Traducción de Luis Alfonso Paláu C
La pequeña marquesa de Rennedon dormía todavía, en su recámara cerrada y perfumada, en su gran lecho suave y bajo, en sus sábanas de batista liviana, fina como un encaje, acariciadora como un abrazo; dormía sola, tranquila, con el feliz y profundo sueño de las divorciadas.
La despiertan voces que hablaban vivamente en el pequeño salón azul. Reconoce a su querida amiga, la baronesa de Grangerie, disputándose por entrar con el ama de llaves que defendía la puerta de su señora.
Entonces la joven marquesa se levantó, quitó el cerrojo, giró la cerradura, abrió la puerta y mostró su cabeza, solo su cabeza rubia, oculta bajo una nube de cabellos.
— ¿Qué te pasa como para venir tan temprano? Todavía no son las nueve.
La joven baronesa, muy pálida, nerviosa, afiebrada, responde:
— Necesito hablarte. Me ocurre algo horrible.
— Entra, ma chérie.
Ella entró, se abrazaron; y la marquesa se recostó mientras que la mucama abría las ventanas, ventilaba e iluminaba. Luego, cuando la doméstica partió, Mme de Rennedon reanudó:
« Vamos, cuenta.»
Mme de Grangerie se puso a llorar, vertiendo sus bellas lágrimas claras que hacen más encantadoras a las mujeres, y ella balbuceaba sin enjugarse los ojos para no enrojecerlos: «Oh, ma chère, es abominable, abominable, lo que me sucede. No dormí en toda la noche, ni un minuto; me oyes, ni un minuto. Mira, toca mi corazón, como palpita».
Y tomando la mano de su amiga, la coloca en su pecho, sobre aquella redonda y apretada envoltura del corazón de las mujeres, que les es suficiente a menudo a los hombres y les impide buscar nada bajo él. En efecto su corazón palpitaba fuerte.
Continuó:
«Esto me pasó ayer por la tarde ... hacia las cuatro ... o a las cuatro y media. No sé precisamente. Conoces bien mi apartamento, recuerdas que mi saloncito, ese en el que permanezco siempre, da a la calle Saint-Lazare, al primero; y sabes que tengo la manía de ponerme en la ventana para mirar pasar la gente. Es tan animado ese barrio de la estación de tren, tan emotivo, tan vivo... En fin, ¡eso me encanta! Pues ayer, estaba sentada en la silla baja que me hice instalar en el apoyo de mi ventana; esa ventana estaba abierta y yo no pensaba en nada; respiraba el aire azul. ¡Recuerdas como estaba de bello ayer!
« De pronto noto que, al otro lado de la calle, estaba también una mujer en la ventana, una mujer de rojo; yo estaba en malva, tu sabes, mi bella toilette malva. No conocía a aquella mujer, una nueva inquilina, instalada hace un mes; y como llueve hace un mes, yo no la había reparado aún. Pero me dí cuenta inmediatamente que era una muchacha alegra.
Al comienzo me chocó sobre manera de que ella estuviera en la ventana como yo; y luego, poco a poco, me entretuve en examinarla. Estaba acodada, asechaba a los hombres, y los hombres también la miraban, todos o casi todos. Se hubiera dicho que ellos estaban avisados por algo cuando se acercaban a la casa, que ellos olfateaban como los perros husmean la presa, pues de repente levantaban la cabeza e intercambiaban pronto una mirada con ella, una mirada de francmasón. El suyo decía: «¿Quieres?»
El de ellos respondía: «No tengo tiempo», o bien: «En otra ocasión», o bien: «No hay plata», o bien: «Ocúltate, ¡miserable!» Esta última frase la decían los padres de familia.
«No te figuras cómo era de divertido verla hacer su presentación, o más bien su oficio.
«Alguna vez ella cerraba bruscamente la ventana y yo veía a un señor aparecer tras la puerta. Lo había pescado de la misma manera que un buen pescador atrapa a un pez globo. Entonces comenzaba a mirar mi reloj. Se quedaba de doce a veinte minutos, nunca más.
Verdaderamente terminó por apasionarme esta araña. Y no estaba nada fea la chica.
«Me preguntaba: ¿Cómo hace para hacerse comprender tan claramente, tan rápido, completamente. Añadía a su mirada un signo de cabeza o un movimiento de mano?»
«Y tomé mis binóculos del teatro para darme cuenta de su proceder. ¡Oh! era bien simple: primero un guiño, luego una sonrisa, después un pequeño gesto de cabeza que quería decir:
«¿Subes?» Pero tan ligero, tan vago, tan discreto, que se requería verdaderamente mucho chic para lograrlo como ella.
«Y me pregunté: Podría yo hacerlo tan bien, esa pequeña alzada de cabeza, atrevido y gentil; porque era muy agraciado su gesto.
«Y me puse a ensayarlo ante el espejo. Querida, lo hacía mejor que ella, ¡mucho mejor!
Estaba encantada; y volví a ponerme en la ventana.
«La pobre muchacha ya no conseguía a nadie. No tenía suerte. Cómo debe ser de terrible eso de ganarse su pan de esa manera, terrible y divertida a veces, pues finalmente hay algunos que no están mal, esos hombres que se encuentran en la calle.
«Ahora pasaban todos por mi acera y ninguna por la suya. El sol se había pasado. Ellos venían los unos tras los otros, jóvenes, viejos, negros, rubios, grises, blancos.
«Los había muy muy queridos, querida, mucho mejor que mi marido, y que el tuyo, tu antiguo marido, puesto que te divorciaste. Ahora puedes escoger.
«Me decía a mí misma: ