Los Cinco Sentidos. cap. IV: “Visita”, tr. María Cecilia Goméz B., México: Taurus,
2002.
PAISAJE (LOCAL)
¿Y si el paganismo, si el politeísmo construyeran de la misma manera un mundo en harapos por medio de piezas parecidas a las que componen el edificio del cuerpo? Como si el mundo no difiriera, en su superficie aparente, de la piel: paisaje-guiñapo que se viste por pedazos. Aquí vulgar, allí soberbio. El pagus, cantón, departamento, partición de suelo o de espacio, constituye el elemento de la región, el elemento del paisaje: cuadrado de lucerna, viñedo, pedazo, pequeña pradera, un jardín bastante limpio y el cercado adyacente, la plaza de la aldehuela, el paseo público. En el pagus, feudo del campesino, cuarta de su antigua nobleza, se fijan rústicas divinidades. Allí reposan los dioses: en la hondonada del seto, bajo la sombra del olmo.
El campesino cohabita con su dios pagano en el elemento de paisaje.
Paisaje pagano, la antigua lengua ha guardado su recuerdo: recordad los restanques antes del monte en Córcega, los campos cerrados delante de los trabajos conexos, el tablero de damas que no se podía denominar panorama: topología de un mapa ensamblado por placas dispares, diversamente coloreadas, encajadas singularmente, peregrina desarrapada de vides, pradales, labrados, bosquecillos, lugares nombrados, ruinas del politeísmo aniquilado desde el nacimiento del verbo. Si habéis visto el vestido de Arlequín de mi madre la Tierra, conocéis la antigüedad. Ella desaparece poco a poco, manto blanco convertido de nuevo en virginal, campos abiertos donde el maíz, monótono y consternante, ocupa el espacio hasta el horizonte, feo, verdusco. El lenguaje y el monoteísmo vuelven homogéneo el andrajo pagano, la técnica pasa sobre los altares: destrucción de los viejos dioses vecinales, abolición del feudo y de los límites. El empirismo respeta y hace vivir cien divinidades locales, adorará incluso la del verbo. El monoteísmo vuelve posible la intervención técnica global: para formar un espacio isótropo fue necesario primero matar a los ídolos. Nada nuevo bajo el sol, a través del Middle West. Campesinos expulsados, paisaje destruido.
El cuerpo se ensambla por miembros esparcidos, un vestido se monta por piezas y costuras, ¿es necesario creer que el paisaje viste el cuerpo de mi madre la Tierra, los semidioses del panteón pagano que ostentan joyas por doquier para su adorno? ¿El campesino vela o viola ese cuerpo? No preguntéis más cómo se ve un paisaje, pregunta de niño consentido que nunca ha trabajado, buscad cómo el jardinero lo ha dibujado; cómo el agricultor, desde hace millares de años, lo ha compuesto lentamente para el pintor que lo muestra al filósofo en los museos o en los libros.
Lo ha compuesto pagus por pagus. Así pues esta misma palabra latina, de vieja lengua agraria, así como el verbo pango nos dictan o dan la página, la que esta mañana yo laboro en surcos regulares, con la mancera del estilógrafo, pequeño recorte donde se fija, donde se planta, donde se establece la existencia de quien escribe, donde él la canta. Prado, aldehuela, alfalfa, jardín o caserío, lugar llamado de sus trabajos, dichas y habitat, donde nunca ha podido vivir sin la compañía de un dios. Al menos es necesario un dios por página para que ella exista, para que ayude a existir a quien, lentamente, la hace: él no deja nunca una página sin haber instalado allí el santuario secreto donde suplica humildemente, a quien lee o pasa, que lo salude deteniéndose un momento. Un dios reposa aquí, oculto, invisible. La página en donde tanto tiempo se concentra no contiene tanta escritura densa más que para que él advenga, que establezca allí su morada y su hogar. Si buscáis un poco, lo encontraréis. Imploradle un instante, por vosotros mismos y por el campesino del lugar nombrado.
Como el campesino, el escritor compone. Habita durante largo tiempo página o pedazo, allí honra el altar, trabaja en los límites, en el muro del campo cercado que lo separa del santuario vecino y, a veces, medita sobre el paisaje, visto a medio vallejo: habrá que plantar, el año próximo, un chopo, un cedro, un tejo, en los altos del vallejo, entre el cementerio y el estanque, para que en treinta años un suplemento de perfección encante al paseante, aturdido o meditante sobre la percepción y la naturaleza. Un dios oblicuamente colocado concede en ocasiones veinte lugares llamados locales y cerrados según una armonía modesta: el manto circunstanciado se levanta.
No existe paisaje, obra ni historia sin accidentes o acontecimientos singulares que difunden alrededor de ellos cualquier dominio comarcal, inesperado para quien viene del vecindario. La singularidad que los toca se remite allí difícilmente. Es necesario trabajo y tiempo para trazar los caminos vecinales que separan o encadenan, cosen o mezclan esas circunstancias vecinas. El tiempo transcurre sobre esas rutas. Llamamos circunstancia a un estado o, mejor, a un equilibrio local rodeado de una zona irregular o caprichosa de influencia, estrella con festones o desviaciones asimétricas, bola espinosa por ningún motivo necesaria. Sobre el contorno de la bola circunstancial, otras se aprietan, tangentes, exactamente contingentes: esta última palabra significa que ellas se tocan entre sí y conjuntamente sin ley apremiante. El paisaje, la obra, la historia integran parcialmente esas circunstancias contingentes y hacen entonces cuadro, parque o jardín, pedazo escogido, período o intervalo. La integración global, camino recto que horada la selva, invoca el método o la ciencia.
Aldeorrio, casas apretadas alrededor del campanario, con el cementerio; vallecito en línea larga inclinada, acentuado por setos que descienden por el vallejo; lago coronado de calderones concéntricos; planicie ventilada que corre no se sabe hacia dónde... cuadro. El viajero relata y cuenta al detalle, sus agobios y descubrimientos, la caminata a lo largo del camino vecinal, cita las contingencias y percola como el tiempo. El marino se pierde en la bahía de Kekova con golfos múltiples, calas, islotes, gargantas, playas estrechas y conchas, bifurcaciones extrañas, dársenas y muros, sólo ve sus escenas, sólo comprende el plano sobre la mesa del cuarto y sueña con una obra donde cada libro pone en páginas o en cuadros una perspectiva de bahía, total, bella, suficiente, abriendo u ocultando el acontecimiento de su vecindad, mostrando y cubriendo lo geometral global, esperado como una divina sorpresa o rechazado como una tarea demasiado grande. Pero el nivel constante de las aguas condena al marino a la abstracción o a los astros que hay que ver. El camina a ras. El tiempo de la obra, inesperado y esperado, percola a todo lo largo de la ruta de circunnavegación o mejor de incursión, alta y baja, aventurera y anudada en el volumen del espacio, en reanudaciones, nuevos hallazgos y novedades, con visiones grandiosas repentinas.
