Pascal Picq
Michel Serres &
Jean-Didier Vincent
París: Le Pommier, 2003
Traducido por Luis Alfonso Paláu Medellín 2007 - 2015
El tiempo humano: de la evolución creadora al creador de evolución
Michel Serres•
¿A dónde va el saber? Hacia las ciencias humanas. Desde el siglo XIX, Auguste Comte y Renan profetizan así el porvenir de la ciencia. Aunque luego las partículas hayan descompuesto el átomo, que la astrofísica haya abierto el universo, que el código genético —universal— haya descifrado la vida, yo creo sin embargo que la historia por venir recordará el siglo XX, mas que por estas tres proezas, como el fundador de múltiples disciplinas destinadas a responder a la pregunta: “¿Qué es lo humano?”. Bajo muchos respectos, seguirá siendo el de las ciencias llamadas blandas. Recuerdo el decreto gubernamental que nos las hizo añadir al frontón de las antiguas facultades de letras y a la lista de las agregaciones. Pasado 1950, ellas triunfaron. Emblemática, la figura de Claude Lévi-Strauss, por ejemplo, dominó la universidad, la investigación, los mass-media, la opinión. ¿Quién podía, quién puede aún en la actualidad responder a esta pregunta, salvo la economía, la lingüística, las psicologías y sociologías, la etnología y la antropología, más veinte historias diversas, de la de las religiones a la de las mentalidades, en suma la Casa de las ciencias del hombre, de su voz numerosa y una? No volveremos ni sobre estas adquisiciones ni sobre sus avances.
Pero, desde hace algún tiempo, las disciplinas duras aportan luces nuevas en este grupo suave, mientras que él se atasca un poco, se repite más y descubre menos. Frazer, Durkheim, Mauss, Dumézil y Girard inventarán, Bourdieu machacará. Corriendo sobre estos pasos, periódicos y revistas no han cambiado de rumbo desde la formación de sus redactores, y repiten a su antojo lo que se decía en la época en que las llamadas ciencias sociales se imponían por completo. Para la opinión corriente, lo humano sigue siendo aún exclusivamente histórico, social y cultural, económico y administrativo; hablar de su “naturaleza” pasa por ser un error duro. Mientras que fueron refrescantes en el curso de su eflorescencia, las ciencias humanas contribuyen en la actualidad a una especie de corrección política.
Relevo en el siglo XXI
Hace apenas algunos años, un libro parecido que se consagró a responder la misma pregunta: “¿Qué es lo humano?”, reunió en efecto a un etnólogo, un sociólogo, un psicoanalista… pero no se le ocurrió convocar a un médico. Ahora bien, antes de mí, la paleo-antropología y la biología neuronal han respondido aquí por completo. Esta novedad es el signo del comienzo del siglo XXI.
Para hablar de nuevo en figuras emblemáticas, Yves Coppens tiende a reemplazar a Claude Lévi-Strauss. Éste viajaba por toda la anchura del espacio, de los trópicos a Vancouver, para atravesar las fronteras culturales, mientras que el primero, explorando el tiempo largo, franquea millones de años hacia la aurora africana. En términos de epistemología, la hominización preocupa tanto hoy como ayer la distribución diferenciada de los usos y de los mitos; se sospecha incluso que podría explicarla. La arborescencia temporal en la que se escalonan el ergaster y el afarensis precede y condiciona el ramillete espacial en el que se dispersan Kwakiutl y Arapesh. El tan vilipendiado origen, lo anterior tan desacreditado, ¿podrían pues aclarar lo diferente? En términos de instituciones, el nuevo siglo tratará de conectar el Museo de historia natural con el museo del Hombre y con las Casa de las ciencias blandas. Esta es la razón por la que este libro comienza por las sinápsis y los chimpancés. Para describir la conducta personal, habíamos olvidado las primeras, tanto como olvidamos a los segundos para comprender mejor nuestras relaciones sociales.
Desde el descubrimiento de Lucy en el rift kenyano, después del ascenso en potencia de la paleoantropología, de la bioquímica, de las ciencias cognitivas y neuronales, debutantes a su vez, revisitamos el relevo naturaleza-culturas, volvemos a poner en conexión dos dominios separadas desde hace tiempos. El siglo XIX anunció las ciencias humanas; nosotros las vimos desenvolverse en el XX; el XXI las reunirá con las ciencias duras. Acabo de escribir Hominescencia y el Incandescente para soldar fluidamente los nudos de esta nueva red.
Una meditación sobre el tiempo asegura esta conexión. Para inaugurarla, ¿a qué llamamos precisamente la naturaleza?
El tiempo de naturaleza
Llamo Gran Relato al enunciado de las circunstancias contingentes que emergen una tras otra en el curso de un tiempo, de una longitud colosal, cuyo comienzo está marcado por el nacimiento del universo y que continúa por su expansión, el enfriamiento de los planetas, la aparición de la vida sobre la tierra, la evolución de los vivientes tal como la concibe el neodarwinismo, y la del hombre. De aquí en adelante bien documentado, jugando incluso un papel canónico en el seno de la nueva cultura científica, ese relato, globalmente verdadero si se tiene en cuenta las reorganizaciones regulares que practican sobre él invenciones y descubrimientos tan contingentes como su propio flujo, brotan pues múltiples bifurcaciones donde aparecen, en estado naciente, todos los fenómenos existentes, bien o mal conocidos.
Cuando él nos empuja a respetar una especie de diosa pastoral o cuando significa la esencia de una noción, de una cosa o de un viviente, abandonamos con razón el término “naturaleza”, pues esos dos sentidos —aún hoy corrientes— derivan de supersticiones e ideologías. Pero yo no dudo en utilizarlo en su sentido etimológico de nacimiento. Naturaleza designa lo que nace. Consideremos entonces el conjunto de las bifurcaciones del Gran Relato que divergen hacia una emergencia, las de los planetas, de la vida, de las especies o del hombre; nuestro cuerpo y su entorno nacerán de algunos de esos surgimientos cuyas fechas podemos marcar de modo bastante preciso.
¿Qué es pues la naturaleza? La integral indefinida de las bifurcaciones que surgen del Gran Relato, incluso si no las conocemos ni las dominamos todas. Casi tautológicamente, la naturaleza se dice de la suma de estos nacimientos.
¿Qué es lo humano? Un sub-conjunto definido de estas bifurcaciones naturales. Esta integral definida provee una definición sana, sin sueños ni tabúes, de la naturaleza humana, fechas de nacimiento y maneras de nacer, incluso si no dominamos completamente todos sus procesos.
Evaluación de las duraciones, “natural” y “culturales”
El tiempo que necesitaron duró millones de años, después de miles de millones requeridos por el universo físico, mientras que las culturas y, a fortiori, la historia, datan apenas de algunos milenios. No podemos dejar de comparar una naturaleza, o nacimientos que emergen de duraciones tan colosales, con el ínfimo espesor de nuestras civilizaciones. Ciertamente, el solo tiempo no lo decide todo, pero ¿hemos evaluado siquiera su peso?
Me tomó mucho tiempo entrar en la intuición de esta duración, tan nuevamente inmensa. Invito a que la meditemos. En la época clásica, Pascal se aterrorizaba con la inmensidad —que el llamaba infinita— del espacio; nosotros nos sorprendemos, hasta la incomprensión, por el espesor enorme del tiempo y de los ritmos inconmensurables. ¿Qué es lo humano? Una esperanza de vida individual que, recientemente y en escasos lugares, alcanza de setenta a ochenta años, sumergida en culturas colectivas que, en el mejor de los casos, durarán algunos milenios, ellas mismas hundidas en la evolución de una especie, Homo sapiens, que data de algunos millones de años, ella misma bañada en una duración viviente de cuatro mil millones de años, ella misma compuesta finalmente por elementos forjados desde hace quince mil millones más o menos, por los alrededores del nacimiento mismo del universo; en suma, lo humano asocia pequeños trozos imperceptibles de una enorme corriente de duración. Pero, si exceptuamos su comienzo, esta definición puede también servir para las especies y sus individuos.
No se engañen pues en las distancias de algunas páginas que me separan de Jean-Didier Vincent y de Pascal Picq; de lo alto de las neuronas del primero, una evolución de decenas de millones de años nos contempla; y del África del segundo, una prehistoria de centenas de miles de años. El uno habla de Naturaleza, y el otro de las primeras Culturas. Limitado a las ciencias humanas, no me queda ya nada verdaderamente largo por decir: una delgada película temporal. Si representamos por medio de un gran año la duración de la que acabo de hablar, nuestras culturas, nuestras lenguas y nuestras políticas se limitan a algunas fracciones de su último segundo. Si me preguntáis mi edad finalmente, puedo confesaros la de mi estado civil, pero puedo también datar alguna de las diferentes capas de neuronas que constituyen mi cerebro, de las cuales algunas aparecieron con los monos llamados superiores, pero de las cuales otras vienen de los reptiles de eras anteriores; así mismo, mezclado en su composición a partir de los de mis padres, mi ADN se remonta a cuatro mil millones de años en su estructura; en cuanto a los átomos que lo componen, su formación acompaña la del mundo, hace de diez a quince mil millones de años. Pero esto se puede decir de todos los vivientes.
