemente, habríamos podido tratar de trampear con esa libertad.  Hubiéramos podido recurrir a esa formita de hipocresía que habría consistido en modificar las formas pedagógicas de la enseñanza (constituir grupos de estudio, dar una cierta libertad de intervención a los estudiantes) sin cambiar nada del contenido; habríamos continuado enseñando a Plotino o a Hamelin, pero en formas que les gustaran a los “reformadores”.  Y había otra hipocresía posible: modificar el contenido, introducir en el programa autores como Nietzsche, Freud, Marx, etc., pero manteniendo la forma tradicional de la enseñanza (disertaciones, exámenes, diversos controles).  Hemos rehusado uno y otro de estos acomodamientos; hemos tratado de llevar a cabo la experiencia de una libertad, yo no digo total, pero lo más completa posible en una universidad como la de Vincenne.
Encontramos que los estudiantes, el año pasado, venían en su mayor parte directamente de la clase de filosofía; sabían pues exactamente lo que deseaban y de lo que tenían necesidad en esa clase.  Eran la mejor guía para definir la forma y el contenido de la enseñanza que teníamos que impartir.  Y fue con su acuerdo que hemos definido dos grandes dominios de enseñanza: uno que está esencialmente consagrado al análisis político de la sociedad y el otro dedicado al análisis del hecho científico y al análisis de un cierto número de dominios científicos.  Estas dos regiones, la política y la ciencia, nos han parecido a todos, estudiantes y profesores, los más activos y los más fecundos.
 

Por lo demás esto recibió en su momento el acuerdo no solamente de la asamblea general del departamento de filosofía, sino de la administración de la universidad, e incluso del ministerio.  En esta medida, cuando se nos dice hoy: “lo que Uds. enseñan no está conforme con lo que nosotros entendemos por filosofía y lo que debe ser un programa de filosofía”, podemos considerar que se nos ha tendido una trampa, que en todo caso se nos ha dejado avanzar en una dirección en la que se nos anuncia ahora está cerrada.
 

— ¿Cómo prevé que van a evolucionar las cosas?
 

— Estamos decididos a luchar al máximo para que la licenciatura de Vincenne sea considerada como una licenciatura en enseñanza, por tanto para obtener  que los estudiantes de Vincenne no sean excluidos de la enseñanza secundaria.
 

— ¿No se puede hacer una objeción y decir que la enseñanza de Vincenne es demasiado diferente de la de las otras facultades?
 

— Esta diferencia siempre ha existido.  Se nos ha dicho: “su programa no corresponde al programa de enseñanza secundaria”.  Yo respondería esto: antaño había tantos programas de licenciatura cuantas universidades existían.  Y en cada universidad, el programa se definía esencialmente por los intereses de los profesores o su especialidad, o su curiosidad, eventualmente su pereza.  Luego existió un segundo programa, el de la agregación.  Fue bien diferente del programa de la licenciatura.  Ni el uno ni el otro eran conformes al tercer programa, el del bachillerato.  Y tras todo esto estaban las necesidades, los deseos, las curiosidades de los alumnos de los liceos.  Entre los estudiantes de la enseñanza superior y los alumnos de los liceos, había pues tres pantallas constituidas por tres programas diferentes.
 

— Si la licenciatura de Vincenne estuviera valorada ¿estos estudiantes podrían presentarse tan fácilmente como los otros a la agregación?
 

— Pues claro.  El programa de agregación ha sido, en el curso de los años recientes, muy afortunadamente corregido por un presidente del jurado al que hay que rendirle homenaje, Georges Canguilhem.  Por lo demás, la mayor parte de las gentes que enseñan en Vincenne son alumnos de este presidente.  La pelea que nos buscan es una mala querella.  Ahora, me toca a mi preguntar.  ¿Sabe Ud. de quién es esta frase: “Rechazando toda novedad, la universidad de París ha alcanzado el colmo del ridículo y de lo odioso”?
 

— ¿Edgar Fauré?
 

—    No, Renan.

tr. Luis Alfonso Paláu, Medellín, junio 6 de 2016.


Anexo 2

178.- «Preguntas de Michel Foucault a Heródoto»

«Des questions de Michel Foucault à Hérodote», Hérodote, nº 3, julio-septiembre de 1976, pp. 9-10.  [M. Foucault. Dits et Ecrits, t. III, Paris, Gallimard, 1994. n° 178, p. 94- 95].
No son preguntas que les planteo a partir de un saber que yo tendría.  Son interrogantes que me hago, y que les dirijo pensando en que Uds. sin duda están más avanzados que yo por este camino.

1) La noción de estrategia es esencial cuando se quiere hacer el análisis del saber y de sus relaciones con el poder.  ¿Implica ella necesariamente que a través del saber en cuestión se hace la guerra?
¿No permite la estrategia analizar las relaciones de poder como técnica de dominación?
O ¿será necesario decir que la dominación no es sino una forma continuada de la guerra?
Dicho de otra forma: ¿qué extensión le dan Uds. a la noción de estrategia?

2) Si yo los comprendo bien, buscan constituir un saber de los espacios.  ¿Es importante para Uds. constituirlo como ciencia?
¿Aceptan Uds. decir que el corte que marca el umbral de la ciencia no es sino una manera de descalificar ciertos saberes, o hacerlos escapar del examen?
La repartición entre ciencia y saber no científico es un efecto de poder ligado a la institucionalización de los conocimientos en la Universidad, los centros de investigación, etc.
3) Me parece que Uds. ligan el análisis del espacio o de los espacios no tanto a la producción y a los “recursos” como al ejercicio del poder.
¿Es que pueden esbozar lo que entienden por poder? (con respecto al Estado y a sus aparatos, con respecto a la dominación de clase).

O consideran que el análisis del poder, de sus mecanismos, de su campo de acción está todavía en sus comienzos, y que todavía es demasiado pronto como para dar definiciones generales?
En particular ¿piensan que se pueda responder a la pregunta quién tiene el poder?

4) ¿Piensan que es posible hacer una geografía –o según las escalas, geografías– de la medicina (no de las enfermedades, sino de las implantaciones médicas con su zona de intervención y su modalidad de acción)?
tr. Luis Alfonso Paláu, Medellín, junio 5 de 2016.