¿Qué mundo forma el harapo pacientemente cosido de los millares de páginas laboradas, detrás, y millares que se espera, delante, a qué regiones embellecen ellas, de qué tierra levantan un mapa, de qué cuerpo componen el vestido? Piel atigrada, acebrada, estriada de quien escribe, rayada de líneas y de letras, pedazos de cuerpo, placas de dermis, campos de paisajes, páginas de otra tierra deseada, paraíso.
¿Cómo adherir este mapa sobre el paisaje o sobre el terreno de la carne movediza, sobre las piezas que brotan en la primavera, eréctiles, para festejar lo sensible, pues cada página se erige así? Obra muerta sin esta unión, estéril sin este abrazo. Las páginas no duermen en el lenguaje, ellas extraen su vida de las pagi: del paisaje, de la carne y del mundo. Cuando reencontréis el vestido de Arlequín de mi madre la Obra, conoceréis la Antigüedad: ese regreso empecinado del paganismo, del trabajo campesino [paysan] solitario, constreñido por sus propias contingencias, del paisaje local pacientemente modelado, esta atención a las vecindades sin leyes, realidad que brilla y nos desborda en cada momento de su germinación, gritos de vida.
La obra data del paisaje, de la Antigüedad perdida, de los sentidos. Rescatada de golpe, integrada por el verbo.
No busquéis cómo se ve un paisaje, componed el jardín. Conoced el error estético de someterse todo a una ley: pulid el acontecimiento local enojoso y afeado, mundo sin paisajes, libros sin páginas, desiertos. Despojad todas las cosas, ya no veréis en ellas nada. Ver el espacio exige tiempo, no matéis el tiempo. Evitad el error simétrico de complaceros en el fragmento. La ausencia de relato molesta, de la misma forma como la ley une, y afea aún todavía. Componer exige una tensión entre local y global, vecino y lejano, relato y regla, la unicidad del verbo y el pluralismo inanalizable de los sentidos, monoteísmo y paganismo, la autopista internacional y los pueblos retirados, la ciencia y las literaturas. Sostened bien la brida del caballo galopante, apretad de cerca sus reparadas, preved el camino alto y largo. Vigilad justamente, anticipaos. La filosofía, a veces, demanda síntesis. Visitad.
De repente, veréis a la vez la miniatura y el panorama.
¿Se puede fijar las páginas-unidades?
Tomemos la fotografía de la amada, se decía antaño su retrato, hace poco su representación: en pie, desnuda, resaltada, en tal escala de tamaño. Agrandada hasta el detalle, grano de la piel, molécula del grano, átomo de la molécula, la amada entra en abstracción. Así Gulliver, entre todos sus viajes en la llamada representación, sorprendió el seno de la nodriza gigante. Para llevar la amada de viaje fácilmente, podéis hacer miniaturizar su retrato, inversamente, descender de reducción en reducción, hasta poder alojar millares de amadas en una semilla de cereza. De esta manera Gulliver vió pulular alrededor de su vientre-montaña a Liliputienses en racimos de ángeles o de lilas, así el pintor hace pasar multitudes sobre un puente detrás de dos rostros-acantilados suplicantes. Así sabemos fabricar pulgas. La amada en miniatura abunda.
Sobreponed las representaciones unas sobre otras, agrandamientos sobre miniaturas, hacia arriba y hacia abajo del primer retrato en tal escala de tamaño medio. La acumulación puede ir a la luna o incluso al infinito puesto que nadie ha visto límites, excepto prácticos, en el tamaño alto o bajo. La escena muestra una especie de prisma o cilindro astronómicamente alargado, o bien de cono o pirámide inmensamente dilatado. El mapa o foto del bello medio muestra el retrato de pie de la señorita, la zona por encima de las localidades de ella cada vez más refinadas, la zona por debajo de las vistas cada vez más caballerescas, lejanas, dando lugar a una multitud creciente de amadas.
Imaginad caminos que corren de un retrato a otro en el volumen de la pila, un conjunto de vías transversales en el cono o prisma, religando entre ellas las diversas dimensiones de un mismo lugar. Cada conjunto de caminos, el volumen que define y se destaca en ese prisma o cono infinito, entra en dimensiones diferentes a las del espacio ordinario. Debe comprenderse dimensión inicialmente en el sentido de la magnitud, y luego en el sentido del invariante topológico que define un espacio con dos o tres dimensiones, o con dimensión fraccionaria. De repente, nuestra visión se transforma, trastornada. La amada entera yace al lado de sus piezas, tejidos, células, grandes moléculas, o en medio de sus pequeñas hermanas gemelas o clonadas. Entre su composición elemental y sus reproducciones posibles.
Así la montaña reposa entre sus rocas, estas en sus guijarros, los guijarros en medio de moléculas o cascajos, el todo haciendo una gran mezcla; el océano se ríe en y fuera de sus mares, fuera y en sus estrechos y sus rachas de viento; la selva duerme entre sus bosques, la llanura avecina la claridad; el pagus con dimensión variable se compone de otros en espacios con dimensiones diversas. Tenemos aquí el paisaje, suma móvil de sus fragmentos reales, adoquín de páginas mezcladas, dibujad pues, para ver, una vía o numerosas a través de sus representaciones posibles.
Una obra como un parque se compone a golpes de átomos y de océanos, de gotas de agua y de montañas. El marino observa las estrellas y sueña con la ribera pero negocia la ola que golpea la muralla ante el buque y lo hace desaparecer bajo la pluma.
Páginas extensas y diferenciales sostenidas.
Aquí. El paisaje reúne lugares. Una localidad se dibuja como un punto singular rodeado de una vecindad: fuente, pozo, diente de cabo que se lanza fuera de la ribera, isla, pequeño lago, largo cordoncillo de riachuelo, estrangulamiento en la cima de la encañada, postigo obligado por la orilla del río lamiendo el pie de la colina, claro, vado, puerto, acontecimiento topográfico, obstáculo, límite o catástrofe; alguien escoge vivir al lado de la singularidad que ya existe y la carga con la suya propia. ¿Quién no ha soñado con detenerse aquí, en medio del circo de montañas secas, bajo el sol, con levantar allí su carpa y con esperar allí su muerte? Habitat o nicho, lugar del lecho y de la mesa, alrededor del cual las huellas de pasos hacen mil festones y enramadas, guirnaldas locales de la vida corriente. Aquí alguien vive, come, duerme, está de vacaciones a su disfrute, ama, trabaja, sufre y muere. Quien pasa sabe pronto que transita por un lugar, se detiene en el sitio o delante de la piedra que lo marca: aquí yace el desconocido que hizo manchas sobre el paisaje y cuya losa sepulcral perpetúa la ocupación. Ha cargado el punto singular de su olor, de sus desechos, de su propiedad estercórea, trabajos, gustos y colores, maíz y vid, construcciones, linajes infantiles, después de su última basura, las cenizas de su cadáver, mármol grabado de la tumba. El paseante se inclina, visita el dios del lugar. ¿A dónde vas? A ese lugar. ¿De dónde vienes? De mi sitio. ¿Por dónde pasas? Por aquí mismo. A cada pregunta se necesitaría un relato infinito detallado para servir de respuesta, que no colmaría el lugar, ocupado por el genio de aquí, sus tonos y bálsamos, su tacto y su silencio, sus despojos o restos que no tiene nombre en ninguna lengua.
