Teoría del cuasi-objeto
Hoc memorabili est; ego tu sum, tu es ego; uni animi sumus
< Esta es una experiencia inolvidable; y yo soy tú, tú eres yo, somos una sola alma >
Plauto, Stichus, v. 731.
Qué es eso de vivir juntos. ¿Qué es el colectivo? Esta pregunta ahora nos fascina.
El infortunio de las meditaciones precedentes es no haber dicho con suficiente distinción si son una filosofía del ser o de la relación. Ser o tener relación, esa es toda la cuestión. Sin duda no es exclusiva. No siempre decido si el parásito es relacional o real, si es un operador o una mónada.
Quiero pensar que ese ruido que escucho sin cesar en la puerta es producido por un ser que me gustaría conocer. Puedo pensar tan bien como el que come de mí, o que come al lado mío el pan; el vino que le aporto no es sino una figura cómoda para pensar la edad adulta, mi fatiga del día, las explosiones, las pérdidas, las ocultaciones de potencia, y las degradaciones o los estallidos de mensaje en las redes. Este buen y mal Hermes es un dios, el dios que preparó mi vejez y que no sustituyó al que regocijó mi juventud, un dios como el amor, hijo de fortuna y de pasividad, un dios, sí, es decir: ¿un ser o una relación? El verdadero Dios, en clásica teología, es Aquel en el que la relación produce el ser, en quien el amor produce el cuerpo, en el que el verbo, el logos, la relación, se hace carne.
No he dicho suficientemente si el parásito es ser o relación. Ante todo es la relación elemental.
De nuevo ¿qué es eso de vivir juntos? ¿Qué es el colectivo? No sé, dudo que se lo sepa. No he leído nunca nada que me lo enseñe aún. Algunas veces he vivido ciertas circunstancias que hacían claridad en esta sombra. Y en la mesa, a veces, al lado del que comía de mí o de otro. Esta categoría negra del colectivo, grupo, clase, casta, qué sé yo, ¿es un ser a su vez, o un racimo de relaciones?
El hurón apesta un poco, hiede como un turón, con el que a menudo se cruza. Así ocupa el espacio. Regresamos a la propiedad. Es vampiro del conejo, lo persigue en su terreno, se echa sobre él, le muerde el hocico o el cuello, le chupa la sangre. Hemos domesticado al hurón, ya no conocemos la variedad salvaje. Lo hacemos correr para nosotros, como al azor, como al halcón alfaneque, los parasitamos. Abozalamos al hurón antes de meterlo en la madriguera; el conejo enloquecido sale por el otro agujero en donde finalmente le cae la red. Una vez más un buen desvío de flujo, en una red.
<Sentados en círculo de 10 a 30 niños mayores de 8 años, sostienen por detrás un cordel por el que corre una anilla de cortina, el hurón…> A lo largo de un cordel mantenido entre las manos, todos hemos jugado al hurón… el hurón del bosque, señoras, corre, corre el hurón, el bonito hurón del bosque. <en un extremo un jugador hace de madriguera, y el centro está el cazador buscando seguir el camino del hurón hacia su madriguera… si lo consigue> el jugador que ha sido pillado con la anilla, pierde y pasa al centro, a hacer de cazador. El hurón lo ha designado. Tal o cual está marcado con el signo del hurón. Condenado va al centro, ve y mira.
¿Cuál es este objeto, el hurón?
Este cuasi-objeto no es un objeto, sin embargo es uno puesto que no es sujeto, puesto que está en el mundo; también es un cuasi-sujeto, puesto que marca y designa a un sujeto que, sin él, no lo sería. A quien se descubre sin el hurón en la mano está fundido, anónimo, en una cadena monótona, donde no se distingue. No es un individuo, no es reconocido, descubierto, recortado, es cadena y está encadenado. Corre como el hurón en el colectivo. El cordel entre nuestras manos es nuestra simple relación, la ausencia del hurón, su carrera constituye nuestra indivisión. ¿Quiénes somos? Los que hacemos pasar el hurón, los que no lo tenemos. Este cuasi-objeto, corriendo, produce al colectivo; si se detiene, hace al individuo. Y si lo descubre, hombre muerto. ¿Quién es sujeto, quién es yo, o quién soy yo? El hurón, móvil, teje el nosotros, el colectivo; qué se detenga, marca al yo.
