Brian Massumi *
¿Qué fue primero? ¿El individuo o la sociedad?
¿Cuál es el huevo y cuál es la gallina?
La teorización cultural y social ha procedido muy a menudo como si estas preguntas fuesen un punto de partida razonable. Existen los que examinan primero que todo al individuo y se detienen en las plumas. Cuando nociones tales como función, intercambio, contrato o razón son utilizadas para explicar la constitución de la sociedad, el individuo es la gallina. El gesto inaugural hace desaparecer la sociedad al evocar un rebaño atomizado de individuos que fabrican relaciones los unos con los otros sobre la base de un reconocimiento normativo de las necesidades compartidas y de los bienes comunes. Estos enfoques “fundacionales” han sido objeto de una crítica sin piedad, en particular con los teóricos de la deconstrucción porque ellos remiten más o menos explícitamente a un mito de los orígenes. Pero lo que no se ha subrayado suficientemente es que los enfoques que se definen contra el “partidismo de las gallinas” son, en su modo propio, otro tanto fundacionalistas. Los enfoques que privilegian nociones como la estructura, lo simbólico, el sistema semiótico, consideran primero lo que los otros colocan de segundo: el marco intersubjetivo. La sociedad toma ahora el lugar de un a priori, de un principio de intersubjetividad que hace eclosionar huevos-sujetos. El “fundamento” en este caso no es un origen mítico, pero no por ello deja de ser un fundamento. Traduce una inversión del primer tipo de fundacionalismo. Esta vez el gesto original hace desaparecer al individuo, de tal suerte que él reaparece en tanto que determinado por la sociedad y ya no en posición de determinarla. El individuo es definido por su “sitio” en el marco intersubjetivo. El fundamento es transpuesto de un eje temporal a un eje espacial, se vuelve topográfico, configuración del paisaje social; ya no estamos en el “érase una vez” sino en el reino del “siempre ahí”. Siguiendo este enfoque, en efecto, el individuo está en un sentido pre-eclosionado, puesto que la topografía que lo determina está ella misma predeterminada por una lógica planificada en términos de posiciones de base, de sus combinaciones y de sus permutaciones.
Llegó un tercer partido, mutante, que consideró esta querella más o menos interesante como la controversia swiftiana en cuanto a la mejor manera de atacar un huevo, por la punta gruesa o por la punta delgada. ¿Por qué no pueden ellos ver que lo mejor es tomarlo por el medio? Teorías recientes privilegian las nociones de híbrido, de cultura fronteriza (“border culture”) o de socialidad “perversa” revalorizada (“queer theory”). Estas teorías buscan desmontar el escenario de la gallina y del huevo, valorizando lo intermediario. El objetivo último es reencontrar un sitio para el cambio, para la innovación social, que han sido expulsados del nido por el movimiento en pinza, por una parte por la determinación de una norma de derecho, y por la otra por la determinación topográfica de un posicionamiento constitutivo. Pero en la medida en que el intermediario es concebido como un espacio de interacción de individuos y de sociedades ya constituidas, el partido del medio es reconducido al mapa de las posiciones. Tiene tendencia a describir al intermediario como mezcla o como parodia del siempre ya posicionado. El cambio social es reducido a una dimensión espacial, relegado a una marginalidad geográfica precaria, donde la mixtura en fermentación hierve de permutaciones posicionales no autorizadas. De forma aún más precaria, las teorías de la subjetividad como actuación acantonan el cambio en sitios cuya “marginalidad” se define no tanto por el lugar como por la evanescencia de rupturas paródicas momentáneas denominadas “subversión”. Como la subversión podría muy bien reaccionar sobre las posiciones de partida modificándolas duraderamente, se vuelve un problema insoluble. Los conceptos de mezcla, de margen y de parodia conservan una referencia necesaria a lo puro, al centro, a lo serio y al primer grado, sin los cuales se evaporan en la indeterminación lógica. Suprimid sus genitores y el híbrido desaparece; no ha sido construido aún ningún concepto que permita comprenderlo por sí mismo. El partido del medio conduce a la misma cosa que los otros dos, a la determinación. Desde que se recurre a la referencia fundadora que constituye la determinación, que ella sea determinación de algo o por algo, que sea intencional o por defecto, el cambio no puede ser comprendido mas que como la negación de la determinación; lo que está simplemente indeterminado. El dilema obsesiona a los tres partidos de modos diferentes, y las aporías que celebra el post-modernismo lo elevan a nivel de un valor.
Enigmas de este género frecuentan a otras parejas oposicionales que los teóricos contemporáneos tratan de pensar o de evitar: el cuerpo y la cultura, la comunidad y el Estado, el Este y el Oeste.
Existe quizás otro enfoque, no muy alejado en muchos puntos del tercer partido mutante del híbrido, pero que habría mutado nuevamente, escapando a la determinación por otra torsión filosófica. En un sentido, la debilidad de las teorías de la actuación es una fuerza. Hacer existir el cambio de una manera que guarde una referencia necesaria a lo ya constituido mantiene el papel crucial de las formaciones de poder y marca un rechazo del espontaneismo o del voluntarismo. La dificultad viene de que ningún medio ha sido propuesto para conceptualizar al intermediario en tanto que teniendo una consistencia lógica, e incluso un estatuto ontológico, propios. La conexión necesaria a lo ya constituido se vuelve entonces una relación de dependencia filial a la que la “subversión” debe sin cesar retornar para re-engendrar-se. Eterno retorno del fundamento.
¿Qué puede significar eso de conferir una consistencia lógica al intermediario? Significaría su inscripción en una lógica de la relación. Pues el intermediario, en tanto que tal, no es un ser que se sitúe en medio, es el ser del medio, el ser de una relación. Un ser situado, ya sea en el centro, en medio o en las márgenes, es un término en una relación. Insistir sobre el hecho de que una relación tiene un estatuto ontológico distinto del de sus términos puede parecer bizarro. Pero como la obra de Gilles Deleuze lo ha marcado de manera repetida, es claramente un paso indispensable para construir un concepto del cambio que haga algo de más, o algo distinto, a una negación, una desviación, una ruptura o una subversión. La hipótesis normal es que los términos de una relación preceden a su puesta en relación, están ya constituidos. La puesta en relación se limita a realizar configuraciones externas que estaban ya implícitas, en tanto que posibilidades, en la forma de los términos preexistentes. Ud. puede darle una nueva disposición al mobiliario, incluso trasladarlo a un nuevo lugar. Pero Ud. tendrá siempre los mismos viejos muebles. Plantear la hipótesis que los términos preceden la relación es un rasgo común de los enfoques que se caracterizan como empíricos. Tomar términos ya dados, extraer de su forma un sistema permutacional de lugares implícitos, proyectar ese sistema en un punto metafísico que precedería –estas son operaciones comunes, siguiendo modos variables– a los enfoques fenomenológicos y estructuralistas, y a muchas aproximaciones post-estructuralistas. Todas operan por calco a partir de lo ya constituido con el fin de explicar su constitución, y hacen funcionar una lógica de lapsus temporal, un círculo hermenéutico vicioso. Lo que cae con el lapsus es, una vez más, el cambio.
Es solamente cuando se afirma la exterioridad de la relación a sus términos, que se podrán evitar absurdidades como esa del huevo y la gallina, y que se puede hacer divergir la discusión de una referencia compulsiva al fundamento, y a lo que lo niega, hacia un pensamiento que compromete al cambio como tal, al entre-dos del devenir, no fundado y sin mediación. En ninguna parte es más evidente la necesidad de una tal divergencia que cuando se trata de términos como “cuerpo” y “cultura”, “individuo” y “sociedad”. ¿Es posible concebir un individuo independientemente de una sociedad? ¿O una sociedad sin individuos? Los individuos y las sociedades no son solamente inseparables desde el punto de vista empírico; son estrictamente simultáneos y consubstanciales. Incluso es absurdo hablar de ellos utilizando nociones de mediación, como si se tratase de entidades discretas que entran en relación extrínseca las unas con las otras. Y mucho más aún preguntarse sobre cuál término primaría sobre el otro en la determinación de la estabilidad y del cambio. Pero si ellos no pueden ser tomados como términos de una relación extrínseca, tal vez puedan ser concebidos como productos, efectos, co-derivados de una relación inmanente que sería el cambio en sí mismo. Dicho de otro modo: podrían ser concebidos como emergencias diferenciales a partir de una multiplicidad relacional que sería una con el devenir, y con la pertenencia. Desde este punto de vista, los “términos” podrían muy bien tener un aspecto muy diferente, de tal suerte que podría ser necesario redefinirlos en profundidad, re-disponerlos, por no decir quizás: prescindir de ellos. Lo que sigue no es sino un comienzo.
El Juego de la Pelota
Comencemos con un ejemplo: el balón de Michel Serres . Se sabe que Bruno Latour retomó el concepto de cuasi-objeto que Serres había introducido a partir del ejemplo de un balón en un partido de fútbol. Serres y Latour utilizan este concepto para volver a poner la relación entre el sujeto y el objeto en el telar del pensamiento. Más recientemente, Pierre Lévy utilizó el mismo ejemplo para volver a desplegar la relación entre el individuo y la colectividad. Lo siguiente se deriva de Lévy y se orienta hacia la noción de una individuación colectiva en torno a un punto de catálisis. Llamaré aquí a ese punto no un cuasi-objeto sino un sujeto parcial.
A la cuestión de saber qué es lo que fundamenta una formación tal como un deporte, o qué son sus condiciones de existencia, una respuesta evidente sería “las reglas del juego”. Pero en la historia del deporte, como más o menos para todas las formaciones colectivas, la codificación de las reglas sigue a la emergencia de un proto-deporte no formalizado que exhibe un amplio espectro de variaciones. Las reglas del juego formal capturan y someten las variaciones. Encuadran el juego y le dan la forma retrospectiva de un conjunto de relaciones constantes entre términos estandarizados. Una codificación es un encuadre derivado que se arroga el papel de fundamento. Uno puede preguntarse si todos los fundamentos no son de esta misma naturaleza: un marco regulador que viene después, antes que ser un fundamento efectivo. Desde el momento en que se aplican, las reglas confeccionan efectivamente el juego y lo regulan, ellas lo preceden. Su primacía es la de ser retrospectiva, o ficticia, pero no por ello deja de ser menos efectiva. Tiene toda la realidad de una formación de poder.
Si las reglas son capturas posteriores al juego, que toman la precedencia ¿de dónde la toman? Del proceso de donde el juego ha realmente emergido y que continúa haciéndolo evolucionar en la medida en que se producen circunstancias que fuerzan la modificación de las reglas. Las reglas fundadoras siguen fuerzas de variación a las que ellas se aplican. Esas fuerzas son endémicas al juego y constituyen las verdaderas condiciones de su emergencia. Las reglas determinan el juego desde el punto de vista formal, pero no lo condicionan (son su causa formal, no su causa eficiente).
Y ¿cuáles son pues las condiciones? Muy simplemente un campo. Si no hay campo no hay juego, y las reglas pierden entonces su poder. El campo es lo que es común al proto-juego y al juego formalizado, así como a las versiones informales del juego que coexisten con el juego oficial, y con toda la evolución futura del juego. El campo como condición común a toda variación está no formalizado, pero no por ello desprovisto de organización. Tiene la organización mínima que constituye una polarización. El campo está polarizado por dos atractores: las porterías. Todo movimiento en el juego tomará su lugar entre los polos y llevará hacia uno o hacia el otro. Son límites físicos. El juego se detiene cuando el balón anota el gol o cuando no lo logra. Las porterías sólo existen tendencialmente para el juego, como inductores de movimientos direccionales de los que marcan los límites exteriores (ataques logrados o malogrados). Las porterías polarizan el espacio que existe entre ellas. El campo de juego es un entre-dos de movimientos cargados. Las porterías son los signos de la atracción polar que es el motor del juego. Funcionan induciendo el juego. El campo en el sentido literal, el suelo encespedado que se extiende entre las porterías, es también un signo-límite inductor, más bien que un suelo en cualquier sentido fundador. El juego en sí mismo no tiene ni fundamento ni límite. Se lleva a cabo por encima del suelo-límite y entre las porterías-límites.
Poned dos equipos en un terreno engramado con porterías en cada extremo, y obtendréis una tensión inmediata, palpable. La atracción, de la que las porterías y el suelo son los signos inductores, es invisible y no sustancial; es un campo deformable de fuerzas activado por la presencia de cuerpos dentro de los límites-signos. La polaridad de las porterías define cada punto del campo, y cada movimiento en el campo en término de fuerzas, específicamente como movimiento potencial del balón, y de los equipos, hacia la meta. Cuando la bola se acerca a una portería, la intensidad del juego alcanza una cima. Cada gesto de los jugadores está hipercargado, hacia el lance a la portería o para rechazarlo. La pelota está cargada al más alto grado por el movimiento potencial hacia la portería, por su posición en la cancha, por la direccionalidad colectiva del equipo por entero orientado por el tanto que hay que marcar. El menor error, la menor falta de cálculo despotencializará dicho movimiento. Cuando eso ocurre, una descarga de tensión tan palpable como lo había sido el aumento de carga que la precedió, se propaga a través del terreno.
Si los arcos de la portería, el suelo y la presencia de los cuerpos humanos inducen el juego, el balón lo cataliza. El balón se convierte en foco para cada jugador, es el objeto de cada gesto. Aparentemente, cuando un jugador golpea la pelota, el jugador es el sujeto del movimiento y la bola su objeto. Pero si por sujeto entendemos el punto en el que se despliega un movimiento tendencial, es claro que el jugador no es el sujeto del juego. Es el balón. Los movimientos tendenciales del juego son colectivos, son movimientos de equipo, y su punto de aplicación es el balón. El balón organiza al equipo en torno a sí. Dónde y cómo él rebota, potencializa o despotencializa en modos diferenciales el terreno por entero, hace subir o descender la intensidad de los esfuerzos de los jugadores y del movimiento del equipo. El balón es el sujeto del juego. Más precisamente, el juego tiene por sujeto los desplazamientos del balón y la modificación continua del campo de potencial que entrañan esos desplazamientos. El balón, en tanto que cosa, es el objeto marcador del sujeto, su signo. Como las porterías y el suelo, la bola como término sustancial duplica al sujeto del juego, que es él mismo invisible y no sustancial, punto de catálisis de un campo de fuerza, punto cargado del potencial.