¿Qué es lo humano?
Esta restricción explica por qué los filósofos, entre otros, dudan de toda definición de lo humano; la etología encuentra casi siempre un animal, una planta, podemos decir hasta una bacteria, dotados de la cualidad pretendidamente específica de nuestra especie. Los cinco sentidos** dicen con humor que hablar del Homo sapiens excluye la inmensa mayoría de sus semejantes que, desprovistos de gusto, no buscan en los alimentos una excelencia de sapidez. En el análisis de las nuevas tecnologías, Hominescencia lo llama incluso sin facultad. Contemporánea, este fracaso empuja a reputarlo sin propiedad. La teología antaño llamada apofática, hablaba así de Dios, diciendo lo que Él no era. Sin correr ningún riesgo, una filosofía negativa o crítica se abandona en la actualidad a la misma facilidad; frente a la deconstrucción cómoda, pensar sigue siendo difícil.
Reíd por otra parte, de la contradicción completamente lógica entre esta prohibición de definir y la patética —también expresada corrientemente en nuestros días— en torno a la finitud. Es necesario sin embargo escoger: si lo humano sufre de esta última, entonces nada más fácil que definir un viviente así encerrado en sus límites; en caso contrario, sin estas fronteras, lo tenemos infinito. Si no sabemos definirlo, tenemos que confesar que no le encontramos ningún fin delante de él; inversamente, si lloramos su finitud, debemos saber y dar de él una definición; sí, repetimos la misma palabra.
Finalmente, lo humano cambia con tanta frecuencia y tanto que excede siempre lo que de él se dice. En el habitante contemporáneo de las metrópolis ¿qué queda del sapiens descrito por los paleoantropólogos? Ahora bien, se ve mejor la dirección de un movimiento cuando este se tuerce; el sentido aparece con el cambio de sentido. Ahora bien, además, en estos últimos cincuenta años ocurrió una transformación tan importante que escapó a los observadores. ¿Cómo este animal metamórfico se metamorfoseó recientemente? A diferencia de mis camaradas, no hablaré ni en millones de años ni en milenios, sino ante todo de medio siglo apenas, es decir una mínima fracción de segundo según la escala que habíamos propuesto.
El tiempo humano de hominescencia
En efecto, mientras que triunfaban las ciencias humanas, lo humano se transformaba —al menos en este rincón de Occidente— bajo el empuje de elementos más naturales que culturales.
El descubrimiento de la energía atómica, es decir diversas respuestas a la pregunta: “¿Qué es la materia?” conducirán la construcción de armas de destrucción masiva tales, que se renovó el terror a la muerte propiamente nuestro. A los miedos individuales, acompañados a veces de una angustia cultural, una inquietud global se añadió de repente, cuando explotaron las bombas termonucleares. Cada uno de nosotros temió morir; muchas civilizaciones desaparecerán; el propio Occidente desciende de culturas muertas; pero nunca lo humano entró en riesgo de extinción en un planeta en peligro, dos muertes globales incurridas por su genio y su voluntad. Nada en la hominización equivale a esta bifurcación trágica.
Así mismo, diversas respuestas a la pregunta: “¿Qué es la vida?” conducirán a mejoras tales en las condiciones de higiene y la curación de las enfermedades, que nuestro cuerpo se metamorfoseó. Su estatura, su esperanza de vida, su relación con el dolor y su salud se transformaron e, inmediatamente después, la procreación y la filiación mismas. Además de la relación con la muerte, cambiarán la existencia y el nacimiento.
Estas variaciones no solamente comprometerán el fenotipo, y a veces la familia de algunos Occidentales, sino también el paisaje alrededor. Pues otras respuestas a esta segunda pregunta conducirán a un cambio radical en la crianza y la agricultura, por tanto en el paisaje y la alimentación. Hominescencia habla incluso, a este respecto, de un fin del neolítico. De esta forma, nuestra relación con el mundo se transformó al menos tanto como la que mantenemos con nuestro cuerpo. Y si, desde sus comienzos, pastizales y laboreo trataron de dominar la selección de las plantas y de los animales escogidos, las biotecnologías buscan en la actualidad adueñarse de la mutación, lo que reduce fantásticamente las escalas de tiempo descubiertas por las respuestas a la pregunta: “¿Qué es el universo?” que conducirán, en efecto, a evaluar de otra manera esas duraciones respectivas, para lo inerte y lo viviente. La relación con los otros cambió otro tanto. La comunicación y sus tecnologías abrirán otras vías en el espacio y el instante, llevando nuevos vínculos y una expansión inesperada de los conocimientos. Cuando millones de mensajeros se vuelven fuentes de información, la sociedad se vuelve por completo pedagógica. Queda todavía por escribir la nueva epistemología de este saber multiplicado.
Ninguna de estas transformaciones: vida, dolor, muerte, nacimiento, mundo alrededor, relaciones con los semejantes… resultó de circunstancias ambientales sobre las cuales no hubiéramos podido hacer nada, como en la evolución en el sentido clásico del término. Por el contrario, ellas vinieron de procesos económicos, sociales, en última instancia cognitivos, de este entendimiento y de esta voluntad colectivos que llamamos el saber, de sus aplicaciones técnicas, de sus operaciones colectivas; en suma, de las ciencias llamadas naturales.
El tiempo humano de desdiferenciación
Una parte de la humanidad ha cambiado pues tanto en medio siglo que ello conduce a pensar lo humano al menos como una capacidad de metamorfosis rápidas. ¿Se trata nuevamente de una especie que mantiene una relación original con el tiempo?
El cuerpo de todos los vivientes se transforma por medio de los procesos evolutivos conocidos: mutación y selección, que permiten una especialización tal, que el organismo así producido explota de la mejor manera los recursos de tal nicho local del entorno. La palabra especie repite el término especialización.
A la inversa, nuestros órganos se desespecializan. Con respecto al casco de los rumiantes, a la pinza del cangrejo, a los tentáculos del pulpo, la mano —no especializada— termina por hacerlo todo: sostener un martillo, conducir un arado, tocar el violín, acariciar, hacer signos… Con respecto a los picos de las aves, al hocico del tiburón, a la trompa del perro, la boca —no especializada— termina por hacerlo todo: morder ciertamente, pero también besar, silbar, hablar mil lenguas. De este modo podemos abandonar nuestros nichos especiales y abrirnos al espacio global. En vez de habitar una localidad, el humano, desdiferenciado, indiferente incluso (atrevámonos a decirlo) frecuenta el mundo y viaja y, por lo mismo, desborda el presente inmediato, entra en un tiempo diferente. ¿En cuál?
Prácticas del tiempo
¿Nace él con la primera piedra que talla? Seguramente regresa inmediatamente la misma restricción: algunos animales, los pájaros carpinteros, los bonobos, producen auténticas herramientas. Pero de nuevo interviene el tiempo. Nunca cesan de fabricarlos; nosotros no solamente los acumulamos sino que los entrecruzamos o los aparejamos en un tejido móvil que induce una duración propia. Una vez más, ¿cuál?
¿Qué es la técnica? Si debiéramos esperar que la evolución nos dote, por ejemplo, de apéndices suficientemente puntiagudos como para picar o de un filo de la mano bastante fino como para tallar, deberíamos —según las leyes de la selección y de las mutaciones— contar (sin la seguridad de lograrlo) con duraciones compatibles con la de la especie y la eliminación de innumerables semejantes desprovistos de tales ventajas. Cuando, por fuera de nuestro cuerpo preparamos objetos que los poseen, ahorramos pues primero la muerte que, trágicamente, hubiera debido abatir inmensas poblaciones desadaptadas; y segundo, la inmensa duración, difícil de evaluar según la emergencia al azar de los mutantes y su adaptación. Una economía formidable de muertes y de tiempo.
Anunciad pues la simplicidad de este cálculo afortunado a los precavidos que lloran los accidentes y le tienen miedo a los riesgos. Sí, al remontar con buen paso la enorme lentitud del Gran Relato, el tiempo técnico recupera —al menos virtualmente— las colosales duraciones que, sin él, no podríamos nunca compensar. Una herramienta condensa un tiempo inmenso.