Un balón no es un objeto ordinario, puesto que sólo es lo que es si un sujeto lo tiene. Ahí en el rincón, no es nada, es tonto, no tiene sentido, ni función, ni valor. Nadie juega sólo con el balón. Los que lo hacen, los que lo conservan o, como se dice: lo monopolizan, son malos jugadores, pronto los echan del juego. Se los llama personales. El juego colectivo no tiene ninguna necesidad de personas. Consideremos al que lo tiene. Si lo hace girar en torno a él, es un torpe, un mal comediante. El balón no está allá para el cuerpo, es el exacto contrario lo que es verdad: el cuerpo es el objeto del balón, el sujeto gira en torno de ese sol. Se le reconoce la dirección de bola en este signo que nunca engaña: el jugador la sigue y la sirve, lejos de hacerla que lo siga y servirse de ella. Ella es sujeto del cuerpo, sujeto de los cuerpos, y como sujeto de los sujetos. Jugar no es nada distinto a hacerse el atributo de la bola, como sustancia. Las leyes están escritas para ella, están definidas con respecto a ella, y nosotros nos plegamos a esas leyes. La dirección del balón supone una revolución ptolemaica de la que pocos teóricos son capaces, acostumbrados a ser sujetos, en un mundo copernicano, donde los objetos son esclavos.
De la misma manera que el hurón, la bola circula. Entre mejor sea el equipo más rápido es su transferencia. A veces se ha dicho que esa bola es una brasa roja que quema tan fuerte los dedos que es necesario deshacerse de ella lo más pronto posible. Apreciemos de paso la metáfora, que Rudyard Kipling no ha menospreciado: la flor roja aleja los tigres, y la rama de oro no está lejos. La bola es el sujeto de la circulación, los jugadores no son sino sus estaciones y sus relevos. El balón puede transformarse en testigo del relevo. Testigo, en griego se dice: martyr.
En la mayor parte de los juegos, el hombre que tiene la bola es atacado, toda la defensa se organiza en razón de él y de su posición. La bola es el centro de lo referencial, para el juego que se mueve. Salvo excepción –el fútbol americano, por ejemplo– sólo se autoriza atacar al que detenta el balón. Ese cuasi-objeto, que a propósito estoy llamando en masculino-femenino, lo designa. Tal está marcado por el signo de la bola. ¡Clamor público contra él!
El que ataca, que lleva el balón, es señalado como víctima. Detenta el testigo y es el mártir. En ese lugar, en ese momento, sobre él precisamente, todo lo importante ocurre y se precipita. El cielo le cae en la cabeza. El conjunto de las velocidades, de las fuerzas, de los ángulos, de los choques y de los pensamientos de estrategia, se anuda aquí y ahora. Ahora bien, súbitamente, ya no es verdad; lo que debía decidirse no se lo pelea ya, la bola huye, el nudo actual se deshace, por el desplazamiento. La historia y la atención bifurcan. El testigo ya no está allí, el hurón corre, bruscamente embozado, él va a buscar otro conejo en la red de galerías, el balón está fuera de alcance, el sacrificio no tuvo lugar, se difiere para más tarde, el mártir no era ese, es aquel otro, y aún el de más allá, y por qué no de nuevo este tal. Todos. El juego es esta vicariancia. Es el grafo de las sustituciones. Sacerdotes, víctimas, ¿de uniforme azul, rojo o verde? No. Estrictamente, vicarios. Vicarios por la movilidad de las suplencias, por la velocidad de las sustituciones.
Sacrificador, ahora, y muy pronto víctima, rápidamente neutralizado, rápidamente cambiado por la bola en curso, en ese terreno, delimitado como antaño lo estaba el templo. El que va a ser sacrificado debe, por medio de su astucia o de su habilidad, inmediatamente enviar a su vecino al quebradero en lugar de a él, y al vecino le toca entonces hacer otro tanto y así cada vez. Desde entonces, por el balón, todos somos víctimas posibles, allí nos exponemos y de ello escapamos, y entre más corra la bola, más rápido es el parpadeo de la vicariancia, más en suspenso la emoción. La bola que va y viene, como el hurón, teje al colectivo poniendo en peligro de muerte virtual a todos los individuos. Es por esto que la víctima apacigua la crisis y ese saber inexpugnable que llevamos todos, bajo la voz que dice yo, que esta víctima puede ser yo como cualquier otro, y al azar. El balón es ese cuasi-objeto, cuasi-sujeto por el que yo soy sujeto, es decir sometido. Caído, puesto de rodillas, pisoteado, por tierra, derribado, sujetado, expuesto, luego sustituido, de repente, por esta vicariancia. La lista es la de los sentidos de subjicere, subjectus. La filosofía no siempre está en los lugares previstos. Yo aprendo más sobre el tema del sujeto jugando con la bola que en la estufa cartesiana. Donde sin embargo rodaba algún riesgo de muerte.