Puesto que la bola no es nada sin el continuo del potencial al que duplica, puesto que su efecto depende de la presencia física de una multiplicidad de otros cuerpos y de objetos de tipos variados, puesto que los parámetros de la acción están regulados por la aplicación de reglas, el objeto-signo catalítico puede ser denominado un sujeto parcial. El sujeto parcial cataliza el juego como todo, pero él mismo no es un todo. Atrae y organiza a los jugadores, que definen su papel efectivo en el juego, y el estado de conjunto del juego en todo momento, en términos de los movimientos potenciales de los jugadores con respecto a él. El balón pone a los jugadores en movimiento. El jugador es el objeto de la bola. Es verdad que es el jugador el que golpea la pelota. Pero ella debe ser considerada de alguna manera como un actor autónomo porque los efectos globales en el juego que producen sus desplazamientos no pueden ser producidos por ningún otro elemento del juego. Cuando el balón está en movimiento, el juego por entero está en movimiento con él. Sus desplazamientos son más que un movimiento local, son un acontecimiento global.
Si el balón es un sujeto parcial, cada jugador es un objeto parcial. El balón no se dirige a un jugador como un todo. Se dirige a los ojos del jugador, a sus oídos, a su tacto, por canales sensoriales separados. Esas impresiones sensoriales no son sintetizadas en una totalidad subjetiva, sino en un estado de disponibilidad intensiva para una respuesta refleja. La respuesta se expresa a través de una parte particular del cuerpo, en el caso del jugador de fútbol, por el pie. El balón se dirige al jugador de un modo limitado; con un tipo específico de posibilidad de acción fluye a través del cuerpo del jugador siguiendo canales muy particulares. Golpear el balón es sin duda una expresión, pero no es el jugador el que se expresa. Es una “ex–presión” del balón, en el sentido etimológico, puesto que la catálisis atractiva del balón le “extrae” el golpe del cuerpo del jugador y define su efecto expresivo en el juego global. El cuerpo del jugador es un punto nodal de expresión; no el sujeto del juego sino un canal material para la catálisis de un acontecimiento que afecta el estado global del juego. Mientras que el balón es el catalizador y las porterías los inductores, el punto nodal de expresión es un transductor, un canal para la transformación de un movimiento físico local en otro modo energético, el de una energía potencial. A través del golpe, se produce una transducción de la fuerza física humana en acontecimiento no-sustancial, que descarga un potencial que reorganiza el campo de los movimientos potenciales todo entero.
Los jugadores, en el calentamiento del juego, son extraídos de ellos mismos. Un jugador que es consciente de sí mismo en el momento en que golpea, falla el tiro. La consciencia de sí es la condición negativa del juego. El sentido reflexivo que los jugadores tienen de sí mismos es una fuente de interferencia que debe ser minimizada para que nada perturbe el flujo del juego a través de los canales. Cuando una jugadora se prepara para lanzar, no mira tanto el balón como el más allá de él. Evalúa en un modo reflejo (más bien que reflexivo) el movimiento potencial de la bola. Esto supone un cálculo instantáneo de la posición de cada jugadora en el terreno en relación las unas con las otras, en relación con la pelota y en relación con las dos porterías. Esto es por naturaleza del orden de la percepción vaga, más bien que del cálculo consciente, pues hay demasiados términos como para que sean tratados de manera reflexiva, y cada término es una variable más bien que una constante. Como los jugadores están en perpetuo movimiento, la relación de los unos con los otros, con el balón, con las porterías, es igualmente un flujo constante, demasiado complejo como para ser objeto de una medida; más bien sólo lo es de un registro bajo forma de torbellino de intensidad que se hace y se deshace, en medio de los cuales surge una vía para un movimiento potencial del balón. El jugador debe dejar su cuerpo entrenado, para que sintetice sus impresiones perceptuales, separadas en un sentido global de la intensidad. El sentido de la intensidad será vago pero orientado de manera que pueda extraer de ese cuerpo una expresión refleja de exactitud máxima. Mira más allá del balón, sintiendo directamente el potencial como tal, como un grado de intensidad, no medible pero sobre el que es posible actuar, que afecta el continuo polarizado del terreno. El jugador debe reducirse él mismo a un canal de juego. La subjetividad del jugador está desconectada entonces, mientras que él hace penetrar el campo de potencial en su sensación, y que él entra allí como sensación. Desde el punto de vista del juego, el jugador es esa sensación. La sensación es una canalización del campo de potencial en una acción local a partir de la que se produce de nuevo una transducción que crea una reconfiguración global del campo de potencial. La sensación es el modo bajo el cual el potencial está presente en el cuerpo percipiente. El jugador no juega sobre el suelo. Percibe, más allá de él y más allá del balón, el campo de potencial, no sustancial, real pero abstracto. Su juego está conectado directamente con el campo de potencial.
Sería un error identificar el reflejo con algo puramente físico. La percepción no se reduce nunca a una simple impresión. Es siempre compuesta. Cada impresión está cribada de fragmentos de intenciones y de memorias conscientes, la mayor parte de ellas jugando en ese momento sobre la estrategia de juego prevista, espejeos de reflexión y de lenguaje. Estos fragmentos no dan su marco a la percepción sino que entran en su campo de un modo parcelario, siguiendo la separación de los canales sensoriales que colectan las impresiones que los portan. Los elementos fragmentarios se vuelven a mezclar en un efecto compartido. Hacia ese efecto, en esta sensación, se contraen en el cuerpo niveles heterogéneos, y de su contracción sale una acción, una unidad de movimiento a través de la que su multiplicidad encuentra una expresión singular. El carácter físico del reflejo es el pasaje compartido a través del cuerpo de un conjunto heteróclito de elementos y de niveles. El “más bien reflejo que reflexivo” no marca ni una exclusión ni una oposición, sino más bien una conversión. La acción refleja es la diferenciación de la actividad humana, en el sentido en que esta última comprende también elementos de reflexión y de lenguaje, su re-canalización a través del cuerpo. El cuerpo no juega un papel de objeto, elemento sustancial entre otros, sino de objeto parcial, canal de conversión, transductor de los elementos sustanciales de la mezcla al mismo tiempo que de los fragmentos de elementos ya abstractos que ellos transportan, en un potencial sentido.
Siendo sentido el potencial, el jugador juega su campo de un modo directo. El potencial es el espacio del juego. Más precisamente, es una modificación del espacio. El espacio es el campo en el sentido literal, el suelo entre las porterías. Cualquiera sea, y cada uno de los movimientos de un jugador o del balón en ese espacio modifica la distribución del movimiento potencial a través de él. Cada una de esas modificaciones es un acontecimiento. El juego es la dimensión acontecimental que duplica el espacio empírico de los acontecimientos en el seno del cual los términos sustanciales en juego interactúan físicamente. La dimensión acontecimental sobrevuela el suelo, está entre las dos porterías, entre los jugadores y por todos lados en torno al balón. Es a través de ella que los elementos sustanciales entran en relación y efectúan transformaciones globales. Ella no es nada sin ellos. Son inertes y desconectados sin ella, una colección de simples cosas, aisladas a pesar de los elementos fragmentarios de reflexión y de lenguaje que transportan. Es la dimensión acontecimental de lo potencial –no el sistema lengüeril y las operaciones reflexivas que el autoriza– la que efectúa el relacionamiento de los elementos, su pertenencia los unos a los otros. Esta pertenencia es una “abstracción” dinámica corporal; de lo corporal “se extrae” su dinámica (“conversión transductiva”). La pertenencia se produce sin mediación, ella está siempre en curso, nunca ya constituida. Es la apertura de los cuerpos los unos a los otros, y a lo que no son, el acontecimiento incorporal. En conexión directa. Es decir, en toma direccional, vector ontológico. La conversión transductiva es un vector ontológico que reúne la heterogeneidad de los elementos sustanciales, al mismo tiempo que las abstracciones de lenguaje ya constituidas, y hace de su puesta juntos la materia del cambio.
Aunque la dimensión acontecimental de lo potencial esté “entre”, ella no tiene nada de un híbrido o de una mezcla. Es inseparable de, e irreductible a, la colección de los elementos sustanciales y de los elementos ya abstractos a través de la mezcla inductiva, catalítica, transductiva de los que ella se ha liberado y reconfigurado. El campo de potencial es el efecto de la entre-mezcla contingente de los elementos, pero es lógica y ontológicamente distinto de los elementos. En sí mismo no está compuesto de partes o de términos en relación, sino de modulaciones, de modificaciones locales del potencial que entraña una reconfiguración global. El campo de potencial es exterior a los elementos, o a los términos en juego, pero él no está en nada distinto al potencial que es. Es inmanente. Es la inmanencia de los elementos sustanciales de la mezcla a su propia modulación continua. El campo de inmanencia no es los elementos de la mezcla. Él es su devenir. Pertenecer, es devenir.
Es en apariencia solamente que los jugadores se reportan los unos a los otros empíricamente, como términos discretos puestos en comunicación por la reflexión y el lenguaje. Se refieren los unos a los otros en su devenir colectivo, un nivel ontológico distinto que viene a duplicar su ser sustancial. Es este devenir colectivo el que es la condición de una formación como el deporte, rasgo común del proto-juego, del juego oficial, de las versiones oficiosas que coexisten con este último, y de todas las variaciones que podrán venir. Aunque sea inseparable de los elementos empíricos de la mezcla contingente del que él es un efecto, el campo de inmanencia es extra-empírico, en exceso con respecto al carácter sustancial de los términos ya constituidos. Como una dimensión del devenir que reúne el proto-juego, el juego contemporáneo y el juego futuro, él es también transhistórico, que escapa a la clausura de un momento histórico particular. Es extra-empírico y transhistórico, pero no funda nada. Pues él es el efecto contingente de lo que condiciona. Este es un círculo lógico, pero no uno vicioso pues es también un circuito ontológico en torno a una apertura; una transición de fase entre lo sustancial y lo potencial sin la que el movimiento sería una simple repetición de términos pre-dados que entran en relaciones pre-autorizadas, pre-meditadas. El circuito opera entre lo sustancial –o más generalmente lo actual (e incluso las abstracciones de significación ya constituidas)– y lo potencial. La transición de fase entre actual y potencial es la apertura a través de la que la contingencia empírica –la entremezcla de cuerpos, de cosas y de signos ya constituidas– se expresa como devenir coordinado. Esta expresión es la condición efectiva del cambio colectivo (pertenencia abierta).
El cambio es una relación emergente, el devenir sensible, en las condiciones empíricas de la mezcla, de una modulación de lo potencial. Luego de la emergencia viene la captura y la puesta en contenido. Se codifican y se aplican reglas. La mezcla de los cuerpos, de los objetos y de los signos es estandarizada y regulada. El devenir se vuelve narrable y analizable; el devenir se vuelve historia.
Es solamente abandonando la historia para regresar a la inmanencia del campo de potencial que se puede producir el cambio. Incluso en un deporte codificado y regulado, una apertura existe a eso. Se llama el estilo. El estilo es lo que hace al jugador. Lo que hace de un jugador una vedette es algo más que una técnica perfecta. Esta última produce simplemente un jugador competente. A la perfección técnica, la vedette le añade algo. Quizás una manera de atraer la atención de los jugadores del equipo adverso, de hacerlos conscientes de ellos mismos y de desestabilizarlos. Quizás un fingimiento añadido a cada golpe al balón. O una rotación imperceptible. Pequeños suplementos. Medios pequeños pero eficaces de ir al sesgo con los movimientos potenciales que componen el campo. El jugador-vedette es el que modifica los mecanismos esperados que canalizan el campo potencial. La vedette juega contra las reglas. No en el sentido en que las infrinja, sino porque las evita, añade a la mezcla cargas de pequeñas contingencias no reguladas. Añade variaciones “libres”, en el sentido de acciones que modulan en un modo que escapa a las reglas del juego. El estilo de una vedette es siempre una provocación para el árbitro, que debe examinar y juzgar suplementos apenas perceptibles, que son poca cosa tomados separadamente pero constituyen una ventaja por la eficacia desproporcionada con la que canalizan el potencial. Si la provocación va demasiado lejos, nuevas reglas deben ser inventadas que subsuman los asuntos modulatorios. Tomemos el ejemplo de otro deporte, el tenis. La invención del servicio potente empujó a ese deporte al borde de la crisis –una crisis de molestia suscitada por juegos que se reducían a un intercambio–, lo que implicó llamados a una reforma del deporte. La crisis fue el efecto de estilos individuales que portan nombres tales como McEnroe y Borg.
Es a través de las variaciones estilísticas libres que evoluciona un deporte ya constituido. La “individualidad” del estilo es una individuación colectiva, en razón de su dependencia absoluta de la entre-mezcla de los múltiples y heterogéneos elementos de un deporte. Pero también porque es el motor de la evolución del deporte en lo que hay de singular. Un estilo es la individuación en germen del deporte. El cuerpo individual que canaliza el potencial evolutivo es un punto nodal de expresión para un devenir colectivo. Un cuerpo tiene estilo en y a través de su papel de objeto parcial solamente. La vedette es el que se funde de la forma más eficaz en lo colectivo, y hacia su devenir. Este devenir es inextricablemente estético (estilístico) y ontológico (emergente) .
La mención de los árbitros que pistan los pequeños suplementos podría ser asimilada al reconocimiento velado de que las reglas del juego son completamente determinantes. ¿No aplica el árbitro en el terreno las reglas y acaso no regula los movimientos? ¿No regresamos por ello a la fundación sobre roca sólida de la ley que comanda?
Pero mire lo que hace verdaderamente un árbitro. Un árbitro detiene la acción. El árbitro detiene y reflexiona. La intervención de un árbitro es una interrupción que produce una abertura para una aplicación de las reglas. Un tipo de abertura diferente, en un movimiento inverso. Ya lo he sostenido: las reglas son retrospectivas. Ellas constituyen un seguimiento que codifica la emergencia, seguimiento que se aplica de rebote sobre el devenir. La aplicación opera el aislamiento de un movimiento de un modo que prende con alfiler la responsabilidad de sus efectos sensibles en un cuerpo que juega individual. Cuando ese movimiento y ese cuerpo son aislados estamos ante la inmanencia del campo de potencial. La parada disciplinaria despotencializa momentáneamente el campo, de tal suerte que sus elementos intensivos aparecen a la mirada entrenada como términos separados en relación extrínseca los unos de los otros. Las canalizaciones de las modulaciones globales del campo, cuyas condiciones son de parte a parte colectivas, quedan reducidas a movimientos locales y a un efecto desviador. Es ahora cuando el jugador, y no el deporte, es individualizado por la aplicación disciplinaria, reguladora, autorizada y reconocida por el grupo, de las reglas. Esta individualización es una ficción, una ficción que regula efectivamente y presupone la interrupción del juego. Es la intervención de una operación trascendente en la variación continua del campo de inmanencia que hace aparecer los puntos nodales de expresión como términos discretos, sustanciales, manteniendo una relación extrínseca los unos con los otros. Desde el punto de vista de las reglas, la forma codificable de esta relación extrínseca determina las propiedades intrínsecas del juego: bueno o malo. El campo de inmanencia es interrumpido por una operación trascendente que instituye un régimen de relacionamiento extrínseco-intrínseco que presupone la interrupción del relacionamiento inmanente. El conjunto autorizado de los movimientos entre términos ya-constituidos es reafirmado. La dimensión del juego se reduce a un espacio repetitivo de reglas disciplinarias. El cambio, la variación, son capturados y contenidos. La modulación inmanente del juego le hace sitio al modelo todopoderoso del juego.