El trazo de un jardín miniaturiza el paisaje, ensambla lugares, sitios, cámaras o plazas, compone aquíes. Una marca facilita la mancha de reconocimiento: la estatuaria indica la singularidad del sitio. Modelad éste como isla o cabo, garganta o lago, cordoncillo de río a lo largo de una colina, la escultura toma el relevo, colocadla como diosa del lugar, en lugar de la losa funeraria bajo la cual yace el fundador, mítico o no, del llamado nicho, de la página de paisaje.
Quien sabe escribir un poco puede dibujar un jardín.
El camino cruza el paisaje, salta los obstáculos, catástrofes o límites. Empuja a los dioses de los lugares, va derecho. Resiste a las obstrucciones.
¿Hacia dónde corres? Hacia allá, donde manan, se dice, la miel y la leche. ¿De dónde vienes? He perdido el paraíso de partida, donde el padre yace bajo tierra, ya el camino cruza allí y venía de más lejos. ¿Por dónde pasas tú, dónde no te detienes? ¿Cómo el saber sin la referencia y cómo el camino va derecho, sin su medida? Este es el hermes plantado, el término, el mojón miliar, o kilométrico. Los senderos de cabras o de caminata, en la montaña, se ritman por túmulos celtas, montículos, pirámides, túmulos... ¿Qué vestal u otra víctima yace bajo esta lapidación?
Estos son los lugares del paisaje, piedras sepulcrales los marcan.
Estos son los sitios del jardín, estatuas los dibujan.
Aquí están, sobre el camino sinuoso, los túmulos celtas o tumuli.
Vemos aquí, sobre el recto camino, términos o linderos, hermes.
Puntos de acumulación provistos de vecindades o marcas de métrica, en todo caso piedras de reconocimiento para un aquí bien fundamentado.
Aquí: singularidad del mundo donde un individuo persiste en su tumba. Recordad, aquí, que el primer teorema de medida aparece a la sombra de la tumba piramidal egipcia, en la época de Tales. No se sabe si éste comparó la sombra de la tumba con la suya propia: era necesario para esto que permaneciera inmóvil como estatua, al sol del mediodía.
¿Podemos ver una página-suma?
Antiguo, pagano, el paisaje precede el verbo arquitecto, nuevo. El paisajista acoda, enlaza, ensambla, ensaya. El arquitecto concibe la síntesis unitaria: la pieza resulta de la obra mientras que el parque se infiere de la página. Un muro adiciona piedras y el edificio suma las cámaras en el euclides del albañil, las tres dimensiones, mientras que el árbol pasa del tronco a los ramajes o raicillas, se bifurca de lo enorme a lo menudo y se vuelve rizoma, fractal: ¿y si cada especie de flora brotara en una dimensión que le es propia? Así resiste a los ensamblajes simples. Un paisajista cuenta con individuos y el tiempo, rara vez el arquitecto pone cuidado a las vecindades, desconociendo el pagus variable, guijarro, polvo o colina, su espacio global se desliza en la misma dimensión que las piezas localizadas. Le Nôtre y Mansart no habitan el mismo espacio y no piensan la misma suma. Y el tiempo de la conservación o del desgaste no edifica como el de la vida.
Aunque pertenezca al verbo, el escritor no se deshace fácilmente del paganismo, sometido a la página local como a la infinitamente pequeña miniatura de la intuición frágil llevada por una muda sonoridad, cualquiera sea el inmenso hálito que lo habite. El jardinero, como él, planta dioses y estatuas, altares, en cada ocelo del parque, allí erige pavos reales y naranjos, joyas del manto, luces pupilares. Dos variedades de campesinos paganos. Ahora bien, nunca, el Dios único fue invocado bajo la denominación de paisajista, pero se lo evoca a menudo como arquitecto del universo. El ordenador crea una suma como un maestro albañil. Toma para él solo la mira global y la previsión, planifica y divide.
El jardinero deja el mundo a los ojos multiplicados del paisaje. Lo visto, múltiple, tiene miradas.
Estimad el trabajo inmenso de los profetas escritores de Israel para construir una Biblia, libro único, encuadernando sus páginas en el monoteísmo, luchando contra un pueblo idólatra que las hace volar por el espacio, que las esparce para hacer de ellas un paisaje, jardín perdido o paraíso, región donde manan miel y leche, tierra prometida, que se abandona al mundo por angustia del desierto. El profeta con la voz que clama como el pueblo elegido transitan por el llano vacío y blanco durante toda la historia entre dos paisajes, el parque inmemorial y el de la esperanza, vida del verbo austero que añora o que promete.
Estimad el trabajo infinito de la ciencia para fundar un sistema unitario a través del caos de sus páginas, numerosas como la arena. El conocimiento late, sístole, diástole, titubea, en equilibrio en el tiempo, pasando de una fase a la otra, entre la esperanza de un universo y el pluralismo irreductible de un mundo, entre una suma sistemática y el crecimiento irrepresible de la diferencia. Como si él no pudiera abandonar la tierra o el jardín a las mil especies por la esperanza de un desierto.
Estimad el trabajo imposible del filósofo, capturado en los sistemas arquitectos, lógicos, desérticos, para resucitar el cuerpo del paisaje y el paisaje de los cuerpos bajo la vitrificación del verbo, para suscitar un mundo bajo el estallido de los fragmentos. La felicidad quiere que resista el paisaje bajo el ocre pálido del desierto como el cuerpo a la máquina o la joven al viejo verde, la hierba empecinada crece bajo las grietas de la autopista, los ángeles en miríadas tropiezan a veces bajo el reino del Dios arquitecto del universo y lo sumergen bajo el jardín de sus alas oceladas, resiste el placer del banquete multicolor al camafeo de gris impuesto por el verbo abstracto. El empirismo lleva el recuerdo inolvidable de los jardines. Donde Dios mismo entra libremente entre las especies.