Mientras que Nausicaa lanza la pelota en la playa a sus compañeros, Ulises, echado abajo por la ola y la resaca, arrancado del naufragio, aparece desnudo, sujeto, abajo. Niño de la ola, niño de los pases de la bola.
Esta cuasi-objeto marcador de sujeto (como se dice marcar a un cordero para el altar o para la carnicería) es un sorprendente constructor de intersubjetividad. Por él, sabemos cómo y cuándo somos sujetos, cuándo y cómo ya no lo somos más. Nosotros ¿qué hay que decir? Somos precisamente este pestañeo fluctuante del yo. El yo es en el juego una ficha que se intercambia. Y ese pasaje, esa red de pases, esas vicariancias de sujetos, tejen el colectivo. Ahora soy sujeto, es decir: estoy expuesto a que me derriben, expuesto a caer, a rodar bajo la masa compacta de los otros, luego a tomar el relevo, tu sustituyes al yo y te vuelves él; más tarde es él el que te lo devuelve, uno vez haya hecho el trabajo, una vez se haya asumido el peligro, una vez se haya construido su parte del colectivo. El nosotros se hace por los brillos y los ocultamientos del yo. El nosotros se produce gracias a los pases del yo. Por intercambio del yo. Y por sustitución, y por vicariancia del yo.
Esto parece inmediatamente fácil de pensar. Cada uno lleva su piedra y el muro se levanta. Cada uno aporta su yo y el nosotros se construye. Esta adición es imbécil y se parece a un discurso ministerial.
No. Todo ocurre como si, en un grupo dado, el yo como el nosotros fuera no compartible. Y el balón y nosotros ya no los tenemos. Lo que hay que llegar a pensar, para calcular el nosotros es precisamente, el pase. Ahora bien, él es abandono del yo. ¿Se puede dar su propio yo? Hay objetos para hacerlo, cuasi-objetos, cuasi-sujetos, de los que no se sabe si son seres o relaciones, harapos de seres o cabos de relaciones. Por ellos, el principio de individuación puede transmitirse y borrarse. Hay aquí algo y algún gesto que se parece a un abandono de soberanía. El nosotros no es una suma de yoes, por concesiones, desistimientos, resignaciones del yo. El nosotros es no tanto un conjunto de yoes como el conjunto de los conjuntos de sus transmisiones. Aparece brutalmente en la ebriedad y el éxtasis, aniquilación del principio de individuación. Ese éxtasis es fácilmente producido por el cuasi-objeto, del que el cuerpo se convierte en su servidor u objeto. Uno recuerda cómo se gira en torno a él, cómo el cuerpo sigue el balón y le concede el gobierno. Uno se recuerda de la revolución ptolemaica. Ella muestra que somos capaces de éxtasis, de alejarnos de nuestro equilibrio, que podemos colocar nuestro centro por fuera de nosotros. El cuasi-objeto se encuentra investido de este descentramiento. Desde entonces, quien lo tiene está en el centro y gobierna el éxtasis. La velocidad del pase lo acelera y le da existencia. La participación es esto mismo, y no tiene nada que ver con la repartición, al menos pensada como división de las partes. La participación es la transmisión de poderes del yo por el pase. Es muy exactamente el abandono de mi individuo, o de mi ser, en cuasi-objeto que sólo está allí para circular. Es rigurosamente la transubstanciación del ser en relación. El ser es abolido por la relación. Ese momento es un peligro extremo. Cada uno está al borde de su inexistencia. Pero el yo como tal no está suprimido por ello. Circula siempre, en y por el cuasi-objeto. Se puede olvidar esta cosa. Está por tierra, y quien la recoge y la guarda en poder de, sólo él se vuelve sujeto, el amo, el déspota, el dios.
