El fracaso de la escuela*

François Dagognet**



Es claro que la transmisión y la repartición pueden, al menos en ciertos casos, contrariarse: el primer proceso garantiza principalmente la preservación e incluso la inmutabilidad. Mientras que el segundo, por el contrario, no solamente busca la división, sino también la multiplicación de los beneficiarios. Por otra parte, ya hemos mostrado cómo el derecho se las ha ingeniado para conciliar estas
dos exigencias antinómicas (un patrimonio, a la, vez conservado y repartido).

Pero la dificultad de unir estos dos procesos ya no tiene que ver con aquello que es de naturaleza espiritual, porque en este caso, los dos movimientos constituyen uno solo; en efecto, cuando el saber se difunde, irradia y se dirige a todos, se acrecienta; a través de la donación, se regenera. De este modo, queda tanto mejor asegurado de sí mismo cuanto más se transmita, y se transmite con tanta más facilidad y eficacia en la medida en que se recomponga y se reorganice. Ya no distinguimos los dos momentos, el de la transferibilidad y el de la reestructuración.

El error de algunos metafísicos ha consistido en encerrar lo verdadero en el solo pensamiento (el cogito), sin tener en cuenta que este se sitúa en el corazón de la intersubjetividad; la racionalidad no se separa de la relacionalidad 
(así como lo mostraba con fuerza Bachelard): no solamente los fenómenos por conocer están ligados todos entre sí, sino que el científico mismo se sitúa en el seno de una comunidad a la que debe convencer; para este efecto, reproduce y mejora tanto sus enunciados como los aparatos que los validan. Por lo demás, este reproche no podría hacérsele a Descartes, quien en su Discurso del método, se dirige directamente a quienes desvela su método así como sus primeros frutos. Además, escribe en francés, no en latín, con el fin de favorecer el intercambio de sus proyectos didácticos. “Suplico –añade él en la “Sexta parte” (Descartes, 1994, p. 59)1– a todos aquellos que tengan objeciones que hacerle, se tomen el trabajo de enviarlas a mi librero y una vez las haya conocido, procuraré responderlas, de tal manera que puedan publicarse juntas las unas y las otras, y así el lector tenga la ocasión de juzgar más cómodamente acerca de la verdad, pues prometo que mis respuestas no serán largas y me limitaré a confesar francamente mis errores, si los conozco”. Viniendo de Descartes, esta no es una vana retórica; las Objeciones y respuestas a las célebres Meditaciones metafísicas lo atestiguan suficientemente; lo verdadero no se separa de una “república de los sabios”, de una sociedad de conocedores que intercambian a su respecto, así como de un lugar de encuentro de los instrumentos, de los especímenes o de los montajes demostrativos. Personalmente, en el pasado, nos hemos preocupado, como historiadores epistemólogos, por las instituciones donde el saber se acumula; quizá no sea aún la verdad misma, pero sí es ya el teatro donde se manifestará y donde se ofrecerá a todos (la transmisión): la Biblioteca, el Museo, los archivos, el jardín botánico, el hospital, etc. Hemos ganado con reunir las más diversas muestras, puesto que las ciencias experimentales nacieron, en lo esencial, del número y de la obligación de repartir siguiendo un orden por inventar. Pero hay otro lugar, un santuario que supera los anteriores, tanto por su vitalidad como por su importancia: la escuela, allá donde los conocimientos son reunidos y sobre todo dispensados (transmisión y reparto); y es probablemente esta institución la que ha hecho posibles todas las otras: el hospital, por ejemplo, sirvió para la constitución de la medicina pero sobre todo, permitió a los futuros médicos entrar en contacto directo con la propia clínica. Sin que la biblioteca o el museo, por su parte, merezcan descrédito alguno, ambos les interesan únicamente a quienes se han convertido en sus usuarios. En cambio la escuela, obligatoria, se dirige a todos; ya existe lo universal en el solo principiode su funcionamiento.

Nos proponemos pues tratar de esta suerte de patrimonio científico y cultural (el cual condiciona todos los demás), es decir, el sistema educativo, allí donde mejor se ejerce la transferabilidad. Abordaremos las cuestiones más controvertidas, la de los programas (¿qué es menester enseñar?), la de los formadores y su papel, la de los aprendices (los beneficiarios), en suma, todo lo que se relaciona
con la instrucción y con sus modalidades. Nuestro análisis tiene que ver entonces con el siguiente problema: ¿qué es la escuela, o más bien: qué es lo que ella debe ser y cómo concebirla actualmente cuando es despreciada, con toda razón, al faltar a su vocación o porque ya no obedece a la lógica de su funcionamiento?
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Con relación a la transmisión (el pasaje) y el reparto –las dos nociones comunitarias que vamos a examinar– nada se compara con la escuela a la que no dudamos, por demás, en conferirle un poder casi religioso, más que al Museo ya sacralizado. Alain, sobre el cual volveremos, comentó “su simplicidad monástica”. “La escuela –escribe él– es un lugar admirable. Me gusta que los ruidos exteriores no entren en ella. Amo esos muros desnudos. No acepto de ningún modo que allí se cuelguen cosas que haya que mirar, incluso bellas, pues es preciso que la atención esté concentrada en el trabajo” (Alain, 1933, pp. 27-28). En efecto, el maestro exige silencio; él oficia en un medio propicio al recogimiento: un pupitre colocado sobre un estrado –la cátedra–, un simple tablero negro, un pedazo de tiza, a veces una vara –semejante al cetro– que le permite indicar o precisar. Pero no por ello relegamos la escuela a lo exclusivamente simbólico; debemos reconocer sobre todo su poder real. El proletariado económico arrastra al proletariado cultural como a su sombra; ahora bien, al luchar contra este último, en la medida en que podamos, deberíamos lograr limitar y corregir algunos aspectos del primero. ¿No es acaso la escuela la única posibilidad para los individuos, o incluso para un puñado de ellos, de quebrantar el sometimiento, tanto más cuanto el poder económico que aplasta a los infortunados poco se preocupa por el mundo de la educación? Marx ya había reconocido que el sistema capitalista no se oponía a las evoluciones ni a las violentas discusiones en el campo religioso, porque ese universo  –entonces abandonado a los contestatarios o a los librepensadores– no empañaba su propio reino. Ocurre lo mismo con la escolaridad a la cual le reconocemos, sin embargo, un fermento revolucionario, porque, en principio, la escuela se opone a las divisiones y a la desintegración
favoreciendo, asimismo, el posible regreso de los más desfavorecidos a la Ciudad (ella misma dislocada). Además, será necesario que la institución formadora pueda realizar lo que debe ambicionar: la igualdad, una igualdad que entrañe y funde la presencia de todos en una entidad común: la nación, y más allá de esta, la humanidad.

La indiferencia del universo productivo no llega, sin embargo, hasta el completo desinterés: le pide inclusive al pedagogo que le forme y le provea a los que va a enganchar (ejecutivos, ingenieros, supervisores y hasta aprendices). Y es verdad que a veces la escuela suscribe esta petición, en la cual se pierde con bastante rapidez, puesto que aquellos así preparados (profesionales antes de tiempo) deberán entrar en un mundo que también ha cambiado (en el intervalo de sus pretendidas adquisiciones); peor aún, no descartamos incluso que se acreciente su inadaptación, a causa de su condicionamiento anterior. ¡Que la escuela no trate de correr en búsqueda del “presente”, que no intente agarrarlo, pues por definición, este último va tan rápido que aquella solo logra atrapar lo
“ya acabado”! Alain tiene razón cuando sostiene que es preciso enseñar solamente “lo caduco”. “En ciencias también. No quiero de ninguna manera los últimos descubrimientos; ellos no educan en absoluto; es algo que todavía no está maduro para la meditación humana. La cultura general rechaza las primicias y las novedades. Veo que nuestros aficionados se lanzan sobre la última idea…” (Alain, 1933, p. 173). Descartemos desde ya lo incompleto (el presente lo es por definición), lo fragmentado o lo actual, aún bañado de interrogaciones y siempre frágil. Sabemos ya cuál es o cuál debe ser la finalidad de la educación: el “reparto” de un bien universal, que todos pueden e incluso deben adquirir y que –no habiendo sufrido los constreñimientos de un entorno– puede ser transmitido tal cual. Como
lo hemos señalado desde el comienzo, ambos aquí se completan. Pero el maestro de escuela deberá resolver la cuestión más ardua que existe, y que supera por sus dificultades a la del psiquiatra en presencia de enfermos mentales disociados; en efecto, este maestro debe trabajar en una doble conversión.

Según la primera, la más fácil de lograr, debe ayudar al paso de lo bioafectivo a lo socioespiritual. Ciertamente hasta entonces, el niño ha vivido en una familia donde, por lo demás, ha podido sufrir privación e injusticia, pero donde –lo más frecuente– ha conocido el encierro y la represión. En la escuela le será necesario renunciar al principio de placer por el de realidad, para emplear el lenguaje de los freudianos; que rompa o aleje el entorno familiar, ¡el imperio de una madre consoladora y demasiado gratificante! No somos los primeros en notarlo; la escuela se define como el lugar o el medio donde los que a ella entran pertenecen a la misma generación (los iguales por la edad, mientras que la familia sólo conoce la jerarquía), primando por lo tanto, la relación horizontal; la vertical sólo atañe al maestro y al alumno. De aquí en adelante, el niño, solo, debe responder por sí mismo;  viviendo la separación de su primer medio protector, entabla una existencia de adulto; evoluciona sobre todo entre sus semejantes, pero estos no dejan de querellarse entre ellos, oponerse o fraccionarse en bandas rivales; dentro de estos reagrupamientos y divisiones, prosiguen con mucha frecuencia sus disputas familiares (no liquidadas) y dan libre curso a sus pasiones. La escuela no puede pues ser concebida como un universo tranquilo y armonioso.

Pero la segunda conversión que deberá dedicarse a realizar el maestro de escuela es más ardua que la precedente (la cual consistía en el paso de la familia a la vida escolar): antes de entrar en su clase, el niño ha sido impregnado por el “afuera” que ha podido enseñarle lo peor: la insumisión, la antisocialidad y hasta la delincuencia; lo único que puede hacer es huir de lo “cultural”, en las antípodas de su conducta, aquella que la calle le ha forjado. En los países industrializados, en Francia, se ha vivido la segregación entre las ciudades o los barrios de ricos que disfrutan de la comodidad, la civilidad e incluso el lujo, y los arrabales, las zonas superpobladas donde se impone la miseria y lasexacciones. En el primer caso, la instrucción no plantea mayores problemas (salvo que la familia demasiado imponente pueda constituir un escollo), tanto menos cuando los padres colaboran a menudo con los maestros, creando una sinergia estructuradora y positiva, que estimulará la excelencia escolar. Pero, en el segundo caso, el maestro se topa con una especie de muro; peor todavía, ocurre que se introduce en la escuela lo que los insumisos llevan a ella, lo que siempre ha estado lejos de ella: la indisciplina, la violencia, el irrespeto. El mundo del conocimiento para esos rebeldes parece que solo tiene que ver con la futilidad o con una fastidiosa compilación. Además, el espectáculo de la calle que los ha modelado explica su rechazo puesto que los escolarizados no siempre escapan al desempleo, mientras que los traficantes, los marginales o los cabecillas se enriquecen. Un universo al revés  desanima y no facilita la entrada en las “argucias” de la escolaridad. Ayer no más los representantes
de la administración y los especialistas en pedagogía podían todavía discutir sobre los métodos educativos, los horarios y los contenidos de los programas; jugaban sobre seguro. Hoy, en un mundo o más bien, en una sociedad partida en dos ¿es posible salvar a los niños de lo que padecen? ¿Cómo iniciarlos en el saber, a todos en lo posible, y cuál escuela nueva preconizar?

Esta situación es mucho más preocupante para nosotros a la luz de una tesis que desarrolló la fisiología general: ¿qué nos dice esa importante ley que pesa sobre los cuerpos? Cualquiera sea el aprendizaje, este comporta tres períodos distintos: primero, la fijación de las estructuras o el tiempo de la maduración; luego, hace su aparición la función gracias a los primeros ejercicios y a las estimulaciones recibidas; por último, asistimos al juego final del órgano y de su uso. La simple lógica supone esta secuencia. Pero, si el segundo período (con mucho, el más breve) ha sido sacrificado, estropeado o desviado, el éxito quedará comprometido e incluso impedido; seguiremos en un fracaso definitivo por no haber activado la formación en el momento requerido. Precisamente, el niño que recibió demasiado temprano influencias que lo han marcado ¿podrá abandonarlas y abrirse a otras menos “marcadoras”? ¿No conservará lo que ha padecido? Tal pregunta sólo puede inspirar una falta de confianza pedagógica, o al menos hacer más problemática la influencia del sistema educativo.

Es verdad que los neuropsiquiatras, confrontados a una cuestión cercana a ésta –ya no la de la adquisición ni la de sus modalidades temporales sino la de la restauración de lo que ha sido abolido– han refutado implícitamente esta “ley” que acabamos de exponer; ellos han tratado, con la ayuda de medios bastante vertiginosos (una estimulación intensa e ininterrumpida), de obligar al sistemanervioso a retomar su actividad, a regresar al presente y a registrarlo; pero el resultado de semejante tratamiento (obtener la restitución que expulse el letargo) ha mostrado ser prácticamente un fracaso. Podemos temer que el niño entregado a la calle no pueda renunciar a la fuerza bruta y a cierto salvajismo. ¿Cómo destruir aquello que tanto lo ha condicionado y por medio de cuál la socioterapia trata lo que no se puede desarraigar? Hay que temer lo peor, si tomamos en cuenta la lección que se desprende de la empresa del Dr. Itard (las dos Memorias que la han relatado datan, la una de 1801 y la otra de 1806); se trata, para este especialista en enfermedades del oído, de despertar poco a poco a la palabra (y a través de esta a la sociedad humana) a un joven que llaman “salvaje”; fue capturado cuando vivía en los bosques únicamente en compañía de los lobos. El Dr. Itard, después de haber establecido y codificado sus retrasos, intentará liberar al que llamará “Víctor de Aveyron”; perfeccionará un verdadero programa de reeducación, pero fracasará porque no podrá sustituir una forma de vida incrustada (en el período sensible), por la de la humanidad. Sus análisis, además, refuerzan un cierto desánimo pedagógico.

Por ello nuestra pregunta: ¿cómo salir de semejante callejón? Lo reconocemos, muchos filósofos han tropezado con esta especie de “rompe- cabezas”. Platón fue el primero, con la única diferencia de que a él le tocó luchar contra especialistas en la disputa, los sofistas, y todos los que, en lugar de practicar o enseñar la justicia (o lo verdadero) solo difundían la sumisión a los deseos, la discordia, lo contrario del orden social (la tiranía del deseo que iba pronto a transformarse en un deseo de la tiranía), o también la maximalización de los placeres. ¿Cómo restablecer la temperancia e incluso la igualdad? Platón plantea una solución que no nos parece para nada tópica: supone demasiado que el problema está resuelto. Efectivamente, en el Gorgias, por ejemplo, Platón cuenta con la apercepción del “orden cósmico” (los ciclos eternos y regulares, la necesidad que reina en el Cielo, los equilibrios y las justas proporciones) para desarrollar en su discípulo (que cedería a la intemperancia) la moderación y la mesura. “Dicen los sabios que al Cielo, a la Tierra, a los dioses y a los hombres los gobiernan la convivencia, la amistad, el buen orden, la moderación y la justicia, y por esta razón, amigo, llaman a este conjunto «cosmos» (orden) y no desorden y desenfreno. Me parece que tú [se trata de Calicles] no fijas la atención en estas cosas, aunque eres sabio. No adviertes que la igualdad geométrica tiene mucha importancia entre los dioses y entre los hombres; piensas, por el contrario, que es preciso tener más que los otros, porque descuidas la geometría.” (Platón, 1979, p. 508a)2. Y por otra parte, como se sabe, Platón se opone a la entrada de alguien en su centro (el Liceo) que no sea geómetra; no cesará tampoco de recordar que es más feo y más miserable cometer la injusticia que padecerla, pues no ganamos nada siguiendo nuestras inclinaciones instintivas (la fuerza, la avidez) que nos conducen a la perdición. Platón debía también conjugar la potencia (malhechora) del deseo con el deseo de la potencia; él no ha separado la “paideia” y la “politeia”, la educación y la preservación, ya no del individuo, sino de la Ciudad misma. Buscaremos y desarrollaremos otros tipos de solución, pues la que defiende Platón nos parece poco convincente. Pero antes debemos desenraizar “una idea
recibida” que envenena el problema y que nos parece que no posee un verdadero fundamento, aunque le reconozcamos una parte de solidez. Nada es más nocivo que lo que pertenece a la vez a dos dominios, el de lo verdadero y el de lo falso; más aún, aquel (lo parcialmente verdadero) abriga y enmascara a este (lo falso, que no se discierne).

Consideramos que los niños llegan a la escuela (cuando no han sido demasiado deformados, por no decir dañados previamente) con dones variados, capacidades mentales diferentes (por ejemplo, el uno parece observar o dibujar mejor que el otro) pero con una misma inteligencia. Muchos creen, por el contrario, en una franca desigualdad con relación a esta última “aptitud”, lo que nos implicaría un amplio espectro que iría desde los más dotados a los deficientes, e incluso hasta los casi-retrasados; las pruebas, especialmente el Cociente Intelectual, confirman la ruptura. El trabajo del maestro se va a ver inmediatamente desequilibrado; se dirigirá preferencialmente a los mejores y tenderá a abandonar a los otros, demasiado impermeables a sus lecciones y encerrados en su retardo. Pero si se dedica a
los menos capaces, los otros se relajan; al interesarse en los más competentes, amplifica la disparidad. Así, está atrapado en una especie de círculo vicioso que compromete y paraliza el sistema.

Rápidamente, el educador opta por una solución insostenible (y que por lo demás no carece de adeptos): reifica la dualidad y preconiza la reagrupación por aptitudes y según el grado de desarrollo (modalidades) con la promesa –para nosotros ilusoria– según la cual los alumnos podrán pasar de una sección3 a otra (tanto del nivel inferior al superior, como a la inversa); para este efecto, se tendrá en cuenta la modificación de los resultados obtenidos a lo largo de la escolaridad. Nada estará definitivamente jugado puesto que se prevén mutaciones. De todas maneras, la experiencia ha mostrado ampliamente que los alumnos no cambian de grupo y que la separación no cesa de elevar a los unos y
rebajar a los otros (el fracaso escolar). Pronto, llegamos incluso a una distinción aún más acentuada: opondrá los que continúan sus estudios y los que están pensando en suspenderlos (primero el ausentismo, luego la indisciplina, antes de abandonar el medio escolar). Entre paréntesis, un filósofo no puede permanecer insensible en presencia de semejante resultado: ¿cómo y por qué “la reunión de los mejores logra mejorar a estos mismos” sin que sea necesario recurrir, para comprender esta
auto-transformación, a motivos como el gusto por la competencia o la rivalidad? De este modo se explica solamente la cosa por la cosa. No podríamos dudar del alcance de este puro “fenómeno de grupo”; la interdependencia, el hecho de que en una clase los alumnos se modelen los unos a los otros, se promuevan así; nadie acepta ser alejado o separado de los otros, tan es verdad que la distancia significa simbólicamente la muerte, la separación, el comienzo de la eliminación. La situación inversa se entiende mejor: la reunión de todos los atrasados (o considerados como tales) siguiendo la pendiente del dejar pasar y de la atonía; allá mismo, ocultando su pretendida insuficiencia gracias a esa fusión de los unos con los otros.

De otro lado, la eficacia (aparente) de esta selección conduce a las familias avisadas, a decisiones o estratagemas hábiles pero que de inmediato condenamos: trabajan en esta segregación, sin decirlo y con la ayuda de medios indirectos y aparentemente neutros; siguiendo sus consejos, sus hijos escogen
–pues es preciso optar, en un momento dado– “lenguas raras o consideradas como áridas” (el griego, el latín, el ruso, el alemán incluso), aquellas que precisamente no escogen los más desfavorecidos o los menos dotados; estos últimos, más preocupados por la utilidad (la instrumentalidad, el número también) se orientan hacia el inglés. De esta manera, el sistema escolar fabrica o admite en él una nueva forma de dualidad, y sobre todo se logra el resultado buscado: por un lado los mejores, por el otro los menos buenos. La opción ha hecho posible la no-mezcla. Pero ¿cómo evitar esta repartición, inaceptable puesto que sirve para otro fin distinto al que pretende alcanzar? No podemos entrar en dificultades de intendencia; además, no podría ser cuestión de impedir a cualquiera que escoja (la opción) la lengua que desea estudiar, pero aquí, lo menos que podemos preguntarnos es si no hay complicidad de la administración, quien no debe favorecer esta maniobra; en efecto, las autoridades que organizan no deberían asignar a los profesores considerados como los más experimentados y los más prestigiosos (los mejores ¡para los mejores!), a los del grupo de la “élite”. Por otra parte, dichas autoridades tampoco deberían establecer “los horarios de los unos y de los otros” a partir de esta  orientación puntual (la lengua extranjera). 

En suma, ¡que los unos sólo se separen de los otros en el momento del aprendizaje de tal o cual lengua (pero no más)! ¡Es importante evitar el semi-gueto, o más bien el doble gueto! Pero las modalidades de lenta eliminación o de relegación se explican porque, desde un principio, el sistema escolar está convencido de la desigualdad de los que entran (desarrollos intelectuales discordantes). Es de anotar que reconocemos una parte de verdad en esta disparidad. La mayor parte de los teóricos –entre los que se oponen a la discriminación y a las falsas jerarquías– comenten el error (a juicio nuestro) de considerar las pruebas que sostienen la heterogeneidad (el Cociente Intelectual especialmente) como fraudulentas y mentirosas, mientras que, grosso modo, nosotros las validamos. Aunque con las mejores intenciones, estos adversarios de una escuela, que reproduce demasiado las diferencias sociales, libran entonces un combate perdido por adelantado; en efecto, suprimir un problema cuestionando los resultados sobre los cuales se apoya, no es resolverlo, si precisamente los resultados en cuestión no carecen de solidez. En verdad –y es acá donde la crítica debe introducirse, e incluso profundizarse– estas pruebas de diferenciación solo evalúan un estado (en el instante mismo en que funcionan) y no nos dicen nada sobre las causas que lo han producido; solo juzgan un “efecto” que toman necesariamente por un “hecho”, considerado en sí mismo como natural e inmutable (la naturalidad), sintener en cuenta que es el resultado de factores ampliamente conocidos. A fin de cuentas, lo que ha sido producido puede –por definición– ser destruido, a pesar de los obstáculos que ya hemos mencionado (un estado demasiado endurecido puede entrabar la dialéctica de las nuevas adquisiciones).

Restablezcamos el conjunto, no separemos el presente y el pasado; veamos cómo, en las clases pobres y vulnerables, no se está preparado para la escolaridad (aunque la inteligencia exista en el pueblo); los niños inician así su existencia con una pesada rémora. Ante todo, estos desfavorecidos usan un
vocabulario muy restringido; se ha llegado hasta calcular el número de palabras que utilizan (el vocabulario llamado de base); para constatarlo basta grabar las conversaciones durante un período suficientemente largo. Además, los niños de estos estratos, llamados populares, no están entrenados en observar, discernir y juzgar, mientras que (en el punto opuesto) los hijos de la burguesía han sido
criados con la preocupación por economizar, contar y administrar. Las virtudes de ahorro caracterizan a los más ricos (aunque sean capaces de dilapidación o de frenesí en el gasto, no es más que para disimular su sentido del ahorro y de la acumulación). Por lo demás, nos preguntamos, casualmente, si estos ricos lo son porque economizan hace tiempo, o bien ¿economizan porque son ricos y aun siéndolo? Nos inclinamos por esta última hipótesis y no por la primera. Se puede sostener (lo que anula el problema y simplifica todo) que los ricos comenzaron por ahorrar y que luego, después de una vida de acumulación y a pesar de ella, han continuado amasando, ampliando así su tesoro. No obstante, pensamos que este atesoramiento remite a motivos más profundos y no equivale a un desvío de un movimiento inicial de adquisición; corresponde más bien a la voluntad de ahondar las distancias entre los que poseen y los otros; su razón de ser consiste en asegurar la desigualdad.

Respecto a lo que acabamos de afirmar, un psicólogo ha emitido ideas que corroboran este hecho, a saber: la diferencia o la distancia entre los niños de la misma generación comienza a dibujarse y afirmarse antes de su nacimiento; por ello, se la podrá considerar como hereditaria, aunque en realidad se inscribe en la órbita de lo histórico o de lo social. En efecto, en las clases superiores, la madre se prepara por adelantado durante mucho tiempo para la llegada del niño (el futuro heredero); no duda en hablarle, en cantar su felicidad o en asegurarle su presencia; la voz filtrada llega al feto a través del líquido amniótico que lo baña; ella lo acuna, lo abre ya al intercambio. El nacimiento del hijo o de la hija es pues esperado y festejado antes de tiempo; en casa de los más pobres tales efusiones no tienen lugar; la llegada del niño aumenta las cargas; es vista como una maldición. Posteriormente, se  agrandará aún más la distancia pudiendo llegar hasta el extremo. Asimismo, cuando el uno será siempre el mejor, el otro estará apresado en sus torpezas y dificultades (falto de la animación o por el
simple hecho de que su entorno no le pone cuidado a sus primeros pasos o a sus modestas realizaciones).

No criticamos las pruebas de diferenciación, ni descuidamos lo que ellas nos revelan, pero rehusamos la interpretación así como el uso que de ellas se hace (la consolidación de una especie de naturalismo psicológico). Ocurre a veces también que estas pruebas (despreciadas) levantan una punta del velo
y perturban; pero también es verdad entonces que su aporte generalmente es silenciado. Tenemos que recordar aquí que en Francia –un país en el que a menudo la tecnocracia da el tono– se ha querido fijar, contrastar y cuantificar “las capacidades mentales”, el nivel intelectual del conjunto de la población (todas las clases confundidas). ¿Quién podía encargarse de semejante operación de masas, sin que nadie pueda sustraerse a esta especie de “medición”? El ejército, aunque sólo reclute la mitad del conjunto de los habitantes (los hombres, no las mujeres) ha sido investido de esta misión, puesto que ha sido dotado de un importante servicio de psicología-psiquiatría. Los expertos debían poner
de relieve la no-correspondencia entre las capacidades cognitivas y el estatus profesional o social de los “reclutados”, en el sentido de que un bachiller, por ejemplo, no obtenía un mejor resultado que otro que sólo ha tenido, durante muy poco tiempo una mediocre escolaridad (el famoso certificado de estudios)4, lo 4 En Francia, se puede obtener este certificado, equivalente al diploma de bachillerato, sin haberlo cursado formalmente, mediante prueba libre, abierta a todos los ciudadanos (N. de T.).
El fracaso de la escuela que constituye la crítica más ácida que se pueda dirigir al sistema educativo, el cual, en estas condiciones, se limita a retomar las diferencias o los dispositivos sociales (estamos lejos de la igualdad o de la mezcla deseadas). Otro caso es el de dos sujetos no diplomados que se distinguieron al batir todos los records en el momento de sus pruebas psicológicas: el Ejército los desmovilizó inmediatamente y se los confió a la Escuela normal de la región que debía garantizarles
“su formación escolar acelerada”. Aprobaron sus estudios y hasta fueron sobresalientes; uno de ellos llegaría incluso a obtener posteriormente una cátedra de enseñanza superior en la Universidad. Tendríamos en cuenta entonces los resultados de las pruebas cuando van en el sentido de lo que deseamos y las ignoraríamos cuando molesten nuestros presupuestos. Lo que acabamos de evocar tiende a persuadirnos de su “poder indicador para descubrir un nivel estructural”, incluso si  relativizamos sus “cifras”.

La idea que combatimos es la de una inteligencia global concedida a unos y negada a otros. Lo cual, además, ha sido denunciado por Descartes desde la primera línea del Discurso del método. Y de cierta manera, Platón –aunque teórico de las desnivelaciones, colocando en lo alto a los pensadores y en lo
más bajo de la escala a los trabajadores manuales y a los metecos– suscribió parcialmente esta misma tesis puesto que en su diálogo el Menón, el esclavo, si se lo conduce hábilmente, reencuentra en él las verdades primeras. Pero indiscutiblemente, la palma corresponde a Descartes: “El buen sentido
es lo que mejor repartido está entre todo el mundo, pues cada cual piensa que posee tan buena provisión de él, y aun los más inconformes respecto a cualquier otra cosa, no suelen apetecer más del que ya tienen. En lo cual no es verosímil que todos se engañen, sino que más bien esto demuestra que la facultad de juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo que llamamos
buen sentido o razón, es naturalmente igual en todos los hombres” (Discurso del método5). Descartes insistirá: esta inteligencia, presente en todos, no podría fragmentarse o dividirse, o variar de lo más a lo menos (la ley del todo o nada se le aplica).

La tesis contraria, la de la desigualdad, a menudo se sostiene: no solamente nos parece indefendible sino sobre todo que ella induce comportamientos miserables, en el sentido en que esta idea (falsa) logra una especie de autoconfirmación engañosa (pero irrecusable). Quedamos cogidos en una trampa:
lo “falso” se impone como lo verdadero (un falso verdadero o un verdadero falso). En efecto, el que admita estas diferencias intelectuales que llegan hasta lo insuperable (el retraso, lo deficitario) no deja de participar en ese retardo, e incluso de intensificarlo, a tal punto la creencia induce el resultado.

¿Qué nos enseña una psicología de la educación menos conformista, sino lo que Alain ya había previsto y que Henri Péquignot retomó y subrayó? “Es casi imposible instruir sin suponer toda la inteligencia posible en un chiquillo” (Alain, 1970, p. 874)6. O también: “Cuando un niño se resiste a las demostraciones de Tales, es necesario concluir que el maestro va muy rápido […] Sin embargo,
demasiado a menudo se procede como si se tratara de escoger a los que se va a instruir. Loco método. Si es preciso escoger, yo escojo los espíritus más rebeldes; los otros no tienen necesidad de mí” (Alain, 1970, p. 444)7. El opositor a tales anotaciones, orgulloso de su experiencia que las desmiente,
verá aquí bellas palabras; continuará aferrado a lo que los hechos o la observación le han enseñado. Pero existen experimentos a gran escala que contradicen su juicio, en el sentido en que una apreciación, previa a los ejercicios, fabricada artificialmente, comunicada al maestro, puede tener éxito. Y lo inverso también funciona, como es debido. Recordemos el montaje de Charles
Flowers (1966): comienza por escoger dos ciudades alejadas la una de la otra (la dispersión geográfica) y en cada una de ellas dos grupos de un mismo nivel, que correspondería al de un “grado séptimo” en nuestro propio sistema. 

Uno de estos dos grupos, conformado, como los otros, en las zonas pobres de su ciudad, será etiquetado por los oficiales como “mejor”, mientras que sobre el otro, pesarán anotaciones restrictivas. Se acaba de crear por completo una diferencia dentro de lo mismo. Los psicopedagogos no han dudado pues en aplicar al aprendizaje las técnicas que los farmacólogos y los teóricos del medicamento (por ejemplo, Philippe Pignarre) han puesto en funcionamiento con el fin de evaluar el papel que les corresponde a los factores sociales e imaginarios en la curación (el placebo).

Así, se sabe que un remedio ficticio, que imita uno real, puede incluso ¡superar en eficacia la sustancia considerada como la única activa! Precisamente, al final del año escolar, nos dedicamos a apreciar las aptitudes, o más bien los resultados, de los alumnos; se llegará hasta recurrir al Cociente Intelectual; el grupo arbitrariamente sobreestimado le ganará claramente al que había sido considerado  (equivocadamente) como inferior, llevando a cabo así l a p rofecía. C omo u na g olondrina n o h ace v erano, o tros e xperimentos fueron realizados, especialmente en San Francisco, allí donde se encuentran niños provenientes de estratos deprimidos (falta de confianza en ellos mismos, insuficiencia notoria del lenguaje, etc.); esos escolares desfavorecidos, que no entran verdaderamente en la competencia, indisponen a los maestros y caen rápidamente en la apatía. “Es especialmente en la escuela donde se desarrolla la actitud más fuertemente negativa con respecto a la instrucción”  (Rosenthal, 6 Texto escrito el 7 de noviembre de 1931. 7 Texto escrito el 19 de noviembre de 1921.
1971, p. 87). Pese a que algunos programas motivadores hayan podido ocultar lo esencial de este rechazo (que perdió su falsa naturalidad, su pretendido innatismo), el educador, sin saberlo, lo ha inspirado y lo ha mantenido. Estos resultados parecen cada vez menos dudosos, toda vez que la psicopatología nos ha revelado la importancia como la oblicuidad, e incluso la malignidad, de las interrelaciones humanas (los canales invisibles) que nos determinan. Ya nos hemos detenido en el caso de ese “falso verdadero enfermo” que sólo gozaba de una buena salud cuando su mujer caía en crisis que implicaban su hospitalización; cuando ella se restablecía y regresaba al hogar, él soportaba mal ese cambio. Transfería su propia patología y al mismo tiempo se eximía de ella. El psiquiatra llegó pronto a la conclusión según la cual, el enfermo (el verdadero) no era el que se suponía; simplemente, el más frágil cedió a una fuerza destructora que se comunica de manera imperceptible; ignoramos la mayor parte del tiempo esas sordas energías que influyen sobre nosotros; por consiguiente, pensamos
que el “maestro”, a causa de su autoridad y de la importancia de sus actitudes, decidirá la suerte de sus alumnos. En sentido inverso, reprimendas y dudas sobre ellos, arriesgan con encasillarlos en la desvalorización. Por esto, con el fin de no sostener una especie de nihilismo pedagógico, y para que el profesor no se preste a la astucia eliminadora que atraviesa los grupos, lo ponemos en guardia frente a los presupuestos. Que evite a todo precio una instrucción de dos velocidades (la plaga del sistema), la una para la élite, la otra para los que ya van cayendo en una especie de relegación.

Pero, con la perspectiva que abrimos ¿no será preciso temer “el mejor de los mundos posibles” (el título paródico de A. Huxley), es decir, un universo poblado de sujetos todos dotados y super-activos? ¿No van todos a reivindicar funciones de comando y de concepción (ya no de ejecución)? Se trata de una anotación caricaturesca. No obstante, creemos que desde ya la sociedad moderna tiende a disminuir la población obrera y que vamos hacia un crecimiento de las clases “medias”; ahora bien, para estas últimas ¿no es necesario admitir una intelectualización de las tareas? Asimismo, ¿el número de los artesanos no debería disminuirse? pero, para llevar a cabo las transformaciones materiales –la
madera, la piedra, el metal, el plástico, los aceites y los barnices, los colorantes, etc.– ¿no se requieren variados conocimientos? Además, los oficios no dejan de evolucionar. Por ello el artesano está al lado del ingeniero, y a veces lo reemplaza. Las distancias se acortan. Creemos pues observar la elevación de los niveles de competencia y, por tanto, la obligación de un aprendizaje. Seguramente
todos los escolares no entrarán en las Escuelas más prestigiosas (Politécnico, por ejemplo); por lo demás, creemos que no siempre son los mejores los que allí tienen éxito, a tal punto las determinaciones socio-culturales pesan sobre las orientaciones y los resultados.

En suma, la escuela, la institución privilegiada –aquella de la que dependen las otras y que debería mejorarlas a todas– está acosada por una grave contradicción que la socava: arriesga con estar trabajando por un objetivo que condena. En realidad es difícil apercibir esto, a tal punto la escuela mezcla en ella “lo verdadero” y “lo falso”; efectivamente, tal como lo hemos demostrado, los niños parecen llegar a la escolaridad con una desigualdad cognitiva (casi hereditaria), lo que limita e incluso anula, el poder de la educación o de la formación. Además, este “error” está reforzado por el que sigue, a saber: que los unos salen adelante cuando los otros deber tomar, con bastante rapidez, caminos
profesionales cortos que los desclasan. A fin de cuentas, esta escuela que debía librarnos de la injusticia, y sobre todo de la desigualdad, en razón de los presupuestos (y sobre todo de lo que los
valida), agrava y consolida las distancias contra las cuales ella prometía luchar. ¿Cómo restablecer el diseño fundamental de esta escuela (la repartición del saber, el acceso de todos al conocimiento) o cómo impedir su disfuncionamiento? ¿Qué solución vamos a preconizar?
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Hay dos caminos, por demás opuestos el uno al otro, que no tomaremos; comencemos por el que un texto fascinante ha trazado, el Emilio o sobre la educación. Jean-Jacques Rousseau expone en él el sistema emancipador que reserva a su discípulo. Este pertenece a una clase acomodada y por ello, un preceptor se va a encargar de su instrucción; lo acompañará en todos sus ejercicios. ¿Cómo no sentirse molesto por el aislamiento en el cual Rousseau mantiene a su alumno? En efecto, se lo priva de todo lazo social con sus semejantes, quienes lo echarían a perder; no podría frecuentar o encontrar a los tunantes de su edad. Recordemos precisamente que la escuela debe ser definida como el lugar donde,
por primera y por última vez, se reúnen individuos de la misma edad; por todas partes fuera de ella, reinan las jerarquías y los desniveles. Otra limitación: Emilio estará encerrado en la sola esfera de lo sensible y de lo inmediato; allí se le confina; no debe recibir nada que venga de afuera (libros, explicaciones, lecciones, teorías, todo un fárrago que lo contaminaría); se le reserva solamente lo que él, por sí mismo, pueda experimentar o adquirir; de ahí, estas conocidas chanzas: “Hay más errores en la academia de ciencias que en todo un pueblo de Hurones” (Rousseau, 1981, p. 267); o también: “El hierro debe ser a sus ojos mucho más apreciable que el oro, y el vidrio más que el diamante; del mismo modo estima mucho más a un zapatero, a un albañil que a todos los diamantistas de Europa; un pastelero es particularmente a sus ojos un hombre muy importante y daría toda la academia de ciencias por el menor confitero” (Rousseau, 1981, 240). ¿Por qué esta diatriba contra el saber y lo que lo vehicula o lo representa? En este sistema, Emilio es educado en la más completa “anti-sociedad” (la asocialidad); debe renunciar por completo a nuestro mundo falseado. Emilio se parecerá tanto a Robinson en su isla, que Juan Jacobo no tolerará para él sino una obra: “Puesto que absolutamente necesitamos de los libros, uno hay que para mi gusto es el tratado más feliz de educación natural.
Este será el primer libro que lea mi Emilio; él sólo compondrá por mucho tiempo toda su biblioteca, y siempre ocupará en ella un lugar distinguido […] ¿Pues qué maravilloso libro es ese? ¿Es Aristóteles, es Plinio? ¿Es Buffon? -No, es Robinson Crousoe” (Rousseau, 1981, pp. 235-236). El hombre como se sabe, nace bueno, pero es corrompido. Importa por tanto, desprenderse de todo lo que ha sido edificado u organizado; es necesario renacer (por la escuela nueva), regresar al estado adánico.

Por esto es que la tarea del preceptor se anuncia delicada; se cuidará de no intervenir; ayudará solamente, por medios indirectos, a su alumno para que descubra por sí mismo; a lo sumo sugerirá. “Si Emilio os hace preguntas, contestad lo suficiente para entretener su curiosidad, no para dejarla satisfecha; pero, cuando veáis que en vez de proponeros cuestiones para instruirse se echa a divagar y a incomodaros con preguntas necias, callaos al punto, seguro de que entonces no se trata de su inquietud, sino de sujetaros a sus interrogatorios” (Rousseau, 1981, p. 215). A veces, es verdad que el preceptor va un poco más lejos; tiene una piedra que suelta, pensando así conducir a Emilio hacia la
siguiente pregunta: ¿por qué cae? ¿Y por qué otros cuerpos, por el contrario, se elevan? Siempre, a pesar de esta rara intervención, el maestro permanece ausente, un paso atrás; se limita a intensificar los problemas que su alumno ha percibido por sí mismo; solamente lo empuja a pensar. Otro encierro (anarquizante): el preceptor no deja desviar a su alumno hacia discusiones ociosas y vanas; lo orienta hacia “la materialidad” y lo impulsa hacia la escogencia de un oficio, porque sólo cuenta “lo que es útil” (¿para qué sirve esto? se vuelve el problema más importante). Sabemos muy bien que Emilio ha
sido inmunizado contra las palabras y los signos; sólo conoce “las cosas” y la eficacia. Por  consiguiente, escogerá dedicarse a la profesión de carpintero. Un tal aprendizaje le permitirá escapar a las sacudidas políticas, ya que Emilio, con el trabajo de la madera, no dependerá de nadie; en efecto, en caso de insurrección, partirá, se llevará consigo su habilidad técnica, mientras que el campesino, por ejemplo, no puede abandonar una tierra que lo ata. El carpintero sólo maneja una sustancia no repugnante (la madera) que sale directamente del bosque (la naturaleza); sólo usa herramientas livianas; su labor supone también movimientos corporales variados; no lo lleva a la fortuna, lo que lo echaría a perder. Limitémonos a estos tres principios fundadores y educativos: el alejamiento
de Emilio de todo contacto con sus semejantes; su rechazo a todo lo que pudiera venir de fuera o más allá de él mismo (doctrinas y sobre todo instrumentos que vendrían a complicarlo todo y a sutilizar); finalmente, la entrada en un oficio independiente, que nos evita la presencia de compañeros o de asociados (la manufactura).

De esta manera Rousseau –al que algunos continúan poniendo en el pináculo– sólo concibió una escuela, cerrada sobre sí misma, reactiva, atrincherada en su oposición al mundo contemporáneo; en muchas ocasiones se insiste en ello: que Emilio está solo y sólo cuenta con él; conoce lo esencial de las relaciones del hombre con las cosas (los movimientos, los manejos) pero ignora las relaciones
de los hombres entre sí (los lazos jurídicos, las recomendaciones morales, la instrucción cívica). Y es bastante claro que un programa semejante contiene en sí mismo su condena, a tal punto reposa sobre las restricciones (vengadoras), el rechazo, el amurallamiento. En la obra de Alain –Charlas sobre educación–, el libro de otro filósofo preocupado por la escuela y por su renovación, leemos anotaciones sugestivas y hasta inolvidables, las cuales ya hemos examinando anteriormente.

Por ejemplo: “Si el niño no entiende lo que es más sencillo ¿qué comprenderá alguna vez? Evidentemente, lo más fácil es atenerse a ese juicio sumario que aún se escucha demasiado «este muchacho no es inteligente». Pero esto no está permitido de ninguna manera. Muy por el contrario, es la mayor equivocación…” (Alain, 1933, p. 79). No solamente Alain supo denunciar el error más difundido y el más anclado, sino que sembró todo su texto de observaciones que lo estigmatizan.
“Hace mucho tiempo que estoy cansado de escuchar que el uno es inteligente y el otro no. Estoy espantado, como de la peor estupidez, por esta ligereza en juzgar los espíritus. ¿Cuál será el hombre, por mediocre que se lo juzgue, que no se adueñe de la geometría, si va en orden y si no se desanima?”
(Alain, 1933, pp. 92-93) 

A menudo el docente –Alain lo insinúa– provoca el desánimo, complica sus lecciones y se dedica incluso, a separar a los más avanzados de los más lentos. Él triunfa; la aberración se impone (queremos decir: la dominación por el saber); y el maestro acusa al discípulo entonces de que él mismo ha fabricado el drama. Consideramos a Alain como “el simétrico inverso” de Rousseau; mientras que este último predica la espontaneidad, y sobre todo la naturalidad, al lado opuesto, Alain inventa una pedagogía rigorista. Ya en cuestiones menos generales, no cesa de multiplicar desarrollos antirousseaunianos. Nos atendremos a tres de ellos, destinados a mostrar la distancia entre estos pensadores, preocupados por la reforma pedagógica. En primer lugar, Alain se cuida bien de destinarle a la escuela algún aprendizaje; no es porque el uno suceda al otro que el primero debe servir al segundo. 

“El aprendizaje es lo opuesto de la enseñanza […] Lo que el aprendiz aprende es, sobre todo, que él nunca debe intentar estar por encima de lo que sabe, sino más bien siempre por debajo […] El aprendiz aprende sobre todo a no pensar. Aquí se muestra una técnica que es un pensamiento sin palabras, un pensamiento de las manos y de la herramienta” (Alain, 1933, pp. 112-113). Una prueba, entre otras, a favor del alejamiento entre esta escuela y el taller. En el trabajo nada se debe romper ni despilfarrar ni deteriorar; mientras que el maestro en clase se burla del papel echado a perder o del lápiz dañado. El aprendiz, tal como lo ve Alain, es el prisionero de maniobras previamente establecidas, en una ejecución “sierva” o en un manejo que tiende hacia la automaticidad. Por el contrario, el alumno goza de una cierta independencia; las falsas adiciones, repite Alain, no arruinan a nadie. No mezclemos estos dos universos que obedecen a lógicas diferentes: la escuela abre a la vida conceptual así como a una actitud crítica, mientras que el taller sólo conoce el resultado y la eficacia.
Una segunda divergencia entre los dos filósofos: Alain alababa el libro como ninguno otro, a tal punto que no duda en consagrar la escuela entera a la “lectura”, la piedra del edificio; primero será oral; el niño comienza por deletrear las letras, luego farfulla y lee torpemente; deberá llegar a la lectura de corrido, aunque insípida; se ejercitará luego en lo “bien articulada”; pero todo debe acabar en la rápida, con la ayuda de los ojos que solamente barran pronto el texto, ya no por la voz y los oídos (las largas orejas del bonete de asno significan el retardo, y según Alain, es preciso tomar al pie de la letra el sentido de este castigo).

Mientras que Jean-Jacques aleja a su alumno de las letras y de las palabras, colocándolo en presencia de lo real: los vegetales, los árboles, los productos artesanales, el Cielo mismo, Alain busca encerrar los niños en el salón de clase, donde todos deben leer y releer. Sólo permite este ejercicio; lo defiende con argumentos acalorados: “Si fuera director de la Enseñanza primaria, me propondría como único objetivo enseñar a leer a todos los franceses. Digamos también que a escribir y a contar, pero esto viene por añadidura; he conocido gente que no sabía leer y que contaba muy bien. La verdadera dificultad es aprender a leer. En cuanto a las lecciones de física, de química, de historia o de moral, las considero como completamente ridículas si no le permiten ante todo al estudiante leer la física, la química, la historia y la moral. Digo leer con los ojos […] Escuchar, recitar, e incluso leer en voz alta, es una disciplina de espíritu aún bárbara, perfectamente representada por la misa y el sermón” (Alain, 1933, pp. 168-169).

En tercer lugar, otro motivo de separación entre estos dos tipos de pedagogía: Alain condena severamente la práctica ordinaria del maestro de escuela quien multiplica las “mostraciones” o las pseudo-demostraciones, las de la experiencia sensible o pretendidamente directa. El sistema escolar se convierte pronto en escénico o en espectacular, lo cual place al alumno. Pero ¿para qué ir a la carnicería a comprar allí un “corazón” susceptible de explicar (o más bien: de tratar de visualizar) las contracciones y el funcionamiento cardíaco? ¡Opongámonos a lo que distrae y divierte al alumno! Todo en este lugar ¡arriesga con favorecer la dispersión en lugar de la reflexión!

Allí mismo, se ha imaginado un sistema particularmente pernicioso, el más dispersador de la energía o de la enseñanza: cuando varios grupos–seis o siete– se reúnen en un mismo conjunto arquitectónico y se decide confiar a cada uno de los maestros de estos grupos la responsabilidad de una asignatura, aquella en la cual se considera más competente (sin duda, la división del trabajo); el dibujo a uno, la gramática o la historia al otro, etc. De ese modo, vamos derecho a la catástrofe, en razón de esta multiplicidad o de una real diseminación; por el contrario, según Alain, conviene concentrarlo todo, unificarlo y restringirlo. 

No conservemos sino lo esencial. “Mantener el orden en un grupo de cuarenta alumnos con los que uno se encuentra dos veces por día, cuando se es el único maestro, la labor de maestro es posible. Garantizar el orden en seis grupos, cuando sólo se aparece una vez por semana para enseñar allí una cierta cosa, es un oficio imposible. Los profesores de liceo lo saben bien; solamente que no lo  confiesan con agrado” (Alain, 1933, p. 165). Alain no se contentó con acumular las divergencias de su proyecto con relación al del Emilio, del cual se distancia diametralmente, sino que, además, desarrollará los principios de una escolaridad desprovista de toda huella de sensorialidad, así como de todo ornamento y de toda imagen, encerrada en su severidad, donde debe reinar una disciplina sin concesiones, la inflexibilidad y lo difícil, porque nadie se ha formado o instruido divirtiéndose.
Alain le va a prohibir al maestro que dé cursos; no que se eclipse a la manera del preceptor  rousseauniano, sino que se limite a distribuir “tareas” (“los deberes”) y a vigilar su realización. Escuchando no se aprende nada, y tampoco se retiene nada. Ya lo hemos dicho: lo único que importa es conducir el alumno a la lectura. El joven maestro se pierde desde su comienzo; prepara sabias
explicaciones que caen en el vacío. En un nivel ligeramente superior, para los mayores, Alain afina su estrategia: continúa centrándolo todo en “la lectura” pero a partir de ahí obliga al discípulo a
entrar en las obras de Fenelon, de Vigny, de Flaubert. “¿Es esto demasiado difícil para el niño? 

¡Evidentemente! espero que así lo sea”. Para Alain, intransigente, el individuo no se forma sino en el sufrimiento; añade, a guisa de contraprueba: “¿Qué decir de esas superficiales revistas semanales, adornadas de imágenes, donde todas las artes y todas las ciencias atraen la mirada de los más distraídos? Viajes, radium, aeroplanos, política, ciencia económica, medicina, biología, se recoge de todo; y los autores les han quitado todas las espinas. Ese flaco placer aburre; hace desagradables las cosas del espíritu” (Alain, 1933, p. 23).

Finalmente, en esta escuela, lugar de culto interior, se alejará sistemáticamente de todo lo que tenga que ver con la actualidad; es menester regresar sin tregua a lo único fundamental: leer, es decir, “copiar y recopiar”. Ante todo ¿por qué exponer o recordar lo que no adoptaremos? A este respecto,
los textos de Rousseau y los de Alain, abundan en análisis y anotaciones tan precisas como  revolucionarias. Ello no implica que tomemos el camino trazado por Alain, con un vigor sin igual; la escuela que él funda nos parece que intensifica demasiado el sistema social. ¿ Qué recomienda él? La sensibilidad a l as letras, l a c ultura a ntigua, llegando incluso a desacreditar a los que no practican el griego o el latín, las únicas lenguas de la reflexión, cuando escribe: “Quise el griego por encima de todo […] Ahora me inclino a pensar que el latín es quizá mejor aún para el espíritu […] La versión inglesa o alemana de ninguna manera reemplaza la versión latina” (Alain, 1933, pp. 286 y 271). ¿No se hace todo lo posible para alejar a los que permanecen inmersos en lo actual, lo fácil, y sin duda en el placer? 

Con observaciones siempre vivas, a menudo juiciosas, radicales también, Alain consolida la máquina escolar, la que fabrica al mismo tiempo las desigualdades más flagrantes. Va en contra de lo que preconizaremos: moderar a los fuertes y fortificar a los débiles. En suma, Rousseau pedía demasiado poco; predicaba la regresión hacia lo primitivo, una especie de retroceso, la entrada en la rusticidad, una forma de Robinsonada; pero Alain pide demasiado, a pesar de su programa reducido a lo esencial: la violencia del ascetismo. Si hemos ganado escuchándolos, vamos ahora a distanciarnos de sus proyectos y de sus reformas. 
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Predicando en el desierto, cayendo sin duda en la utopía, no dudamos en embarcarnos en algunas precisiones que, generalmente, están reservadas a los expertos, encargados de definir los programas así como los métodos educativos; pero no sería útil quedarnos en los principios, que esconden las dificultades y los verdaderos problemas. No ocultamos nuestra concepción de conjunto: la enseñanza actual, como la de antaño, en lugar de encarar la integración (el reparto del saber) no cesa de discriminar. Trabaja por un resultado opuesto a su misión (la contradicción misma). Efectivamente, en tres o cuatro ocasiones, produce la “relegación”: primero, dirige pronto hacia un CAP (certificado de aptitud profesional) a los que juzga poco aptos para continuar; notemos que acá el purista aplaude, porque entonces la escolaridad se demarca de todo lo que implica “el oficio”; luego, el mismo
sistema orienta a los menos motivados hacia un curso corto, “el tecnológico”, con posibilidad de prolongarse en un IUT (Instituto Universitario de Tecnología).

Sigue funcionando la hipocresía igualitaria que acompaña la creación de esas modalidades: los mejores de aquellos que las hayan aprovechado podrán tomar la “vía real” de la que anteriormente fueron rechazados. Finalmente, por las mismas razones, reserva los estudios llamados “literarios” para los que no alcanzan el nivel de la sección juzgada la más “noble”: el bachillerato científico que abre
las puertas a las grandes escuelas, donde sólo entran los más competentes. Es claro que no todos los alumnos logran el éxito escolar de igual manera; de hecho, allí radica la justificación de la selección; pero por otro lado, tal como lo hemos insinuado, legitima sobre todo lo que (en parte) ha sido fabricada por la máquina escolar. No es que discutamos que existan “diferencias de resultados o de desarrollo”; lo que nos proponemos es disminuir su malignidad y, en lo posible, retardar esta  separación. Para lograrlo, quisiéramos obligar al sistema a reintegrar todo aquello de lo cual creyó poder prescindir: en primer lugar, la enseñanza tecnológica (que no consideramos como el equivalente de lo profesional, incluso si, por ciertos aspectos, conduce a éste) ya no dejará de acompañar a lo teórico, e inversamente; el físico o el mecanólogo no podrían ignorar “la ciencia de las máquinas”. 

Alain reclamaba este acoplamiento: “La práctica industrial, por razones de utilidad, oculta profundamente lo que importa. Y cuando se descubran todos los engranajes, lo accesorio ocultará lo esencial. Por esto es sabio estudiar ante todo las palancas, las grúas, y los relojes, en lugar de ir inmediatamente a los electrones” (Alain, 1933, p. 235); así mismo, evitaremos una formación de literatos (“los lentos o pesados”) separados de toda iniciación –incluso mínima– a una disciplina científica de base; igualmente, los que se han comprometido en una carrera de ciencias no serán eximidos de una inmersión en la cultura y no podrán desdeñar las ciencias llamadas humanas.
¿Por qué esta coalescencia de los programas, que el opositor considerará como una mezcolanza? Porque el saber no se segmenta, y porque no podemos aceptar que los unos se beneficien de aquello de lo cual los otros serán privados. La finalidad de la escuela consiste en anular las disparidades sociales, o al menos pre-existentes, al mismo tiempo que entrabar las que podrían aparecer, y más particularmente, las que ella misma secreta. Impidamos que la escuela garantice sólo la emergencia de una élite, procediendo por vía de consecuencia, a la eliminación de los que constituirían los insuficientes o los semi-parias. 

Importa pues llevar lo más lejos posible la “no-diferenciación” e inventar una profunda mixtura disciplinaria: que los unos y los otros reciban la misma enseñanza. La educación física entrará con todo derecho en los cursos completos; llegamos inclusive a reclamar la existencia de una prueba deportiva (tanto la práctica de un juego como una destreza corporal. Dicha prueba pudiendo ser
escogida de una lista relativamente amplia, con el fin de no imponer a todos el mismo ejercicio) para todos los candidatos a un concurso de de méritos, incluidas “las agregaciones”,8 especialmente las de letras y la de filosofía. No dudamos que este tipo de medida, por lo demás difícil de implementar, levante una tempestad de protestas. Pero el propio Platón, al cual se refieren nuestros filósofos ¿no exigía para sus alumnos “música y gimnástica”? ¿No pedía él que al lado de la capacidad  argumentativa existiera un cierto vigor corporal y endurecimiento físico? Es verdad que vamos más lejos: izamos “la destreza atlética” a la altura de las pruebas intelectuales, la cual no constituye un simple preámbulo al resto o un signo de equilibrio, sino una obligación.

¿Quién dudaría de la importancia de un entrenamiento metódico, y por tanto regular y graduado, del dominio de sí y hasta de la esbeltez o de la agilidad? Sin embargo se podría plantear una cuestión menor pero difícil: si el escolar o el estudiante ha escogido “un juego de equipo” o un deporte colectivo, no solamente esta escogencia privilegiada (plausible) estimula la cooperación sino
que con ella se esboza muy a menudo “una técnica hodológica” (la conquista del espacio, el señalamiento de las posiciones móviles, la estrategia de un movimiento que modifica el sentido de los diferentes “lugares”). Pero ¿cómo conceder una nota individual puesto que todos participan en el logro del mismo resultado? No pretendemos evaluar las proezas propias de cada uno, solamente buscamos incorporar una preparación física a los estudios desde su inicio (y a no limitar esta importante disciplina a un simple curso final o secundario). El sistema actual no solamente multiplica sin cesar “las modalidades” o “las opciones” –el principal error, con sus consecuencias destructoras del tejido
social– sino que, por la misma razón, peca por su pretensión de enciclopedismo; ahora bien ¿para qué es buena esta acumulación de superfluidades, puesto que en la enseñanza secundaria se cuenta con un maestro por disciplina y no se excluye que cada uno de ellos exija una masa bastante imponente de adquisiciones? Además, paralelamente a este apego a la profusión y a las complicaciones que de allí se derivan, el docente es llevado a embarcarse en análisis demasiado descentrados, a tal punto que “lo reciente” o lo actual, hace que se asfixie lo fundamental; o también, porque se dedica demasiado a los datos, sin descubrir suficientemente el espíritu que los anima o el método que los ha sacado de la sombra, el enseñante se ve obligado a sobrecargar sus lecciones, fatigar y provocar el rechazo. Le es preciso reducir su campo de examen, huir de la novedad, limitarse a lo “esencial”, ayudar a la inteligencia conceptualizada. Gastón Bachelard –a quien consideramos como el que mejor comprendió la relación “enseñante-enseñado”, habiendo escrito a este respecto las páginas más incisivas, sobre las cuales volveremos– ha llamado la atención sobre los excesos de precisión, el falso saber de la  cantidad que se podría también llamar la cantidad de falso saber (el número o la erudición total, no favorece la comprensión de los problemas): “El exceso de precisión, en el reino de la cantidad, corresponde muy exactamente al exceso de lo pintoresco, en el reino de la cualidad. La precisión
numérica es frecuentemente un motín de cifras, como lo pintoresco es, para hablar como Baudelaire «un motín de detalles». Puede verse en ella uno de los signos más claros de un espíritu no científico en el instante mismo en que ese espíritu pretende la objetividad científica” (Bachelard, 1948, p. 250).
En la arquitectura del curso escolar-universitario, deberemos distinguir cuatro etapas: la primaria, el colegio, luego el liceo, y finalmente, la universidad. Nos preocuparemos principalmente por los dos extremos, que habrá que reconstruir como el resto. Nos dedicaremos –huyendo de las generalidades– a
establecer los programas (primera etapa), luego, la manera cómo convendría enseñarlos (o también: ¿para qué sirve el maestro o el profesor?). Distinguiremos estos dos momentos.

En lo que concierne al contenido de la enseñanza del primer escalón, nadie duda que éste se concentra en tres aprendizajes (la lectura, la escritura, el cálculo), los tres destinados a salvar al niño de la empírea (una empírea de la cual será la víctima si no logra llegar a expulsarla) y a permitirle entrar en lo cultural. ¿Y en qué consiste la lectura, sino en abandonar el significante (el grafema) en provecho de lo fónico (la voz) sin perder nada del significado? Renunciamos a un soporte, pero aprovechamos este cambio o esta traducción para despertar el sentido. Ya que abandonamos un sustrato, en beneficio de otro, nos desprendemos de él; lo concebimos como un medio y captamos mejor la idea.
Igual que el niño aprende sin dificultad que la cantidad de agua contenida en un recipiente pequeño pero ancho no difiere de la de otro recipiente más alto pero más estrecho; se aleja del hecho mismo del continente, pues sabe que el contenido no cambia, a pesar de la forma del receptáculo que lo encierra. Además, para persuadirlo de ello, no se dejará de verter –si es necesario– el uno en el otro. De este modo, aprende a ir más allá de la apariencia centrándose solamente en lo relacional (una cantidad no depende de aquello en lo que está contenida). 

¡Distingamos claramente lo contingente y lo permanente! Con la lectura –otro transvasado– pasamos de un registro portador a otro. Nos desprendemos de los signos. Al mismo tiempo, aprender a leer representa una victoria, porque de ahí en adelante accedemos a un mundo que nos estaba cerrado; lo aprehendemos, lo traducimos al universo de nuestra familiaridad (las palabras), al mismo
tiempo que nos socializamos. La escritura –o el famoso dictado– nace del proceso inverso: el paso de
lo verbal a lo gráfico. Cada quien se imagina las complicaciones, porque las palabras no se escriben como se pronuncian (el “uazó” –que ha sido bastante comentado en francés presenta fonéticamente al “oiseau”). Además, una frase no se limita a una secuencia de términos; es preciso concordarlos; la gramaticalidad cuenta tanto como el simple trabajo icónico. Nos separamos de Alain, porque, a nuestro parecer, esta escritura supera la lectura, tanto en dificultad como en importancia formadora; con ella, debemos abandonar el lenguaje de la cotidianidad, aquel en el cual nacimos y el que hablamos, por un grafismo no isomorfo. Además, mientras que la lectura pone muy fácilmente en juego nuestro cuerpo (la voz, la respiración, los acentos) y lo anima, la escritura implica una motricidad fina y elaborada; hay que respetar la línea y la “margen”, así como formar letras a menudo minúsculas. Finalmente, la voz supone la presencia del otro –un escucha– mientras que la escritura nos parece una operación de pura trascripción anónima, que se limita a conservar el texto y a fijarlo.

Esta fono-traducción está sometida a la contingencia; supone un revoltijo de excepciones y rarezas, que no pueden sino desconcertar al alumno (“persifler” sólo cuenta con una “f”, mientras “siffler” exige dos; “sonore” requiere una “n”, mientras que “sonner” reclama dos). No vamos a realimentar aquí la guerra del ortógrafo, pero se entiende que ésta no hace más que desconcertar, ofuscar 9.

El cálculo está llamado a concluir la liberación que la lectura ha emprendido y que la escritura prolonga; se trata siempre de escapar de la tiranía del dato, pero aquí el alumno llega hasta liberarse de aquello en lo que la información estaba encerrada; a partir de ahí, puede manipular y operar sobre el sustrato; lo modifica sin que pierda nada de lo que contenía. El cálculo ofrece muchas variantes: por ejemplo el 1 = ½ + ½ ó 1 – ½ = ½. Se efectúan desplazamientos, se desimplica, pues 2 = 1 + 1; se reemplaza un igual por otro igual. Previamente no se tocaba el enunciado, nos contentábamos con traducirlo (lo grafo-verbal) mientras que acá se requiere un trabajo de descomposición y de recomposición; a veces incluso se llega hasta transformar una pesada multiplicación en una adición rápida y facilitada: 210 x 210 = 210 + 10 = 220 (logaritmo decimal). Nuestros tres ejercicios de base abren luego la vía a otros más complejos; la lectura nos conduce hacia la recitación declamatoria, la escritura hacia la redacción y el cálculo hacia el problema (con su enunciado, poseemos todos los elementos que permiten la solución; aún se requiere descifrarlos y saberlos transformar).

Si bien el programa de la escuela primaria no se discute, por el contrario, el segundo momento educativo (¿qué método usar? ¿De qué manera enseñar?) plantea un problema. Primero (se trata de una tarea difícil), el maestro está encargado de operar una “conversión” porque hoy la mayor parte de los niños vienen de un mundo opuesto al escolar; de ninguna manera están dispuestos a entrar en él; lo hemos mencionado: dos medios los han condicionado ya, la calle y la televisión. Por consiguiente, bien vale la pena disponer una transición y no imponer de repente normas nuevas o recurrir a la disciplina (sin caer, por el contrario, en la demagogia del maestro-camarada), o de animar a “los mejores” con el fin de castigar mejor a los recalcitrantes, los inadaptados al sistema (los que, bulliciosos y agitados, no se le someten). Esta noción de “mal alumno” o de “último de la clase” comienza ya a desaparecer del vocabulario, así como la notación habitual, puesto que se prefiere –si es absolutamente preciso evaluar– el recurso a letras (A, B, C) que significan la gradación.

Por ejemplo, el maestro debería –en nuestra opinión– dar a leer al comienzo, textos sacados del periódico local, el papel que circula, el cartel publicitario (el que pondera Coca-Cola), el eslogan, el hablar ordinario (llegar hasta pedir a los alumnos que hagan el inventario de las palabras del argot, las que circulan o que se inventan). Le es necesario aceptar este negativo para poderlo minar y desintoxicarse de él, tratando de evitar la desorientación. Se sabe suficientemente que el médico, en otro campo, para lograr suprimir la adicción del drogadicto y permitir su curación, comienza por administrar el veneno (en dosis bajas); así mismo, el tratamiento homeopático (el mal por el mal) da resultados. Al querer asestar únicamente frases académicas, o sólo preconizar lecturas clásicas (las
Fábulas de La Fontaine, por ejemplo), el maestro produce la ruptura que tememos, puesto que sólo pensamos en lo que permite la “repartición del saber” y su transmisión. Ahora bien, los unos pueden admitir y recibir lo que la mayor parte no sabría “incorporar”. Y toda la pedagogía consiste en encontrar un ejercicio que pueda convenirle a todos, sin excepción y que no rompa demasiado
brutalmente con el “medio”.

Los teóricos protestan; ven en esto una peligrosa concesión, la sumisión a lo que es preciso combatir. Nos estaríamos deslizando hacia una escuela libertaria y permisiva. Pero es faltar a la dialéctica no entrar en lo “negativo”, no promoverlo, con el fin de suprimirlo y de retirarle poco a poco sus sortilegios. Ciertamente es difícil jugar a este juego; se corre el riesgo de perderse en el dejar-pasar y
en el desorden o entonces, nos apresuramos a regresar a lo tradicional. Alain ya condenó la estrategia que recomendamos; según él, el alumno querría ante todo que se le eduque; Alain desea que se lea lo más pronto posible a Corneille o a Racine, alejando todo lo que tenga que ver con la facilidad.
Volveremos a escuchar la consabida queja: trabajamos con tales métodos buscando la uniformidad; pero ¿no es mejor esta relativa “unidad” en lugar de la carrera por el éxito que separa a los unos de los otros y somete la escuela a las leyes de la jungla (la competencia)? Por un lado, tendríamos a los “falsos intelectuales”, y por el otro, aquellos a los que no se dejará de El fracaso de la escuela relegar en las clases llamadas “de sostén” (y no se sostiene sino a los cojos) o de transición.

Seguimos apegados a nuestro principio, el cual comanda todo el resto: la escuela está amenazada por la escisión, a la cual, sin embargo, tendía a oponerse (el saber se transmite a todos). Los más  adaptados a nuestro mundo llegan hasta refugiarse en “lo privado” que les ofrece un abrigo y una seguridad; en lo propiamente público, cultivan y asientan su superioridad que exacerba la rivalidad (las meritocracias y las clasificaciones). Por otro lado, los retardados no se limitan simplemente a replegarse sobre sí mismos, introducen la violencia en el sistema donde se encuentran incómodos (las destrucciones, las bromas pesadas, etc.). De este modo, comienza una guerra que la ciudad actual ya conoce y que subsiste entre los barrios “de bien” y los arrabales superpoblados.

Conviene pues hacer todo lo posible por evitar una tal fractura que pone en peligro la función del lugar del saber. Sin duda es este el primer papel del maestro: velar por la solidez de la comunidad escolar, porque en todo momento, hasta en los juegos, el grupo puede fisurarse haciendo pagar las consecuencias a los “sufridos”, acusados de servilismo a causa de su probable éxito en el sistema educativo; pronto también aparecen los “líderes” que aterrorizan a los más débiles. ¿Cómo romper tales discriminaciones?

Ya hemos hablado en otra parte de un medio que debería permitir imponer unidad; consiste en una astucia: el maestro puede pretender que los alumnos van a tener que realizar ejercicios en grupos limitados (equipos de cuatro o cinco). Con el fin de facilitar la repartición, solicita a cada uno que indique los nombres de aquellos con los cuales desearía estar asociado (en tanto que se trata de un
trabajo colectivo). Por ahí mismo, el docente descubre los marginados (los que no han sido escogidos por sus camaradas) así como los preferidos. Mide incluso las distancias y prevé, en función de éstos, la patología del conjunto. Informado de las relaciones afectivas y ocultas, buscará restablecer los lazos entre todos y volver a soldar “el todo”.

Gastón Bachelard –en el que nos inspiramos– preconizaba un medio menos aleatorio, luego de un análisis de la situación particularmente violenta; él también intentaba reanimar la clase y favorecer las interacciones. “En la escuela el ambiente juvenil es más formativo que maduro, los camaradas son
más importantes que los maestros. Los maestros […] imparten conocimientos efímeros y desordenados, marcados con el signo nefasto de la autoridad […] Es un desconocimiento de la instrucción común, instaurar, sin reciprocidad, la relación inflexible de maestro a alumno. He aquí, en nuestra opinión, el principio fundamental de la pedagogía de la actitud objetiva: quien es instruido
debe instruir. Una enseñanza que se recibe sin transmitirla, forma espíritus sin dinamismo, sin autocrítica […] El mejor de la clase recibe, como recompensa, el placer de repetirle al que le sigue, éste al siguiente y así sucesivamente” (Bachelard., 1948, pp. 287-288). La presencia misma del maestro aquí se eclipsa. No se limita pues al triple aprendizaje de base cuya marcha vigila (leer, escribir, contar o calcular), sino que acabamos de pedirle más: instaurar una verdadera socioterapia; en realidad, la escuela es una micro-sociedad que debe liberarnos de la sociedad exterior y desigualadora, aunque tome prestado de esta última (un contra-modelo) sus dispositivos y sus maneras, incluidos los más alienantes, pero con el fin de liberarnos mejor de ellos.

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Todos sabemos que el colegio (la entrada a sexto) no solamente marca un cambio de rumbo en la escolaridad, sino que, al mismo tiempo, constituye también el momento más difícil, y sobre todo, el más decisivo: el porvenir del niño se juega allí, pero el fracaso también lo acecha. Y nosotros sabemos cuál es la razón, la que combatimos desde el comienzo a causa de su nocividad, y que a
partir de ahora, va desarrollar sus efectos. La escuela primaria capacitó en el manejo de las herramientas de base (lo oral-escritural) que giran en torno al lenguaje; pero dos factores limitaban el
peligro: el discípulo sólo tenía un maestro (la unidad), y este alumno permanecía ligado a sus camaradas, a pesar de los posibles clanes que se edificaran; su maestro se las ingeniaba para disminuir su peso; si todos no pertenecían al mismo medio, todos al menos tenían la misma edad, por esto la importancia del tiempo de la recreación y de los juegos colectivos. El colegio introduce otro
tipo de funcionamiento: van a reinar la separación del alumno y del maestro, así como la de los alumnos entre ellos, a causa de la opción entre las lenguas y otras materias opcionales.
En cuanto al fondo de la enseñanza –al intensificar los ejercicios sobre el lenguaje para prolongar lo que ya ha sido emprendido anteriormente (en la primaria)–, este conduce a un formalismo retórico si no es refrenado. Se va a ampliar la brecha entre los que se interesan y los que gruñen. En suma, el alumno individual experimenta la misma evolución o la misma variación que todo el sistema completo. La historia nos muestra que éste comenzó por el trivium (la gramática, la retórica, la dialéctica); el quadrivium (geometría, aritmética, astronomía, música) no llega ni a suplantar el anterior, ni siquiera a imponerse, principalmente en Francia (en Alemania debemos notar otra evolución: Comenius
sustituyó deliberadamente, en el siglo XVII, las palabras por la realidad). En otros términos, la textualidad se impuso sobre las cosas; triunfó más que nunca la habilidad lógica, el arte de expresarse, la preocupación argumentativa, una especie de formalismo verbal.

No es que vayamos a recomendar la disminución o la reducción de las disciplinas literarias; sólo pedimos acoplarlas con las que tienen que ver con la materialidad, con el fin de evitar una bifurcación prematura, favorable ella misma a privilegios sociales. Primera reforma: el profesor –en razón de su probable especialización, la cual ha exceptuado al maestro de primaria– sumerge sin duda a los alumnos en la literatura clásica (como Alain que proponía sin miramientos Corneille y Racine,
Fenelon y Vigny); nos gustaría que se continuara un estudio más modesto, uno que sensibilice a los lenguajes comunes, familiares, incluso argóticos, a los términos nuevos (el habla popular los ha adoptado ya). Persistimos en creer que no es necesario romper demasiado pronto los puentes con el entorno; nos preocupamos por una “conversión” por etapas o suavemente. Esta táctica evoca
la que Gastón Bachelard, mutatis mutandis, había puesto a operar y que llamaba “la psicología de la desicologización”; en caso contrario, al no presentarse esta provisional alianza con lo conocido y lo fácil, el discípulo comienza a abandonar una escuela entregada a la sola alteridad.

Segunda reforma: el reconocimiento de un lenguaje plural no debe impedir una formación paralela e indispensable, de naturaleza tecnológica y manual (la inteligencia fabricante y casi sensorial, en todo caso manipuladora). Queremos aquí que el niño sea puesto en presencia de las materias primas: la piedra, la madera, el hilo, el metal. No solamente las observará y las tocará sino que sobre todo las trabajará. La escuela se ha amurallado a tal punto en su interés por la expresión (escrita, en lo posible), que pronto esta enseñanza se desvía: el contacto con la materialidad y con los medios para dominarla será sustituido por una suerte de grafismo, una concepción libresca o solamente representativa. Nos cuenta un psicoanalista que tenía unas pequeñas pacientes –muy buenas alumnas– que seguían cursos de costura, y lo que hacían ellas era dibujar patrones en modelo reducido (la costura es aun geometría, escritura en un cuaderno, medidas, etc.). No se necesita tampoco regresar a manipulaciones o aprendizajes arcaicos, como el dedicarse a fabricar ojales o presillas propias de vestidos o lencerías del tiempo pasado. Si la escuela no se propone adaptarnos al mundo que nos rodea (aun cuando pretende alejarnos de él, y si tuviera que escoger preferiría abrirnos al que advendrá), no por ello debe cultivar la franca inadaptación, la que conduce al autismo. Más tarde, en el Liceo (a partir de décimo) será necesario sensibilizar el alumno a los instrumentos, a las máquinas, a las operaciones más sutiles, a los dispositivos de la fabricación industrial.

De todas maneras, dos elementos directamente perceptibles son suficientes para condenar el Colegio y su funcionamiento: la simple vista de la maleta que lleva a cuestas un joven escolar, un morral que a duras penas logra echarse a la espalda; y si a esto se añade la pesadez de un horario que va en el mismo sentido. En estas condiciones, la escolaridad no puede sino repugnar; no se está impidiendo lo que tenemos que evitar, la desinserción, el desprendimiento y finalmente el rechazo.

Seguramente las reformas que proponemos (¿la utopía?) suponen inversiones, pues no concebimos un grupo que exceda los veinte estudiante, de lo contrario, se convierte en una “guardería”; además, desearíamos –para los más desfavorecidos– que la escuela pudiera retenerlos durante el mayor tiempo posible, pues nuestro enemigo se llama la calle o el medio, y la escuela es la que puede proponer el antídoto. El tratamiento de un docente (por lo demás bastante mal retribuido) no se compara con lo que exigirá más tarde un gasto médicopsicológico, o incluso una vigilancia policial reforzada; no solamente la escuela debilitada o reducida nos hace perder el porvenir sino que nos obliga también a
imaginar precauciones o medios de defensa contra los que viven al margen de la sociedad y del mercado laboral, doble anomia que suscita la desescolarización. Preocupados por la reforma que deseamos, vamos a aportar una ilustración sobre un ejercicio literario (convendría también para los alumnos que se hayan orientado más hacia la enseñanza técnica) que debería ser aceptado por todos,
al mismo tiempo que elevaría en un grado los estudios anteriores a partir de un vocabulario relajado o familiar: consistiría en una especie de manipulación textual, bastante alejada de la lectura y del comentario de una obra clásica. Se trataría de pedirle al alumno que transforme varios documentos escritos (digamos tres) centrados en el mismo tema; si muchos autores han discutido el mismo tema, debe ser posible fabricar un esquema que pondría de relieve las partes comunes, luego las diferencias que los separan. De la misma manera que hemos aprendido a escribir el funcionamiento de una máquina con la ayuda de un trazado –el diagrama–, así mismo la discusión se convertiría aquí en un
amplio sistema gráfico.

La realización de esta cartografía no deja de tropezar con dificultades a la vez lógicas y espaciales; además de esta playa en la cual los tres textos se reencuentran, es necesario también otras que sólo pertenecen a dos de los protagonistas de ese problema en discusión, no al tercero, e inversamente. Entramos pues en lo complicado, los encabalgamientos y las múltiples interferencias. Seguramente, con este tipo de representación (la repartición temática) no entramos verdaderamente en los textos, en su idea; nos limitamos a visualizar o a trazar las líneas que indican tanto las proximidades como las distancias; nuevamente estamos en presencia de una técnica de traducción, cuya fecundidad conocemos (el texto topografiado); por otra parte, es la razón de ser de este trabajo, el alumno está imantado por el multimedia (la escritura y sus acompañamientos icónicos; sólo le falta lo sonoro a este ejercicio), sorprendido por la correspondencia entre un documento y la inscripción espacial, gracias a lo cual
podría no romper con la escolaridad (y más particularmente con el estudio de las controversias literarias). 

Le concedemos el mismo valor a un trabajo más modesto pero comparable: el que consiste en “comprimir” un texto. El docente puede rebelarse pues, con esta abreviación, se hiere lo argumental y se lo empobrece. Se le quitan las sinuosidades y sus menores matices; se llega hasta borrar lo parasitario o lo que está situado al margen; se pretende “adelgazarlo”, dejándole solamente la piel y
los huesos. El escritor es convertido en un hablantinoso incorregible; el alumno, a menudo irrespetuoso, se va a proponer corregirlo y reescribir. Pero el alumno no se sentirá perdido ni desconcertado por esta “condensación”, especie de manipulación física; se trata para él de traducir su propia lengua en una lengua más directa, exenta de sus precauciones y de su retórica de persuasión; ama lo que va directo al grano, lo lacónico y lo violento. Esta clase de trabajo variará en dificultad según el volumen al cual es necesario de acá en adelante reducir el conjunto que resiste (la reducción al 1/10 o al 1/100). Incluso a veces se pide dar un título a esta página; se debe reducir el texto a su más simple expresión (la hiper-compresión). ¿Destrucción? Sí y no, pues así, se electriza la literatura. Se recupera, mutatis mutandis, el proyecto del periodista que debe comenzar el artículo que publica con una simple frase o una sola palabra-de-choque. 

He aquí nuestras sugerencias para ayudar al Colegio en el que demasiados alumnos fracasan: pedimos que haya una enseñanza manual para todos, preservar la conciencia del grupo, ejercicios que favorezcan lo más posible los acoplamientos (del t ipo d ibujo y t exto). C onviene, paralelamente, reducir el resto, el peso de materias demasiado abundantes. Sólo conservamos un doble entrenamiento: por un lado, el primer polo, el lenguaje (la lengua extranjera, el simbolismo matemático –lengua universal sin duda– sin olvidar nuestra propia lengua); y por el otro, el segundo polo, la materialidad, la efectividad (lo manual, el deporte, el grupo, el juego). Sólo se cultivaría estas áreas; cuando sea posible, se tratará inclusive de fusionarlas, a tal punto buscamos retardar, y hasta impedir, la “bifurcación” que rompe el sistema escolar. 
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No podemos descender demasiado al detalle, en las recomendaciones o en las precisiones relativas a los programas y a la manera de enseñarlos. Debemos permanecer cerca de los principios, limitándonos solamente a lo esencial: impedirle a la escuela que mantenga y amplíe las desigualdades, es decir, lograr expulsar las brechas sociales. Condorcet no pedía otra cosa. Él mismo parte de una especie de contradicción: por un lado, la instrucción que debe dirigirse a todos, rechaza las diferencias, incluso las segregaciones, pero por el otro, observa que el aumento de la inteligencia no deja de aumentar las distancias, puesto que los unos tienen éxito allí donde los otros manifestarán el retardo. “Existirá pues una distinción real […] que establece una separación verdadera entre los que poseen la inteligencia
y aquellos que están privados de ella; lo cual, necesariamente, se convertirá en un instrumento de poder para los unos y no en un medio de felicidad para todos. El deber de la sociedad, relativo a la obligación de extender en los hechos la igualdad de los derechos, consiste pues en procurar a cada hombre la instrucción necesaria” (Condorcet, 1994, p. 64).

Por consiguiente, Condorcet aplicó su ingenio a preconizar medios pedagógicos para que todos pudieran acceder fácilmente al saber (el perfeccionamiento del arte de instruir). “Expondremos cómo –anota Condorcet– con la ayuda de un pequeño número de cuadros, cuyo uso sería fácil de aprender, los hombres que no han podido elevarse por encima de la instrucción más elemental, podrán encontrar fácilmente los conocimientos cuando los necesiten; cómo, en fin, el uso de esos mismos métodos, puede facilitar la instrucción elemental en todos los géneros que la componen, ya sea basándose en un orden sistemático de verdades, o bien, en una sucesión de observaciones o de hechos” (Condorcet,
1980, p. 245). 

En este contexto, relacionado con lo que se nos propone a todos, no podríamos concluir nuestro propio análisis sobre la escuela (el Liceo) sin detenernos en la enseñanza privilegiada –la filosofía– puesto que concierne a todos los grados superiores (décimo y undécimo) sin excepción, incluso si el programa de los unos presenta una reducción (de volumen) con respecto al de las otras modalidades;
más restringido aquí, más desarrollado allá. Ni siquiera los LEP (los Liceos de Enseñanza Profesional) están privados de ella. Y nos alegra la vitalidad de este “tronco común”, a tal punto hemos defendido desde el comienzo la idea de una “pedagogía unitaria”, aquella donde las disciplinas se ofrecen a todos, sin discriminación (el reparto). 

Sabemos que posteriormente algunos van a seguir el camino de la excelencia y alcanzar cimas, mientras que otros deberán tomar una vía aparentemente menos gloriosa; sin embargo, antes de esta bifurcación cuya importancia deseamos atenuar, la enseñanza de la filosofía habrá permitido a todos sumergirse en una especie de “baño cultural” que debería marcar a los unos y a los otros; finalmente, se imponen la unidad, el recurso a la reflexión, la preocupación por una cierta “totalización” de lo que ha sido recibido separadamente, o de lo que ha podido estar privado de fundamento; aprenderemos a “volver a centrarlo” todo. P or ejemplo, e l d ocente n o dudará e n c oncederle p eso a l a  epistemología que debería retener más particularmente a los que se destinan a una orientación científica; en lugar de registrar datos, importa preocuparse por el método que los ha permitido obtener, o también: sustituir los resultados por interrogaciones.

Es así como, no es preciso detenernos en el manual de biología (para citar un caso) que tanto aburre, inundándonos de informaciones (por ejemplo, sobre el funcionamiento de la bomba cardíaca, así como sobre los aparatos que permiten su examen), mientras nosotros preferimos inquietar al alumno y preguntarle: ¿cómo explicar la fisiología de este músculo que se contrae setenta veces en un minuto, sin interrupción? ¿De dónde saca la energía para esta ritmicidad automatizada y sin descanso? ¿Es que un músculo puede cambiar así de forma, endurecerse sin tener reposo? (y si hay reposo, ¿dónde lo aloja?). No existe nada que no deba ser cuestionado; la respuesta al problema será entonces mucho
mejor recordada. Pero para comprender mejor el semi-fracaso de esta última disciplina que es
la filosofía –la cual sabemos se enseña a todos– debemos recordar los orígenes que sin duda continúan pesando sobre ella, así como las lentas transformaciones que ha sufrido (lo que llamaremos “remiendos”), en lugar de las grandes transformaciones que desearíamos.

Esta materia fue primero reconocida y alabada por Rollin, en su Tratado de los estudios (aparecido en 1726); posteriormente giró hacia la educación del gusto, hacia las bellas letras, y especialmente hacia la precisión de las expresiones, sin olvidar el culto de la virtud y el apego a la verdad. Suprimida bajo la Revolución, la filosofía fue restablecida por Napoleón, mientras que la Restauración (hacia 1814) se dedicará a determinar mejor su programa (en ello trabajará un filósofo que será Royer-Collard). Pero le concedemos un amplio sitio a Victor Cousin, filósofo también, más tarde ministro, quien se encargó de reorganizar esta disciplina. Victor Cousin debía comenzar por refutar la objeción, según la
cual los países europeos habían excluido la filosofía de sus cursos de estudio; en realidad, ellos la imponían a todos desde el primer año de Universidad. Consideramos a Victor Cousin como el responsable de una inflexión decisiva en la enseñanza de esta disciplina que alababa; él fija sus objetivos, restringidos sin duda, pero particularmente claros: “La demostración de la libertad humana,
la de un alma espiritual, llamada por consiguiente a otros destinos distintos de la materia, la de la divina Providencia también, y de sus grandes atributos”. Vuelta a suprimir en 1852, esta disciplina regresará de nuevo al pensum escolar bajo el segundo Imperio; pero todas estas idas y venidas en los programas, resultan de una oscilación tan profunda que afecta al espíritu mismo de esta formación descuartizada. Por un lado, ella debe ayudar a pensar y por tanto, a retomar la totalidad de los saberes. Durkheim –fino conocedor de la evolución de las enseñanzas– no oculta su decepción ante una reflexión demasiado separada de las adquisiciones científicas, sin mencionar los problemas sociológicos, deseando para la filosofía un trabajo de síntesis. Por otro lado, algunos se inclinan, por el contrario, hacia una formación autonomizada, gracias a la cual el pensamiento se recuperara a sí
mismo y se auto-afirmara; desconfían de lo que viene del exterior, especialmente de una ciencia considerada como positiva, por no decir próxima de un propósito “reduccionista”. Consideran aun que allí se debe abordar las preguntas fundamentales de la moral, liberada de su horizonte económico y social (descartemos estas preguntas: ¿qué es la propiedad?, que Proudhon colocaba en primer lugar;
o, ¿en qué se ha convertido el trabajo? la cual nos conduce a Marx), en provecho de interrogaciones consideradas más fundamentales, relativas al deber, a la responsabilidad y al error. El viejo corte “Objeto-sujeto” –mucho objetivismo de un lado, pero demasiado subjetivismo del otro– mengua o rompe el estudio filosófico que, en el mejor de los casos, se refugia (así se evita este desgarramiento) en el examen escrupuloso de los textos, o en una historia de la filosofía, una historia por lo demás erudita y sugestiva. La reciente supresión de un “certificado de ciencia” exigido a los candidatos al concurso de la agregación, prueba claramente que se ha impuesto una suerte de humanismo, poco interesado en una metafísica de la naturaleza, y sobre todo resuelto a no concederle ningún lugar a la psicología experimental, ni siquiera a la psicopatología (no obstante, tanto la una como la otra, deberían ser exploradas antes de ser descartadas, o incluso condenadas).

En estas condiciones, la enseñanza filosófica acentúa lo que no hemos cesado de combatir: la referencia a valores indeterminados (por ejemplo, la dignidad de la persona humana, el ejercicio de la libertad, el llamado a la justicia, etc.), la habilidad conceptual, una especie de retórica de segundo grado que se desenraiza y a veces incluso, se encierra en el esoterismo. Es importante, por el
contrario, entrar en discusiones que suponen el conocimiento de la evolución del derecho, las proezas del arte contemporáneo, los avances de la técnica, la doctrina de la religión, los notables cambios que caracterizan a las sociedades contemporáneas, algunos de los resultados de las investigaciones etnográficas; se trata aquí, no de una enseñanza dogmática o de una acumulación de datos,
sino de la sensibilidad a contenidos significativos, teniendo como horizonte la inteligencia de los dramas y de las tensiones que definen nuestro universo. El cogito, al cual se remite, no deja de recordar la fórmula de Montaigne, según la cual más vale una cabeza bien hecha que bien llena, mediante lo cual nos orientamos hacia una especie de nihilismo pedagógico; se nos eximirá de saber
lo que nos ha precedido pues no conviene atiborrarse con lo que está llamado a ser abolido. Más vale sólo cultivar el punto de vista del “sujeto”, en tanto que los fenómenos dependen de él y que él los construye (la pendiente idealista).  En suma, la filosofía de ninguna manera se ha alejado de Víctor Cousin, del que solamente ha rejuvenecido lo  preceptos y precisado las recomendaciones.

Queremos un sistema educativo que no favorezca ni la ruptura ni la inmutabilidad; también conviene al menos aligerar los programas o reorientarlos, más que modificarlos. Hemos pues pedido, en esta perspectiva, el cruzamiento de lo teórico y de lo efectivo (llegamos hasta preconizar la manipulación de las materias primas, el taller, la fabricación elemental, el bricolaje), lo que los griegos reservaban a los metecos. Así mismo, abogamos para que se tenga en cuenta las actividades deportivas; los ejercicios de esta naturaleza, ya sean individuales, ya sean en equipo, conectan al alumno con su cuerpo y con sus pasiones, antídoto de la esquizofrenia cultural y de los excesos de mentalismo.
Finalmente, es necesario lograr poco a poco –después de tan arduos comienzos– la armadura conceptual de los saberes, con la condición de que estos ya no sigan siendo enseñados a través de la erudición sino según una evolución, de cara a la actualidad y sin ocultar el aspecto, siempre problemático, de los resultados. Y si algunos se rehúsan a esta suerte de neo-formación, pensemos en
modalidades paralelas e igualmente valorizadoras. Por otra parte, no se excluye que los mejores prefieran el camino del relojero o el del ebanista, a los cuales Jean-Jacques Rousseau les reconoció una ingeniosidad sin igual. ¿Somos a tal punto heréticos? Sin embargo en Hegel leemos la confirmación de nuestras propuestas programáticas: “Se ha vuelto un prejuicio, no solamente
del estudio filosófico sino también de la pedagogía –y aquí de una manera aún más extendida– que el pensar por sí mismo debería ser desarrollado y ejercido según un sentido tal que, en primer lugar, la materia en este caso no importase, y en segundo lugar, el aprendizaje sería opuesto al pensar por sí mismo; mientras que en realidad, el pensamiento sólo se puede ejercer sobre algo material que
no sea una producción y construcción de la imaginación ni una intuición, sino un pensamiento, y que, luego, un pensamiento no puede ser aprendido de otra manera que siendo él mismo pensado” (Hegel, 1978, p. 151). Proliferan los textos pedagógicos del ilustre filósofo a favor de la inmersión de la Idea en la alteridad, como en la alienación (condición de la auto-realización de esta Idea). Protesta
aun contra la afirmación de que “la posesión de conocimientos determinados y multiformes sería, para la Idea, superflua, por no decir incluso, contraria a ella y por debajo de ella” (Hegel, 1978, p. 149). Así la filosofía hegeliana nos incita a las modificaciones profundas y a la unión de lo que ha sido demasiado disociado.
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La Escuela –esa que anhelamos de todo corazón– no se parece a la que conocemos; ésta, abierta a todos y en la cual cada quien podía iniciarse en la cultura, debió haber restablecido la igualdad social, pero se echó a perder, e inclusive agravó los desequilibrios, favoreciendo finalmente la ascensión de unos y eliminando a los que ya se debatían en los márgenes de nuestras ciudades. La administración descubre la “violencia” (reactiva) en el establecimiento escolar; piensa acabarla multiplicando el número de los “guardianes del orden”. Pero ¿es ésta claramente la solución? No es necesario tratar de “curar los efectos” sino “la causa”; lo que importa sencillamente es recurrir a otros dispositivos
de instrucción. La escuela que reclamamos reposa sobre un trípode: material, corporal, conceptual.
Consideramos que se ha de integrar a los más desfavorecidos con el fin de que pueda cerrarse la distancia (eliminatoria) entre una élite y los que entran difícilmente en el sistema. La instrucción ha sido demasiado sobrecargada, por no decir descarriada; los programas demasiado desfasados y los métodos de enseñanza excesivamente encerrados en un cierto formalismo; separándose de los “contenidos” (lo material y lo efectivo), el maestro corre el riesgo de complacerse en una cierta retórica (vacía), o incluso de caer en la demagogia, en la medida en que, para atraer, se apega a lo moderno con lo cual juega. Más vale aprender el manejo de las herramientas, las destrezas del taller, las primeras leyes de la mecánica. En suma, la pedagogía debe evitar una doble fractura: entre los más aventajados culturalmente hablando y los otros (pesada tarea) y –esta que deriva de la anterior: entre una cientificidad sin interés y un interés sin cientificidad, recordando la divergencia que el propio Hegel condena 10.





1 In Librodot.com, p. 34 (N. del T.).
El fracaso de la escuela
Ciencias Sociales y Educación, Vol. 1, Nº 1, pp. 192-218 • ISSN 2256-5000 • Enero - junio de 2012 • 238 p. Medellín, Colombia 185 ▪

 2 In Librodot.com, p. 60 (N. del T.).
3 Con relación al actual sistema educativo colombiano, las modalidades del bachillerato francés abarcarían
hasta el grado 9º. Las secciones, equivaldrían a las diversas opciones que el sistema educativo francés ofrece
a quienes acceden a los grados décimo, undécimo y al curso preuniversitario (N. de T.).

5 Primera parte. In Librodot.com, pp. 9-10.
6 Texto escrito el 7 de noviembre de 1931.
7 Texto escrito el 19 de noviembre de 1921.

 8 Concurso público para proveer cargos de profesores universitarios (N. de T.).
 
9 Hemos discutido el asunto en un libro anterior, Escritura e iconografía, París: Vrin, 1973. [Traducido por María
Cecilia Gómez B. para el curso de Luis Alfonso Paláu C., “Materiólogos, objetología”. Universidad Nacional
de Colombia. Facultad de Ciencias Humanas & Económicas. Escuela de Estudios Filosóficos y Culturales.
Medellín, Febrero de 2003. Última corrección febrero de 2007].



10 Es difícil desarrollar tesis revolucionarias en este campo, a menos de caer en la utopía. Nos hemos centrado en concepciones limitadas pero realizables. Hemos solicitado “un taller tecnológico” obligatorio para todos (el contacto con la materialidad, y manutenciones más o menos complejas), un gimnasio no menos indispensable (que no sería secundario o al margen del resto), finalmente un saber siempre problematizado, que expulsará la erudición. Importa sobre todo no separar, al comienzo, la instrucción o la formación de lo que es vivido en el medio, lo cual supone que éste sea conocido; es necesario coincidir con este entorno para poderlo superar poco a poco, y con el fin de facilitar el pasaje de una cierta inmersión a otra (cultural). Por ejemplo, un profesor que en séptimo discute las más complejas teorías de la lingüística –en las cuales acaba de ser iniciado en la universidad– define el prototipo del error pedagógico, mientras que más bien le aconsejaríamos que recoja las palabras más vulgares (guardando todas las proporciones), las más familiares –el vocabulario callejero–o incluso estudiar simplemente los eslóganes publicitarios que cubren los muros; lo cual le llevará a investigar las razones de su eficacia. También es importante pedir menos (el alumno se muere si se le exige demasiado); limitarse a lo fundamental. Así mismo, estaríamos inclinados a reservar la historia de Grecia, o de Roma, para el final de la escolaridad, no al comienzo (en sexto); sería suficiente con recordarle los principales acontecimientos de nuestro mundo al joven que empieza el bachillerato.

El fracaso de la escuela
Ciencias Sociales y Educación, Vol. 1, Nº 1, pp. 192-218 • ISSN 2256-5000 • Enero - junio de 2012 • 238 p. Medellín, Colombia 217 ▪
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 tomado de:
Revista de Universidad de Medellín
Ciencias Sociales y Educación, Vol. 1, Nº 1, pp. 192-218 • ISSN 2256-5000 • Enero - junio de 2012 • 238 p. Medellín, Colombia 183 ▪

Traducción de Luis Alfonso Palau Castaño


*
* Capítulo III del libro de François Dagognet, ¿Cómo salvarse de la servidumbre? Justicia, escuela, religión.
París: Sanofi-Synthélabo, 2000. pp. 67-115. ** François Dagognet es filósofo. Consagró una parte importante de su obra a la construcción de una “materiología”.
Recientemente publicó Una nueva moral, que Luis Alfonso Paláu tradujo al castellano (Medellín, marzo
de 2009).

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