El arquitecto habita la síntesis; el filósofo la busca incluso si la difiere durante mucho tiempo y pasa durante mucho tiempo por el empirismo y por la ciencia para retardarla aún más, y se mantiene más cerca del paisajista para aprender de él, para inventar, practicar, proyectar con él un concepto más ligero que la suma, menos completo que la síntesis, más fluido que la adición, más laxo que la integral, más viviente que el sistema, más cambiante que el concepto mismo... el edificio produce totalidad, como el concepto, el verbo, la ley de ciencia, el paisaje ensamblado: esbozo, patrón, pues los dioses locales resisten mucho al esfuerzo federativo, conjunto, agrupación, colección, reagrupamiento, paquete, reconstitución que sigue siendo la operación más exacta en recuerdo del cuerpo de Eurídice y del tiempo interminable necesario para salir de la sombra infernal. Los campos dibujan los miembros que se cosen o se anudan, confluentes, que se arrojan el uno en el otro como lo hacen los tributarios. Nudos fluidos, que corren como los de una bufanda vaga adaptada al movimiento y que da una gracia sutil, aérea, esa unidad movediza e instantánea que se llama elegancia.
Cuando las ciencias de la vida usan términos de sistema, ellas los toman prestados de otros saberes, música, mecánica o astronomía, quienes no han comprendido nunca el tiempo, mientras que tienen bajo los ojos un paisaje para reconstituir, piezas pegadas con esparadrapos cruzados, nudos de bufanda. Deberían buscar, como aquí, subtotales, confluencias móviles. Ellas piensan duramente un objeto blando. El arquitecto concibe la dureza, el paisajista reconstituye la blandura del viviente.
El paisaje expresa exactamente la página de las páginas, por redoblamiento o exponenciación de los pagi. Un libro puede cerrarse, acabarse, laberinto, pozo o prisión; la página de las páginas paisajista, siempre abierta, exhibida, libre, legible, extendida, desplegada, descubierta, manifiesta y patente, no oculta nunca una página por otra, éste es el libro para seguir, frágil. El ornamento de la tierra no miente.
Pango, yo escribo sobre la página, pango, yo canto, el himno comienza por una confesión pagana, pange, lingua, gloriosi corporis mysterium, canta, ¡oh lengua!, el misterio del cuerpo glorioso, sanguinisque preciosi, y de la sangre preciosa, cuerpo muerto y sangre vertida por la redención del mundo, in mundi pretium. El himno medieval exhibe pange en la parte superior de la página, fija el paganismo antes de la lengua, antes del verbo, su rey. El verbo da su cuerpo y su sangre por el precio del mundo; el lenguaje redime al mundo al precio del cuerpo y de la sangre.
Nobis datus, nobis natus: el mundo no nos da más lo dado, recibimos el verbo como dado, el lenguaje nos lo da, sparso verbi semine, él siembra el mundo. La carne se hace verbo, el verbo se hace carne.
El ha redimido, de un sólo golpe, todo el desmembramiento lamentable del suelo, del mundo y del cuerpo, oferta pública de compra en todas las páginas. No encontraréis ya más un sólo rinconcito, un matorral abandonado, una piedra sobre el camino o en medio del campo, un insecto, un marjal que no se recubra con sus categorías. El verbo ha hecho el recubrimiento universal de las páginas, de cualquier tamaño, suma o átomo, integral o desvaneciente. El paisaje retrocede al sitio anterior a la lengua y su gloria: pange, lingua, gloriosi...
El paganismo se reduce a un viejo mapa, antiquum documentum, antiguo documento; galimatías ilegible no escrito; arcaica lección, ejemplo, instrucción, educación en ruina; no transmitida o mal transmitida puesto que no tiene lengua, ni escrita ni hablada: documento exactamente prehistórico que deja lugar al rito nuevo. El lenguaje innova, esta instrucción data de la Antigüedad.
Este libro, página por página descubre exactamente el antiguo documento, investiga su antigua lección bajo todos los archivos llamados noticias del verbo.
Los sentidos, tomados en defecto, faltan, sensuum defectui. La lengua canta los sentidos para enunciar sus faltas. Se equivocan no solamente delante del verbo, sino sobre todo delante del cuerpo del verbo, su carne y su sangre. La lengua toma los sentidos en defecto en el cuerpo mismo. El antiguo documento cae desharrapado. Y la filosofía, cuando enseñe o eduque comenzará su primera lección cogiendo los sentidos mismos en flagrante delito de error en los mismos lugares.
La fe en el verbo paga esas faltas, suple esos defectos. El los reconstituye, puesto que es cuerpo y sangre.
La victoria del lenguaje sobre un empirismo siempre destruido refiere ritos nuevos, pero un poco más antiguos...
Felices tiempos cuando la oreja escuchaba que el adorador en su templo, el labrador en su parcela de tierra de arcilla arenosa, el escritor en su página, trabajaban en los mismos lugares, y cuando el ojo lo veía.
Ese lugar data de un tiempo tan alejado que se le decía antiguo desde la Antigüedad.
No anunciamos nunca novedad que no sea la del verbo: adviento, advenimiento, bautizo, Epifanía, parábolas, Pasión y Resurrección. Hemos modelado nuestra cultura para que celebre el nacimiento del lenguaje o sus renacimientos, en cualquier lengua en que se anuncien: en griego, hebreo, latín, hablas románicas, luego anglosajonas. Cada una toma el relevo y celebra de nuevo, persuadida de levantarse en la aurora. Cada lengua cree tomar el lugar del lenguaje como toda etnia en algún momento de la historia se asegura en tener la dimensión de la humanidad.
Cada lengua celebra el nacimiento del lenguaje en el tono de su transmundo. Anuncia el logos como matemático o metafísico, según la voz, la ley y la relación en un espacio dibujado, regulado, calculado, medido, conocido, embellecido por él... Dice la ruagh, espíritu, viento, soplo, voz que pasa sobre las aguas el día cero del Génesis, preliminar creador. Afirma que en el comienzo era el verbo... Describe el lenguaje positiva o lógica o empírica o científicamente por algoritmos, ecuaciones, códigos, fórmulas, en todo caso excluye de la filosofía lo que no se relaciona con él... La misma buena nueva vibra siempre, el logos ordena y comprende, el soplo planea sobre las aguas primordiales, viene el verbo para la redención y el rescate, el lenguaje suple lo dado, los llamados presocráticos, profetas, sacerdotes, sabios, filósofos recientes, se alinean estrictamente en la variación de modo casi religioso, metafísico, ontológico, positivo (histórico, lógico, formal, mecánico incluso), nadie se cansa de anunciar que escribe o habla, que adviene finalmente entre nosotros el reino del lenguaje. Nuestra cultura occidental no dice que él, modelada por él, entra en resonancia o armónicos con él solamente, habita en él. Tomamos una visión viva de esta ley constante hoy porque hoy comenzamos a perderla. Percibimos el último estremecimiento del choque multimilenario que nos hizo nacer al mismo tiempo que el lenguaje, en el momento en el que conoce su agonía. Nuestra cultura, nacida de él, modelada por él, vibrante en él y con él, no supo más que regocijarse con esta trastornadora emergencia y grita todavía la buena nueva en todas las lenguas: míticas o piadosas, abstractas, científicas. No volvíamos a él, salimos de él esta mañana.
Bajo esta novedad, estable, que recapitula y que celebra nuestra cultura, se descubre la Antigüedad. No ciertamente la que relatan los libros de historia, sumergidos en la novedad del verbo, cualquier época o intervalo que ellos relatan, sino la del cuerpo y del paisaje, páginas compuestas de ocelos muertos y vistos por ojos enceguecidos. La antigüedad yace bajo el recubrimiento transparente del verbo, engullido en su diluvio claro. ¿Podemos descubrir algún lugar bajo este investimiento, alguna carne desocupada? Antes del rito circular de la novedad, antes del gran año litúrgico de la filosofía, rondas que vuelven a pasar sin dejar nada diferente a advientos, ¿existía un paisaje?
Una región cultivada muestra lugares, altos o secretos, inmediatamente visibles como estaciones. Un equilibrio reina aquí. Detengámonos, enarbolemos la tienda, cimentemos muros, esperemos pasiblemente la hora mortal, evidentemente más dulce en este asiento. Aquí se planta la tesis, nombre griego de la estatua latina. En ese lugar, una ventana parece abrirse, de donde cae una luz, donde la quietud se difunde. El paisaje anuda travesías con tales detenciones, sembrado de cunas, altos, pausas largas, tumbas o puertos, granitado de altares. Alrededor de estos ombligos o gérmenes, pliegues o singularidades, la vecindad habitable lanza brazos, radios o caminos para la irrigación del lugar, así festoneado de senderos vecinales, direcciones provenientes de aquí que regresan a aquí, constelación de sentidos, pequeño intercambiador. La definición del lugar exigiría fronteras, así pues se organiza como un nudo, abierto y cerrado, como una estrella, o un cuerpo viviente. Animales que habitamos casas, no las establecemos, ni las fundamos en cualquier lugar, sino solamente aquí, en este entorno donde duermen los dioses y desde donde brillan, hospitalarios, de lugar en lugar severos e incomparables aunque próximos. Nuestro cuerpo singular provisto de una vecindad caprichosa que nos defiende y alimenta, como una coraza porosa, que puede ahogarnos también, se adapta gustoso o dichosamente a un aquí local similar. El lugar, la casa y el cuerpo dibujan núcleos y seudópodos análogos. Existencia y dominio de la divinidad vecinal, lares semejantes al nicho animal. Y el paisaje reconstituye los sitios provistos de su entorno, que la voz defiende o anuncia la noche como el canto del ruiseñor. La lengua asciende del paisaje jaspeado como conjunto de gritos que delimitan vagamente esos lugares guarnecidos de vecindades irregulares, tanto más amplios a veces cuanto que el órgano expresa. Desde puntos singulares una brillantez emana o una nube de olores o un rumor o una corona de espinas. Los cinco sentidos concurren a los contornos: del habitat, de la localidad, como del cuerpo mismo. Este hiede, grita, araña, brilla para definirse también, o acaricia, perfuma, encanta, alumbra para acoger. Asimismo el cuerpo de mi madre la tierra, reconstituido en paisaje, gérmenes, ombligos, sitios y vecindades, compuesto suavemente al salir de los Infiernos subterráneos, desde las eras geológicas donde la pangea no tenía ningún ojo para verla, emergido de las aguas, plegado, trastornado, quebrado, levantado, recubierto, corroído, entregado a las heladas y transgresiones marinas, conquistado por una flora cambiante y adaptable, irreconocible bajo sus vestidos nuevos, pisoteado pronto por vivientes clarividentes, seducido, espejeado, reventado, alucinado. La alta antigüedad del paisaje, cien veces modelado por fuerzas inertes, cultivado milenariamente por sus campesinos, pagana, nos ve verla en un formidable silencio.
El paisaje concluye las variaciones sobre la noción de variedad: tenue o frondoso, ligero o pesado, inerte, viviente, sensible, social, que toca los bordes comunes o separados del aire y del subsuelo, en las vecindades lejanas o conectadas del colectivo y del gozo individual, variedad múltiplemente contingente en ese sentido, el paisaje equilibra, originalmente para cada subtotal, innumerables limitaciones astronómicas, físicas, de historia natural y humana, en un cuadro maravillosamente singular radiante a su vez de vías vecinales. Habitamos un lugar interesante de esta variedad, capa izquierda larga de formar, rápidamente desgarrada, casi siempre en harapos: paisaje tan raro como un cuerpo totalmente construido. Dormimos a menudo en sus carencias o lagunas.
El paisaje comienza cuando cada ciencia exacta o humana se calla.
Frágil se revela la faz fractal de la tierra, tan a menudo asolada. La tierra levanta hacia el cielo el rostro de sus devastaciones, todo tipo de poblaciones la han convertido en valle de lágrimas, ejércitos, industria, turismo, invasiones. Saqueada por los que transitan sin permanecer, sólo vemos sus ruinas. No hemos tenido nunca bajo los ojos más que los restos de una tierra devastada, vivimos entre recuerdos.
Como el cuerpo, la piel, lo sensible o el empirismo, el paisaje se viste con harapos remendados. Debilitado, perdido tan a menudo y desde hace tanto tiempo como el paraíso mismo, él se reencuentra o se descubre por jirones. Pedazos de aquí, escombros de lugares. El paraíso reverdece como un jardín paisajista.
En cierta lengua muerta tan próxima que vive todavía en la nuestra, la devastación o el exterminio se nombran con la palabra población. ¿Qué tierra iremos pronto a ver bajo el crecimiento inmenso de las poblaciones? Empresa delicada como el de poblar un paisaje. ¿Qué nuevos saqueos nos preparan los métodos que corren derecho hacia delante sin ver lugares, ni vecindades, ni caminos elegantemente anudados, en lo sucesivo rectificados?
Piedad para la tierra débil desgarrada o recubierta de restos violentos y de basuras inmundas.
Se llama descubrimiento, para la mina y la minería, el polvo, luego la extracción del humus vegetal o arable, arenillas y toba, capa más o menos espesa que yace por encima de la arena, de la piedra, del metal explotable, diamante, mineral.
