Por Gilles Deleuze
A veces parece como si la gente no pudiera expresarse. Pero, de hecho, no paran de expresarse. Como esas malditas parejas en las que la mujer no puede distraerse ni estar cansada sin que el hombre le diga: “¿Qué te pasa? Exprésate...”, ni tampoco el hombre sin que diga..., etc. La radio y la televisión han desbordado a la pareja, la han dispersado por todas partes, y hoy estamos anegados en palabras inútiles, en cantidades ingentes de palabras y de imágenes. La estupidez nunca es muda ni ciega.
El problema no consiste en conseguir que la gente se exprese, sino en poner a su disposición vacuolas de soledad y de silencio a partir de las cuales podrían llegar a tener algo que decir. Las fuerzas represivas no impiden expresarse a nadie, al contrario, nos fuerzan a expresarnos. ¡Qué tranquilidad supondría no tener nada que decir, tener derecho a no tener nada que decir, pues tal es la condición que se configure algo raro o enrarecido que merezca la pena de ser dicho!
Lo desolador de nuestro tiempo no son las interferencias, sino la inflación de proposiciones sin interés alguno. Lo que se denomina “el sentido de una preposición” no es más que el interés que suscita. No existe otra definición de sentido, el sentido es lo mismo que la novedad de una proposición. Podemos pasarnos horas escuchando a alguien sin encontrar nada que despierte el minino interés...
Por eso es tan difícil discutir, por eso jamás hay ocasión de discutir. No vamos a decirle a cualquiera: “Lo que dices no tiene ningún interés”. Podemos decirle: Es falso”. Pero nunca se trata de que sea falso, simplemente es estúpido o carece de importancia. Ya se ha dicho mil veces.
Las nociones de importancia, de necesidad, de interés, son infinitamente más decisivas que la noción de verdad. No porque ocupen su lugar, sino porque miden la verdad de lo que decimos. Incluso en la matemática: Poincaré decía que muchas teorías matemáticas no tienen ninguna importancia, carecen de interés. No decía de ellas que fuesen falsos sino algo peor.
Tomado de:
Gilles Deleuze - "Conversaciones". (Pág. 181/182)
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