En la guerra, la lucha, el combate y la oposición, de nuevo. El asesinato es un principio. El crimen es un principio. La guerra de todos contra todos nunca ha tenido lugar, nunca tiene lugar, nunca tendrá lugar. El combate uno contra uno, la lid, la lucha tres a tres, Horacios y Curiáceos, son de superficie y de espectáculo, tragedia, comedia, teatro. Todos contra uno, esa es la ley de siempre. Tres Curiáceos contra un Horacio, cuando la apariencia es desgarrada como un decorado, y que se hace necesario regresar a lo real. La salida es siempre cierta y la guerra es asimétrica. Los parásitos llegan en bandadas y no corren ningún riesgo. Por supuesto que ocurre que la situación, milagrosamente, se da vuelta, que Horacio sea el vencedor. Se habla de ello entonces, se hace su historia, y eso hace creer, mejor aún y más, en la fenomenología de la guerra. Horacio era más fuerte que cada uno de los tres heridos de muerte. La ley es invariante.
Aquí, el proceso es aún más fino. El juego es tan profundo que se precisa volver sobre él sin cesar. El combate de todos contra uno solo está diferido por el vuelo de la pelota, la vicariancia, y la sustitución desvía sin parar la salida obligada. Hacen divergir la atención hacia el bonito combate de espectáculo donde reina una gloriosa incertidumbre, y la moral queda a salvo, se habla de nobleza. Y cada uno se precipita en tropel al espectáculo, y apuesta al que pierde y al que gana. Se dirá verdaderamente el azar, puesto que se juega. Mientras que lo que hay no es sino necesidad encadenada. La decadencia del deporte hoy hacia los oposiciones arregladas por adelantado, muestra (si había necesidad de ello) donde está el atractor principal y de qué se trata en realidad. Todo va siempre hacia la guerra sin riesgo, hacia el crimen y el robo, mano baja sobre los hombres y sobre las cosas. El uso deriva siempre del abuso, y a él regresa por sí mismo, cuando la deriva, cuando la derivación se borra y ya no hace cambiar sin cesar de rival.
Toda teoría de la derivación consiste en orientar la atención hacia la rivalidad; la palabra misma lo confiesa.
El hurón, el balón, son fichas de juego, que uno se pasa; es probable que sean comodines. La construcción del colectivo se hace con comodines, y es un bricolaje formidable. Se fabrica cualquier cosa con lo que haya. Esta lógica es locamente indeterminada, es la más difícil de notar.
Consideremos otro comodín, tan indeterminado que es, como se lo sabe, un equivalente general. Circula como un balón, el dinero, cuasi-objeto. Marca al sujeto, lo marca eficazmente; en nuestras sociedades, las meditaciones cartesianas pronto se escriben: soy rico, por tanto soy. El dinero es integralmente mi ser mismo. La verdadera duda es la pobreza. La duda radical, hiperbólica, es la miseria. Descartes engañó, él hubiera debido salir, como un nuevo Francisco de Asís, y despojarse de sus bienes. Descartes mintió, no lanzó sus ducados al arroyuelo. Nunca perdió el mundo puesto que guardó su dinero. El verdadero cartesiano, radical, es el cínico.
Descartes nunca arriesgó perder el yo puesto que nunca arriesgó su plata. Nunca jugó contra el maligno su vestido y su fortuna. Nunca descendió al tonel, al barro, bajo la lluvia, a pedirle al rey que no le ocultara su sol. Siempre he dudado de esa duda que no llega al cero de las posesiones. Un tonto rico es un rico, un estúpido pobre es un estúpido. Un yo rico es un rico, un yo pobre es un yo. Veremos entonces quién es ese señor.
La construcción del colectivo acaba de hacerse con cualquiera y por medio de cualquier cosa. El hurón, no es nada, una anilla, un anillo, una cosa cualquiera, la bola es una piel o una burbuja de aire, las paso o las lanzo a quien la recoge, que no recibe nada o casi, nada de esto tiene mucha importancia.
La cuestión sigue siendo siempre: ¿qué cosas están entre quienes? No importa quien, tu, yo, aquel, el otro. Y entre ellos, esos cuasi-objetos, quizás comodines. Las estaciones son se, la circulación se hace por esos ellos, y no hemos escrito sino una cierta lógica.