  Al final de la parte complementaria, redactada «veinte años después», con la que termina Le normal et le pathologique, Canguilhem señala que «en páginas admirables, conmovedoras, del Naissance de la clinique, Michel Foucault mostró cómo Bichat hizo «girar la mirada médica sobre sí misma, para pedirle a la muerte cuentas de la vida» (Le normal et le pathologique, Paris, PUF/Quadrige, 1988, p. 215).  Esta conversión de la mirada que él llama también «eversión», es la que el propio Canguilhem ha tratado de practicar.  Los dos libros de Foucault, Histoire de la folie (1961) y Naissance de la clinique (1963) son añadidos como referencia en el Suplemento a la bibliografía de la nueva edición, en 1966, de La connaissance de la vie, lo que subraya la importancia que Canguilhem les concedía.
 < M. Foucault.  "La vida: la experiencia y la ciencia".  Revista de Metafísica y Moral.  90º año/#1.  Enero-marzo/1985.  tr. Paláu, publicada in Sociología 18, Medellín: Universidad Autónoma Latinoamericana, Julio/1995 >
  En el libro que le consagró, F. Dagognet señala que «Los amigos de Georges Canguilhem a veces se interrogan -una pregunta que linda con la reprobación- por la estima, incluso según algunos la indulgencia, que tuvo para con los trabajos de Michel Foucault» (Georges Canguilhem filósofo de la vida, in traducciones historia de la biología nº 25.  tr. Paláu, Medellín: Universidad Nacional de Colombia, nov. de 2003, p. 9).  Él prosigue explicando que esa sorpresa que quizá él mismo compartió en un grado o en otro, encuentra su justificación en una interpretación unilateral del pensamiento de Canguilhem; el hilo conductor de su libro es que ese pensamiento presenta “vertientes” contrastadas, la una tendencialmente conservadora, que lo alejaba de Foucault, la otra tendencialmente contestataria que lo acercaba a él.  Dagognet subraya a continuación: « Hostil a la estandarización y a la uniformización de los cuerpos, la tesis sobre Lo normal y lo patológico anticipa los futuros análisis de Michel Foucault; Georges Canguilhem los había anticipado hasta tal punto que estará inevitablemente atraído por ellos, incluso si posteriormente los integrará a otros desarrollos» (ibid., p. 29)  Se puede estar de acuerdo con Dagognet cuando él avanza que la relación entre Canguilhem y Foucault, relación esencialmente compleja, asocia proximidad y alejamiento, en condiciones tales que su tensión no puede ser directamente resuelta.  Incluso vayamos más lejos: es esta tensión la que hace fecunda esa relación en la práctica.
  La mayor parte de las reflexiones y de las intervenciones de Canguilhem a propósito de la enseñanza de la filosofía en los Liceos –enseñanza a la que estaba visceralmente adherido gracias a su recorrido personal– están marcadas por ese conformismo.  Canguilhem sensible a las tentativas de innovación pedagógica pero, en el fondo, él le atribuía a la enseñanza de la filosofía, y al modelo propiamente frencés de tal enseñanza –la institución de la «classe de philosophie»– que le confiere éste una función social eminente, un valor primordial que no estaba dispuesto a cuestionar.   Foucault tenía sobre el modelo francés una mirada claramente más distanciada, como lo testifican sus anotaciones al respecto en una entrevista aparecida en 1970 en Le Nouvel Observateur titulada «La trampa de Vincennes», en donde el «juego» del sistema de enseñanza francés es resumido así: «a los alumnos de primaria, la sociedad les da el “leer-y-escribir” (la instrucción); a los del técnico, les ofrece saberes a la vez particulares y útiles; a los de secundaria, que normalmente deben entrar a la facultad, les entrega saberes generales (la literatura, la ciencia), pero al mismo tiempo la forma general de pensamiento que permite juzgar todo saber, toda técnica, y la raíz misma de la instrucción.  Les concede el derecho y el deber de “reflexionar”; de ejercer su libertad pero sólo en el orden del pensamiento, de ejercer su juicio, pero sólo en el orden del libre examen» (Dits et Ecrits, t. II, Paris, Gallimard, 1994, p. 69 <ver el texto completo Infra como anexo 1, Paláu>).  Se subrayaba así el carácter paradójico del régimen de la Sociedad-Escuela tal como se practica en Francia desde el siglo XIX, bajo formas que asocian integración y separación, incorporación y exclusión.  Sin condenarla, Canguilhem por su lado estando abierto al espíritu de utopía, consideraba con una cierta perplejidad la experiencia que se llevaba a cabo en el departamento de filosofía de Vincenne.
4.  En uno de sus primerísimos escritos, Canguilhem se reclama de una filosofía “de la toma de partido” (Fascisme et révolution », Libres Propos, mars 1933, Oeuvres complètes, Paris, Vrin 2013, p. 453).  Encuentra ahí su justificación filosófica de su compromiso en la Resistencia, siguiendo a Cavaillès, compromiso que responde él mismo a la exigencia de ser “normativo”, y no sometido a normas convenidas, cuya fórmula “Trabajo, familia, patria” constituye su expresión caricaturesca.  En la teoría como en la práctica, Canguilhem le concede un valor primordial al espíritu de “vigilancia”, en el sentido de lo que Alain había llamado las “Vigilias del espíritu”; paradójicamente es la puesta en funcionamiento riguroso de este espíritu de vigilancia el que, en el momento de la guerra, lo alejó de Alain y del grupo de los alpinistas (que terminaron acercándose a Vichy).

5 Art. cit., Revista ECO.

8.  Ibid.

9.  Ibid., p. 38.
10.  Canguilhem concluye de todo ello que no es “normal”, como uno se lo figura bien a menudo, estar bien de salud.  Este tema paradójico lo desarrolló, bien al final de la parte complementaria añadida, veinte años después, al estudio sobre lo Normal y lo Patológico, en las consideraciones consagradas a «la enfermedad del hombre normal» (Lo Normal y lo Patológico, Buenos Aires: Siglo XXI, 1975, p. 216).
 11. Es lo que conduce a Foucault a afirmar, como conclusión de su texto «La vida: la experiencia y la ciencia»: «Este historiador de racionalidades, él mismo tan "racionalista", es un filósofo del error; quiero decir que es a partir del error que él plantea los problemas filosóficos, digamos más exactamente, el problema de la verdad y de la vida” (Michel Foucault.  "La vida: la experiencia y la ciencia".  Revista de Metafísica y Moral. 90 º año/nº 1  Enero-Marzo 1985.  pp. 3-14.  Traducido por Luis Alfonso Paláu-Castaño.  Barcelona, sabático de 1988).  Dicho de otro modo, con Canguilhem se aprende a razonar, no de la verdad considerada como una adquisición, sino del error a la verdad, aprehendida dinámicamente como un objetivo por alcanzar, sin garantía de éxito. Esta inversión de perspectiva, o «eversión», resulta del paso de una lógica de la ley, que se aplica a lo que es, a una lógica de la norma, orientada en el sentido de lo que debe o puede ser, con el margen de incertidumbre señalado por la locución «quizás» (peut-être, escrita en francés con el guión): lo posible es a la vez, según la definición que de él da Aristóteles, lo que es y no es, entre presencia y ausencia.  «Una saca su sentido, su función y su valor por el hecho de la existencia por fuera de ella de lo que no responde a la exigencia que ella sirve.  Lo normal no es un concepto estático o pacífico, sino un concepto dinámica y polémico» (Lo normal y lo patológico, 2ª parte, «veinte años después», p. 176). Este pasaje lo comenta Foucault de la siguiente manera: «La norma no se define en absoluto como una ley natural, sino por el papel de exigencia y coerción que es capaz de ejercer con respecto a los ámbitos en que se aplica.  La norma, por consiguiente, es portadora de una pretensión de poder.  No es simplemente, y ni siquiera, un principio de inteligibilidad; es un elemento a partir del cual puede fundarse y legitimarse cierto ejercicio del poder» (Los anormales, lección del 15 de enero de 1975, México: Fondo de cultura económica, 2000, p. 57). «Una pretensión de poder», «un cierto ejercicio del poder»: «poder», correlativo a la intervención de la norma y no a la de la ley, debe entonces entenderse de manera polémica, en oposición a lo que es, en el sentido de la ontología y de la concepción de racionalidad que de acá se deriva (la que define la verdad como «adaequatio rei et intellectus»).  Este poder, el que se adosa a la exigencia y a la coerción llevadas por la norma, no consiste en una dominación impuesta a nombre del hecho establecido, sino en el movimiento con miras a un cambio de estado, por tanto de un «puede ser» o de un «quizás».  Así como el de norma, el concepto de poder es «dinámico y polémico».
12.  En la “Introducción”, firmada por Canguilhem, a la presentación del conjunto de las intervenciones presentadas en el curso de esas jornadas de estudios, se precisa, con respecto a las discusiones llevadas a cabo en aquel grupo de estudio que peronalmente él animaba y en el que habían sido preparadas aquellas jornadas: “Se trata de someter a la prueba de un examen crítico la brillante tesis sostenida por M. Foucault en su obra las Palabras y las Cosas” (Revue d’histoire des sciences, t. XXIII n° 1, janvier-mars 1970, Paris, PUF, p. 7).   De hecho, en el curso de esas jornadas, la tesis paradójica, iconoclasta sostenida por Foucault según la cual Darwin está más próximo de Cuvier, a pesar del “fijismo” profesado por este último, que de transformistas como Lamarck, heredero intelectual de Jussieu, y por su intermediario defensor de la teoría de la escala de los seres, teoría que constituía el principal obstáculo para la formación del concepto de evolución de las especies, ha sido discutida por investigadores de los cuales la mayor parte eran cercanos de Canguilhem.  Éste por su parte, había ya explicado en “¿Muerte del hombre o agotamiento del cogito?” (aparecido dos años antes) que el punto de vista de Foucault, aunque estaba sujeto a discusión, le parecía perfectamente defendible: “Incluso si se piensa que Foucault no tien razón en este punto –y personalmente pensamos que él tiene razón– ¿será esta una razón suficiente para acusarlo de haber echado por la borda la Historia?” (op. cit., p. 260).
En suma, Canguilhem considera que, en este caso, Foucault está en lo verdadero, incluso si es imposible afirmar con toda certidumbre que lo que dice es verdad, lo que abre un campo de debate.  No sin picardía Canguilhem reenvía así a Foucault a su propia normatividad de sujeto de saber.  También se podría remarcar que el giro («éversión») operado en este caso preciso por Foucault, que conduce a interpretar la relación de Cuvier con Darwin, no en un sentido despreciativo, sosteniendo que el fijismo de Cuvier constituyó un obstáculo para la formación de la teoría de la evolución, sino en un sentido positivo, no deja de presentar formalmente una analogía con la rehabilitación del vitalismo efectuada por Canguilhem algunos años antes, en el marco de sus investigaciones sobre el reflejo.
13.  Dits et écrits II n° 77, Paris, Gallimard, 1994, p. 60. < Traducido por Luis Alfonso Paláu C. para el seminario permanente de Historia de la biología, Escuela de estudios filosóficos y culturales, Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, Medellín, diciembre 3 de 2002 >  Estas afirmaciones, públicamente sostenidas en 1969, recortan y resumen las tesis desarrollas el mismo año en la conferencia “¿Qué es un autor?” y en la obra la Arqueología del Saber, aparecida igualmente en 1969.
14.  Lo esencial de su participación en los debates en los que las jornadas de estudio han dado lugar, estaba luego de la exposición de Francis Courtes, «Georges Cuvier ou l’origine de la négation»; esa exposición extraordinariamente brillante, sin citar a Foucault, iba en el sentido de su propuesta, en la medida en que, en el polo opuesto de la vulgata que fila a Cuvier en el campo de los tradicionalistas conservadores obstinadamente girados hacia el pasado, él le asignaba a éste un rol creativo en la historia de las ideas sobre la vida y sobre el organismo, por el hecho de haber introducido de manera innovadora el principio de la negatividad, en un sentido cuasi hegeliano.  Cuando Foucault tomó la palabra, bien al final de las Jornadas que terminaron con su intervención, Canguilhem, del que todo el mundo sabía que en el fondo estaba de acuerdo con él, permaneció en silencio, sin duda para no hacer pesar en el debatre su autoridad personal que nadie habría osado discutir.
  15 Recordemos que es el término que emplea Dagognet cuando nos cuenta las reticencias del entorno de Canguilhem con respecto a la acogida favorable que él le concedía a las proposiciones turbadoras de Foucault.
16  Op. cit., p. 262.
17.  Si la razón no tiene el derecho de afirmar que el Yo, el Mundo y Dios “existen” de conformidad con los datos habituales de la experiencia, nada le impide emplear esas ideas a título puramente indicativo, tratándolas como hipótesis razonables bajo ciertos aspectos.  No solamente nada se lo impide sino que ella tiene necesidad de hacerlo pues, en ausencia de esas hipótesis, una síntesis de los conocimientos elaborados por otra parte por el entendimiento en relación con los datos de la sensibilidad, se quedaría indefinidamente diferida.  Dicho de otro modo, al ser descartada la tesis según la cual la metafísica es una ciencia exacta, queda abierta la posibilidad de emplearla a título de ficción; yendo más lejos en este sentido, uno podría preguntarse si la función reguladora de las ideas de la razón no está emparentada, en Kant, con el esquematismo de la imaginación <el Borges que declara que la metafísica es una rama de la literatura fantástica, es pues así un kantiano de estricta observancia>.  Poincaré se inscribe en el surco de esta manera de ver cuando presenta los conceptos científicos como ficciones operatorias, cuya validez es puesta a prueba en su funcionamiento; en tal perspectiva, la epistemología no es nada distinto a una rama de la Poética general.  Kant, Poincaré; Valéry, Canguilhem <y Borges> se encuentran así colocados en la misma línea.
 18. Op. cit., p. 262.
19.  Op. cit., p. 266.
20.  Dits et écrits II n° 76, p. 29. Traducido por Luis Alfonso Paláu C. para el seminario permanente de Historia de la Biología, Escuela de estudios filosóficos y culturales, Facultad de Ciencias Humanas y Económicas de la Universidad Nacional de Colombia, Medellín, noviembre 24 de 2002.
