La Dureza del Minero

Por Mauricio Castaño H
Historiador
Colombiakrítica

El minero de a pié trabaja duro en su mina de aluvión o socavón. Todo el día está encorvado, es su posición corporal de diario que lo deja medio muerto, agotado al fin de la jornada pero con la esperanza de una mejor suerte para mañana cavar más profundo o un poco más allá. Holla la tierra aquí y allá, se concentra en un punto por donde existan indicios del metal precioso. Se concentra allí, saca un tomín, un real o un castellano, cualquiera sea la cantidad llevada a sus manos, irá sin falta al final de la jornada al comercio para hacerla efectiva en moneda contante y sonante. En sus manos está el producido del día y de su esfuerzo agotador. Lo mucho o poco ganado nunca será lo suficiente para estar bien, para cubrir sus necesidades. A su alrededor se instala un circuito económico para capturar lo producido del minero: comercio de necesidades básicas, suntuarias y de diversión que alivian o compensan en algo tanto esfuerzo, tanta dureza laboral. Todo pueblo minero o cocalero sufre la magia de la inflación, nada es barato, los precios corrientes se multiplican, por lo menos, tres, cuatro o cinco veces el valor real.


Se tiene que donde hay oro, donde hay minería, se crea un circuito de negocios con la finalidad de recoger el dinero circulante. Y gastar viene a bien porque en el momento en que se da la transacción, se produce un efecto emocional de ser amo, señor y dueño, “el que pone el oro pone las reglas,” el cliente, se dice, siempre tiene la razón. La dureza del trabajo se ve compensada por unos cuantos minutos del poder del gasto y mucho mejor si es de goce. La dureza del cuerpo se ablanda con el desfogue del espíritu que libera la carne. El cuerpo reclama libertad: beber, tomar licor desinhibe para lanzarse a la conquista en medio del coqueteo con la meretriz del gusto.

El placer es corto y la dureza está de regreso. Sin pan en la mesa y sin pesos para comprarlo, la mujer revira por la escasez en el hogar que demanda vestuarios para la prole. El minero vive un presente endurecido dijo Deleuze y D.H Lawrence, allí copula el pasado y el futuro, el hoy es mañana y es ayer. Todo el tiempo presente está jugado allí, pareciera resonar los versos de León de Greiff: “juego mi vida, cambio mi vida, de todos modos la llevo perdida.” La mujer y los vecinos dicen a diario que el dinero del minero es maldito, todo cuanto gana se va tan pronto llega. Por lo demás, no conoce del ahorro que apalanque a su familia. Aunque a decir verdad, apenas gana lo suficiente como para no morirse de hambre, la fórmula de éxito empresarial está en tener mano de obra barata y la clave está en que la miseria es rentable para la gran empresa.


Esa diferencia marcada del desbalance en la distribución de la riqueza se nota en la ubicación de los empresarios en los grandes centros urbanos, lejos de sus minas y la de los mineros alrededor de la mina en pueblos o territorios que son del olvido de Dios. Este minero de a pie es muy diferente a los grandes mineros empresarios de grandes dragas que todo lo manejan a control remoto y son de nunca ver, nunca dejan ver su rostro. Se dice que no hay pueblo minero o cocalero que sea rico, más bien su pobreza abunda día a día. Digamos, finalmente, que los mineros van y vienen en medio de un mundo de informalidad, el Estado los persigue, le huyen al gobierno. Y su amparo está en el aparato ilegal y criminal, es su sombrilla que les cobija. Los mineros son marginales, viven al margen de la ley.


En contraste con este modelo marginal, están las organizaciones sociales que fortalecen la legalidad. Se nos viene en mente los Territorios Colectivos Indígenas, podríamos decir también afros, palenqueros o campesinos, pero no olvidemos la larga data de los aborígenes con sus ancestrales cosmovisiones y prácticas amigables o sostenibles con el medio ambiente, por lo demás, ellos son sobrevivientes de la empresa conquistadora hace cinco siglos. Esta capacidad de supervivencia, de mantener buenas prácticas sociales y tecno económicas, ha merecido la expresión de que son ellos nuestros hermanos mayores. Pero resaltemos el significado de Territorios Colectivos, allí se vive para la comunidad, lo producido es para la distribución y para el bienestar general. Todo lo contrario al mundo de la itinerante y fugaz vida minera. El Indígena se debe a su organización, a sus reglas, desobedecer le puede costar un castigo en el cepo proporcional a su falta. Su modelo fortalece el tejido social y comunitario.


Otro modelo que evidencia el tejido social o comunitario es el campesino. El campesino, y lo que de él queda, mantiene una economía de pancoger y su excedente lo mercadea para cubrir otras necesidades. Este modedo materializa la solidaridad en tanto comparte con sus vecinos: un plátano, una yuca, una cucharada de sal, un tris de aceite, en fin, allí se materializa un gesto solidario en su comunidad, en su vecindario. Si se tiene un producto que compartir, entonces la solidaridad se materializa y construye tejido social. El producto compartido, plátano o yuca, teje o enlaza a sus miembros de su comunidad. A diferencia del minero, el campesino produce para comerciar y reserva para su familia y  algo para compartir o truequear con su comunidad.


Discernir la diferencia entre el minero y el campesino, es motivo de una conversa entre quienes han vivido lo uno y lo otro, fueron lo uno, y ahora son lo otro. La cuestión se originó por pensar la vida del antes y la vida del ahora. Antes la actividad campesina, el trabajar en el campo, cómo estila decirse, con siembras aquí y allá, daba, en cierta forma, abundancia en comida, y si algo faltaba en la mesa o en la olla algún ingrediente qué echar, bastaba una seña al vecino de al lado para que prestara una cucharada de sal o azúcar, uno o dos plátanos, una taza de arroz, y así se tranzaba un trueque que materializaba lazos de solidaridad y amistad entre vecinos. El campesino con su parcela siembra para su pan coger y así siempre habrá algo que comer.


Recordemos la diferencia entre agricultor y minero. El primero trabaja cultivando comida. El segundo hollando la tierra en busca del metal precioso. Comida en uno, riqueza aparente en el otro.  El primero ama el suelo, abunda comida y los lazos de solidaridad se irrigan en su comunidad, en el otro la dureza minera sólo le interesa el subsuelo mientras lo explota, lo asiste una fiebre por el oro, trabaja a brazo partido y con el lomo doblado, esto produce una dureza de espíritu que se ablanda en el despilfarro de beba de licor y el desfogue de los placeres. En casa no habrá comida, descarga su furia con su mujer. Así, cree, ablanda su vida. Otra gran diferencia cuando son dependientes, el minero gana mínimo el 25 por ciento más, y además está libre de las tres comidas diarias, mientras que el campesino tiene que costearlas de sus propios recursos, esto de seguro desestimula el trabajo del agro. Pese a todo, el campesino está apegado a la tierra, la remueve, la cuida para su fertilidad. El minero la holla, la destruye al igual que el ganadero, por donde pasan quedan montículos difíciles de recuperar para la agricultura. No se está dibujando una arcadia campesina que despista y confunde una realidad de miseria en la que ha estado condenado el campesino, no todo tiempo pasado fue mejor.


Estos cuántos renglones fueron trazados para pensar un poco el rompimiento del tejido comunitario en sus expresiones solidarias. Como no recordar esas formas organizativas de nuestros hermanos mayores de los indígenas, con sus territorios colectivos y de los afros con sus palenques. En suma, existen estructuras que determinan las existencias, y la marginalidad del minero con su dureza es una de ellas.

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