Para dominar así parte de nuestro entorno voluble, entramos impacientes en la evolución, en el proceso de nacimiento, en el tiempo mismo de los vivientes, lo economizamos, lo cortocircuitamos. ¿Qué es una herramienta? Una proyección del tiempo colosal del Gran Relato sobre el esplendor infinitesimal de la invención práctica y del uso antes del desgaste; concentra o repliega millones de años en meses. A este resultado singular se añaden las prestaciones análogas de otros, asociados, accesorios que aumentan otro tanto esta aceleración. Y esta se vuelve vertical desde que aparece el lenguaje articulado que, a su vez, permite la constitución de grandes sistemas técnicos. Hablad: ¿cuántas resedas y rosas se ahorran con la palabra flor? ¿Cuántas piedras talladas programa el término sílex? ¿Cuántas acciones, cosas y gestos, designan un verbo, una palabra, una preposición? ¿Cuántos redondos se agrupan en círculos? ¿Cuánto tiempo vivido resume el tiempo enunciado? ¿Cuántos miles de millones de años acabamos de encarar desde que comenzamos este texto? Una página condensa un tiempo inmenso.
La domesticación procede del mismo gesto. Si hubiera sido necesario esperar que el teosinto se volviese maíz, o el búfalo buey… Un carnero condensa un tiempo inmenso.
Después de que inventamos estos condensadores nos volvimos, por otra parte, los objetos reactivos de los cambios que nuestras técnicas externalizaban. Por medio de un círculo auto mantenido, y cuya velocidad se acelera, las herramientas que producimos a partir de nuestros cuerpos desdiferenciados, o de sus actividades, que transformamos sin cesar por esta especie de exodarwinismo, regresan sobre nosotros y nos transforman a su vez, tanto más cuanto que ellos ocupan tres reinos: el inerte, a escala entrópica, piedra tallada o avión; la conservación y la circulación de los signos, a la escala informacional, pergamino o Red; en fin, la del viviente, maíz o clon.
Finalmente, los diversos soportes de la información, escritura, libros, Red… contienen recuerdos recientes, a menudo bajo la forma de mentiras. En cuanto a los objetos técnicos, resumen de manera contundente millones de años de evolución. En comparación con las herramientas manuales, la cultura, llamada intelectual, se vuelve pues un lugar de olvido.
Otro ejemplo: ¿por qué vestirse?
Es cierto que la evolución se toma un tiempo enorme para lograr contingentemente o un pico o una pinza; pero una vez adquiridos, estos órganos permanecen. Paciente la evolución, igualmente larga la adaptación, pero, suponiendo que la necesidad de ésta desapareciese, interminable igualmente la insoportable fijeza. El útil vale entonces como órgano amovible. Para adaptarse, nada vale esta movilidad. Disponer de un aparato consiste en soltarlo cuando la necesidad desaparece, y volverlo a coger cuando se quiera, según la necesidad.
Ejemplo: la opresión térmica impuesta por una piel permanente, o variable según las solas estaciones, impide correr durante mucho tiempo en la cacería, o viajar a los trópicos, en razón del recalentamiento; hundido en el fondo de su melena, así duerme el león macho, esperando que la máquina se enfríe. ¿Cómo explicar el uso humano de vestirse? ¿Viene la motivación de la nieve, del pudor sexual, del deseo de ocultar debilidades o fealdades, del cuidado por la limpieza? Qué importa, a la vista de la vicisitud en forma de torbellino de estas causas mismas y de otras más; el clima varía, la lluvia escasea o abunda, las relaciones fluctúan, las conductas y los modos cambian. Mas bien pues que buscar una causa, sería mucho mejor considerar las variaciones en un abanico de constreñimientos múltiples. De hecho, nos vestimos para podernos desvestir rápido, después volvernos a vestir con la misma rapidez, en resume: descubrir la extraña ventaja del desprendimiento; el desollado puede cambiar de piel. En todos los casos, la flexibilidad móvil y diversa de esta adaptabilidad se impone sobre una solución única y rígida. La causa se vuelve la amovilidad.