21.  Esta sospecha le había dado su hilo conductor a la exposición de Dagognet que, nutriéndola, consideraba quizás que eso constituía precisamente una objeción válida contra lo que sostenía Foucault.  Pero este último, en su intervención, le dio vuelta (“everti”) completamente a la objeción, haciendo de ella un argumentos suplementario en apoyo de su tesis.  Canguilhem se debía haber divertido mucho asistiendo a este debate en el que se podía ver una ilustración de la fábula del regador regado.  Que Cuvier haya podido eventualmente equivocarse no afecta para nada el rol que se le reconoce por parte de la arqueología.
 22. «Questions à Michel Foucault sur la géographie», Dits et écrits III n° 169, Paris, Gallimard, 1994, p. 28 et sq.  M. Foucault.  Microfísica del poder.  Madrid: la Piqueta, 1979.  pp. 111 ss.  Ver también «Des questions de Michel Foucault à Hérodote», ibid. n° 178, p. 94- 95.   <se traducen aquí como anexo 2, Paláu>
23.  Lucien Febvre, en su obra sobre La terre et l’évolution de l’humanité (Introduction géographique à l’histoire), aparecida en 1922 en las ediciones Albin Michel en la colección L’évolution de l’humanité, <La tierra y la evolución humana.  Introducción geográfica a la historia.  México: UTEHA, 1955> se sirvió de la expresión «posibilismo», como alternativa a «determinismo», para designar la orientación nueva comunicada por Vidal de Lablache a las investigaciones de los geógrafos.
 24. Como la hembra de la garrapata fecundada que, estando colgada en una rama de árbol, sólo es sensible en lo que la rodea a un cierto olor a mantequilla rancia que le señala el paso, al pie del árbol, de un mamífero de sangre caliente sobre el que se deja caer para penetrar su epidermis y poner allí sus huevos, luego de lo cual, su destino de garrapata se ha realizado, y sólo le queda morir; el mundo exterior para ella se reduce a ese olor; considerado en su globalidad sólo es, en la perspectiva que es la suya, un “ser de razón” privado de objetividad, y como tal irrepresentable.
 25. «Mort de l’homme ou épuisement du cogito?», p. 266.
26.  Ibidem.
27.  Es lo que conduce a Foucault, bien al final de su texto “la Vida: la Experiencia, la Ciencia” a preguntarse: “¿No será que toda la teoría del sujeto debe ser reformulada desde que el conocimiento, más bien que abrirse a la verdad del mundo, se enraíza en los "errores" de la vida?” (Dits et Ecrits, t. IV, Paris, Gallimard, 1994, p. 776 <tr. Paláu, Sociología 18, Medellín: Universidad Autónoma Latinoamericana, Julio/1995.  pp. 15-16>).  Desde entonces, la partición entre «una filosofía de la experiencia, del sentido, del sujeto» y «una filosofía del saber, de la racionalidad y del concepto» mentionada por Foucault en la introducción de su texto (ibid., 1ª col. p. 8) deja de tener un valor explicativo; una concepción del conocimiento y de su historia como la de Canguilhem, que hace pasar al primer plano la vida de los conceptos, lejos de evacuar definitivamente la referencia al sujeto, conduce a repensar el estatuto de esa referencia, por tanto a asignarle una nueva posición al sujeto.
28  Por «humanismo teórico», hay que entender la especulación ordenada a la representación de una «esencia humana» cuya realidad estaría dada en lo absoluto, a título de una «anaturaleza» completa, tratada, para retomar los términos empleados por Spinoza, «tanquam imperium in imperio».  Es de esta representación, aún dominante en Feuerbach, que Marx a debido desprenderse para elaborar su materialismo histórico.
29.  Windelband & Rickert, principales representantes de esa escuela, efectúan una relectura original del kantismo, que lo reduce en el fondo a una filosofía del juicio y de los valores, punto de vista en el cual la consideración del «deber-ser» (Sollen) tiene prioridad sobre el del ser (Sein).  Por ejemplo, una representación verdadera es la que debe ser pensada, una acción buena es la que debe ser realizada, una cosa bella es la que debe agradar, etc., en el sentido en que “debe ser” no remite a una obligación, o al juego de un automatismo, sino que representa un posible que, una vez valorizado, falta por hacerlo pasar a los hechos; esta puesta en funcionamiento tiene que ver, según estos pensadores, no con la responsabilidad de sujetos personales sino de la cultura histórica de una época y de un lugar dados considerada, no como un sistema obligatorio, sino como un conjunto que está buscando hacerse su lugar, ordenarse, orientarse siguiendo sus tendencias propias.  En la tesis de medicina de 1943, Canguilhem cita de paso una fórmula del filósofo austríaco Reininger, extraída de su obra Wertphilosophie und Ethik (1939), que resume esta orientación de pensamiento: «Unser Weltbild ist immer zugleich ein Wertbild» <”Nuestra visión del mundo es siempre al mismo tiempo una imagen de valor”> (Le Normal et le pathologique, Paris, PUF/Quadrige, 1988, p. 117). Canguilhem adoraba este género de fórmulas lapidarias.
30.  Recordemos que esta expresión es la que utiliza Lucien Febvre para caracterizar la orientación propia de las investigaciones en «geografía humana».
 31. Renouvier se servía de la expresión «filosofía de cosas» para caracterizar la manera de pensar propia de Spinoza.
32.  Indiferentemente, en la perspectiva propia de ese mundo de cosas, si es que se le puede imputar a este último una perspectiva; es al sujeto, humano o simplemente viviente al que le corresponde hacer la diferencia entre lo que, viniendo de este mundo, le es útil y lo que le es dañino, corriendo por supuesto el riesgo de equivocarse.
33.  El lector de la Ética que se detiene en la primera parte de la obra tropieza, en el Apéndice de ella donde la idea de finalidad natural es definitivamente desacreditada desde un punto de vista racional, con la fórmula «omnia sunt praedeterminata», «todas las cosas están predeterminadas» en el sentido en que obedecen al principio de causalidad cuya fuente última se encuentra en Dios, es decir en la naturaleza; si es curioso, puede entonces preguntarse si, una vez formulada tal tesis, el proyecto mismo de una “ética” –es decir de una teoría de la acción– no se encuentra por ello mismo invalidado, lo que por lo menos sería extraño en el comienzo de una obra títulada precisamente Ética, y no Lógica o Metafísica.  Su sorpresa comienza a disiparse cuando, avanzando en su lectura descubre que, a comienzos de la cuarta parte de la obra, Spinoza reintroduce (con la noción de lo que es útil en el doble sentido de lo útil propio y del útil común) la consideración de la finalidad, es verdad que bajo un novísimo aspecto; se trata en efecto entonces de una finalidad que no está inscrita en la naturaleza de las cosas, sino que tiene que ver con la actividad humana, en tanto que esta, llevada por el impulso del conatus, que empuja a cada ser a perseverar en su ser –empresa cuyo éxito no está garantizado a priori– está sometido a la vez a la ley innovadora y mortífera de la afectividad y del deseo, a los juegos de Eros y de Thanatos estaríamos tentados a decirlo en el lenguaje de Freud.  Aparece entonces que vivir –y escribir una “Ética” es precisamente proponer un arte de vivir– no es un estado, una propiedad de cosa, sino una actividad, como tal polarizada, polémica, es decir confrontada permanentemente con la alternativa entre preferir y excluir, de donde resulta la separación de lo normal y de lo patológico.  La referencia a “valores”, incluso si ella opera con frecuencia sobre el fondo del conocimiento de primer género, es decir de la imaginación (lo que impide atribuirle un carácter racional) reencuentra entonces un interés filosófico; y de hecho, las dos últimas partes de la obra de Spinoza están consagradas al esfuerzo con miras a volver a trabajar la creencia en valores, salida espontáneamente de los procedimientos de la imaginación que conducen a figurarse que se desean ciertas cosas porque se juzga que son buenas, mientras que a la inversa uno juzga que son buenas porque se las desea, con el fin de elevar la convicción en el valor de los valores a nivel de la razón, lo que equivale a fin de cuentas a reconciliar afectividad y racionalidad, última palabra de la sabiduría.  Resumamos:  si las consideraciones sobre las sustancias, los atributos y los modos que Spinoza ha escogido como punto de partida de su demostración parecen obstaculizar o convertirse en una pantalla al desarrollo de una axiología, filosofía de los valores o del juicio, en realidad ellas son jalones preparatorios para la elaboración de ésta, puesto que no se ve cómo una reflexión “ética”, por tanto girada hacia la práctica, podría eximirse de ella.
34.  «Le cerveau et la pensée» (1980), reproduicido como introducción al volumen colectivo Georges Canguilhem philosophe historien des sciences, Paris, Albin Michel, 1993, p. 31.  G. Canguilhem.  "El cerebro y el pensamiento", publicado en la revista Sociología 17 de Unaula, Junio de 1994, p. 23, 2ª & 3ª col. <colgado en la red por la Revista colombiana de psicología, nº 5-6, 1996.  Bogotá: Universidad Nacional de Colombia>.
 <estilo que con razón, a un poeta de los nuestros, le parecía “pedregoso”, Paláu>
 35 «El Yo no está con el mundo en relación de sobrevuelo sino en relación de vigilancia» (ibid., p. 22, 3ª col.).

 36. Ibid., p. 23, 2ª col.
 37. Esta expresión «poder de empuje» restituye lo más cerca posible la significación de la noción de conatus.

 38. CANGUILHEM, G. “¿Muerte del hombre o agotamiento del cogito?” In: Análisis de Michel Foucault. BsAs: Editorial Tiempo Contemporáneo, 1970.


 7. La idea directriz del estudio que Canguilhem consagró a la La formación del concepto de reflejo en los siglos XVII y XVIII (Paris, PUF, 1955) es que, contrariamente a lo que uno se figura generalmente porque se considera a priori que las cosas hubieran debido pasar así,  el concepto de reflejo no apareció en el contexto de un estudio del funcionamiento de los organismos apoyado en un presupuesto mecanicista (Descartes), sino por el contrario en un contexto vitalista (Willis).  Se encuentra acá una aplicación del principio general según el cual la historia de las cienias, que es una historia en el pleno sentido del término, no puede ser reducida en el plano de una reducción racional que no le asignara ningún sitio a acontecimientos de pensamiento; ella no es una historia de las teorías y de su encadenamiento, historia en la que no hay lugar para tales acontecimientos, sino una historia de los conceptos cuya formación está sometida a los azares, lo que la hace por una parte imprevisible.
7.  El texto de esta conferencia se reproduce en los Estudios de historia y de filosofía de las ciencias,

tr. María Luisa Jaramillo, Medellín: Universidad Nacional de Colombia, julio de 1992.  pp. 29 ss.

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Georges Canguilhem

 
Independientemente de las consideraciones personales y particulares que conducen a aproximar los recorridos teóricos de G. Canguilhem y de M. Foucault, una tal comparación se justifica sobre todo por una razón de fondo: estos dos pensamientos se han desarrollado en torno a una reflexión consagrada al problema de las normas; reflexión, en el sentido fuerte de la expresión, filosófica, incluso si ella ha estado directamente asociada en estos dos autores a la utilización de materiales tomados de la historia de las ciencias biológicas y humanas, y de la historia política y social.  Por esto esta interrogación común que, en términos muy generales, podría ser formulada así: ¿por qué la existencia humana está confrontada a normas?  ¿De dónde sacan ellas su poder?  ¿Y en qué dirección orientan ellas este poder?
 

En G. Canguilhem estas preguntas se anudan en torno al concepto de “valores negativos”, vueltos a trabajar a partir de Bachelard.  Este punto está ejemplarmente aclarado por la conclusión del artículo “Vida” de la Encyclopaedia Universalis, que, a partir de una referencia a la pulsión de muerte, enuncia esta tesis: la vida no se deja conocer, y reconocer, mas que a través de los errores de la vida que, en todo viviente, revelan su constitutivo inacabamiento.  Y por esto el poder las normas se afirma en el momento en que tropieza, y eventualmente cae, en estos límites que no puede franquear y hacia los cuales es así indefinidamente llevado.  En este sentido, antes de citar en extenso a Borges, G. Canguilhem plantea la pregunta: “El valor de la vida, la vida como valor, ¿no se enraíza en el conocimiento de su esencial precariedad?”
 