Así mismo el dinero no es gran cosa, porque lo es todo, se lo intercambia con el primer llegado, y tal otro se lo roba a todos, y el de más allá lo entierra para nadie.
Estos cuasi-objetos son blancos y esos sujetos son transparentes.
Pero el interés siempre, crece con lo negro y lo opaco.
La posición del parásito es la de encontrarse entre. Por esto hay que preguntarse si es ser o relación. Ahora bien, el atributo del parásito, hasta ahora silenciado, es su especificidad.
No cualquiera perturba un mensaje que pasa. Cualquiera no está invitado a la mesa del prójimo. Tal larva sólo se desarrolla en tal organismo o sólo la transporta aquel vector.
Es necesario claramente que Orgon sea devoto para ser parasitado por Laurent y Tartufo. Devoto y algo más para que la adaptación sea perfecta. Se requiere claramente que el ruido despose al canal, se deslice en la longitud de onda, y se superponga con agilidad a la emisión. Jean-François, sobrino de Rameau, no hubiera tenido suerte en casa del hijo de Mme. Pernelle; puedo hacer todo el alboroto que quiera; no le impediré a mi vecino ver salir el sol. Los piojos mueren sobre los guijarros.
Cómo puede ser que te ame, a ti precisamente entre cien mil, yo exactamente ¡esto está muy bien! ¿Es una ilusión, el cifrado a la Don Juan es una ley más sabia?
Estamos llevados a los límites. La reproducción de los mamíferos es un ciclo endoparasitario, tiene todos sus rasgos. Nos parasitamos los unos a los otros para hablar, para comer, para organizar la injusticia y las exacciones legítimas, para esos proyectos, todo el mundo es bueno. Nos parasitamos los unos a los otros para reproducirnos y multiplicarnos, pero necesitamos para eso que esos otros sean mismos y otros, y se viren desnudos. No cualquiera, no cualquier cosa es suficiente en este asunto. Una mitad de simiente, introducida en una caja que le es ajena pero adaptada, pulula en ella y se nutre, la especificidad comienza. El feto es un parásito, proteliano, y lo sigue siendo hasta después de un poco de nacido. ¿Cuánto tiempo? Las evaluaciones varían. En los límites, más vale decir siempre. El destete no es sino local. El hombrecito, por otra parte, no se nutre solamente de pan, de leche, de aire y de calor, requiere además de la palabra, la información y la cultura que son un entorno, un medio sin el cual moriría. Este medio es humano, propiamente humano, producido por el grupo restringido, pareja parental, familia, tribu, clan, no sé. Si el parasitismo en general supone que el hospedero es medio, o que las producciones del huésped constituyen el entorno, el nicho necesario para la sobrevivencia de quien allí se fija o por allá se desplaza, todos nosotros somos parásitos de nuestras lenguas. Solamente hoy comprendo mi lengua materna, porque mi lengua es mi madre logicial. Ocurre que los que no han tenido madre se lanzan, consternados en la lengua. Quizás sería necesario pintar el acontecimiento de Pentecostés como un grupo de recién nacidos suspendidos de las lenguas de fuego y chupándolas golosamente.
Mi palabra está conectada a mi lengua. Parezco ahora emitir y dar alrededor, recibo mi verbo de este nicho, hablar es nutrirse. Hablar es mamar de la maternidad logicial común. El verbo nace de esta madre, siempre virginal, puesto que siempre con alguna parte intacta; la lengua excede mi palabra. Aquí el parásito-ruido es idéntico al que cena en la mesa del hospedero. Me nutro sin fin en el bufé de mi lengua, nunca podré devolverle lo que ella me ha dado. Soy el ruido de su armonía complicada, o el vagido de su rumor. Moriría sino escribo, moriría si no tomo mi comida de palabras con algunos amigos, de quienes de alguna manera las recibo. Nunca seré destetado de lengua.