Subrayo con fuerza el razonamiento precedente. Para explicar, ante todo le buscamos a un efecto alguna causa: por ejemplo, el vestido nace del frío. Luego la hacemos variar; entonces, una función se dibuja según lo que llamamos la variable: según las estaciones, piel abundante o rapada. Pero, en un tercer tiempo, considero la variación como tal, cualquiera sea la causa o la cosa que varíe: el tiempo de esta variación se vuelve la causa ella misma. La variación requiere la amovilidad. Entonces, como la del vestido, la esencia de la técnica se resume en este juego, en el doble sentido, de lo lúdico, y de una ligera distancia entre elementos útiles que permite que se adopten vestido, armas y herramientas, por un tiempo breve, que se los deje a un lado, que se los deponga, en suma, que se disponga de ellos. Este juego significa pues “a disposición”. La disponibilidad se vuelve la esencia misma del uso. Por tanto la técnica condensa y maneja tanto tiempo corto como tiempo largo. ¿Qué es el uso técnico? Una disponibilidad. ¿Qué es el lenguaje? Una predisponibilidad. Técnica de programación <logicielle>, deja por lo mismo mil juegos entre signo y sentido. Así podemos responder a un entorno por todas partes y siempre rápidamente variable. Al experimentar la viva volubilidad de todas las cosas, lo humano nace de adaptarse a las variaciones más que a las cosas, al tiempo más que al espacio, al tiempo para adaptarse a las cosas del mundo espacial. ¿Cómo responder cuando todas esas cosas fluctúan? Llenando un saco de medios heteróclitos que puedan servir para cualquier eventualidad. En términos darwinistas, ese saco se llama gestos del cuerpo, danzas y récores, periquetes artesanales… mejor aún: el cerebro; expresando este depósito de medios disparatados, su electroencefalograma —caprichoso como las variaciones del tiempo— tiembla como caóticamente; de manera exodarwinista, esto se llama técnica, innumerable brote de herramientas de todos los órdenes, que duermen prestos a servir. En él y por fuera de él, el humano construye y dispone pues de un tesoro enorme, creciente por conexión, de respuestas a eventuales variaciones, a los contingentes caprichos del tiempo. Estas contingencias se vuelven las causas crónicas.
Y esto es verdad por todas partes. ¿Quién soy sino un tembloroso invariante por las mil variaciones que hicieron de mí un niño, un adulto y un viejo canoso, adaptación más o menos parpadeante a estos cambios? ¿Qué es la humanidad sino la tasa variable de renovaciones por los nacimientos y las muertes? Aquí, la acción técnica proyecta millones de años sobre algunos. Paradoja: el tiempo se vuelve la razón constante. ¿Qué es el humano sino un viviente cuyo devenir se sumergió en el devenir —amplio o corto, al menos suficiente— como para usarlo, sino para dominarlo?
Dominación
Se dice que la filosofía moderna comenzó con el precepto de Bacon: “Mandar a la naturaleza obedeciéndola”. Hasta un período reciente, esta naturaleza se limitaba a las cosas inertes locales y a las leyes de la física. Pero el término naturaleza —lo he dicho al comienzo— quiere decir también “nacer”. Hace mucho tiempo que ganaderos y cultivadores, comandamos a algunos vivientes y los hacemos nacer; entrados bien recientemente en los procesos detallados de la reproducción, comenzamos a hacer nacer especies y a hacernos nacer nosotros mismos en un entorno global al que también suscitamos: la naturaleza toma entonces un tercer sentido, más global, meteorológico y mundial. En el viejo precepto entra entonces la naturaleza en el sentido del nacimiento de los vivientes y en el sentido de la totalidad. Comandamos el nacimiento obedeciendo sus variaciones, disponiendo de su tiempo.
Proyectando así una duración gigantescamente larga sobre nuestra existencia brevísima, por medio de las técnicas primero, el lenguaje después, y finalmente hoy por selección, mutación y entorno proyectados, dominamos de manera creciente y racional los principales elementos de una evolución contingente que, desde hace miles de millones de años, se hacía sin nosotros. ¿Qué es lo humano? Ese formidable cortocircuito temporal. Al menos, la capacidad de realizarlo. Qué tontería pretender que no le podemos nada al tiempo.
Mejor aún, ¿qué es un río, una nube, una roca, una montaña, la mar, una estrella, qué es finalmente una cosa natural, qué es un cuerpo viviente, por tanto el nuestro? Una caja, un pozo, una banca de tiempo, digamos la palabra: una memoria. Las ciencias contemporáneas han incluso enseñado a fecharlas casi todas, capa por capa, detalle tras detalle. Antes de estas proezas —acabo de decirlo— habíamos aprendido (al menos ciegamente) a imitar la naturaleza desde ese mismo punto de vista temporal; sabíamos pues, de alguna manera, plegar, ocultar, conservar, gastar, envolver o desarrollar tiempo en un objeto, útil práctico o intelectual, martillo o página; y en un viviente que se reproduce, toro u oveja, hacer de él también una memoria. Al abrirnos la mutación, las biotecnologías siguen esta tradición antigua por medio de procedimientos de una novedad fulgurante. Sabemos manipular este tiempo antaño caprichoso. Entrando en la memoria de su especie, hacemos nacer vivientes. Condensar el tiempo colosal del Gran Relato en la brevedad de la innovación técnica es aquí pues, lo mismo que proyectar una memoria en un nacimiento. ¿Metemos la mano en la duración del mundo y el tiempo de la evolución, sobre la especiación… sobre la hominización? Sí, de golpe y como de rebote, nos hacemos nacer a nosotros mismos. Entramos en nuestra larga memoria, penetramos en nuestra naturaleza y en ella hacemos nacer una cultura. ¿Qué es pues el humano? Un viviente en vías de auto-evolución.