Los problemas que así están en juego serán aquí reducidos a un cuadro estrechamente delimitado, a partir de una lectura paralela de dos obras de G. Canguilhem y de M. Foucault que abordan precisamente esta cuestión: la relación intrínseca de la vida con la muerte, o del viviente con lo mortal, tal como se experimenta a partir de la experiencia clínica de la enfermedad.  Para comenzar, recordemos brevemente en qué espacio cronológico se despliega esta confrontación: en 1943, G. Canguilhem publica su tesis de medicina Ensayo sobre algunos problemas concernientes a lo normal y a lo patológico; en 1963, “veinte años después”, presenta en la colección “Galeno”, consagrada a la historia y a la filosofía de la biología y de la medicina, que él dirige en las Prensas Universitarias de Francia, la segunda gran obra de M. Foucault –después de la Historia de la locura–: Nacimiento de la clínica; el mismo año profesa en la Sorbona un curso sobre las normas, mientras prepara la reedición, en 1966, del Ensayo de 1943, que aparece como Nuevas reflexiones concernientes lo normal y lo patológico.  Tomemos las etapas sucesivas de este recorrido*.
 

El Ensayo de 1943 opone la perspectiva objetivante de una biología positivista, entonces ejemplarmente representada a través de los trabajos de Claude Bernard, a la realidad efectiva de la enfermedad: al tener ésta esencialmente valor de un problema planteado al individuo y por el individuo con motivo de las fallas de su propia existencia, problema del que se encarga una medicina que no es de entrada una ciencia sino un arte de la vida aclarado por la conciencia concreta de este problema considerado en tanto que tal, independientemente de las tentativas de solución que buscan anularlo.
 

Todo este análisis gira en torno de un concepto central: el de “viviente”, sujeto de una “experiencia” –esta noción se reencuentra a todo lo largo del Ensayo– a través de la cual él es expuesto, de manera intermitente y permanente, a la posibilidad del sufrimiento, y más generalmente, del mal vivir.  En esta perspectiva, el viviente representa simultáneamente dos cosas: es ante todo el individuo o el ser viviente, aprehendido en su singularidad existencial, tal como lo revela de manera privilegiada la vivencia conciente de la enfermedad; pero él es también lo que se podría llamar lo viviente del viviente: ese movimiento polarizado de la vida que, en todo viviente, lo empuja a desarrollar al máximo lo que él es en sí mismo de ser o de existir.  En este último aspecto se puede sin duda reencontrar una inspiración bergsoniana; pero se podría igualmente ver aquí, aunque G. Canguilhem no evoque él personalmente la eventualidad de una tal aproximación, la sombra arrojada por el concepto spinozista de “conatus”.
 

Este viviente se califica porque es portador de una “experiencia” que se presenta ella misma simultáneamente bajo dos formas: una forma consciente y una forma inconsciente.  La primera parte del Ensayo, en oposición a los procedimientos del biólogo que tiende a hacer del él un objeto de laboratorio, insiste sobre todo en que el enfermo es un sujeto consciente, que se dedica a expresar lo que le hace padecer su experiencia al declarar su mal a través de la lección vivida que lo liga al médico; en este sentido, G. Canguilhem escribe, refiriéndose a las concepciones de R. Leriche: “No hay nada en la ciencia que no haya aparecido antes en la conciencia...  el punto de vista del enfermo es en el fondo el verdadero” .  Pero la segunda parte del Ensayo retoma el mismo análisis y lo profundiza, lo que conduce a enraizar la experiencia del viviente en una región situada más allá o en los límites de la conciencia, allí donde se afirma, a resguardo de los obstáculos que se oponen a su completo despliegue lo que acabamos de llamar lo viviente del viviente, y que G. Canguilhem designa también como siendo “el esfuerzo espontáneo de la vida” , por tanto anterior, y quizás exterior, a su reflexión consciente: “Cómo la normatividad esencial de la conciencia humana se explicaría si no estuviese de alguna manera en germen en la vida” .  En germen, es decir bajo la forma de una promesa que se revela sobre todo como tal en los casos en los que parece que ella no puede ser mantenida.
 

La valorización de esta “experiencia”, con sus dos dimensiones consciente e inconsciente, conduce –en la posición opuesta del objetivismo propio de una biología positivista voluntariamente ignorante de los valores de la vida– a esta conclusión: “Nos parece que la fisiología tiene algo mejor que hacer que tratar de definir objetivamente lo normal: reconocer la original normatividad de la vida” .  Lo que significa que, al no ser las normas datos objetivos y como tales directamente observables, los fenómenos a los cuales dan lugar no son los estáticos, de una “normalidad”, sino los dinámicos de una “normatividad”.  Se ve cómo el término “experiencia” encuentra así un nuevo sentido: el de un impulso que tiende hacia un resultado sin tener la garantía de alcanzarlo o de mantenerse ahí; es el ser errático del viviente, sujeto a una infinidad de experiencias, el que en el caso del viviente humano es la fuente positiva de todas sus actividades.
 

Así se invierte la perspectiva tradicional concerniente a la relación de la vida y de las normas: no es la vida la que está sometida a normas, éstas actúan sobre ella desde afuera; sino que son las normas las que, de manera completamente inmanente, son producidas por el movimiento mismo de la vida.  Tal es la tesis central del Ensayo: hay una esencial normatividad del viviente, creador de normas que son la expresión de su constitutiva polaridad.  Estas normas dan cuenta de que el viviente no es reducible a un dato material sino que es un posible, en el sentido de una potencia, es decir de una realidad que se presenta de entrada como inacabada porque está confrontada intermitentemente con los riesgos de la enfermedad, y con el de la muerte permanentemente.
 

Leer el Nacimiento de la clínica, el libro publicado en 1963 por M. Foucault bajo la autoridad de G. Canguilhem, después del Ensayo de 1943, permite la constatación de una comunidad de afirmaciones que no excluye la diferencia, incluso la oposición de los puntos de vista.  Estas dos obras critican la pretensión de objetividad del positivismo biológico en sus dos bordes.  Acabamos de ver que G. Canguilhem había efectuado esta crítica comprometiéndose por el lado de la experiencia concreta del viviente, y había sido llevado así a abrir una perspectiva que se podría llamar fenomenológica sobre el juego de las normas, captado en el punto donde sale de la esencial normatividad de la vida.
 