La captura y la puesta en contenido no son simplemente negativas. Su trascendencia misma se vuelve un elemento productivo en la mezcla cuyo efecto es el campo de inmanencia. Las reglas se vuelven parte integrante del juego, sin dejar de ser una intervención trascendente. Así mismo como en el reflejo el lenguaje se vuelve cuerpo, en el juego la trascendencia como tal se vuelve inmanente. Hace circuito en la inmanencia. Las reglas son el órgano de preservación del campo de juego. Son la condición de la identidad del juego a través de su repetición en serie, en tiempos y lugares diferentes. El carácter positivo de las reglas tiene que ver con la preservación. Y su carácter negativo igualmente. Capturar y codificar funcionan en los dos sentidos. Negativamente, detienen y contienen la variación. Positivamente, preservan el juego en la repetición. Si el juego no pudiera ser repetido, la variación no tendría ninguna posibilidad de resurgir. No tendría ninguna ocasión de reafirmarse. Desde un punto de vista (el de los productores de reglas y de los árbitros) la variación es un alejamiento de la identidad. Desde otro punto de vista, la identidad es un momento (un desvío productivo) en la continuación de la variación.
El segundo punto de vista es creativo, o estético. Con la única diferencia de que lo creativo no es un punto de vista. No es una perspectiva sobre el juego, o sobre cualquier cosa. Está adentro. Un adentro dinámico. El ser de un medio colectivo: la pertenencia en devenir. La perspectiva signa una separación con el cambio. Es la marca de una captura que codifica; una demarcación del espacio de interrupción. Una perspectiva es un espacio de anti-acontecimiento. Así como la trascendencia se vuelve un elemento productivo en la mezcla en la que el campo es inmanente, el espacio de anti-acontecimiento de la perspectiva deviene un elemento productivo del espacio de acontecimiento. El suelo incluye los puntos de vista tomados sobre él. Oficialmente hablando ¿qué sería un terreno de futbol sin un árbitro? No oficial. La inclusión de este espacio de anti-acontecimiento en el espacio de acontecimiento no permite solamente cualificar los movimientos particulares del juego en términos de tipo (de atribuir las propiedades intrínsecas de bueno o de malo en tanto que comunes a otros tantos movimientos distintos como se quiera). “Tipifica” el juego en tanto que tal; en tanto que “oficial”, conforme. El espacio de anti-acontecimiento inyecta la generalidad en la particularidad del juego, con la que se funde en una expresión de la singularidad del juego (el juego en tanto que tal, ese juego… un acontecimiento). A través de la codificación, la historia del juego opera entre el nivel de lo general y el de lo particular. El devenir del juego es la conversión transductiva de lo general-particular (histórico) en lo que lo general-particular no es (singular). En general, nada ocurre. En particular, hay cosas que están típicamente a punto de ocurrir o ya ocurrieron (buen <juego>, mal<juego>, ganar o perder). Pero “ocurrir” es singularmente por-fuera de “tal” modelo o tipo, en tanto que “éste”; “un” acontecimiento llega por encima, en torno, entre. En el hacer, adentro; en la abertura del resultado.
Además de la del árbitro, hay otras perspectivas en el juego. Los hinchas también individualizan a los jugadores y los equipos, les atribuyen propiedades intrínsecas y que ordenan la serie de sus relaciones extrínsecas en una historia lineal reconocible (una progresión modelo). No es por aplicación regulativa sino por implicación afectiva que la perspectiva del público está incluida en el juego. La excitación o la decepción del público en el estadio añade elementos sonoros a la mezcla que contribuyen directamente a la modulación del campo de potencial. La reacción del público está ella misma modulada por las individualizaciones acumuladas del juego por los espectadores; su conocimiento ya-constituido y adhesión a las historias de los jugadores y de los equipos.
La perspectiva de los espectadores de la TV es diferente. Sus individuaciones no se repliegan directamente en el campo de juego. Muy por el contrario, por intermedio del público televisivo, el juego se despliega afuera de su propio espacio de acontecimiento, en otro. El juego televisado penetra la casa como un jugador domestico. Tomemos el ejemplo del fútbol americano. En el Super Bowl Sunday, acontecimiento culminante de la estación de futbol (americano), corresponde una cima estadística: año tras año, ese día está marcado por la tasa más elevada de violencia doméstica. La entrada del juego en la casa, en su summum de intensidad, trastorna el frágil equilibrio de la familia entera. El régimen de las relaciones entre los cuerpos-en-la-casa es puesto en problemas. El acontecimiento-juego interrumpe momentáneamente el régimen de las relaciones extrínsecas que regula generalmente los cuerpos domésticos, tal como lo tipifica el género sexuado (gender). De ello resulta un conflicto: un conflicto de géneros a propósito de códigos de socialidad opuestos, de derechos de acceso a partes de la casa y a su contenido, y de rituales de servidumbre. El sitio doméstico socio-histórico se convierte en un espacio de acontecimiento. La televisión se distingue de repente del trasfondo del mobiliario, y se impone en tanto que sujeto parcial catalítico, que organiza los cuerpos domésticos en torno a ella en función de los potenciales diferenciados atribuidos generalmente a su género sexuado. Durante un momento todo está en el aire, y en torno a la televisión, y entre el salón y la cocina. Cerca de la televisión, las palabras y los gestos adquieren una intensidad inhabitual. El espacio doméstico es repotencializado. Cualquier cosa podría ocurrir. El cuerpo macho, que siente el potencial, opera una transducción de los elementos heterogéneos de la situación en una disposición refleja a la violencia. El “juego” está equipado por la propensión ya-constituida del macho a golpear. El régimen típico de las relaciones es reimpuesto en la unidad del movimiento de la mano contra el rostro. El golpe expresa la realidad empírica de la situación; la recuperación por parte de la formación de poder macho del espacio doméstico. El acontecimiento cortocircuita. El acontecimiento recaptura. El espacio de acontecimiento doméstico es enviado a lo que era: el continente de relaciones asimétricas entre términos ya constituidos según el género sexuado. Replegamiento en domesticación. Pertenencia codificada y no devenir.
La transmisión de las imágenes operó una conversión transductiva del potencial-y-puesta-en-contenido deportivo en potencial-y-puesta-en-contenido sexuado. El acontecimiento emigró y cambió de naturaleza. La transmisión por los media es el devenir del acontecimiento. Todas las operaciones que juegan un papel en el espacio de juego toman un rol en el espacio de los cuerpos. Toman un rol y modifican los papeles: la inducción, la transducción, la catálisis; los signos, el objeto parcial, el sujeto parcial; la aplicación expresiva (replegamiento), la codificación; la captura y la puesta en contenido. Cuando la dimensión de acontecimiento migra hacia un nuevo espacio, sus elementos se modulan. No hay modelo general para la catálisis de un acontecimiento. Cada vez que un acontecimiento migra, es re-condicionado. En el espacio de la casa, la televisión y las imágenes que ella transmite son signos inductivos. Las imágenes son también transductores. Y ellas contribuyen a la catálisis del acontecimiento doméstico. La televisión en tanto que mueble combina las funciones del signo, del objeto parcial y del sujeto parcial, lo que hace de ella un término clave del espacio doméstico. A pesar de las múltiples operaciones que le son asignadas, la televisión tiene un poder de catálisis más débil que el balón de fútbol. Aunque los acontecimientos de violencia doméstica sean corrientes, no se producen con la regularidad con la que el juego de fútbol es gatillado por la llegada del balón en un estadio preparado para el acontecimiento. En los dos casos el potencial global que exhala el acontecimiento está compuesto de sub-campos. Por ejemplo, la aplicación en el estadio de las reglas de juego, y las reacciones del público, pueden ser consideradas como teniendo su propio campo de potencial, preparado por los signos inductivos que le son propios, y teniendo sus propios transductores especializados. Cada campo de potencial se produce en la intersección de una pluralidad de sub-campos, cada uno compuesto de elementos heterogéneos. Los campos en intersección en torno al espacio de acontecimiento doméstico están estratificados de manera tan compleja como los del estadio, sino aún más. Sin embargo, los sub-campos (la arquitectura de la casa, los usos domésticos, el régimen sexuado inconsciente, la ideología sexuada consciente, etc.) se mantienen juntos menos firmemente. El espacio doméstico no está codificado; no hay reglas escritas que gobiernen la producción de un acontecimiento de violencia doméstica (ni tampoco de ternura). La domesticidad está cifrada. El cifrado es también una modelización, pero sin regulación formal. La modelización se produce por la acumulación de relaciones ya-constituidas, contraídas en el cuerpo en tanto que hábitos (lo que incluye la creencia: significación habituada).
Ciertamente, hay reglas formales que hacen parte de la mezcla (la ley civil concierne el matrimonio y la cohabitación; y las leyes penales conciernen las heridas a las personas). Pero en el conjunto, la formación de poder doméstico opera por la producción informal de regularidades, por oposición a la aplicación formal de reglas.
Hay comunicación permanente y co-funcionamiento entre las formaciones de poder que operan de manera predominante por acumulación y producción de regularidades, y las que operan por aplicación y reglamentación. En general, las formaciones de poder de tipo reglamentario son Estáticas, son formaciones de Estado, de proto-Estado y de tipo estatal. Lo estatal se define por la separación de la institución que tiene a cargo la aplicación; una burocracia especializada cuyo juicio se repliega, en una operación de trascendencia, sobre el espacio de acontecimiento del que ha emergido, en relación con el que divergió y al que pertenece. Es tentador llamar “sociales” y “culturales” a las formaciones de poder que proceden por acumulación de regularidades puesto que ellas no tienen burocracia especializada por-fuera del Estado en el sentido estricto. Y ciertamente, es evidente que lo “social” y lo “cultural” no coinciden con el campo de las aplicaciones de reglas estatales, aunque no puedan separarse de ellas. Lo “social” y lo “cultural” desbordan por todas partes las reglas estatales. Hay culturas transnacionales y prenacionales, así como hay campos sociales sub-estatales, a menudo reconocidas oficialmente por el Estado como que escapan a su responsabilidad (lo “personal” y lo “privado”). Pero su reconocimiento oficial implica una reglamentación parcial, indirecta o negativa. Así, negativamente, la violencia doméstica puede suscitar la intervención estatal. La violencia o toda interrupción del régimen de funcionamiento social en continuo, crea la abertura por donde el Estado puede introducirse en espacios formalmente definidos como no-Estatales (el poder disciplinario de Foucault). En sentido positivo, el Estado puede ayudar a la inducción de los regímenes de funcionamiento social en continuo que le son favorables, por ejemplo por el matrimonio civil, la política de ayuda a la familia, y los sistemas de asistencia médica y económica (el biopoder de Foucault). Pero el tierno interés no puede ser objeto de leyes. Las expresiones efectivas de lo que hay de positivo en la pertenencia, escapan al Estado. Es por esto que el Estado, como todo aparato de reglamentación, sigue lo que él reglamenta. Sus aplicaciones siempre son retrospectivas, desentrañando y acorralando pertenencias salvajes que debe buscar desmontar, recanalizar en regímenes que le sean favorables. Lo Estático es incapaz de percibir la distinción entre una infracción a sus reglas y la emergencia de una nueva pertenencia, de un nuevo campo de potencial. No conoce sino lo negativo. Sólo puede construir el cambio de modo negativo como anuncio de una transgresión a los reglamentos que impondrá por derecho. Lo Estatal es por naturaleza reactivo (“estático” igualmente en el sentido en que favorece la estasis, cambiando solamente en respuesta a un exterior que sólo puede percibir como usurpación o perturbación). Como los estilos deportivos, la emergencia “social” y “cultural” se hace contra las reglas, pero sin romperlas. Para complicar aún las cosas, si lo “social” y lo “cultural” escapan a la esfera del Estado, lo Estatal es por su parte un ingrediente de lo “social” y de lo “cultural”. Su trascendencia se repliega en ellos, se les vuelve inmanente. Una burocracia participa en la catálisis de lo social y de lo cultural. Además, cada burocracia tiene una cultura que le es específica; su separación de ella se vuelve inmanente a la constitución en micro-sociedad.
Otro tipo de complicación hace más difícil aún la posibilidad de calificar globalmente ciertos espacios de acontecimiento como “social” o “cultural”. Cuando espacios de acontecimiento bifurcan entre producción de regularidad y reglamentación, la dimensión de acontecimiento sufre una división distinta pero correlativa. La dimensión de acontecimiento bifurca en dos sub-dimensiones:
1) Cifrar y codificar son formas de auto-referencialidad del acontecimiento; el acontecimiento se repliega sobre sí mismo, hacia su repetición. El replegamiento, la auto-referencia es lo que convierte al acontecimiento en espacio de acontecimiento. La producción de regularidad y la reglamentación que efectúan esta conversión deben ser concebidas en tanto que teniendo sus propias condiciones y su propio campo de potencial. El carácter físico del espacio de acontecimiento (la casa o el estadio) se duplican en una abstracción dinámica que le es propia, que gobierna su carácter repetible, distinto del carácter repetible de los acontecimientos que acoge. Cada espacio de acontecimiento prolifera. Las casas se hacen suburbios y los estadios federación. En tanto que cifrado y codificado, el espacio de acontecimiento es reproductible. Su reproducción produce un terreno inductivo para la emergencia en serie de los acontecimientos que siguen. Se reputa que son “los mismos” puesto que se producen en lo que se ha vuelto un espacio reconocible. Un tipo de espacio. Es la puesta en tipo del espacio de acontecimiento físico –la invariancia (regularidad y reglamento) de los elementos sustanciales que entran en su mezcla– la que produce los acontecimientos incorporales que de ello emergen en tanto que pudiendo ser reconocidos como “mismos”. (Por esto el “aislamiento”, la “desfamiliarización”, el “distanciamiento” o la “descontextualización” –medios de liberar el acontecimiento de su espacio de acontecimiento regular– son tan a menudo citados como condiciones del “arte” en tanto que práctica de transformación que resiste a su puesta en contenido por formaciones de poder sociales o culturales). El carácter reconocible del espacio se presta al acontecimiento como una imagen secundaria de invariancia sustancial sobre la variación incorporal. El carácter típico del espacio colorea los acontecimientos múltiples, los duplica de generalidad, confiriéndole a significaciones ya-constituidas, y a la reflexión, una conexión sobre la auto-expresión indeciblemente singular (sensible) de los acontecimientos; estos conservan cada uno un residuo de su carácter único, que excede su reconocimiento en tanto que perteneciente a un tipo. El reconocimiento produce un acontecimiento típico. Lo que significa molesto. El residuo de su carácter único lo hace “interesante” (un atractor, una sensación inductora) para un cuerpo situado afuera de su espacio (teniendo sobre él una perspectiva). La dimensión auto-referencial del acontecimiento es la inclusión en el devenir (como un múltiple-singular, una proliferación de lo que es único) del espacio del anti-acontecimiento de generalidad (carácter reconocible, semejanza) y de su percepción concomitante (la perspectiva). La auto-referencia, como sub-dimensión del acontecimiento, es el campo de potencial del devenir-inmanente de la trascendencia. El “interés” es el signo de la inclusión.
2) La transmisión mediática implica otra sub-dimensión del acontecimiento, inextricable e inseparable de la auto-referencialidad del acontecimiento. El carácter transitivo del acontecimiento prolifera igualmente. Pero esta proliferación atraviesa un umbral cualitativo. Cuando el acontecimiento pasa del estadio a la casa, vehiculado por las imágenes televisadas, cambia de naturaleza. Mientras que la auto-referencialidad tiene que ver con la reproducción, la transitividad del acontecimiento tiene que ver con la diferenciación. En momento de la transición transformacional, el acontecimiento regresa a su devenir, como pura inmanencia. El intervalo de la transmisión es pues muy diferente de la interrupción reglamentaria. En el intervalo mediático, el acontecimiento es una inmanencia material pero incorporal (un flujo electrónico) que se mueve en un medio tecnológico apropiado. Cuando encuentra su re-expresión analógica en imágenes televisivas, sus condiciones han cambiado de manera radical. Sus elementos sustanciales han sido homogeneizados y reducidos a los parámetros de los muros acústicos y de la pantalla. La capacidad del acontecimiento para disparar un efecto catalítico no está asegurada. Ya no es necesariamente un sujeto parcial, sino que debe ser ayudado a sostener ese rol. Su catálisis debe ser catalizada. Nunca hay “nada” en la televisión. Rara vez es “interesante”. En el nuevo espacio de acontecimiento, la distracción es más operatoria, en tanto que catalizador, que el interés. La televisión no es ante todo una asunto de perspectiva, como lo daba a pensar la vieja divisa “una ventana al mundo”. Lo que es reproducido de manera analógica en la pantalla no es más que una fracción del espacio de acontecimiento operatorio, que incluye el contenido de la casa tanto como la pantalla y lo que ella muestra. Sin embargo la casa no es tanto un continente como una membrana; un filtro de los exteriores que la penetran y la atraviesan continuamente. La televisión tiene mucho más que ver con una entrega en un espacio más o menos abierto que con una perspectiva de un espacio cerrado sobre otro, o de un espacio clausurado sobre un espacio abierto. Las expresiones colectivas que se producen en el espacio doméstico poroso, que incluyen la televisión en tanto que un humilde elemento en una mezcla compleja e íntegra de forma difusa, son altamente variables. Sin embargo, no se requerirá construir el carácter variable y poroso, el hecho de que la casa que acoge la televisión no es un continente, como significando que los acontecimientos producidos de manera regular con una participación televisiva, no son acontecimientos de puesta en contenido, y que la casa no es una formación de poder. La puesta en contenido tiene mucho más que ver con la creación de regímenes de entrada y de salida a través de los umbrales, que con el carácter impermeable de las fronteras. Esto también es cierto para la reglamentación de los espacios de acontecimiento codificados como para los espacios caracterizados por una cifra. Lo que es pertinente en un espacio de acontecimiento no es el hecho de que haya fronteras sino la cuestión de saber cuáles elementos deja pasar, siguiendo qué criterios, a qué velocidad, y para qué efecto. Estas variables definen un régimen de paso. La auto-referencia por aplicación o por reglamentación por una formación trascendente puede asegurar un régimen de paso más estricto (una abertura más selectiva). Las tecnologías comunicacionales que tienen acceso a la casa veinticuatro horas sobre veinticuatro horas (correo, teléfono y contestador, fax, Internet, radio, TV) abren los códigos domésticos a un pasaje muy intenso y altamente aleatorio de signos, por no decir cuerpos humanos. A pesar de los cerrojos en la puerta, el espacio de acontecimiento de la casa debe ser caracterizado por un régimen de paso muy laxo. Por un régimen de apertura a la circulación de los signos, a la entrega, a la absorción, el relé de sonidos, de palabras, de imágenes; la casa es un punto nodal en una red circulatoria de dimensiones múltiples (cada una correspondiendo a una tecnología de transmisión). Inundada por la transitividad. La casa es un punto nodal en un campo de inmanencia de extensión indefinida, al que las tecnologías de transmisión le dan cuerpo (proveyendo un espacio de acontecimiento especializado). El campo de inmanencia tecnologizado está puntuado por formaciones de trascendencia (generalidades, perspectivas, formaciones estatales, proto-estatales, de tipo estatal). Pero estas no lo reglamentan de manera efectiva. La red distribuye claramente más bien las trascendencias (las conecta de forma efectiva). Las formaciones de trascendencia son igualmente puntos nodales tomados en un campo de inmanencia que escapa por naturaleza a sus reglas (cualesquiera sean sus esfuerzos para domeñarlo; la des-regulación sigue siendo la consigna gubernamental).
La canalización tecnológicamente asistida de la transitividad del acontecimiento, constituye un modo de poder distinto, y codificaciones reglamentarias de lo Estatal y de los códigos productores de regularidad de lo “social” y de lo “cultural”, de los que ella agita continuamente los umbrales de auto-referencia. Lo transitivo (término menos entrampado que “comunicacional”) debe ser visto como el modo de poder dominante en lo que algunos están llevados a llamar la condición “postmoderna”. Su red es lo que conecta los códigos a los códigos, las reglamentaciones a las reglamentaciones, los códigos a las reglamentaciones, y cada uno a sus propias repeticiones en un flujo y reflujo de potencialización-y-puesta-en-contenido. La red distribuye. Entre-conecta. Religa. La red es la relacionalidad de lo que distribuye. Es el ser de un devenir colectivo. Las tecnologías comunicacionales dan cuerpo a la relacionalidad en tanto que tal, y en tanto que puesta en movimiento –en circulación– del acontecimiento. La circulación del acontecimiento es distinta, tanto de la tecnología de la transmisión (que es su duplicado corporal) como de su entrega, del otro lado del umbral. La circulación –transitividad del acontecimiento en sí mismo, en su devenir, es el intervalo que envuelve– invistiendo todos los umbrales.
Cada “clausura” está envuelta por la pura inmanencia de la transición. El medio de “comunicación” no es la tecnología. Es el intervalo mismo: la movilización (moveability) del acontecimiento, el desplazamiento del cambio, la relacionalidad por fuera de sus términos, la “comunicación” sin contenido, la comunicabilidad . Envuelto por la transitividad (comprendida aquí como una forma especial de transducción), lo propio del Estado y lo regularizado se producen en una atmósfera de modulación enrarecida. Mientras que la “comunicación” multiplica de manera siempre más insistente sus canales en una línea de aducción de dimensiones múltiples, lo indeterminado de la transitividad acontecimental penetra cada vez más en los espacios de potencialización-y-de-puesta-en-contenido. El singular tanto como el particular-general vienen a articularse en torno a lo indeterminado. O a nadar dentro, puesto que el umbral que envuelve no es una puerta sino el agente de un flujo que inunda. “Comunicación” designa un tráfico de la modulación. Es un modo especial de poder que aceita de indeterminación los espacios de acontecimiento, que alisa los umbrales de la puesta en contenido. Si el estilo local o individual es resistencia (entendida en un sentido de fricción más que de oposición: frotarse las reglas más bien que romperlas) es tanto la resistencia como la puesta en contenido las que son tomadas en flujo. Son sopladas, deportadas. Su deportación las conecta a la no-auto-referencialidad de su umbral, el intervalo; algo que no es completamente el afuera pero que sin embargo está por-fuera de la órbita del espacio de acontecimiento de llegada. Una pseudo-exo-referencialidad, hacia lo indeterminado. No lo “simplemente” indeterminado; lo indeterminado complejo, tecnológico, ontológico.
En la perspectiva de quien aquí se opone al modo de la puesta en contenido y de la reglamentación, esta situación sólo puede ser vivida como “crisis”. Todo, desde “la familia” hasta “la religión”, “la Izquierda y la Derecha” y el “gobierno” mismo, ha basculado en un estado auto-proclamado de crisis perpetua, y ello ha ocurrido más o menos en el mismo momento, cuando la penetración se acercó al punto de saturación. Y sin embargo siguen estando siempre ahí. El cambio no es una desaparición, sino una envoltura. Lo que cambió es que ninguno de ellos –ningún aparato de ciframiento o de codificación– puede pretender envolver, pues todos ellos están envueltos. Están soplados y bañados y, en virtud de esta condición compartida, se conectan. No son negados, son puestos en red. Entregados todos y cada uno a la transitividad, al evento indeterminado (para el que “crisis” no es un nombre peor que otros).
La disponibilidad para la puesta en red de la transmisión de acontecimientos no tiene que ver solamente con imágenes de los mass-media sino con la información en general, con las mercancías y con el dinero; a todo signo cuya operación de base es el flujo, y cuyo efecto inductivo/transductivo debe ser “realizado” (cuyo rol catalítico deber ser catalizado, cuya expresión debe ser expresada). Todos estos transmisores de acontecimiento tienen una fuerte carga de indeterminación, de potencial no-realizado (o, en el vocabulario deleuziano, “no actualizado”). Lo que ellos son, lo que será su acontecer, lo que se expresará con y a través de ellos, es altamente variable puesto que son co-catalizados de manera compleja por los elementos heterogéneos que pueblan los espacios que proliferan donde entran. Los transmisores de acontecimiento son signos inductivos/transductivos que ruedan buscando catálisis a través de múltiples proliferaciones. Su capacidad para catalizar –su aptitud para el papel de sujeto parcial– es también ella altamente variable. El más capaz es el dinero, signo cuya simple aparición asegura producir en cualquier situación, de una manera o de otra, una transformación incorporal. La menos catalítica es la información. Cada transmisor de acontecimiento es mantenido y distribuido por un aparato colectivo especializado que utiliza al menos una tecnología de canalización que le da cuerpo en el intervalo, cuando desaparece en su propia inmanencia (incluso los transmisores de base tecnológica retornan a la inmanencia; las cartas son puestas al correo metidas en sobres; se oculta su significación). Los cuerpos de intervalo eran de diferentes tipos, desde los buzones de cartas y las oficinas de correo hasta las líneas telefónicas, los computadores y las múltiples y diversas instituciones e instrumentos de las finanzas. Se anudan en una red capilar en expansión que atraviesa cada espacio de acontecimiento, y ello con una complejidad siempre creciente (y convergen desde hace poco, con el World Wide Web). Es por la complejidad de su interconexión tecnológica que forman un espacio de transitividad que envuelve y penetra, un espacio que no puede ya ser ignorado en tanto que formación de poder global de pleno derecho.
Esta nueva formación de poder tiene un nombre antiguo: capitalismo. Pues el dinero, en tanto que medio de pago o de inversión, es el único transmisor de acontecimiento que atraviesa cada espacio de acontecimiento, y que es transportado por cada cuerpo de intervalo, sin excepción. El capitalismo de hoy es la red capilar de lo capilar, el circulador de la circulación, el motor de la transitividad –la inmanencia de la inmanencia– hecha-cuerpo. El límite interno de lo relacional.
El modo de poder del capitalismo contemporáneo podría ser llamado control: ni cifrado ni codificación, ni reglamentación ni producción de regularidad, sino modulación que envuelve a los dos de manera inmanente . El poder del control puede decirse descodificación (puesta en inmanencia de los signos, que se vuelven vectores de un potencial indeterminado) y desterritorialización (extracción del acontecimiento de sus espacios particulares-generales de expresión y, en este caso, expedición de este acontecimiento en un espacio distribuido, a intervalo, sui generis). El poder del control es la descodificación y la desterritorialización distribuidas (prestas a la catálisis por una potencialización-y-puesta-en-contenido en un nuevo espacio; listas para el re-cifrado/recodificación y para la reterritorialización). El control es la modulación producida como factor de poder (su factor de flujo). Es lo que da o quita el poder al potencial. La captura última, no de los elementos de expresión, ni siquiera de la expresión, sino del movimiento del acontecimiento mismo.
No se trata de sub-estimar el control capitalista sino de llamar a su tráfico mundial de modulación, la estilización del poder. Se ha sostenido antes que el modelo del poder era la usurpación. ¿Qué es lo usurpado aquí? La expresión misma del potencial. El movimiento de relacionalidad. El devenir-juntos. La pertenencia. El capitalismo es la usurpación global de la pertenencia. No es simplemente una queja; es preciso reconocer que el poder es de acá en adelante, y de manera masiva, potencialización, sobre un nuevo modo planetario. Pero no se trata tampoco de una materia de celebración; la potencialización está también de manera completamente masiva entregada a espacios proliferadores de puesta en contenido. Es la observación inevitable: que la pertenencia en tanto que tal emergió como un problema de proporciones globales. Ni celebración, ni queja; un desafío para pensar y para vivir de nuevo lo individual y lo colectivo.
¿Qué es lo que viene de último?
Brian Massumi Humanities Research Center Australian National University, Canberra.
tr. Luis Alfonso Palau, Medellín , primera semana de agosto de 2013.
Instituto Tecnológico Metropolitano, Facultad de Artes y Humanidades, grupo de investigación “Devenires estéticos”
* Humanities Research Center. Australian National University, Canberra. Traductor de A Thousand Plateaus: Capitalism and Schizophrenia. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1987.
Tomado de: VV. AA. Gilles Deleuze. París: Vrin, 1998. pp. 119-140.
Economía política de la pertenencia
y la lógica de la relación
Próxima semana se publicará a Serres en referencia en este mismo texto: El Parásito.
¿Qué fue primero? ¿El individuo o la sociedad?
¿Cuál es el huevo y cuál es la gallina?
La teorización cultural y social ha procedido muy a menudo como si estas preguntas fuesen un punto de partida razonable. Existen los que examinan primero que todo al individuo y se detienen en las plumas. Cuando nociones tales como función, intercambio, contrato o razón son utilizadas para explicar la constitución de la sociedad, el individuo es la gallina. El gesto inaugural hace desaparecer la sociedad al evocar un rebaño atomizado de individuos que fabrican relaciones los unos con los otros sobre la base de un reconocimiento normativo de las necesidades compartidas y de los bienes comunes. Estos enfoques “fundacionales” han sido objeto de una crítica sin piedad, en particular con los teóricos de la deconstrucción porque ellos remiten más o menos explícitamente a un mito de los orígenes. Pero lo que no se ha subrayado suficientemente es que los enfoques que se definen contra el “partidismo de las gallinas” son, en su modo propio, otro tanto fundacionalistas. Los enfoques que privilegian nociones como la estructura, lo simbólico, el sistema semiótico, consideran primero lo que los otros colocan de segundo: el marco intersubjetivo. La sociedad toma ahora el lugar de un a priori, de un principio de intersubjetividad que hace eclosionar huevos-sujetos. El “fundamento” en este caso no es un origen mítico, pero no por ello deja de ser un fundamento. Traduce una inversión del primer tipo de fundacionalismo. Esta vez el gesto original hace desaparecer al individuo, de tal suerte que él reaparece en tanto que determinado por la sociedad y ya no en posición de determinarla. El individuo es definido por su “sitio” en el marco intersubjetivo. El fundamento es transpuesto de un eje temporal a un eje espacial, se vuelve topográfico, configuración del paisaje social; ya no estamos en el “érase una vez” sino en el reino del “siempre ahí”. Siguiendo este enfoque, en efecto, el individuo está en un sentido pre-eclosionado, puesto que la topografía que lo determina está ella misma predeterminada por una lógica planificada en términos de posiciones de base, de sus combinaciones y de sus permutaciones.
Llegó un tercer partido, mutante, que consideró esta querella más o menos interesante como la controversia swiftiana en cuanto a la mejor manera de atacar un huevo, por la punta gruesa o por la punta delgada. ¿Por qué no pueden ellos ver que lo mejor es tomarlo por el medio? Teorías recientes privilegian las nociones de híbrido, de cultura fronteriza (“border culture”) o de socialidad “perversa” revalorizada (“queer theory”). Estas teorías buscan desmontar el escenario de la gallina y del huevo, valorizando lo intermediario. El objetivo último es reencontrar un sitio para el cambio, para la innovación social, que han sido expulsados del nido por el movimiento en pinza, por una parte por la determinación de una norma de derecho, y por la otra por la determinación topográfica de un posicionamiento constitutivo. Pero en la medida en que el intermediario es concebido como un espacio de interacción de individuos y de sociedades ya constituidas, el partido del medio es reconducido al mapa de las posiciones. Tiene tendencia a describir al intermediario como mezcla o como parodia del siempre ya posicionado. El cambio social es reducido a una dimensión espacial, relegado a una marginalidad geográfica precaria, donde la mixtura en fermentación hierve de permutaciones posicionales no autorizadas. De forma aún más precaria, las teorías de la subjetividad como actuación acantonan el cambio en sitios cuya “marginalidad” se define no tanto por el lugar como por la evanescencia de rupturas paródicas momentáneas denominadas “subversión”. Como la subversión podría muy bien reaccionar sobre las posiciones de partida modificándolas duraderamente, se vuelve un problema insoluble. Los conceptos de mezcla, de margen y de parodia conservan una referencia necesaria a lo puro, al centro, a lo serio y al primer grado, sin los cuales se evaporan en la indeterminación lógica. Suprimid sus genitores y el híbrido desaparece; no ha sido construido aún ningún concepto que permita comprenderlo por sí mismo. El partido del medio conduce a la misma cosa que los otros dos, a la determinación. Desde que se recurre a la referencia fundadora que constituye la determinación, que ella sea determinación de algo o por algo, que sea intencional o por defecto, el cambio no puede ser comprendido mas que como la negación de la determinación; lo que está simplemente indeterminado. El dilema obsesiona a los tres partidos de modos diferentes, y las aporías que celebra el post-modernismo lo elevan a nivel de un valor.
Enigmas de este género frecuentan a otras parejas oposicionales que los teóricos contemporáneos tratan de pensar o de evitar: el cuerpo y la cultura, la comunidad y el Estado, el Este y el Oeste.
Existe quizás otro enfoque, no muy alejado en muchos puntos del tercer partido mutante del híbrido, pero que habría mutado nuevamente, escapando a la determinación por otra torsión filosófica. En un sentido, la debilidad de las teorías de la actuación es una fuerza. Hacer existir el cambio de una manera que guarde una referencia necesaria a lo ya constituido mantiene el papel crucial de las formaciones de poder y marca un rechazo del espontaneismo o del voluntarismo. La dificultad viene de que ningún medio ha sido propuesto para conceptualizar al intermediario en tanto que teniendo una consistencia lógica, e incluso un estatuto ontológico, propios. La conexión necesaria a lo ya constituido se vuelve entonces una relación de dependencia filial a la que la “subversión” debe sin cesar retornar para re-engendrar-se. Eterno retorno del fundamento.
¿Qué puede significar eso de conferir una consistencia lógica al intermediario? Significaría su inscripción en una lógica de la relación. Pues el intermediario, en tanto que tal, no es un ser que se sitúe en medio, es el ser del medio, el ser de una relación. Un ser situado, ya sea en el centro, en medio o en las márgenes, es un término en una relación. Insistir sobre el hecho de que una relación tiene un estatuto ontológico distinto del de sus términos puede parecer bizarro. Pero como la obra de Gilles Deleuze lo ha marcado de manera repetida, es claramente un paso indispensable para construir un concepto del cambio que haga algo de más, o algo distinto, a una negación, una desviación, una ruptura o una subversión. La hipótesis normal es que los términos de una relación preceden a su puesta en relación, están ya constituidos. La puesta en relación se limita a realizar configuraciones externas que estaban ya implícitas, en tanto que posibilidades, en la forma de los términos preexistentes. Ud. puede darle una nueva disposición al mobiliario, incluso trasladarlo a un nuevo lugar. Pero Ud. tendrá siempre los mismos viejos muebles. Plantear la hipótesis que los términos preceden la relación es un rasgo común de los enfoques que se caracterizan como empíricos. Tomar términos ya dados, extraer de su forma un sistema permutacional de lugares implícitos, proyectar ese sistema en un punto metafísico que precedería –estas son operaciones comunes, siguiendo modos variables– a los enfoques fenomenológicos y estructuralistas, y a muchas aproximaciones post-estructuralistas. Todas operan por calco a partir de lo ya constituido con el fin de explicar su constitución, y hacen funcionar una lógica de lapsus temporal, un círculo hermenéutico vicioso. Lo que cae con el lapsus es, una vez más, el cambio.
Es solamente cuando se afirma la exterioridad de la relación a sus términos, que se podrán evitar absurdidades como esa del huevo y la gallina, y que se puede hacer divergir la discusión de una referencia compulsiva al fundamento, y a lo que lo niega, hacia un pensamiento que compromete al cambio como tal, al entre-dos del devenir, no fundado y sin mediación. En ninguna parte es más evidente la necesidad de una tal divergencia que cuando se trata de términos como “cuerpo” y “cultura”, “individuo” y “sociedad”. ¿Es posible concebir un individuo independientemente de una sociedad? ¿O una sociedad sin individuos? Los individuos y las sociedades no son solamente inseparables desde el punto de vista empírico; son estrictamente simultáneos y consubstanciales. Incluso es absurdo hablar de ellos utilizando nociones de mediación, como si se tratase de entidades discretas que entran en relación extrínseca las unas con las otras. Y mucho más aún preguntarse sobre cuál término primaría sobre el otro en la determinación de la estabilidad y del cambio. Pero si ellos no pueden ser tomados como términos de una relación extrínseca, tal vez puedan ser concebidos como productos, efectos, co-derivados de una relación inmanente que sería el cambio en sí mismo. Dicho de otro modo: podrían ser concebidos como emergencias diferenciales a partir de una multiplicidad relacional que sería una con el devenir, y con la pertenencia. Desde este punto de vista, los “términos” podrían muy bien tener un aspecto muy diferente, de tal suerte que podría ser necesario redefinirlos en profundidad, re-disponerlos, por no decir quizás: prescindir de ellos. Lo que sigue no es sino un comienzo.
El Juego de la Pelota
Comencemos con un ejemplo: el balón de Michel Serres . Se sabe que Bruno Latour retomó el concepto de cuasi-objeto que Serres había introducido a partir del ejemplo de un balón en un partido de fútbol. Serres y Latour utilizan este concepto para volver a poner la relación entre el sujeto y el objeto en el telar del pensamiento. Más recientemente, Pierre Lévy utilizó el mismo ejemplo para volver a desplegar la relación entre el individuo y la colectividad. Lo siguiente se deriva de Lévy y se orienta hacia la noción de una individuación colectiva en torno a un punto de catálisis. Llamaré aquí a ese punto no un cuasi-objeto sino un sujeto parcial.
A la cuestión de saber qué es lo que fundamenta una formación tal como un deporte, o qué son sus condiciones de existencia, una respuesta evidente sería “las reglas del juego”. Pero en la historia del deporte, como más o menos para todas las formaciones colectivas, la codificación de las reglas sigue a la emergencia de un proto-deporte no formalizado que exhibe un amplio espectro de variaciones. Las reglas del juego formal capturan y someten las variaciones. Encuadran el juego y le dan la forma retrospectiva de un conjunto de relaciones constantes entre términos estandarizados. Una codificación es un encuadre derivado que se arroga el papel de fundamento. Uno puede preguntarse si todos los fundamentos no son de esta misma naturaleza: un marco regulador que viene después, antes que ser un fundamento efectivo. Desde el momento en que se aplican, las reglas confeccionan efectivamente el juego y lo regulan, ellas lo preceden. Su primacía es la de ser retrospectiva, o ficticia, pero no por ello deja de ser menos efectiva. Tiene toda la realidad de una formación de poder.
Si las reglas son capturas posteriores al juego, que toman la precedencia ¿de dónde la toman? Del proceso de donde el juego ha realmente emergido y que continúa haciéndolo evolucionar en la medida en que se producen circunstancias que fuerzan la modificación de las reglas. Las reglas fundadoras siguen fuerzas de variación a las que ellas se aplican. Esas fuerzas son endémicas al juego y constituyen las verdaderas condiciones de su emergencia. Las reglas determinan el juego desde el punto de vista formal, pero no lo condicionan (son su causa formal, no su causa eficiente).
Y ¿cuáles son pues las condiciones? Muy simplemente un campo. Si no hay campo no hay juego, y las reglas pierden entonces su poder. El campo es lo que es común al proto-juego y al juego formalizado, así como a las versiones informales del juego que coexisten con el juego oficial, y con toda la evolución futura del juego. El campo como condición común a toda variación está no formalizado, pero no por ello desprovisto de organización. Tiene la organización mínima que constituye una polarización. El campo está polarizado por dos atractores: las porterías. Todo movimiento en el juego tomará su lugar entre los polos y llevará hacia uno o hacia el otro. Son límites físicos. El juego se detiene cuando el balón anota el gol o cuando no lo logra. Las porterías sólo existen tendencialmente para el juego, como inductores de movimientos direccionales de los que marcan los límites exteriores (ataques logrados o malogrados). Las porterías polarizan el espacio que existe entre ellas. El campo de juego es un entre-dos de movimientos cargados. Las porterías son los signos de la atracción polar que es el motor del juego. Funcionan induciendo el juego. El campo en el sentido literal, el suelo encespedado que se extiende entre las porterías, es también un signo-límite inductor, más bien que un suelo en cualquier sentido fundador. El juego en sí mismo no tiene ni fundamento ni límite. Se lleva a cabo por encima del suelo-límite y entre las porterías-límites.
Poned dos equipos en un terreno engramado con porterías en cada extremo, y obtendréis una tensión inmediata, palpable. La atracción, de la que las porterías y el suelo son los signos inductores, es invisible y no sustancial; es un campo deformable de fuerzas activado por la presencia de cuerpos dentro de los límites-signos. La polaridad de las porterías define cada punto del campo, y cada movimiento en el campo en término de fuerzas, específicamente como movimiento potencial del balón, y de los equipos, hacia la meta. Cuando la bola se acerca a una portería, la intensidad del juego alcanza una cima. Cada gesto de los jugadores está hipercargado, hacia el lance a la portería o para rechazarlo. La pelota está cargada al más alto grado por el movimiento potencial hacia la portería, por su posición en la cancha, por la direccionalidad colectiva del equipo por entero orientado por el tanto que hay que marcar. El menor error, la menor falta de cálculo despotencializará dicho movimiento. Cuando eso ocurre, una descarga de tensión tan palpable como lo había sido el aumento de carga que la precedió, se propaga a través del terreno.
Si los arcos de la portería, el suelo y la presencia de los cuerpos humanos inducen el juego, el balón lo cataliza. El balón se convierte en foco para cada jugador, es el objeto de cada gesto. Aparentemente, cuando un jugador golpea la pelota, el jugador es el sujeto del movimiento y la bola su objeto. Pero si por sujeto entendemos el punto en el que se despliega un movimiento tendencial, es claro que el jugador no es el sujeto del juego. Es el balón. Los movimientos tendenciales del juego son colectivos, son movimientos de equipo, y su punto de aplicación es el balón. El balón organiza al equipo en torno a sí. Dónde y cómo él rebota, potencializa o despotencializa en modos diferenciales el terreno por entero, hace subir o descender la intensidad de los esfuerzos de los jugadores y del movimiento del equipo. El balón es el sujeto del juego. Más precisamente, el juego tiene por sujeto los desplazamientos del balón y la modificación continua del campo de potencial que entrañan esos desplazamientos. El balón, en tanto que cosa, es el objeto marcador del sujeto, su signo. Como las porterías y el suelo, la bola como término sustancial duplica al sujeto del juego, que es él mismo invisible y no sustancial, punto de catálisis de un campo de fuerza, punto cargado del potencial.
Puesto que la bola no es nada sin el continuo del potencial al que duplica, puesto que su efecto depende de la presencia física de una multiplicidad de otros cuerpos y de objetos de tipos variados, puesto que los parámetros de la acción están regulados por la aplicación de reglas, el objeto-signo catalítico puede ser denominado un sujeto parcial. El sujeto parcial cataliza el juego como todo, pero él mismo no es un todo. Atrae y organiza a los jugadores, que definen su papel efectivo en el juego, y el estado de conjunto del juego en todo momento, en términos de los movimientos potenciales de los jugadores con respecto a él. El balón pone a los jugadores en movimiento. El jugador es el objeto de la bola. Es verdad que es el jugador el que golpea la pelota. Pero ella debe ser considerada de alguna manera como un actor autónomo porque los efectos globales en el juego que producen sus desplazamientos no pueden ser producidos por ningún otro elemento del juego. Cuando el balón está en movimiento, el juego por entero está en movimiento con él. Sus desplazamientos son más que un movimiento local, son un acontecimiento global.
Si el balón es un sujeto parcial, cada jugador es un objeto parcial. El balón no se dirige a un jugador como un todo. Se dirige a los ojos del jugador, a sus oídos, a su tacto, por canales sensoriales separados. Esas impresiones sensoriales no son sintetizadas en una totalidad subjetiva, sino en un estado de disponibilidad intensiva para una respuesta refleja. La respuesta se expresa a través de una parte particular del cuerpo, en el caso del jugador de fútbol, por el pie. El balón se dirige al jugador de un modo limitado; con un tipo específico de posibilidad de acción fluye a través del cuerpo del jugador siguiendo canales muy particulares. Golpear el balón es sin duda una expresión, pero no es el jugador el que se expresa. Es una “ex–presión” del balón, en el sentido etimológico, puesto que la catálisis atractiva del balón le “extrae” el golpe del cuerpo del jugador y define su efecto expresivo en el juego global. El cuerpo del jugador es un punto nodal de expresión; no el sujeto del juego sino un canal material para la catálisis de un acontecimiento que afecta el estado global del juego. Mientras que el balón es el catalizador y las porterías los inductores, el punto nodal de expresión es un transductor, un canal para la transformación de un movimiento físico local en otro modo energético, el de una energía potencial. A través del golpe, se produce una transducción de la fuerza física humana en acontecimiento no-sustancial, que descarga un potencial que reorganiza el campo de los movimientos potenciales todo entero.
Los jugadores, en el calentamiento del juego, son extraídos de ellos mismos. Un jugador que es consciente de sí mismo en el momento en que golpea, falla el tiro. La consciencia de sí es la condición negativa del juego. El sentido reflexivo que los jugadores tienen de sí mismos es una fuente de interferencia que debe ser minimizada para que nada perturbe el flujo del juego a través de los canales. Cuando una jugadora se prepara para lanzar, no mira tanto el balón como el más allá de él. Evalúa en un modo reflejo (más bien que reflexivo) el movimiento potencial de la bola. Esto supone un cálculo instantáneo de la posición de cada jugadora en el terreno en relación las unas con las otras, en relación con la pelota y en relación con las dos porterías. Esto es por naturaleza del orden de la percepción vaga, más bien que del cálculo consciente, pues hay demasiados términos como para que sean tratados de manera reflexiva, y cada término es una variable más bien que una constante. Como los jugadores están en perpetuo movimiento, la relación de los unos con los otros, con el balón, con las porterías, es igualmente un flujo constante, demasiado complejo como para ser objeto de una medida; más bien sólo lo es de un registro bajo forma de torbellino de intensidad que se hace y se deshace, en medio de los cuales surge una vía para un movimiento potencial del balón. El jugador debe dejar su cuerpo entrenado, para que sintetice sus impresiones perceptuales, separadas en un sentido global de la intensidad. El sentido de la intensidad será vago pero orientado de manera que pueda extraer de ese cuerpo una expresión refleja de exactitud máxima. Mira más allá del balón, sintiendo directamente el potencial como tal, como un grado de intensidad, no medible pero sobre el que es posible actuar, que afecta el continuo polarizado del terreno. El jugador debe reducirse él mismo a un canal de juego. La subjetividad del jugador está desconectada entonces, mientras que él hace penetrar el campo de potencial en su sensación, y que él entra allí como sensación. Desde el punto de vista del juego, el jugador es esa sensación. La sensación es una canalización del campo de potencial en una acción local a partir de la que se produce de nuevo una transducción que crea una reconfiguración global del campo de potencial. La sensación es el modo bajo el cual el potencial está presente en el cuerpo percipiente. El jugador no juega sobre el suelo. Percibe, más allá de él y más allá del balón, el campo de potencial, no sustancial, real pero abstracto. Su juego está conectado directamente con el campo de potencial.
Sería un error identificar el reflejo con algo puramente físico. La percepción no se reduce nunca a una simple impresión. Es siempre compuesta. Cada impresión está cribada de fragmentos de intenciones y de memorias conscientes, la mayor parte de ellas jugando en ese momento sobre la estrategia de juego prevista, espejeos de reflexión y de lenguaje. Estos fragmentos no dan su marco a la percepción sino que entran en su campo de un modo parcelario, siguiendo la separación de los canales sensoriales que colectan las impresiones que los portan. Los elementos fragmentarios se vuelven a mezclar en un efecto compartido. Hacia ese efecto, en esta sensación, se contraen en el cuerpo niveles heterogéneos, y de su contracción sale una acción, una unidad de movimiento a través de la que su multiplicidad encuentra una expresión singular. El carácter físico del reflejo es el pasaje compartido a través del cuerpo de un conjunto heteróclito de elementos y de niveles. El “más bien reflejo que reflexivo” no marca ni una exclusión ni una oposición, sino más bien una conversión. La acción refleja es la diferenciación de la actividad humana, en el sentido en que esta última comprende también elementos de reflexión y de lenguaje, su re-canalización a través del cuerpo. El cuerpo no juega un papel de objeto, elemento sustancial entre otros, sino de objeto parcial, canal de conversión, transductor de los elementos sustanciales de la mezcla al mismo tiempo que de los fragmentos de elementos ya abstractos que ellos transportan, en un potencial sentido.
Siendo sentido el potencial, el jugador juega su campo de un modo directo. El potencial es el espacio del juego. Más precisamente, es una modificación del espacio. El espacio es el campo en el sentido literal, el suelo entre las porterías. Cualquiera sea, y cada uno de los movimientos de un jugador o del balón en ese espacio modifica la distribución del movimiento potencial a través de él. Cada una de esas modificaciones es un acontecimiento. El juego es la dimensión acontecimental que duplica el espacio empírico de los acontecimientos en el seno del cual los términos sustanciales en juego interactúan físicamente. La dimensión acontecimental sobrevuela el suelo, está entre las dos porterías, entre los jugadores y por todos lados en torno al balón. Es a través de ella que los elementos sustanciales entran en relación y efectúan transformaciones globales. Ella no es nada sin ellos. Son inertes y desconectados sin ella, una colección de simples cosas, aisladas a pesar de los elementos fragmentarios de reflexión y de lenguaje que transportan. Es la dimensión acontecimental de lo potencial –no el sistema lengüeril y las operaciones reflexivas que el autoriza– la que efectúa el relacionamiento de los elementos, su pertenencia los unos a los otros. Esta pertenencia es una “abstracción” dinámica corporal; de lo corporal “se extrae” su dinámica (“conversión transductiva”). La pertenencia se produce sin mediación, ella está siempre en curso, nunca ya constituida. Es la apertura de los cuerpos los unos a los otros, y a lo que no son, el acontecimiento incorporal. En conexión directa. Es decir, en toma direccional, vector ontológico. La conversión transductiva es un vector ontológico que reúne la heterogeneidad de los elementos sustanciales, al mismo tiempo que las abstracciones de lenguaje ya constituidas, y hace de su puesta juntos la materia del cambio.
Aunque la dimensión acontecimental de lo potencial esté “entre”, ella no tiene nada de un híbrido o de una mezcla. Es inseparable de, e irreductible a, la colección de los elementos sustanciales y de los elementos ya abstractos a través de la mezcla inductiva, catalítica, transductiva de los que ella se ha liberado y reconfigurado. El campo de potencial es el efecto de la entre-mezcla contingente de los elementos, pero es lógica y ontológicamente distinto de los elementos. En sí mismo no está compuesto de partes o de términos en relación, sino de modulaciones, de modificaciones locales del potencial que entraña una reconfiguración global. El campo de potencial es exterior a los elementos, o a los términos en juego, pero él no está en nada distinto al potencial que es. Es inmanente. Es la inmanencia de los elementos sustanciales de la mezcla a su propia modulación continua. El campo de inmanencia no es los elementos de la mezcla. Él es su devenir. Pertenecer, es devenir.
Es en apariencia solamente que los jugadores se reportan los unos a los otros empíricamente, como términos discretos puestos en comunicación por la reflexión y el lenguaje. Se refieren los unos a los otros en su devenir colectivo, un nivel ontológico distinto que viene a duplicar su ser sustancial. Es este devenir colectivo el que es la condición de una formación como el deporte, rasgo común del proto-juego, del juego oficial, de las versiones oficiosas que coexisten con este último, y de todas las variaciones que podrán venir. Aunque sea inseparable de los elementos empíricos de la mezcla contingente del que él es un efecto, el campo de inmanencia es extra-empírico, en exceso con respecto al carácter sustancial de los términos ya constituidos. Como una dimensión del devenir que reúne el proto-juego, el juego contemporáneo y el juego futuro, él es también transhistórico, que escapa a la clausura de un momento histórico particular. Es extra-empírico y transhistórico, pero no funda nada. Pues él es el efecto contingente de lo que condiciona. Este es un círculo lógico, pero no uno vicioso pues es también un circuito ontológico en torno a una apertura; una transición de fase entre lo sustancial y lo potencial sin la que el movimiento sería una simple repetición de términos pre-dados que entran en relaciones pre-autorizadas, pre-meditadas. El circuito opera entre lo sustancial –o más generalmente lo actual (e incluso las abstracciones de significación ya constituidas)– y lo potencial. La transición de fase entre actual y potencial es la apertura a través de la que la contingencia empírica –la entremezcla de cuerpos, de cosas y de signos ya constituidas– se expresa como devenir coordinado. Esta expresión es la condición efectiva del cambio colectivo (pertenencia abierta).
El cambio es una relación emergente, el devenir sensible, en las condiciones empíricas de la mezcla, de una modulación de lo potencial. Luego de la emergencia viene la captura y la puesta en contenido. Se codifican y se aplican reglas. La mezcla de los cuerpos, de los objetos y de los signos es estandarizada y regulada. El devenir se vuelve narrable y analizable; el devenir se vuelve historia.
Es solamente abandonando la historia para regresar a la inmanencia del campo de potencial que se puede producir el cambio. Incluso en un deporte codificado y regulado, una apertura existe a eso. Se llama el estilo. El estilo es lo que hace al jugador. Lo que hace de un jugador una vedette es algo más que una técnica perfecta. Esta última produce simplemente un jugador competente. A la perfección técnica, la vedette le añade algo. Quizás una manera de atraer la atención de los jugadores del equipo adverso, de hacerlos conscientes de ellos mismos y de desestabilizarlos. Quizás un fingimiento añadido a cada golpe al balón. O una rotación imperceptible. Pequeños suplementos. Medios pequeños pero eficaces de ir al sesgo con los movimientos potenciales que componen el campo. El jugador-vedette es el que modifica los mecanismos esperados que canalizan el campo potencial. La vedette juega contra las reglas. No en el sentido en que las infrinja, sino porque las evita, añade a la mezcla cargas de pequeñas contingencias no reguladas. Añade variaciones “libres”, en el sentido de acciones que modulan en un modo que escapa a las reglas del juego. El estilo de una vedette es siempre una provocación para el árbitro, que debe examinar y juzgar suplementos apenas perceptibles, que son poca cosa tomados separadamente pero constituyen una ventaja por la eficacia desproporcionada con la que canalizan el potencial. Si la provocación va demasiado lejos, nuevas reglas deben ser inventadas que subsuman los asuntos modulatorios. Tomemos el ejemplo de otro deporte, el tenis. La invención del servicio potente empujó a ese deporte al borde de la crisis –una crisis de molestia suscitada por juegos que se reducían a un intercambio–, lo que implicó llamados a una reforma del deporte. La crisis fue el efecto de estilos individuales que portan nombres tales como McEnroe y Borg.
Es a través de las variaciones estilísticas libres que evoluciona un deporte ya constituido. La “individualidad” del estilo es una individuación colectiva, en razón de su dependencia absoluta de la entre-mezcla de los múltiples y heterogéneos elementos de un deporte. Pero también porque es el motor de la evolución del deporte en lo que hay de singular. Un estilo es la individuación en germen del deporte. El cuerpo individual que canaliza el potencial evolutivo es un punto nodal de expresión para un devenir colectivo. Un cuerpo tiene estilo en y a través de su papel de objeto parcial solamente. La vedette es el que se funde de la forma más eficaz en lo colectivo, y hacia su devenir. Este devenir es inextricablemente estético (estilístico) y ontológico (emergente) .
La mención de los árbitros que pistan los pequeños suplementos podría ser asimilada al reconocimiento velado de que las reglas del juego son completamente determinantes. ¿No aplica el árbitro en el terreno las reglas y acaso no regula los movimientos? ¿No regresamos por ello a la fundación sobre roca sólida de la ley que comanda?
Pero mire lo que hace verdaderamente un árbitro. Un árbitro detiene la acción. El árbitro detiene y reflexiona. La intervención de un árbitro es una interrupción que produce una abertura para una aplicación de las reglas. Un tipo de abertura diferente, en un movimiento inverso. Ya lo he sostenido: las reglas son retrospectivas. Ellas constituyen un seguimiento que codifica la emergencia, seguimiento que se aplica de rebote sobre el devenir. La aplicación opera el aislamiento de un movimiento de un modo que prende con alfiler la responsabilidad de sus efectos sensibles en un cuerpo que juega individual. Cuando ese movimiento y ese cuerpo son aislados estamos ante la inmanencia del campo de potencial. La parada disciplinaria despotencializa momentáneamente el campo, de tal suerte que sus elementos intensivos aparecen a la mirada entrenada como términos separados en relación extrínseca los unos de los otros. Las canalizaciones de las modulaciones globales del campo, cuyas condiciones son de parte a parte colectivas, quedan reducidas a movimientos locales y a un efecto desviador. Es ahora cuando el jugador, y no el deporte, es individualizado por la aplicación disciplinaria, reguladora, autorizada y reconocida por el grupo, de las reglas. Esta individualización es una ficción, una ficción que regula efectivamente y presupone la interrupción del juego. Es la intervención de una operación trascendente en la variación continua del campo de inmanencia que hace aparecer los puntos nodales de expresión como términos discretos, sustanciales, manteniendo una relación extrínseca los unos con los otros. Desde el punto de vista de las reglas, la forma codificable de esta relación extrínseca determina las propiedades intrínsecas del juego: bueno o malo. El campo de inmanencia es interrumpido por una operación trascendente que instituye un régimen de relacionamiento extrínseco-intrínseco que presupone la interrupción del relacionamiento inmanente. El conjunto autorizado de los movimientos entre términos ya-constituidos es reafirmado. La dimensión del juego se reduce a un espacio repetitivo de reglas disciplinarias. El cambio, la variación, son capturados y contenidos. La modulación inmanente del juego le hace sitio al modelo todopoderoso del juego.
La captura y la puesta en contenido no son simplemente negativas. Su trascendencia misma se vuelve un elemento productivo en la mezcla cuyo efecto es el campo de inmanencia. Las reglas se vuelven parte integrante del juego, sin dejar de ser una intervención trascendente. Así mismo como en el reflejo el lenguaje se vuelve cuerpo, en el juego la trascendencia como tal se vuelve inmanente. Hace circuito en la inmanencia. Las reglas son el órgano de preservación del campo de juego. Son la condición de la identidad del juego a través de su repetición en serie, en tiempos y lugares diferentes. El carácter positivo de las reglas tiene que ver con la preservación. Y su carácter negativo igualmente. Capturar y codificar funcionan en los dos sentidos. Negativamente, detienen y contienen la variación. Positivamente, preservan el juego en la repetición. Si el juego no pudiera ser repetido, la variación no tendría ninguna posibilidad de resurgir. No tendría ninguna ocasión de reafirmarse. Desde un punto de vista (el de los productores de reglas y de los árbitros) la variación es un alejamiento de la identidad. Desde otro punto de vista, la identidad es un momento (un desvío productivo) en la continuación de la variación.
El segundo punto de vista es creativo, o estético. Con la única diferencia de que lo creativo no es un punto de vista. No es una perspectiva sobre el juego, o sobre cualquier cosa. Está adentro. Un adentro dinámico. El ser de un medio colectivo: la pertenencia en devenir. La perspectiva signa una separación con el cambio. Es la marca de una captura que codifica; una demarcación del espacio de interrupción. Una perspectiva es un espacio de anti-acontecimiento. Así como la trascendencia se vuelve un elemento productivo en la mezcla en la que el campo es inmanente, el espacio de anti-acontecimiento de la perspectiva deviene un elemento productivo del espacio de acontecimiento. El suelo incluye los puntos de vista tomados sobre él. Oficialmente hablando ¿qué sería un terreno de futbol sin un árbitro? No oficial. La inclusión de este espacio de anti-acontecimiento en el espacio de acontecimiento no permite solamente cualificar los movimientos particulares del juego en términos de tipo (de atribuir las propiedades intrínsecas de bueno o de malo en tanto que comunes a otros tantos movimientos distintos como se quiera). “Tipifica” el juego en tanto que tal; en tanto que “oficial”, conforme. El espacio de anti-acontecimiento inyecta la generalidad en la particularidad del juego, con la que se funde en una expresión de la singularidad del juego (el juego en tanto que tal, ese juego… un acontecimiento). A través de la codificación, la historia del juego opera entre el nivel de lo general y el de lo particular. El devenir del juego es la conversión transductiva de lo general-particular (histórico) en lo que lo general-particular no es (singular). En general, nada ocurre. En particular, hay cosas que están típicamente a punto de ocurrir o ya ocurrieron (buen <juego>, mal<juego>, ganar o perder). Pero “ocurrir” es singularmente por-fuera de “tal” modelo o tipo, en tanto que “éste”; “un” acontecimiento llega por encima, en torno, entre. En el hacer, adentro; en la abertura del resultado.
Además de la del árbitro, hay otras perspectivas en el juego. Los hinchas también individualizan a los jugadores y los equipos, les atribuyen propiedades intrínsecas y que ordenan la serie de sus relaciones extrínsecas en una historia lineal reconocible (una progresión modelo). No es por aplicación regulativa sino por implicación afectiva que la perspectiva del público está incluida en el juego. La excitación o la decepción del público en el estadio añade elementos sonoros a la mezcla que contribuyen directamente a la modulación del campo de potencial. La reacción del público está ella misma modulada por las individualizaciones acumuladas del juego por los espectadores; su conocimiento ya-constituido y adhesión a las historias de los jugadores y de los equipos.
La perspectiva de los espectadores de la TV es diferente. Sus individuaciones no se repliegan directamente en el campo de juego. Muy por el contrario, por intermedio del público televisivo, el juego se despliega afuera de su propio espacio de acontecimiento, en otro. El juego televisado penetra la casa como un jugador domestico. Tomemos el ejemplo del fútbol americano. En el Super Bowl Sunday, acontecimiento culminante de la estación de futbol (americano), corresponde una cima estadística: año tras año, ese día está marcado por la tasa más elevada de violencia doméstica. La entrada del juego en la casa, en su summum de intensidad, trastorna el frágil equilibrio de la familia entera. El régimen de las relaciones entre los cuerpos-en-la-casa es puesto en problemas. El acontecimiento-juego interrumpe momentáneamente el régimen de las relaciones extrínsecas que regula generalmente los cuerpos domésticos, tal como lo tipifica el género sexuado (gender). De ello resulta un conflicto: un conflicto de géneros a propósito de códigos de socialidad opuestos, de derechos de acceso a partes de la casa y a su contenido, y de rituales de servidumbre. El sitio doméstico socio-histórico se convierte en un espacio de acontecimiento. La televisión se distingue de repente del trasfondo del mobiliario, y se impone en tanto que sujeto parcial catalítico, que organiza los cuerpos domésticos en torno a ella en función de los potenciales diferenciados atribuidos generalmente a su género sexuado. Durante un momento todo está en el aire, y en torno a la televisión, y entre el salón y la cocina. Cerca de la televisión, las palabras y los gestos adquieren una intensidad inhabitual. El espacio doméstico es repotencializado. Cualquier cosa podría ocurrir. El cuerpo macho, que siente el potencial, opera una transducción de los elementos heterogéneos de la situación en una disposición refleja a la violencia. El “juego” está equipado por la propensión ya-constituida del macho a golpear. El régimen típico de las relaciones es reimpuesto en la unidad del movimiento de la mano contra el rostro. El golpe expresa la realidad empírica de la situación; la recuperación por parte de la formación de poder macho del espacio doméstico. El acontecimiento cortocircuita. El acontecimiento recaptura. El espacio de acontecimiento doméstico es enviado a lo que era: el continente de relaciones asimétricas entre términos ya constituidos según el género sexuado. Replegamiento en domesticación. Pertenencia codificada y no devenir.
La transmisión de las imágenes operó una conversión transductiva del potencial-y-puesta-en-contenido deportivo en potencial-y-puesta-en-contenido sexuado. El acontecimiento emigró y cambió de naturaleza. La transmisión por los media es el devenir del acontecimiento. Todas las operaciones que juegan un papel en el espacio de juego toman un rol en el espacio de los cuerpos. Toman un rol y modifican los papeles: la inducción, la transducción, la catálisis; los signos, el objeto parcial, el sujeto parcial; la aplicación expresiva (replegamiento), la codificación; la captura y la puesta en contenido. Cuando la dimensión de acontecimiento migra hacia un nuevo espacio, sus elementos se modulan. No hay modelo general para la catálisis de un acontecimiento. Cada vez que un acontecimiento migra, es re-condicionado. En el espacio de la casa, la televisión y las imágenes que ella transmite son signos inductivos. Las imágenes son también transductores. Y ellas contribuyen a la catálisis del acontecimiento doméstico. La televisión en tanto que mueble combina las funciones del signo, del objeto parcial y del sujeto parcial, lo que hace de ella un término clave del espacio doméstico. A pesar de las múltiples operaciones que le son asignadas, la televisión tiene un poder de catálisis más débil que el balón de fútbol. Aunque los acontecimientos de violencia doméstica sean corrientes, no se producen con la regularidad con la que el juego de fútbol es gatillado por la llegada del balón en un estadio preparado para el acontecimiento. En los dos casos el potencial global que exhala el acontecimiento está compuesto de sub-campos. Por ejemplo, la aplicación en el estadio de las reglas de juego, y las reacciones del público, pueden ser consideradas como teniendo su propio campo de potencial, preparado por los signos inductivos que le son propios, y teniendo sus propios transductores especializados. Cada campo de potencial se produce en la intersección de una pluralidad de sub-campos, cada uno compuesto de elementos heterogéneos. Los campos en intersección en torno al espacio de acontecimiento doméstico están estratificados de manera tan compleja como los del estadio, sino aún más. Sin embargo, los sub-campos (la arquitectura de la casa, los usos domésticos, el régimen sexuado inconsciente, la ideología sexuada consciente, etc.) se mantienen juntos menos firmemente. El espacio doméstico no está codificado; no hay reglas escritas que gobiernen la producción de un acontecimiento de violencia doméstica (ni tampoco de ternura). La domesticidad está cifrada. El cifrado es también una modelización, pero sin regulación formal. La modelización se produce por la acumulación de relaciones ya-constituidas, contraídas en el cuerpo en tanto que hábitos (lo que incluye la creencia: significación habituada).
Ciertamente, hay reglas formales que hacen parte de la mezcla (la ley civil concierne el matrimonio y la cohabitación; y las leyes penales conciernen las heridas a las personas). Pero en el conjunto, la formación de poder doméstico opera por la producción informal de regularidades, por oposición a la aplicación formal de reglas.
Hay comunicación permanente y co-funcionamiento entre las formaciones de poder que operan de manera predominante por acumulación y producción de regularidades, y las que operan por aplicación y reglamentación. En general, las formaciones de poder de tipo reglamentario son Estáticas, son formaciones de Estado, de proto-Estado y de tipo estatal. Lo estatal se define por la separación de la institución que tiene a cargo la aplicación; una burocracia especializada cuyo juicio se repliega, en una operación de trascendencia, sobre el espacio de acontecimiento del que ha emergido, en relación con el que divergió y al que pertenece. Es tentador llamar “sociales” y “culturales” a las formaciones de poder que proceden por acumulación de regularidades puesto que ellas no tienen burocracia especializada por-fuera del Estado en el sentido estricto. Y ciertamente, es evidente que lo “social” y lo “cultural” no coinciden con el campo de las aplicaciones de reglas estatales, aunque no puedan separarse de ellas. Lo “social” y lo “cultural” desbordan por todas partes las reglas estatales. Hay culturas transnacionales y prenacionales, así como hay campos sociales sub-estatales, a menudo reconocidas oficialmente por el Estado como que escapan a su responsabilidad (lo “personal” y lo “privado”). Pero su reconocimiento oficial implica una reglamentación parcial, indirecta o negativa. Así, negativamente, la violencia doméstica puede suscitar la intervención estatal. La violencia o toda interrupción del régimen de funcionamiento social en continuo, crea la abertura por donde el Estado puede introducirse en espacios formalmente definidos como no-Estatales (el poder disciplinario de Foucault). En sentido positivo, el Estado puede ayudar a la inducción de los regímenes de funcionamiento social en continuo que le son favorables, por ejemplo por el matrimonio civil, la política de ayuda a la familia, y los sistemas de asistencia médica y económica (el biopoder de Foucault). Pero el tierno interés no puede ser objeto de leyes. Las expresiones efectivas de lo que hay de positivo en la pertenencia, escapan al Estado. Es por esto que el Estado, como todo aparato de reglamentación, sigue lo que él reglamenta. Sus aplicaciones siempre son retrospectivas, desentrañando y acorralando pertenencias salvajes que debe buscar desmontar, recanalizar en regímenes que le sean favorables. Lo Estático es incapaz de percibir la distinción entre una infracción a sus reglas y la emergencia de una nueva pertenencia, de un nuevo campo de potencial. No conoce sino lo negativo. Sólo puede construir el cambio de modo negativo como anuncio de una transgresión a los reglamentos que impondrá por derecho. Lo Estatal es por naturaleza reactivo (“estático” igualmente en el sentido en que favorece la estasis, cambiando solamente en respuesta a un exterior que sólo puede percibir como usurpación o perturbación). Como los estilos deportivos, la emergencia “social” y “cultural” se hace contra las reglas, pero sin romperlas. Para complicar aún las cosas, si lo “social” y lo “cultural” escapan a la esfera del Estado, lo Estatal es por su parte un ingrediente de lo “social” y de lo “cultural”. Su trascendencia se repliega en ellos, se les vuelve inmanente. Una burocracia participa en la catálisis de lo social y de lo cultural. Además, cada burocracia tiene una cultura que le es específica; su separación de ella se vuelve inmanente a la constitución en micro-sociedad.
Otro tipo de complicación hace más difícil aún la posibilidad de calificar globalmente ciertos espacios de acontecimiento como “social” o “cultural”. Cuando espacios de acontecimiento bifurcan entre producción de regularidad y reglamentación, la dimensión de acontecimiento sufre una división distinta pero correlativa. La dimensión de acontecimiento bifurca en dos sub-dimensiones:
1) Cifrar y codificar son formas de auto-referencialidad del acontecimiento; el acontecimiento se repliega sobre sí mismo, hacia su repetición. El replegamiento, la auto-referencia es lo que convierte al acontecimiento en espacio de acontecimiento. La producción de regularidad y la reglamentación que efectúan esta conversión deben ser concebidas en tanto que teniendo sus propias condiciones y su propio campo de potencial. El carácter físico del espacio de acontecimiento (la casa o el estadio) se duplican en una abstracción dinámica que le es propia, que gobierna su carácter repetible, distinto del carácter repetible de los acontecimientos que acoge. Cada espacio de acontecimiento prolifera. Las casas se hacen suburbios y los estadios federación. En tanto que cifrado y codificado, el espacio de acontecimiento es reproductible. Su reproducción produce un terreno inductivo para la emergencia en serie de los acontecimientos que siguen. Se reputa que son “los mismos” puesto que se producen en lo que se ha vuelto un espacio reconocible. Un tipo de espacio. Es la puesta en tipo del espacio de acontecimiento físico –la invariancia (regularidad y reglamento) de los elementos sustanciales que entran en su mezcla– la que produce los acontecimientos incorporales que de ello emergen en tanto que pudiendo ser reconocidos como “mismos”. (Por esto el “aislamiento”, la “desfamiliarización”, el “distanciamiento” o la “descontextualización” –medios de liberar el acontecimiento de su espacio de acontecimiento regular– son tan a menudo citados como condiciones del “arte” en tanto que práctica de transformación que resiste a su puesta en contenido por formaciones de poder sociales o culturales). El carácter reconocible del espacio se presta al acontecimiento como una imagen secundaria de invariancia sustancial sobre la variación incorporal. El carácter típico del espacio colorea los acontecimientos múltiples, los duplica de generalidad, confiriéndole a significaciones ya-constituidas, y a la reflexión, una conexión sobre la auto-expresión indeciblemente singular (sensible) de los acontecimientos; estos conservan cada uno un residuo de su carácter único, que excede su reconocimiento en tanto que perteneciente a un tipo. El reconocimiento produce un acontecimiento típico. Lo que significa molesto. El residuo de su carácter único lo hace “interesante” (un atractor, una sensación inductora) para un cuerpo situado afuera de su espacio (teniendo sobre él una perspectiva). La dimensión auto-referencial del acontecimiento es la inclusión en el devenir (como un múltiple-singular, una proliferación de lo que es único) del espacio del anti-acontecimiento de generalidad (carácter reconocible, semejanza) y de su percepción concomitante (la perspectiva). La auto-referencia, como sub-dimensión del acontecimiento, es el campo de potencial del devenir-inmanente de la trascendencia. El “interés” es el signo de la inclusión.