Nada parece más humilde que la tierra; cuando el verbo ha querido nombrar la humildad, ha escogido el humus, el mantillo, ese rostro del paisaje que nunca vemos cuando pasamos o nos quedamos, ocupados en pasiones y en negocios. La hierba, los setos, la selva, las flores lo ocultan al más clarividente, y aquél que pone atención a las cosas profundas lo arranca para conseguir el cobre o el oro. El se entierra bajo el fenómeno floral, se fundamenta en el verbo, lo real subyacente lo elimina. Nuestras más grandes filosofías desconocen la humildad.
Reencuentran la atención y también la nostalgia que inspiran vidas, ciegas, que pasan al lado del mundo, nuestro único bien: así el sobrevuelo de Siberia, de noche, en tiempo claro, no deja percibir ninguna luz. La lucidez viene no obstante, como si de repente se abriera una puerta, como si un nacimiento pasara por el tragaluz de humildad.
... En el Brasil, sobre las alturas de Congonhas; en Turquía, en las ruinas de Pinara; y en medio del entre dos mares...
El viñedo bañaba las primeras luces de septiembre, la gloria de agosto terminaba. Entramos en las colinas suaves como en otro mundo; reina un intenso silencio; el aire, inmóvil, lleva los tonos y la claridad. Nubes duras se nos caen de los ojos: el espesor ordinario de la tierra se eleva, todo asciende hacia el sol, él inunda todo de quietud. Nunca hemos visto azul y verde, nunca hemos visto vid, lo visible se mantiene allí, tranquilo y sereno, tangible y tácito, espiritual o perfumado. Los caminos que corren a lo largo de las hileras no van a ninguna parte, participan del jardín como de las guirnaldas. La tierra, café, las cepas, calientes, los racimos negros y olorosos, los tenderetes, bajos, las piedras del lugar, los árboles escasos, todos los pequeños detalles singulares, familiares o difíciles de conocer ascienden, juntos, sin sombra, con nosotros, suavemente, hacia el cielo, como un día antes de nuestro bautizo.
El paisaje levitando, nuestros cuerpos naciendo, se descubren en el lugar: obra común del vidente y del viñero que, desde hace mil años, aquí, prepara lo visto, paraíso entre dos ríos.
El sol estalla en cien estrellas titilantes a través del ramaje movedizo del manzano en el viento delante de la ventana, constelaciones rubias, aleonadas, cobre, doradas, amarillo paja, naranjadas, ocre, arena o isabelina pálido, multiplicando los rayos rectos, centrados, cortos, agudos y vivos como un trino; el verano de los indios ha borrado la paleta de los verdes: olvidados el tilo, el almendro, la esmeralda, celadón, manzana, botella, oliva, matices que reposan en la postración de agosto, el follaje de los arces se siembra de granza, carmín, de cinabrio, coral, escarlata y camelia, ladrillo y amapola, tango, burdeos, carmesí, sanguina y rubí, los colores transparentes, ricos en rojos, granates, púrpuras o bermejos dan al mundo una carne encarnada bajo un cielo con azul sobrenatural donde el viento arroja su transparencia laminaria y seca de tal manera que se tuercen los ramajes delante de la luz solar y la difunden en fragmentos temblorosos, baño, embriaguez, furia; ¿existe una idea o palabras que equivalgan a este minuto de deslumbramiento?
Reducido brutalmente a los colores elementales, enana amarilla del sol, árboles llameantes, perfecto azul cielo, el espacio cae en una belleza fundamental que aplasta, como en Grecia o en Provenza. Expulsado de sus finuras, el cuerpo, enceguecido, huye hacia lo abstracto, pintura o geometría. Inventará el grafismo blanco y negro, el concepto sin color ni forma, la consciencia o la demostración, se arrojará a los transmundos.
Hijo del Mediodía, en la vieja juventud abstracta, he aprendido a preferir a Flandes o al norte de Francia, los misterios de los mares ensombrecidos, lugares donde la luz se pierde en vapores bajos y astros ausentes, llanura gris y difuminada, textura negra de los troncos raros, pero donde el fulgor de repente satura trampas discretas, encanta lo concreto local, claro o confuso, no por definición seca, sino suspendiendo los objetos en un baño de brillantez ligera: perla gris-rosa desvanecida o esmeralda casta sobre cojín de terciopelo, cerezas y melones engastados como berilos o jade sobre charoles de plata suave, largas estofas de vestido con los coloridos fundidos en el espesor, naturalezas llamadas muertas pero en estado naciente, retratos donde la mirada se vuelve, el espectador sometiéndose a la lucidez de un ojo gema, tonos dilacerados en ocelos menudos, azul de cobalto, lavanda, índigo, pastel, turquesa, hierba doncella, miosota, marino, ultramar. Pocas lenguas conocen la palabra vergüenza, son necesarios matices púdicos para llevar graciosamente las cosas a la existencia, ternuras aquitanas.
Hace veinte años, los pescadores de altura debían presentar a revisión un lote completo de mapas marinos y sus instrumentos de navegación en buen estado. Cuestión de aseguramiento, de seguridad, ¿esta obligación se mantiene todavía? ¿O se ajusta en lo sucesivo a las molestias múltiples, al haber crecido el parasitismo administrativo como peste al sol?
En aquellos tiempos, esas herramientas le parecieron al inspector que estaban en muy buen estado. Los mapas vírgenes, blancos, nuevos se organizaban soberbiamente, sin ningún pliegue, en un gran armario con cajones pintado, y su llave, que fue difícil de encontrar al principio, se atascaba un poco por demasiada herrumbre. Toda la técnica obligada desaparecía bajo la pintura. Esta hacía que todo fuera un poco presentable. El borde entero había bruñido, mantenido, los caprichos de la ley, un poco como se pega el estandarte para hacerlo ver: pabellón alto. La bandera no sirve más que para eso.
¡Vosotros no utilizáis nunca esas cosas! exclamó, de forma áspera, el funcionario del control. El hombre de mar perdió su falsa serenidad, comenzó a mover una pierna sobre la otra, titubeante. El primero prefirió sonreír, tenía ganas de saber y prometió no castigar. ¡Vamos!, ¿cómo hacéis para encontrar Mourmansk o Tierra Nueva, en las dos estaciones del bacalao? La respuesta tomó tiempo; fue necesario sentarse, descorchar alguna vieja botella, organizar los vasos, conversar primero durante largo tiempo de los niños, los buques de alto bordo no se rinden inmediatamente. Es preciso siempre parlamentar antes de ponerse a hablar. Veamos, ¿cómo llegáis allá?