Ahora bien, la consideración de este origen esencial, M. Foucault la sustituye por un “nacimiento” histórico, precisamente situado en el desarrollo de un proceso social y político; de esta forma es llevado a proceder a una “arqueología” –lo contrario de una fenomenología– de las normas médicas, vistas del lado del médico, e incluso, por detrás de él, del lado de las instituciones médicas, mucho más que del lado del enfermo que parece así ser el gran ausente de este Nacimiento de la clínica.  De esta manera se explica el despliegue de un espacio médico en el que la enfermedad está sometida a una “mirada” a la vez normalizada y normalizante, que decide sobre las condiciones de la normalidad sometiéndose a las de una normatividad común:
 

“La medicina no debe ser sólo el “corpus” de las técnicas de la curación y del saber que éstas requieren; desarrollará también un conocimiento del hombre saludable, es decir, a la vez una experiencia del hombre no enfermo, y una definición del hombre modelo.  En la gestión de la existencia humana, toma una postura normativa, que no la autoriza simplemente a distribuir consejos de vida prudente, sino que la funda para regir las relaciones físicas y morales del individuo y de la sociedad en la cual él vive” .
 

Se diría que el viviente ha dejado de ser el sujeto de la normatividad para sólo convertirse en su punto de aplicación si no fuera porque M. Foucault ha borrado prácticamente de sus análisis toda referencia a esta noción de viviente, tan rara en el Nacimiento de la clínica como frecuente en el Ensayo de 1943.  A este precio puede ser presentada una génesis de la normalidad, en el doble sentido de un modelo epistemológico, que regula los conocimientos, y de un modelo político, que rige los comportamientos.
 

El concepto de “experiencia” aparece tan frecuentemente en los análisis de M. Foucault como en los de G. Canguilhem; pero, en relación con la exigencia formulada por M. Foucault de “tomar las cosas en su severidad estructural” , este concepto recibe una significación por completo diferente.  Ya no se trata de una experiencia del viviente, con todos los sentidos que puede tomar esta expresión, sino de una experiencia histórica, a la vez anónima y colectiva, de donde se desprende la figura completamente desindividualizada de la clínica.  De esta forma, lo que M. Foucault llama “la experiencia clínica” procede simultáneamente en muchos niveles: es lo que permite al médico perfeccionar su experiencia, al ponerse por la intermediación de la observación (la “mirada médica”) en contacto con la experiencia, y esto en el cuadro institucional que determina una experiencia socialmente reconocida y controlada.  En la frase que precede, el término “experiencia” interviene en tres posiciones y con significaciones diferentes: la correlación de estas posiciones y de estas significaciones define precisamente la estructura de la experiencia clínica.
 

Es el triángulo de la experiencia: en un ángulo el enfermo ocupa el lugar del objeto mirado; en el otro ángulo se encuentra le médico, miembro de un “cuerpo”, el cuerpo médico, reconocido competente para volverse el sujeto de la mirada médica; y finalmente, la tercera posición es la de la institución que oficializa y legitima socialmente la relación del objeto mirado y del sujeto que mira.  Se ve pues que el juego de lo “dicho” y de los “visto” a través del cual se anuda una tal “experiencia” pasa por encima del enfermo y del propio médico, para realizar esta forma histórica a priori que se anticipa a lo vivido concreto de la enfermedad y le impone sus propios modelos de reconocimiento.
Este análisis difiere profundamente, e incluso quizás diverge, con respecto al presentado por G. Canguilhem en su Ensayo de 1943.  Y sin embargo, de una manera que puede parecer inesperada, desemboca en conclusiones bastante vecinas.  Pues la experiencia clínica tal como acaba de ser caracterizada, al mismo tiempo que le ofrece al enfermo una perspectiva de sobrevivencia restableciéndolo en un estado normal del que ella misma define los criterios –criterios que después de todo sólo están validados por las construcciones del saber objetivo– lo confronta con el riesgo y la necesidad de una muerte que aparece entonces como el secreto o la verdad de la vida, por no decir como su principio.  Es la lección de Bichat, expuesta en el capítulo 8 del Nacimiento de la clínica, que G. Canguilhem ha citado con frecuencia.
 

Es pues la estructuración histórica de la experiencia clínica la que establece la gran ecuación del viviente y del mortal; ella inserta los procesos mórbidos en un espacio orgánico cuya representación está precisamente informada por las condiciones que promueven esta experiencia; y estas condiciones, en razón de su historicidad misma, no son reductibles a una naturaleza biológica inmediatamente dada en sí misma, como un objeto ofrecido permanentemente a un conocimiento cuyos valores de verdad estarían por esto mismo incondicionados.
 

Por este motivo “es menester dejar a las fenomenologías el cuidado de describir en forma de encuentro, de distancia o de “comprensión”, los avatares de la pareja médico-enfermo...  Al nivel originario, se ha anudado la figura compleja que una psicología, incluso en profundidad, no es capaz de dominar; a partir de la anatomía patológica, el médico y el enfermo no son ya dos elementos correlativos y exteriores, como el sujeto o el objeto, lo que mira y lo mirado, el ojo y la superficie; su contacto no es posible sino sobre el fondo de una estructura en la cual lo médico y lo patológico se pertenecen, desde el interior, en la plenitud del organismo...  El cadáver abierto y exteriorizado, es la verdad interior de la enfermedad, es la profundidad extendida de la relación médico-enfermo” .
En las condiciones que hacen posible la experiencia clínica, la muerte, y con ella también la vida, deja de ser un absoluto ontológico o existencial, y simultáneamente adquiere una dimensión epistemológica; por paradójico que ello pueda parecer, ella “aclara” la vida.
 

“Desde lo alto de la muerte se pueden ver y analizar las dependencias orgánicas y las secuencias patológicas.  En lugar de ser lo que había sido durante tanto tiempo, esta noche en la cual se borra la vida, en la cual se confunde la enfermedad misma, está dotada, en lo sucesivo, de este gran poder de iluminación que domina y saca a la luz a la vez el espacio del organismo y el tiempo de la enfermedad” .
 

Subrayemos que es acá, a propósito de Bichat, donde aparece –con miras a relativizar su contenido– una de las muy raras referencias que hace el Nacimiento de la clínica a la noción de “viviente”:
“La irreductibilidad de lo vivo a lo mecánico, o a lo químico, no es sino secundaria con relación a este vínculo fundamental de la vida y de la muerte.  El vitalismo aparecía sobre el fondo de este “mortalismo”” .
 