En un siglo, la duración de Bergson desciende de la metafísica a la práctica, y de la evolución creadora al creador de evolución. Ella pasaba por ser un dato fatal, en todo caso por ser un destino; hela entre nuestras manos. Racional de ñapa. Sapiens sapiens tiene sin duda menos razón que la evolución al azar, que él termina por forzar de manera programada. Nada es más nuevo verdad; pero nada es tampoco más comúnmente humano, a tal punto tenemos la costumbre de hacer que se encuentren nuestras ideas más abstractas con lo establecido o con el jergón, o abstraerlas de nuestras manipulaciones; nada más antiguo puesto que en cumplimiento de este gesto mismo, sobre la primera piedra, nos volvimos humanos. ¿Qué es la historia humana? El dominio relativo de un resumen de evolución.
Los estoicos de la Antigüedad distinguían entre las cosas que dependen de nosotros y las que para nada lo hacen. Hemos aprendido, después, a hacernos amos y poseedores de la naturaleza —según el precepto de Descartes— por tanto hacer crecer las cosas que dependen de nosotros y decrecer las que no dependen. Llegados al máximo de esta eficacia, nos apercibimos en un tercer tiempo, que dependemos finalmente de las cosas que dependen de nosotros. Dependemos de aquí en adelante de una duración que, cada vez más, depende de nosotros. Hemos retomado el ciclo autoproductivo de hace un momento, pero en la pura temporalidad.
Actualmente como ayer, nacemos de hacer nacer. Por esto hablé al comienzo de una cultura reconectada a la naturaleza. Nos planteamos pues cuestiones globales, concernientes a nuestra influencia sobre un entorno que utilizó millones de años para constituirse, en el momento mismo en que nuestras biotecnologías buscaban dominar la mutación que, dejada a sí misma, toma un tiempo imprevisible, hacen nacer vivientes que nos sorprenden. Por esto llamo humano al único viviente que corre hacia la auto-evolución, porque él descubre —poco a poco— nuevas empresas sobre el nacimiento y la naturaleza, en suma, sobre el tiempo. Lo que de Kant a Sastre llamábamos autonomía personal o creación de sí por sí mismo, pasa de la moral al destino y del individuo al mundo y a la humanidad.
Tiempo
Para aclarar esta auto-evolución, regreso sobre el tiempo y retomo; si esperásemos que la evolución, esa que conocemos sin dominarla, logre dotarnos de un órgano que responda a tal o cual necesidad, tendríamos que tener paciencia de duraciones colosales y soportar millones de muertos por desadaptación. Desde que nos entregamos a las acciones técnicas, manipulamos tiempo sin dudar de ello. Fabricar una piedra que talle exige algunos minutos, en lugar de esos millones de años. Así se evalúan los objetos técnicos: temporalmente. La actividad técnica ajusta una duración colosal, sin finalidad, sobre la duración breve de la intención inventiva, seguida de la puesta a punto.
El mismo razonamiento se aplica a la agricultura y a la ganadería que marcó, en el neolítico, un momento decisivo de la hominización. Cuando laboramos o protegemos a los animales en la finca, los sustraemos de los peligros mortales del medio natural. De cierta manera, los sacamos de la evolución. En lugar de esperar que ella nos ofrezca la multiplicidad de caballos de carreras o de labranza, vacas adaptadas a tantos climas, la inmensa variedad de perros de compañía… más vale seleccionarlos nosotros mismos. De nuevo, plegamos un tiempo interminable sobre nuestras fulminantes decisiones.
De la piedra tallada a la invención de la escritura y de la agricultura, de la ganadería a la revolución industrial, de la informática a las biotecnologías, la hominización realizó el mismo gesto, seguramente que refinándolo y multiplicándolo, pero invariante en sus variaciones. Sí, como cualquier otro viviente, hubiéramos esperado a que nos salieran alas, inciertamente… de Ícaro con la carabela, mientras que nos volvíamos constructores de aviones. Homo faber resume en un periquete lo que la llamada naturaleza se toma una paciencia multimillonaria para hacer emerge sin quererlo. Envuelve en instantes menudos duraciones colosales. Este plegamiento amontonado crea agujeros negros donde se olvida la larga duración que la acción presente economiza. Cuando atravesamos el Pacífico a once mil metros de altitud ¿qué tenemos que hacer con nuestros recuerdos que centenas de millones de años hubieran podido darnos alas? Virtual, esta memoria ya no concierne. La historia se vuelve este pozo de olvido.
