La palabra “artificio” es una palabra desafortunada porque se la connota de manera negativa. Pero lo artificial es el arte. El hombre se reconoce en su poder demiúrgico para cambiarlo todo, para renovarlo todo, para reconstruirlo todo. Los que quieren limitar esta proeza me parece que están librando una batalla perdida por adelantado. No hay nada que sea verdaderamente natural. Lo que nos parece natural es frecuentísimamente artificial. La naturaleza, en sus formas más típicas para nosotros, lleva la impronta del hombre. La campiña tal y como la vemos en la actualidad es el fruto de largas transformaciones; los campos, los bosques, los senderos han sido modelados por el hombre. Considere las frutas y las legumbres; ellas no son naturales; la agronomía las seleccionó, las cruzó para mejorarlas. La revolución verde al intervenir sobre la naturaleza ha sido muy provechosa para el hombre, y le ha permitido escapar a bastantes servidumbres. El agrónomo norteamericano Norman Ernest Borlaug, premio Nobel de la paz en 1970, pudo por ejemplo desnaturalizar el trigo para hacerlo más resistente a la sequía y a condiciones climáticas muy difíciles *. Gracias a esto, países cuasi desérticos han podido cultivar el trigo y escapar a las hambrunas. Bendigamos pues sus artificios. La naturaleza nunca ha existido, excepto como ideología que permite condenar los cambios. ¿Qué puede haber de natural? El hombre todo lo ha confeccionado, todo lo ha modelado, retomado por su cuenta, asumido, transformado.
Difícil aprehender la obra multiforme de François Dagognet que toma por objeto tanto la biología, la geografía, la química, el derecho, el Estado, el arte, la moral… Nada serio el hombre, dirán algunos. Contra éstos, Dagognet reivindica el derecho de abarcar lo real, todo lo real: “No vemos al filósofo a la manera de un minero que debe barrenar el suelo, sino más bien como un viajero que se preocupa por el conjunto del paisaje.” . Ampliar las perspectivas en vez de cavar. Su trabajo testimonia su insaciable curiosidad y su entusiasmo siempre renovado por lo real bajo todas sus formas.
Contrariamente a una tradición filosófica tenaz que desde Platón valoriza lo espiritual, F. Dagognet muestra un interés bien particular por la materialidad: los objetos, los materiales, las construcciones, los cuerpos… Se define como “materiólogo”, para evitar el término de “materialista” que considera demasiado reductor y dogmático. En efecto, según él se requiere superar el dualismo entre el espíritu y la materia: “soy monista puesto que digo que el espíritu está en las cosas y que las cosas expresan el espíritu”. Basta con observar las estructuras moleculares para ver la extraordinaria riqueza y complejidad de lo real. Esta posición es bien polémica: “para mí, el enemigo es la subjetividad –afirma él con vigor–. No hay por qué atrincherarse en la conciencia, en el ego.”
A propósito provocador, F. Dagognet se insurge contra una filosofía conservadora y timorata, que cree que a las evoluciones y las novedades les falta realidad, sustancia o entidad. Es necesario “cambiar la vida y no plegarse a ella” . Por esta razón el se regocija con las proezas de la biotecnología, la eficacia de la agricultura productivista o los milagros realizados por las diversas técnicas de procreatica médica asistida… La intervención en el vivo no lo espanta: “No es a la vida a la que hay que respetar en tanto tal sino a su lógica sorda, su búsqueda de la maximilidad y de la amplitud; a veces ella fracasa, se la endereza pues, se la agranda, también se debería rebasar lo biológico y "manipularlo".” . Personaje bien molesto sin duda, y que detona en el paisaje de las ideas. F. Dagognet se apasiona por la moral y especialmente por los problemas que plantea sin cesar el progreso de la biología y de la medicina. Pero la moral no constituye para él una disciplina etérea que determinaría simplemente grandes principios universales. Por supuesto que ella debe tener principios. Pero no es porque se ocupe de “lo que debe ser” que ella puede impedir “lo que es”. “La moral no se encuentra allí donde algunos la sitúan, en la altura de las ideas o el dominio de la pura reflexión. Sin descanso, la moral se aplica; ella no podría pues abandonar el suelo de la realidad donde se debe inscribir.” . Es por esto que F. Dagognet prefiere dedicarse a entrar en el detalle y a analizar casos límite, más bien que armar un sistema moral muy abstracto.
El encuentro con el historiador de las ciencias Georges Canguilhem, del que fue estudiante y amigo, se reveló determinante para F. Dagognet. Bajo su impulso, luego de la agregación en filosofía se embarcó en largos estudios de medicina y de neuropsiquiatría, sin por ello renunciar a la enseñanza. Sus primeros trabajos tienen pues que ver con historia de las ciencias: “Siempre me chocó que los profesores, algunos de ellos por lo demás notables, se preocupasen más por los resultados que por los métodos por los que se los había obtenido. Me parecía más interesante para un filósofo detenerse en las estrategias. ¿Por qué por ejemplo Lavoisier revolucionó la química mientras que había ya tantos químicos en su tiempo, y que él mismo no era por lo demás químico? ¿Por qué Mendeleiev, por qué Pasteur? ¿En qué consistía su proceder y por qué fue tan fructuoso? Era la materialidad misma de su astucia la que me interesaba más que lo que él había obtenido.”
F. Dagognet se impone como un especialista del viviente. Su sed de saber lo conduce a adquirir sólidos conocimientos científicos. Sin embargo no serán las ciencias experimentales en sí mismas las que le interesen, sino las cuestiones filosóficas que ellas provocan. Pero si le profesó una admiración extrema a G. Canguilhem, no fue solamente por el historiador de las ciencias, sino también por el hombre que había sabido decir no al petanismo, renunciando en 1940, y que había luchado al lado del filósofo Jean Cavaillès en la Resistencia. F. Dagognet piensa que la reflexión filosófica no puede ahorrarse el pensar la moral y la política. Filósofo comprometido, tercamente republicano, es un convencido de que el lugar del Estado es el de protector del interés general y de la ciudad, contra todas las desviaciones. Y falta a su misión en la medida en que deje perdurar desigualdades insoportables. Dagognet no olvidó sus orígenes modestos que no le permitieron ir al liceo. Obtener en estas condiciones el bachillerato fue –nos lo confiesa– un verdadero “suplicio”. Por esto, luego de publicar 100 palabras para comenzar a filosofar hará aparecer Filosofía para el uso de refractarios , pequeño manual de filosofía rudimentaria, simple y accesible a todos, para uso de los “alumnos más vulnerables”, que no han tenido la oportunidad de frecuentar los grandes liceos parisinos: “el filósofo tiene el deber de trabajar en la disminución de las injusticias.”
Su campo de investigación es inmenso. ¿Cuál ha sido su proyecto filosófico, su avance?
Ud. sabe, hay para mí dos tipos de filosofía: una filosofía erudita que se va a dedicar a un autor y a profundizarlo, y que lo juzga un poco muerto; y una filosofía que quiere tener en cuenta todo lo que acontece en el mundo presente. Lo que me interesa son los problemas actuales. Los trastornos que afectan la biología, el derecho, el arte, la producción, son tales que el filósofo ha de dedicarse a reconocerlos y a pensarlos, en caso contrario, dimite. Ahora bien, no estoy tan seguro que haya actualmente un aporte de la filosofía. Me gustaría que hubiera un filósofo por todas partes en la sociedad, para analizarla, para promover cosas, para pensarla en su historia, en su patrimonio, para denunciar sus flagrantes injusticias. Incluso en el Concejo municipal o en la empresa, el filósofo debería ser el hombre de los problemas, el cuestionador, no dedicado a destruir sino para modernizar.
En estos tiempos en que se valoriza la naturaleza y en el que se busca protegerla de los desgastes provocados por el mundo industrial, Ud. adopta una posición más bien atípica. Contra los nostálgicos de una naturaleza perdida, Ud. defiende en efecto lo artificial y la innovación técnica.
La palabra “artificio” es una palabra desafortunada porque se la connota de manera negativa. Pero lo artificial es el arte. El hombre se reconoce en su poder demiúrgico para cambiarlo todo, para renovarlo todo, para reconstruirlo todo. Los que quieren limitar esta proeza me parece que están librando una batalla perdida por adelantado. No hay nada que sea verdaderamente natural. Lo que nos parece natural es frecuentísimamente artificial. La naturaleza, en sus formas más típicas para nosotros, lleva la impronta del hombre. La campiña tal y como la vemos en la actualidad es el fruto de largas transformaciones; los campos, los bosques, los senderos han sido modelados por el hombre. Considere las frutas y las legumbres; ellas no son naturales; la agronomía las seleccionó, las cruzó para mejorarlas. La revolución verde al intervenir sobre la naturaleza ha sido muy provechosa para el hombre, y le ha permitido escapar a bastantes servidumbres. El agrónomo norteamericano Norman Ernest Borlaug, premio Nobel de la paz en 1970, pudo por ejemplo desnaturalizar el trigo para hacerlo más resistente a la sequía y a condiciones climáticas muy difíciles *. Gracias a esto, países cuasi desérticos han podido cultivar el trigo y escapar a las hambrunas. Bendigamos pues sus artificios. La naturaleza nunca ha existido, excepto como ideología que permite condenar los cambios. ¿Qué puede haber de natural? El hombre todo lo ha confeccionado, todo lo ha modelado, retomado por su cuenta, asumido, transformado.
Y esto no impide que el entorno deba ser protegido. Sería ridículo decir lo contrario. Pero a partir de acá, es necesario limitar el derecho al respeto de los lugares. Algunos caen en una filosofía de la naturaleza excesiva. Ahora bien, se trata de una batalla que es más ideológica que real, en el sentido en que algunos defienden por aquí una mitología. Lo que más me indigna es que esta mitología es explotada, especialmente por la publicidad. Se ha vuelto también un eslogan político; ahora bien, si es verdadera en algunos puntos, no se tiene el derecho de generalizarla. Siento muchísimo verdaderamente esta tecnofobia ambiente.
Por lo que hace referencia al hombre, el culturalismo ha hecho la prueba por mí de que el naturalismo es una mitología. Ciertamente que tenemos un patrimonio genético, pero las experiencias que tienen que ver con los verdaderos gemelos separados desde su nacimiento, y educados en medios diferentes, muestran que la inmersión cultural es determinante.
Pero sin embargo Ud. se preocupa de las consecuencias morales de las innovaciones tecnológicas sobre el viviente…
Yo creo que la moral es la disciplina filosófica más importante. Aunque yo me haya dedicado a la filosofía de las ciencias, aunque me haya dirigido hacia la metodología y hacia el arte contemporáneo, es la moral la que me parece ser el eje cardinal. En tanto que médico, me interesé naturalmente en la bioética. Los progresos de la biología y de la medicina plantean problemas cruciales que perturban las bases mismas de nuestra existencia: la familia, el cuerpo, la procreación. Hay algo que me ha chocado particularmente en este dominio: los filósofos de la bioética y los médicos son todos respetuosísimos de la naturaleza y de lo biológico. Mi posición es al contrario privilegiar todo lo que es cultural.
Soy pues favorable al aborto. No el de comodidad o de facilidad. Lo que cuenta es la fuerza y la voluntad de acoger al niño. Si los padres no lo reciben, esta hijo será desgraciado. El nacimiento ya no es una fatalidad. Pero a la ley le toca fijar el momento de la muerte pero igualmente aquel en que la vida nace. En Francia, se autoriza la interrupción voluntaria del embarazo hasta el final de la duodécima semana (la ley Veil de 1975 la autorizaba hasta fines de la décima semana; en 2000 se alargó un poco este plazo). ¿Cuál es el sentido que tiene este plazo de detención? La pregunta que subyace es: ¿cuándo comienza la existencia? No creo, como lo creen los natalistas por lo demás, que existan estadios objetivos en el curso de la embriogénesis. Pero luego de ese plazo, la IVE es más difícil de realizar y puede provocar secuelas en la fertilidad de la madre. Y sobre todo, esto coincide con el momento en que el niño comienza a tener movimientos autónomos y en el que la madre comienza a sentir al niño y a percibirlo como tal. Prefiero de hecho los signos antropológicos a los signos físicos o biológicos.
¿Cuál es su posición sobre la inseminación post mortem, que actualmente está prohibida?
No soy del todo enemigo de la inseminación post mortem. En algunos casos me parece completamente legítima. Tomemos un ejemplo: un hombre está afectado de cáncer, lo irradian pero ha tomado la precaución por adelantado de ir a depositar esperma en el Cecos (Centro de estudio y de conservación del esperma), un organismo paramédico habilitado para la crioconservación del esperma. Este hombre muere. La ley de 1994 sobre la bioética le prohíbe a su mujer que recurra a una inseminación que dará lugar a un nacimiento, pues ya no tiene una familia. Se requiere para que la inseminación sea posible el asentimiento de los dos esposos vivos. Todo reposa pues sobre una concepción biológica. Pero la familia no es sólo un dato biológico. Para mí, el muerte no está ausente y son sus voluntades las que cuentan. Quiso depositar su esperma en el Cecos, quiso ese nacimiento y su mujer también.
El principio que funda su concepción bioética ¿es pues la voluntad humana y no el carácter más o menos natural de los actos considerados?
Para mí es necesario considerar ante todo la voluntad individual. La contracepción constituye un progreso; un nacimiento ya no es una fatalidad, expresa un querer. Hay numerosas situaciones médicas donde me parece preferible considerar la voluntad más bien que respetar una improbable naturaleza. El enfoque biológico es a menudo incapaz de proveer un criterio. Un feto está gravemente mal formado. ¿Se va a tolerar el aborto terapéutico? La medicina se va a poner a buscar criterios biológicos y va a meterse en camisa de once varas. ¿Por dónde pasa la línea de demarcación entre lo que es soportable o no? Tener una mano menos, ¿es aceptable? ¿y el enanismo, la trisomia? Puede ver Ud. que con un enfoque solamente biológico no puede salirse del embrollo. Es por esto que siempre busco un criterio antropológico. En el caso de la procreación, lo que me parece importante es la capacidad familiar de acoger o no acoger al niño. Por supuesto, este criterio puede ser dificultado, por ejemplo en el caso en que un niño demande ante el juzgado a sus padres porque él considera que sus malformaciones le son insoportables. La voluntad de acoger al niño estaba ahí, pero esto no fue suficiente para hacerlo feliz. Hay pues callejones sin salida, pero yo preferiría siempre invocar motivos humanos más bien que principios de naturaleza.
¿Por qué es Ud. tan severo con respecto a los comités de bioética?
Porque, ya digan blanco o negro, difícilmente logran un acuerdo y cambian de doctrina según las situaciones. Los comités de ética reúnen a especialistas y a representantes de las principales familias espirituales y morales presentes en la sociedad. Por este hecho, sólo logran consensos por defecto. A causa de las divergencias, sólo se ponen de acuerdo sobre decisiones débiles y sólo dan respuestas mínimas. Muy a menudo, se contentan con temporizar sin resolver los problemas. Sobre todo, tienen un criterio del que soy adversario, el criterio biológico, y ellos se refieren demasiado a menudo a una “naturaleza inmutable” del hombre.
Ud. recurre a veces en sus consideraciones morales a los problemas que plantean ciertas decisiones jurídicas mucho más que a las morales filosóficas tradicionales. ¿Qué le aporta el derecho a su reflexión moral?
Adoro el derecho porque nos permite tocar el fondo del individuo y de la sociedad, y eso que tiene que ver con situaciones bien concretas. Algunas orientaciones jurídicas trastocan en efecto concepciones morales tradicionales que ya no están adaptadas al mundo actual. Consideremos por ejemplo la noción de responsabilidad. Nuestro mundo tecnicizado obliga a pensar el problema de forma diferente de lo que lo ha sido tradicionalmente. En derecho laboral, es el empleador el que tiene la responsabilidad de todo incidente que acontezca en el lugar de trabajo, y no el culpable que por negligencia o por descuido lo haya provocado directamente. El empleador no es propiamente el culpable, pero es responsable. Puede parece absurdo. ¿Por qué alguien que no ha participado en el accidente, y que a lo mejor ni siquiera estaba presente, sería el responsable? Simplemente porque el empleador es el único que podría impedir preventivamente que accidentes de este tipo se reproduzcan, invirtiendo para ello en higiene y en seguridad. Prevenir más bien que curar. Esto cambia totalmente las concepciones morales clásicas. El problema no es únicamente saber quién ha cometido la “falta” sino quién podía actuar para evitar y proteger a los hombres en el porvenir. El derecho es pues una disciplina que nos pone en presencia de problemas concretos y de cuestiones conflictivas. Es por esto que lo aprecio.
¿Para reflexionar sobre el mundo contemporáneo, se necesita pues un buen conocimiento científico y jurídico?
En efecto, es por esto que me gustaría que el filósofo tuviera una formación muy amplia que no se redujera al análisis de textos, incluso si esto último es indispensable. Sería necesario que tuviera por esto mismo una iniciación al derecho, a las ciencias humanas en general, a las ciencias experimentales… No es adentro donde se juega para mí la filosofía, sino afuera.
[1] F. Dagognet
(1998). Una nueva moral, familia, trabajo, nación. tr. Paláu,
Medellín, abril de 2006 – marzo de 2009.
p. 3.
[2] F. Dagognet
(1988). el Dominio del viviente. tr.
Paláu in traducciones historia de
la biología ## 9, 10, 11, 12. Octubre 1999 – junio & octubre 2000.
[4] F. Dagognet
(2002). Cuestiones prohibidas. tr. Paláu. Medellín, julio de 2008 – mayo de 2009. p. 27.
[5] F. Dagognet
(2001). Ochenta y tres palabras para comenzar a filosofar. tr. Paláu. Medellín, septiembre de 2002 – septiembre de
2006. Última corrección: junio de 2009.
[6]
F. Dagognet (2004). Filosofía para el uso
de refractarios. Iniciación a los conceptos. tr. Paláu,
Medellín, agosto de 2009 – abril de 2010.* < https://www.isaaa.org/kc/cropbiotechupdate/tribute/borlaug/Norman%20Borlaug-Tribute-Spanish.pdf >
Véronique Bedin (dir.). Filosofías y pensamientos de nuestro tiempo. Auxerre: Sciences Humaines Éditions, 2011. pp. 92-99.
Traducción. Luis Alfonso Paláu C., Medellín, mayo 12 de 2016.
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