Por esta razón, descomponer esta experiencia clínica revelando la estructura que la soporta es exponer también las reglas de una especie de arte de vivir en relación con todo lo que está comprendido bajo las nociones de salud y de normalidad, no teniendo éstas ya nada que ver con la representación de lo que G. Canguilhem llamaría él mismo una “inocencia biológica”.  Y se podría ver aquí el esbozo de lo que, en sus últimos escritos, M. Foucault llamará “estética de la existencia” con miras a hacer comprender cómo se aplican normas jugando con ellas, es decir haciéndolas funcionar y abriendo en el mismo golpe la margen de iniciativa que libera su “juego”.  Este arte de vivir supone, de parte del que lo ejerce, que se sepa mortal y que aprenda a morir: esta idea, M. Foucault la ha desarrollado en el mismo año 1963 en su obra sobre Raymond Roussel, donde la experiencia del lenguaje ha tomado de alguna manera el sitio de la experiencia clínica.
 

En 1963, al mismo tiempo que lee el libro de M. Foucault, G. Canguilhem se relee a sí mismo, y prepara sus Nuevas reflexiones que serán publicadas tres años más tarde.  En este último texto, G. Canguilhem no cesa de insistir en que no ve ninguna razón para volver sobre las tesis que había sostenido en 1943 para desviarlas o descartarlas.  Pero, si así es realmente, ¿cómo explicar la necesidad de presentar estas reflexiones en las cuales es menester que aparezca algo “nuevo”?
Ahora bien, la novedad está ante todo en que estas reflexiones replantean la cuestión de las normas desplazándola hacia otro terreno, que amplía considerablemente el campo de funcionamiento de las normas.  Para decirlo muy sumariamente, esta ampliación procede de lo vital hacia lo social.  Por esto esta pregunta que se encuentra de hecho en el centro de las Nuevas reflexiones: el esfuerzo de pensar la norma sobre el fondo de normatividad más bien que sobre el fondo de normalidad, que había caracterizado el Ensayo de 1943, ¿puede ser extendido de lo vital a lo social, en particular cuando son tenidos en cuenta todos los fenómenos de normalización concernientes al trabajo humano y los productos de este trabajo?
 

La respuesta a esta cuestión sería globalmente negativa en razón de la imposibilidad demostrada por G. Canguilhem de inferir de lo vital a lo social, es decir de alinear el funcionamiento de una sociedad en general, en tanto que portadora de un proyecto de normalización, sobre el de un organismo.  En esta argumentación se puede ver una resurgencia del debate tradicional entre finalidad interna y finalidad externa.  ¿Es decir que sería necesario distinguir radicalmente dos tipos de normas, no dándole la razón ni a lo vital ni a lo social?
 

Ahora bien, a esta última pregunta se le responderá también por la negativa, esencialmente por dos razones.  Ante todo las Nuevas reflexiones subrayan que las normas vitales, al menos en el mundo del hombre -¿y no es el hombre el ser que tiende a hacer entrar a todas las cosas en su mundo propio?–, no son la expresión de una “vitalidad” natural, de hecho abstracta por estar estrictamente acantonada en su orden, mientras que estas normas expresan un esfuerzo con miras a superar ese orden, esfuerzo que sólo tiene sentido porque está socialmente condicionado.  Por otra parte, las Nuevas reflexiones desprenden también la idea de una normatividad social que procede por “invención de órganos” , en el sentido técnico del término invención.  Esto sugiere la necesidad de voltear la relación de lo vital con lo social: no es lo vital el que impone su modelo insuperable a lo social –como querrían hacerlo creer las metáforas del organicismo– sino más bien, en el mundo humano, lo social lo que empujaría lo vital por delante de sí mismo, así sólo sea porque uno de los “órganos” que depende de su “invención” es el conocimiento de lo vital mismo, conocimiento que es social en su principio.
 

Pensar las normas y su acción es pues reflexionar una relación de lo vital y de lo social que no sea reductible a un determinismo causal unilateral.  Esto evoca el estatuto muy particular del concepto “conocimiento de la vida” en G. Canguilhem, que como se sabe se sirvió de él para titular uno de sus libros.  Este concepto corresponde simultáneamente al conocimiento que se puede tener del tema [sujet] de la vida considerada como un objeto, y al conocimiento que produce la vida que, en tanto que sujeto, promueve el acto de conocimiento y le confiere sus valores.  Es decir que la vida no es ni totalmente objeto ni enteramente sujeto, como tampoco es completamente consciencia intencional, ni mucho menos materia operatoria inconsciente de los impulsos que la trabajan.  Sino que la vida es potencia, es decir, como se lo ha dicho al comienzo, inacabamiento; y por esto ella sólo se experimenta en su confrontación con los “valores negativos.”

Al final de las Nuevas reflexiones se puede leer: “la inocencia y la salud surgen como los términos de una tan buscada como imposible regresión, en medio del furor de la culpabilidad y el ruido del sufrimiento” .  Esta frase quizás la hubiera podido escribir M. Foucault para ilustrar los inevitables mitos de la normalidad, estos mitos que, a través de su expresión idealizada, no hablan de nada distinto al sufrimiento y a la muerte, es decir de la amenaza que recuerda todo viviente en sí mismo, a la vez en su individualidad de viviente, y en lo que de viviente tiene el viviente.

 
Tomado de: Pierre Macherey.  "De Canguilhem a Canguilhem pasando por Foucault" in M. Fichant & otros.  Georges Canguilhem, philosophe, historien des sciences.  París: Albin Michel, 1993.  pp. 286-294.

* Le Normal et le Pathologique de G. Canguilhem es citado acá a partir de la edición de 1966, reproducida en 1988 por las PUF en la serie Quadrige <en español, Lo normal y lo patológico, México: Siglo XXI, 1971>.  Naissance de la clinique de M. Foucault es citado según la edición original de 1963 (col. Galien, PUF). <Nacimiento de la clínica, México: Siglo XXI, 1966>.


 1. Le Normal et le Pathologique, p. 53 <Lo normal y lo patológico, p. 64>.
 2. Ibidem, p. 77 <p. 92>.
 3. Idem. <pp. 92-93>.
 4.  Le Normal et le Pathologique, p. 116 <p. 135>.
 5. Naissance de la clinique, p. 35 <Nacimiento de la clínica, p. 61>.
 6. Ibidem, p. 138 <p. 195>.
 7. Idem.
 8. Naissance de la clinique, p. 145 <Nacimiento de la clínica, p. 205>.


 9. Ibidem, p. 144 < Ibidem, pp. 206-207>.
10. Le Normal et le Pathologique, p. 189 <p. 200>.
11. Ibidem, p. 180 <p. 191>.
 
Traducido por Luis Alfonso Paláu C. para el seminario permanente de Historia de la biología.  Universidad Nacional de Colombia.  Facultad de Ciencias Humanas y Económicas.  Escuela de estudios filosóficos y culturales.  Medellín, marzo 20 de 2004.

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