No de lengua en general, sino de la mía. Específicamente de la mía, que me da el día en el bullicio negro de las lenguas extranjeras. Amo su lado música de cámara, el pudor casi sordo, mudo, de sus acentos tónicos, su distinción un poco nobiliaria, su helenicidad secreta, y sus tierras raras. Ella vuelve a ser virgen, mi madre, en el momento de morir, ya nadie usa sus palabras locales, ella es rebajada a mil empleos corrientes, todos se sirven de ella como de una carpeta, como de una puta. Tratan de violar su madre, mientras que ella agoniza. La querría bella y viva, como en los tiempos de Bougainville. Como en los tiempos en que, sobre la tierra, mi madre quería de la belleza hablada, y se alimentaba de su modestia. Ella lograba ese milagro de ser casta, universalmente.
Entre Egipto y la región de Canaán, en los días de hambruna y de vacas flacas, circula el trigo sobre los asnos de las caravanas y, en los sacos de trigo, el dinero que José ha recibido de sus hermanos, que José ha entregado, que circula en los dos sentidos, que no tiene pues sentido, y circula la copa en el saco de Benjamín, la copa de José que marca a Benjamín, la copa del más joven hermano que marca al más joven hermano. José ha sido víctima y Benjamín, por el hecho de José, puede ser de nuevo la víctima. Está marcado con el signo de la copa. La túnica de mangas largas fue manchada por la sangre del chivo expiatorio, y la copa estaba vacía de vino en aquel tiempo. Marcadas las dos por la ausencia de su sangre y por la ausencia de su vino.
No llegaré nunca a nutrirme de una lengua de dinero, lengua chata y sin gusto como un billete grasiento de banco. Sin olor, sin sabor, luciente, viscosa, toneladas de ella se encuentran en los grandes supermercados. Cuando la lengua converge hacia el dinero, monotoniza su flujo, tiende hacia el cuasi-objeto más blanco, el más romo. Ella extiende su imperio al mismo tiempo que la moneda. Construye colectividades temporales y blandas. En las que la potencia es paralela a la viscosidad.
Palabras de lengua, no solamente se las come sino que se las degusta. Los que se alimentan, rápidamente lo hacen, como uno se limpia los mocos, como uno se acuesta y se toca, encuentran eso un poco fastidioso, repugnante. Están los sibaritas. Se habla como se come; estilo y cocina van juntos, por consiguiente vulgares de conserva o refinados en el corazón. Uno intercambia palabras como se pasa las bandejas, o a la brava, corremos a otra cosa más importante, al trabajo por ejemplo, o en una atmósfera atenta de éxtasis. Depende de nosotros que algunos de los cuasi-objetos se vuelvan sujetos. O más bien: sólo hay algo de nosotros si se opera esta transformación.
Las palabras, el pan, el vino están entre nosotros, seres o relaciones. Parecemos intercambiarlos entre nosotros mientras que estamos conectados en la misma mesa o en la misma lengua. Maman la misma mama. El intercambio parásito, cruzado entre el logicial y lo material, encuentra aquí su explicación. En Pentecostés, los apóstoles recién nacidos maman las lenguas de fuego, divididas a partir de un zócalo unitario; en la Cena, todos parásitos de la mesa del señor, beben vino, comen pan, lo comparten, lo pasan. El misterio de transubstanciación está allí, claro, luminoso, transparente. ¿Comemos alguna vez otra cosa, cuando estamos juntos, que no sea la carne del verbo?
Nuestros cuasi-objetos son de especificidad creciente. Comemos el pan de nuestras costumbres, bebemos el vino de nuestra cultura, hablamos solamente las palabras de nuestra lengua, hablo muy bien sobre los ineptos de nuestro género. Y el amor, os digo, ¿y el amor único? Aquí viene la especificidad.
No somos individuos. Ya fuimos divididos, siempre estamos amenazados de serlo, de nuevo. Zeus, descontento con nuestras insolencias, nos cortó en dos; esto se nota mucho en el ombligo, donde la piel se reúne como por el cordón de una bolsa. Fuimos antaño cuadrúpedos y cuadrumanos, el cuello redondo, dos caras, cuatro ojos, fuertes y rápidos, y cuando corríamos, dábamos vueltas sobre nosotros mismos haciendo la rueda sobre nuestros ocho miembros, a una prodigiosa velocidad. Zeus nos esquizó, él podía hacerlo, por ello quedamos reducidos a la pata coja. El individuo real ¿tiene un pie, dos pies o cuatro? A la inversa de Edipo, no sé los pies del hombre. Ahora bien, éramos de tres tipos: machos, hembras, andróginos, según nuestros equipamientos; dos órganos parecidos o dos órganos diferentes. Desde que se ejecutó el castigo de Zeus, las mitades, cortadas, dolorosas, se precipitaron las unas sobre las otras para enlazarse, unirse y encontrar su plenitud. El amor es una quimera, los reencuentros de partes esquizadas. Así hablaba Aristófanes, el cómico, en la mesa de la tragedia.