2) La transmisión mediática implica otra sub-dimensión del acontecimiento, inextricable e inseparable de la auto-referencialidad del acontecimiento. El carácter transitivo del acontecimiento prolifera igualmente. Pero esta proliferación atraviesa un umbral cualitativo. Cuando el acontecimiento pasa del estadio a la casa, vehiculado por las imágenes televisadas, cambia de naturaleza. Mientras que la auto-referencialidad tiene que ver con la reproducción, la transitividad del acontecimiento tiene que ver con la diferenciación. En momento de la transición transformacional, el acontecimiento regresa a su devenir, como pura inmanencia. El intervalo de la transmisión es pues muy diferente de la interrupción reglamentaria. En el intervalo mediático, el acontecimiento es una inmanencia material pero incorporal (un flujo electrónico) que se mueve en un medio tecnológico apropiado. Cuando encuentra su re-expresión analógica en imágenes televisivas, sus condiciones han cambiado de manera radical. Sus elementos sustanciales han sido homogeneizados y reducidos a los parámetros de los muros acústicos y de la pantalla. La capacidad del acontecimiento para disparar un efecto catalítico no está asegurada. Ya no es necesariamente un sujeto parcial, sino que debe ser ayudado a sostener ese rol. Su catálisis debe ser catalizada. Nunca hay “nada” en la televisión. Rara vez es “interesante”. En el nuevo espacio de acontecimiento, la distracción es más operatoria, en tanto que catalizador, que el interés. La televisión no es ante todo una asunto de perspectiva, como lo daba a pensar la vieja divisa “una ventana al mundo”. Lo que es reproducido de manera analógica en la pantalla no es más que una fracción del espacio de acontecimiento operatorio, que incluye el contenido de la casa tanto como la pantalla y lo que ella muestra. Sin embargo la casa no es tanto un continente como una membrana; un filtro de los exteriores que la penetran y la atraviesan continuamente. La televisión tiene mucho más que ver con una entrega en un espacio más o menos abierto que con una perspectiva de un espacio cerrado sobre otro, o de un espacio clausurado sobre un espacio abierto. Las expresiones colectivas que se producen en el espacio doméstico poroso, que incluyen la televisión en tanto que un humilde elemento en una mezcla compleja e íntegra de forma difusa, son altamente variables. Sin embargo, no se requerirá construir el carácter variable y poroso, el hecho de que la casa que acoge la televisión no es un continente, como significando que los acontecimientos producidos de manera regular con una participación televisiva, no son acontecimientos de puesta en contenido, y que la casa no es una formación de poder. La puesta en contenido tiene mucho más que ver con la creación de regímenes de entrada y de salida a través de los umbrales, que con el carácter impermeable de las fronteras. Esto también es cierto para la reglamentación de los espacios de acontecimiento codificados como para los espacios caracterizados por una cifra. Lo que es pertinente en un espacio de acontecimiento no es el hecho de que haya fronteras sino la cuestión de saber cuáles elementos deja pasar, siguiendo qué criterios, a qué velocidad, y para qué efecto. Estas variables definen un régimen de paso. La auto-referencia por aplicación o por reglamentación por una formación trascendente puede asegurar un régimen de paso más estricto (una abertura más selectiva). Las tecnologías comunicacionales que tienen acceso a la casa veinticuatro horas sobre veinticuatro horas (correo, teléfono y contestador, fax, Internet, radio, TV) abren los códigos domésticos a un pasaje muy intenso y altamente aleatorio de signos, por no decir cuerpos humanos. A pesar de los cerrojos en la puerta, el espacio de acontecimiento de la casa debe ser caracterizado por un régimen de paso muy laxo. Por un régimen de apertura a la circulación de los signos, a la entrega, a la absorción, el relé de sonidos, de palabras, de imágenes; la casa es un punto nodal en una red circulatoria de dimensiones múltiples (cada una correspondiendo a una tecnología de transmisión). Inundada por la transitividad. La casa es un punto nodal en un campo de inmanencia de extensión indefinida, al que las tecnologías de transmisión le dan cuerpo (proveyendo un espacio de acontecimiento especializado). El campo de inmanencia tecnologizado está puntuado por formaciones de trascendencia (generalidades, perspectivas, formaciones estatales, proto-estatales, de tipo estatal). Pero estas no lo reglamentan de manera efectiva. La red distribuye claramente más bien las trascendencias (las conecta de forma efectiva). Las formaciones de trascendencia son igualmente puntos nodales tomados en un campo de inmanencia que escapa por naturaleza a sus reglas (cualesquiera sean sus esfuerzos para domeñarlo; la des-regulación sigue siendo la consigna gubernamental).
La canalización tecnológicamente asistida de la transitividad del acontecimiento, constituye un modo de poder distinto, y codificaciones reglamentarias de lo Estatal y de los códigos productores de regularidad de lo “social” y de lo “cultural”, de los que ella agita continuamente los umbrales de auto-referencia. Lo transitivo (término menos entrampado que “comunicacional”) debe ser visto como el modo de poder dominante en lo que algunos están llevados a llamar la condición “postmoderna”. Su red es lo que conecta los códigos a los códigos, las reglamentaciones a las reglamentaciones, los códigos a las reglamentaciones, y cada uno a sus propias repeticiones en un flujo y reflujo de potencialización-y-puesta-en-contenido. La red distribuye. Entre-conecta. Religa. La red es la relacionalidad de lo que distribuye. Es el ser de un devenir colectivo. Las tecnologías comunicacionales dan cuerpo a la relacionalidad en tanto que tal, y en tanto que puesta en movimiento –en circulación– del acontecimiento. La circulación del acontecimiento es distinta, tanto de la tecnología de la transmisión (que es su duplicado corporal) como de su entrega, del otro lado del umbral. La circulación –transitividad del acontecimiento en sí mismo, en su devenir, es el intervalo que envuelve– invistiendo todos los umbrales.
Cada “clausura” está envuelta por la pura inmanencia de la transición. El medio de “comunicación” no es la tecnología. Es el intervalo mismo: la movilización (moveability) del acontecimiento, el desplazamiento del cambio, la relacionalidad por fuera de sus términos, la “comunicación” sin contenido, la comunicabilidad . Envuelto por la transitividad (comprendida aquí como una forma especial de transducción), lo propio del Estado y lo regularizado se producen en una atmósfera de modulación enrarecida. Mientras que la “comunicación” multiplica de manera siempre más insistente sus canales en una línea de aducción de dimensiones múltiples, lo indeterminado de la transitividad acontecimental penetra cada vez más en los espacios de potencialización-y-de-puesta-en-contenido. El singular tanto como el particular-general vienen a articularse en torno a lo indeterminado. O a nadar dentro, puesto que el umbral que envuelve no es una puerta sino el agente de un flujo que inunda. “Comunicación” designa un tráfico de la modulación. Es un modo especial de poder que aceita de indeterminación los espacios de acontecimiento, que alisa los umbrales de la puesta en contenido. Si el estilo local o individual es resistencia (entendida en un sentido de fricción más que de oposición: frotarse las reglas más bien que romperlas) es tanto la resistencia como la puesta en contenido las que son tomadas en flujo. Son sopladas, deportadas. Su deportación las conecta a la no-auto-referencialidad de su umbral, el intervalo; algo que no es completamente el afuera pero que sin embargo está por-fuera de la órbita del espacio de acontecimiento de llegada. Una pseudo-exo-referencialidad, hacia lo indeterminado. No lo “simplemente” indeterminado; lo indeterminado complejo, tecnológico, ontológico.
En la perspectiva de quien aquí se opone al modo de la puesta en contenido y de la reglamentación, esta situación sólo puede ser vivida como “crisis”. Todo, desde “la familia” hasta “la religión”, “la Izquierda y la Derecha” y el “gobierno” mismo, ha basculado en un estado auto-proclamado de crisis perpetua, y ello ha ocurrido más o menos en el mismo momento, cuando la penetración se acercó al punto de saturación. Y sin embargo siguen estando siempre ahí. El cambio no es una desaparición, sino una envoltura. Lo que cambió es que ninguno de ellos –ningún aparato de ciframiento o de codificación– puede pretender envolver, pues todos ellos están envueltos. Están soplados y bañados y, en virtud de esta condición compartida, se conectan. No son negados, son puestos en red. Entregados todos y cada uno a la transitividad, al evento indeterminado (para el que “crisis” no es un nombre peor que otros).
La disponibilidad para la puesta en red de la transmisión de acontecimientos no tiene que ver solamente con imágenes de los mass-media sino con la información en general, con las mercancías y con el dinero; a todo signo cuya operación de base es el flujo, y cuyo efecto inductivo/transductivo debe ser “realizado” (cuyo rol catalítico deber ser catalizado, cuya expresión debe ser expresada). Todos estos transmisores de acontecimiento tienen una fuerte carga de indeterminación, de potencial no-realizado (o, en el vocabulario deleuziano, “no actualizado”). Lo que ellos son, lo que será su acontecer, lo que se expresará con y a través de ellos, es altamente variable puesto que son co-catalizados de manera compleja por los elementos heterogéneos que pueblan los espacios que proliferan donde entran. Los transmisores de acontecimiento son signos inductivos/transductivos que ruedan buscando catálisis a través de múltiples proliferaciones. Su capacidad para catalizar –su aptitud para el papel de sujeto parcial– es también ella altamente variable. El más capaz es el dinero, signo cuya simple aparición asegura producir en cualquier situación, de una manera o de otra, una transformación incorporal. La menos catalítica es la información. Cada transmisor de acontecimiento es mantenido y distribuido por un aparato colectivo especializado que utiliza al menos una tecnología de canalización que le da cuerpo en el intervalo, cuando desaparece en su propia inmanencia (incluso los transmisores de base tecnológica retornan a la inmanencia; las cartas son puestas al correo metidas en sobres; se oculta su significación). Los cuerpos de intervalo eran de diferentes tipos, desde los buzones de cartas y las oficinas de correo hasta las líneas telefónicas, los computadores y las múltiples y diversas instituciones e instrumentos de las finanzas. Se anudan en una red capilar en expansión que atraviesa cada espacio de acontecimiento, y ello con una complejidad siempre creciente (y convergen desde hace poco, con el World Wide Web). Es por la complejidad de su interconexión tecnológica que forman un espacio de transitividad que envuelve y penetra, un espacio que no puede ya ser ignorado en tanto que formación de poder global de pleno derecho.
Esta nueva formación de poder tiene un nombre antiguo: capitalismo. Pues el dinero, en tanto que medio de pago o de inversión, es el único transmisor de acontecimiento que atraviesa cada espacio de acontecimiento, y que es transportado por cada cuerpo de intervalo, sin excepción. El capitalismo de hoy es la red capilar de lo capilar, el circulador de la circulación, el motor de la transitividad –la inmanencia de la inmanencia– hecha-cuerpo. El límite interno de lo relacional.
El modo de poder del capitalismo contemporáneo podría ser llamado control: ni cifrado ni codificación, ni reglamentación ni producción de regularidad, sino modulación que envuelve a los dos de manera inmanente . El poder del control puede decirse descodificación (puesta en inmanencia de los signos, que se vuelven vectores de un potencial indeterminado) y desterritorialización (extracción del acontecimiento de sus espacios particulares-generales de expresión y, en este caso, expedición de este acontecimiento en un espacio distribuido, a intervalo, sui generis). El poder del control es la descodificación y la desterritorialización distribuidas (prestas a la catálisis por una potencialización-y-puesta-en-contenido en un nuevo espacio; listas para el re-cifrado/recodificación y para la reterritorialización). El control es la modulación producida como factor de poder (su factor de flujo). Es lo que da o quita el poder al potencial. La captura última, no de los elementos de expresión, ni siquiera de la expresión, sino del movimiento del acontecimiento mismo.
No se trata de sub-estimar el control capitalista sino de llamar a su tráfico mundial de modulación, la estilización del poder. Se ha sostenido antes que el modelo del poder era la usurpación. ¿Qué es lo usurpado aquí? La expresión misma del potencial. El movimiento de relacionalidad. El devenir-juntos. La pertenencia. El capitalismo es la usurpación global de la pertenencia. No es simplemente una queja; es preciso reconocer que el poder es de acá en adelante, y de manera masiva, potencialización, sobre un nuevo modo planetario. Pero no se trata tampoco de una materia de celebración; la potencialización está también de manera completamente masiva entregada a espacios proliferadores de puesta en contenido. Es la observación inevitable: que la pertenencia en tanto que tal emergió como un problema de proporciones globales. Ni celebración, ni queja; un desafío para pensar y para vivir de nuevo lo individual y lo colectivo.
¿Qué es lo que viene de último?
Brian Massumi Humanities Research Center Australian National University, Canberra.
tr. Luis Alfonso Palau, Medellín , primera semana de agosto de 2013.
Instituto Tecnológico Metropolitano, Facultad de Artes y Humanidades, grupo de investigación “Devenires estéticos”
* Humanities Research Center. Australian National University, Canberra. Traductor de A Thousand Plateaus: Capitalism and Schizophrenia. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1987.
Tomado de: VV. AA. Gilles Deleuze. París: Vrin, 1998. pp. 119-140.
Economía política de la pertenencia
y la lógica de la relación
Próxima semana se publicará a Serres en referencia en este mismo texto: El Parásito.
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