Es preciso imaginar una campiña sin mojones indicadores. ¿Qué campesino se equivocaría para ir a visitar la finca de al lado? Voltea a la izquierda al final del zarzal siempre verde, va derecho hasta el nogal, desciende a lo largo del muro de piedra y, allá, ve, en el fondo del vallejo, que el techo rojo del vecino desaparece un poco bajo los cedros. Estas preguntas no se plantean. Se aprenden las respuestas al mismo tiempo que se aprende a caminar, hablar o ver.
Así se iba a San Pedro: ve hacia el sol poniente hasta que alguna pequeña alga flote, colócate sobre la izquierda, un poco, cuando todo se vuelva muy azul, no podéis equivocaros, existen los parajes preferidos de las marsoplas, aquellos donde una fuerte corriente constante lleva hacia al norte, aquellos donde el viento dominante sopla bajo, en pequeñas ráfagas, donde el oleaje pasa, siempre corto, luego el inmenso cuadrado gris, enseguida el lugar donde se corta la ruta de los grandes baúles, cuando se los ha visto, el primer banco se encuentra allí, bajo el viento. Surcado, a veces, por los blancores del río.
El capitán se volvía inagotable, todo lo contó, hasta entrada la noche. Y lo que describía allí, que veía desde su adolescencia, que observaba transformarse a medida que pasaba por allí, que no había aprendido verdaderamente de la boca de nadie, puesto que sus dos patrones sucesivos no mascullaban ni una sola palabra en todo el santo día, pero mostraban con la mano, a veces, en el momento de virar o de cambiar de marcha, todo lo que exhibía de repente, ante la mesa y sobre el mantel de encaje manchado de ron, esa superficie del mar muaré, esa superficie compuesta tan diferenciada como nuestros viejos campos por cuadrados de lucerna, pequeños bosques, marjales, hileras de vid bajo perales, todo lo que él describía con detalles decisivos, colores, peces, viento, cielo, golpe de oleaje, sí, todo esto reconstituía exactamente el antiguo documento, una enciclopedia engullida, como la gran catedral. En ese día, moría un saber, el empirismo entregaba el alma. Escuchemos ahora su rumor ascender de las aguas.
Allí donde el antiguo sabio no percibía más que lo monótono, el patrón veía evidentemente un cuerpo estriado, matizado, atigrado, salpicado, acebrado, exactamente diferenciado, una superficie donde señalaría las regiones locales, donde el punto, en cada instante y bajo la neblina misma, se encontraba ya hecho; allí donde el antiguo sabio no veía más que lo inestable, el patrón percibía un espacio que apenas cambiaba.
¿Pero por qué ese día un saber inspeccionaba al otro, lo controlaba, tenía poder de sancionarlo, de hacerlo obedecer? En el más viejo diálogo de la filosofía moderna, el de la razón y de los sentidos, cualquiera sea el nombre que se le dé, la razón visita en un navío al más viejo saber del mundo y le pasa por debajo. El día de estas últimas confesiones sonaba el tiempo de la etnología de los vencidos. De ello no se hará más que una novela a la moda, o una ciencia humana exitosa en las ciudades universitarias, donde se va a buscar la lengua del pueblo en los salvajes.
Se aprende desde la primera infancia que la ciencia puede volver lo invisible visible. Y, de hecho, el mapa marino hace resurgir las profundidades, indica desde lejos el peñasco oculto bajo la niebla. Los instrumentos visitados por el controlador lo hacen mucho mejor, anuncian la costa, dibujan el fondo del mar, en rigor calculan un punto automáticamente. Nos inclinamos todos ante tales realizaciones, pero hay que inclinarse, además, frente al inspector. ¿Por qué la sola razón no es suficiente, por qué escoge la fuerza para imponer la razón? ¿Cómo, sobre todo, vuelve ella, de rebote, lo visible invisible? Ese cuerpo muaré, estable y cambiante como una pradera de pastos en la primavera, ese espacio reconocible y mezclado desaparecen. Sí, la superficie de los océanos, su paisaje, se borran y se engullen.
Se aprende desde la primera infancia que los sentidos engañan. No se dice los sentidos de quién. El inspector no ve nada sobre las altas praderas por donde pasan las fragatas, la razón sobre la superficie del mar no percibe más que lo monótono; el patrón, él, ve claro, preciso y detallado. Los sentidos engañan rara vez cuando se los ejerce, la razón se equivoca a menudo cuando no ha tenido entrenamiento. Esos principios, iguales de una y otra parte, deben juzgar igualmente en todas partes.
Los sentidos no engañan. El paladar de un fino degustador juzga más precisamente que mil máquinas, la máquina más fina se hace de la carne de un viviente, la inteligencia artificial sólo flaquea por falta de cuerpo, tal órgano de tal insecto o serpiente percibe mezclas a escala molecular. No se juzga nunca, más que científicamente, al empirismo, ¿y si se sometiera a juicio empíricamente al racionalismo? La dubitación que mantuvo Descartes no se reduce a un ejercicio de escolar ni a una ascesis solitaria. A este inmenso movimiento de historia, también se mezcló la fuerza. Lo visible se fue, se desvaneció en lo invisible. Se despreció las cualidades. Un otro invisible vino hacia nuestros ojos. Nadie vio más el muaré del mar, todo el mundo buscó lo lejano, lo profundo y los volvió sensibles. Se puede decir que se borró lo inmediato, lo próximo. Y el patrón del bacalao no tuvo nada para decir. La mar se vuelve virgen.
De esta manera los fabricantes de mapas pudieron decir que habían descubierto América, hacerlo creer y obtener de ello la gloria, mientras que cien pescadores, siguiendo los caminos trazados del muaré, la habían tocado sin proclamarlo en voz alta en la historia. El triunfo del verbo escrito produce una catástrofe perceptiva. La edad de la ciencia rehizo iconoclastas al nivel de los sentidos y destruyó por completo un saber prodigioso en la proximidad de lo percibido. No conservamos de ello más que ruinas, vestigios, fósiles.
Hemos refinado bastante hoy la parte de las razones y de las ciencias para comprender finalmente hasta qué punto de finura científica pueden alcanzar los sentidos. Después de siglos de mapas simples, los del inspector, o de mapas violentos que borran la percepción diferencial del patrón, para sustituirlo por un papel blanco sembrado de cifras esporádicas, levantemos el mapa inmediato de aquellos que han sido llamados los prácticos de los lugares, levantemos la escenografía superficial de los mares: matizada, atigrada, chiné, acebrada, adamascada.
Nunca había visto el mar antes de la noche de La Rochelle, donde después de las horas pasadas escuchando al viejo bacaladero, dejamos el cuadrado ahumado, en desorden, y el mantel de encajes todo constelado de cenizas, de manchas, de salpicaduras.