Así hablaba la comedia, parásita de la tragedia. Todo el mundo hoy está invitado por Agathon, el Bien, vencedor coronado en el concurso trágico, todo el mundo, comprendida ahí la filosofía. Cada uno bebe el vino de la tragedia. Cada uno es huésped del Bien, todos estamos en la hospitalidad trágica, o en la hostilidad de esta moral. Hablamos todos de amor para pagar nuestra cuenta en el banquete. El amor es el discurso de ese egreso. El vino y el pan se transubstancian en ese verbo, debido integralmente a la tragedia. Hablo de amor para pagarle al trágico los alimentos que le debo. Si existe en alguna parte una balanza, el amor está en un plato, avería lo trágico, busca equilibrarlo.
¿Quiénes somos nosotros según los decires de la comedia? Somos téseras de hospitalidad. Cuasi-objeto o, más bien, semi-cuasi-objeto. Tableta, cubo o huesecillo como camaradas, para la cama, como compañeros de mesa y de cubierto, como huésped en breve, y su parásito la comparten quebrándolo. Rompen la tésera y producen así una memoria. Esto es memorable, dice Plauto, haréis esto en memoria mía. La fractura de la tésera no es franca, es casi fractal, complicada en todo caso, tan azarosa que por ello se individúa, tan dentada que por ello es única. La tésera es individuo, es azar, es complejo, es memoria. ¿Qué soy yo seguramente? Único, repleto de información hasta la jeta, complicado, inesperado, lanzado a la resaca de lo aleatorio, mi cuerpo, de parte en parte, es memoria. Los huéspedes se han separado, conservan la tésera, cada uno con su mitad quebrada. Viajan, mueren, aman, quizás nunca más se vean. Dan la tésera a sus hijos, a sus amigos, a sus sobrinitos, a los que ellos quieran, a los que aman. Pasado el tiempo, o en otro lugar en el espacio, quien lo tenga en la mano reconocerá su otro exacto, por este signo, por su aproximación, por ese encajamiento adaptado, específico. Ninguna otra clave posible para una tal cerradura, por la estereoespecificidad.
Somos téseras, cerraduras. Seres de reconocimiento, como semáforos. Fichas, falsas o verdaderas. Lo falso se adapta a todo el mundo, puta como una vieja pantufla. Mi cuerpo es todo entero tu memoria. Te amo, te recuerdo.
Εκαστοs ουν ημον εστιν ανθρωπου συμβολσν… La palabra tésera es un término latino que nunca permaneció verdaderamente en la memoria de mi lengua; la palabra griega es la mía, cada uno de nosotros es un símbolo de hombre. Nuevamente ¿quién soy yo? Un símbolo, pero sobre todo el símbolo del otro.
Lo simbólico está allí, corre tras el hurón, se comparte y no se reparte. ¿Qué es el símbolo? ¿Una estereoespecificidad?
Es cuasi-objeto también. También el cuasi-objeto es sujeto. El sujeto puede ser un cuasi-objeto.
A veces el nosotros es pase del yo.
Por el camino de Compiegne, lamentables mendicantes, tres ciegos gritan a los paseantes. El clérigo del romance da un besante <una moneda bizantina>, él no les da ese besante. Festejan toda la noche, comen y beben, cantan. El cuasi-objeto tiende hacia cero, tiende hacia la ausencia, en un colectivo negro. Lo que pasa entre los tres ciegos puede ser simplemente, una palabra sin referente. Por recíproca: sin referente, nosotros no somos sino ciegos. Sólo vivimos de relaciones.
Loco, cuasi loco, pasando por loco, al hospedero se le paga con un exorcismo.
Tomado de: Michel Serres. El Parásito. París: Grasset, 1980. pp. 301-314.
Teoría del cuasi-objeto
Traducción: Luis Alfonso Paláu, Medellín, 26 de julio de 2013.
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