La historia
Desde entonces ¿qué de nuevo en las biotecnologías inquieta a los profetas de la desgracia? Ellas retoman el mismo pliegue, la misma torsión, acompañada del mismo olvido, aunque en lugares diferentes. Acabo de decirlo: ellas anulan la duración de las mutaciones. Estas operaciones se hacían sin finalidad en el azar y la necesidad; nosotros las sustituimos por nuestros proyectos más o menos racionales.
Desde que conocemos la longitud del Gran Relato, desde que sabemos datar los elementos: medio interior, hemoglobina… evaluamos, por primera vez, como de regreso, el alcance temporal de nuestras acciones técnicas. No las sabíamos llevar a cabo hace apenas medio siglo. Creíamos que las técnicas nos daban potencia sobre las cosas del espacio; esto sigue siendo cierto, pero se convierte en un juicio superficial ante el milagro inmensamente improbable que ellas realizan en el tiempo, bifurcación que pilotea la hominización siempre en curso en la actualidad.
Todo viviente tiene poder sobre las cosas del espacio; habita un nicho, sintetiza en él la clorofila, agita allí sus ramitas en la brisa, expulsa las presas al galope, vuela en las nubes para volver a playas rutilantes… pero sigue sujeto al tiempo, presente, inmediato, reproductivo, evolutivo, interminable. Desde que el hominiano talla un sílex, manipula tiempo. Veo en este objeto una especie de lupa que resume y reduce en su brevedad duraciones gigantescas y en su uso innumerables y repentinas adaptaciones. ¿Qué es la historia? La evolución vista y reducida a través de la lupa técnica, dándole incluso vuelta a ella y metamorfoseada por ella.
Filosofía
Bergson y Heidegger distinguían el tiempo y el espacio de tal manera que las técnicas, sujetas al segundo, no tenían ninguna relación con el primero; la extensión desciende en la práctica, despreciada, el fenómeno vago, y la geometría —calificada de tiesa—; mientras que la duración, metafísica en el uno, sube a ontología en el otro. Aunque de forma menos augusta, pero más concreta y vital, comprendo esta disimetría y este privilegio que explica tantas cosas y a nosotros en particular. Desde su nacimiento, el hominiano explota en apariencia el espacio porque él invierte, le da vuelta y pliega —de modo más profundo, más ciego y más eficaz— el tiempo. Mejor aún, se hace amo de las cosas sumergidas en el entorno porque logra ese replegamiento. Me encanta que el verbo explotar despliegue el verbo plegar. Hemos devenido los hombres que somos al dominar esta torsión; emergemos de este acto.
¿Qué es lo humano? Un cierto poder de manipular la duración. Una potencia de plegamiento, en longitudes incomparables, del tiempo sobre sí mismo. Una autoridad adquirida sobre la formación de lo inerte, la evolución de los vivientes, sobre la circulación de los signos, en fin: sobre su tiempo propiamente hominiano, onto— y filogenético.
Que este antiguo destino de nuestras prácticas —reaparecido nuevamente y presente a nuestra visión del mundo y del hombre— nos angustie o nos exalte, que plantee cuestiones de conducta o nos coloque ante responsabilidades inesperadas cuya amplitud conmueve hábitos y culturas, morales y religiones, políticas y filosofías tímidas, en fin ciencias humanas, ¿quién puede negarlo? Le hicimos advenir, afrontémoslo. Mejor aún: nos hacemos advenir, afrontemos nuestra propia variación. Homo causa sui.
A pesar de nuestra arrogancia formal, no cesamos de aprender esta vieja evidencia: que no podemos separar, en nosotros como en torno nuestro, lo natural de lo cultural. Una cultura nace actualmente al descubrir los secretos de todo nacimiento; ella renace de esta naturaleza.
Antigua y nueva, estable y fluctuante, esta simbiosis entre nuestra historia, la duración de la evolución y el tiempo del universo fundamenta lo que yo llamo, en términos de derecho, el Contrato natural.
Traducción. Luis Alfonso Paláu C.
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