Mi región permaneció hasta hace poco plantada de vides en hileras bastante espaciadas, aunque próximas, para recibir entre ellas, según los años, el maíz o el trigo. A lo largo de la viña, un ciruelo, lo más a menudo, duraznos, amarillos o blancos, un cerezo, alternados, ritmaban la sucesión de cepas. El vino retenía a veces lo gustoso del melocotonero de dos carnes o el olor de las cerezas, el ganado encontraba la sombra donde guardarse del trabajo y de las moscas, su arriero ya dormía allí con el rostro metido bajo el sombrero y las rodillas cruzadas. Desde hace treinta o cuarenta años, yo no sé que mano llamada invisible arrancó el inmenso jardín, los niños ya no saben cómo se cuadriculaba desde hace mucho tiempo el llano del Garona. Dibujaba un tapiz compuesto y salpicado de diversos colores; el maíz, por centenas de hectáreas regadas por chorros giratorios de agua, le ofrece ahora para que imite el Middle West americano. Cien campesinos vivían allí por donde ya sólo pasa escasamente un tractorista, sentado sobre cien caballos, convertido en productor, como se dice en los periódicos, de materia prima, de una sola preferentemente y bruta además. El monocultivo y la economía han concurrido en las dos últimas guerras para eliminar el campesinado y borrar el paisaje.
Ellos han recibido los mismos golpes y agresiones que la ciudad y la lengua. Los urbanistas como Haussman han hecho pasar un bulevar recto que destruyen, no lejos del Sena, veinte capillas góticas y diez mansiones estilo Renacimiento: la tropa carga y el cañón dispara mejor. Linneo dice con una palabra latina o griega trescientas denominaciones vernáculas para una planta o un animal. Vernáculo: adjetivo científico que designa lo popular, declarado también no instruido; se enfatiza aquí la palabra verna, esclavo nacido en la casa, ignorante, vulgar, que habla mal el dialecto provincial local de la granja. Cuando aparece un término científico en la moda o el uso, ¿quién cuenta el número de las palabras, obras largas del pueblo y de los tiempos, que él destruye, reemplazándolas en la página? Avenida rectilínea de sentido que recubre el paisaje. Nunca se habla de una región que se encuentre a sí misma desterrada: se podría decirlo casi de la tierra entera. ¿Cómo calificar, asimismo, nuestras lenguas y nuestras ciudades?
Redecilla compleja de callejuelas sombrías y torcidas; verbos o nombres variables desde aldehuelas a pueblos, propios para colorear un atlas; vides en líneas que llevan notas cambiantes de árboles frutales, formando espectro o partitura: obstrucciones antiguas del empirismo, opuestas sabiamente al pasaje de lo global abstracto, posadas sobre las circunstancias locales.
A través del desierto verde, el tractorista no tiene más que un trabajo y una idea, solo en el monocultivo.
Habían comenzado por lo más difícil, fino, frágil: por los problemas con mil limitaciones y con cien desconocidos, evidentemente no lineales. Diez variedades de frutos, de legumbres y de animales, la vid para vino y la parra con uvas blancas, las ocas y su hígado, las gallinas pintadas vocingleras acostándose en las ramas, las técnicas demandadas por lo inerte: suelo y meteoros, lo viviente: flora y fauna, lo social: trabajos, familias, fiestas y ritos, más la caza, el amor y los champiñones, cien ocupaciones, mil ideas, veinte dioses, más ignorancias aún no siempre domesticadas, los dolores y las tonterías: mundo mixto, abigarrado, atiborrado, en la cabeza como sobre la tierra, cultura-cultivo parecida hasta el punto de confundirse con los Ensayos: campos yuxtapuestos, breves o largos, a la fortuna de la suerte, como los capítulos, que citan a Hesíodo o a los membrilleros, a Virgilio o a los avellanos, vecindades raras, artistas, que introducen una vista amarga, seca o astringente en demasiada monotonía suave. La inteligencia goza discerniendo la variedad, cultivemos lo variado para que la inteligencia viva activa. Todo destella y cambia bajo el sol nublado en el cielo voluble de abril; Dios desaparece un poco detrás de los santos y los ángeles. Policultivo, policultura, politeísmo.
Monocultivo. Nada nuevo bajo el solo sol. Las hileras interminables, homogéneas, repelen o borran lo muaré; el isótropo excluye lo inesperado; el agrónomo expulsa al agrícola; pocas leyes subsisten en esas permutaciones puntillistas por pequeños toques. En el lugar de la cultura reinan la química y la administración, el provecho y las escrituras. Un panorama racional o abstracto expulsa mil paisajes, en espectros combinatorios.
Bajo nuestros ojos, dos visiones expuestas de la razón o de la inteligencia presentan su espectáculo.
Las dificultades no lineales con mil limitaciones se desfondan pronto ante las largas cadenas de trigo, de maíz, todas ellas simples y fáciles. Lo único toma el lugar de lo múltiple. Y el desorden puro, frente al orden homogéneo, expulsa las mezclas refinadas. Entended por ese caos la solución industrial, por la agitación o el calor. El motor demanda al desorden molecular la ordenación única del mundo visto desde el avión. Tenemos aquí dos veces la facilidad: el encaje frágil mantenido a alto precio de discernimiento y a gran número de hombres pasa, a la izquierda, de lo variado a lo unitario y, adelante, de lo variable a lo desordenado. Ella va dos veces a los límites simétricos. El paisaje difícil, mezclado, yace entre esos hitos.
¿Llegamos nosotros, ese día, a una tercera era, donde comeremos en las nupcias de lo global con lo local, sin expulsar del festín nupcial los que fueron despreciados hace poco, según las normas, bajo los nombres de empíricos o de abstractos? Nosotros consideramos claramente el segmento que va del caos al orden unitario o monocromo atravesando una infinidad de multiplicidades intermediarias. ¿Por qué oponer los lindes a lo que encierran? Hemos forjado los medios, intelectuales y prácticos, para escoger cómodamente la solución oportuna, lugar, en el segmento, adaptado a las obligaciones y necesidades. Utilizamos en ocasiones un espectro combinatorio y algunas veces lo universal, preferimos pasar por la autopista abstracta, el bulevar global y el concepto formal, a lo largo de las hileras homogéneas de maíz desfilando rápido, pero nos gusta también deambular por caminos vecinales torcidos, perdernos en el paisaje, para comprender y saber. ¿Por qué no devenir al mismo tiempo racionales e inteligentes, sabios y cultivados, variables y sensatos? En casos numerosos la paz no tiene lugar más que por el Dios único, en casos también numerosos más valen los ángeles. Guardemos la razón monodroma en la tolerancia del paisaje, el pensamiento no lineal tolera al pensamiento lineal, en el colmo de la ironía, como… un caso particular.
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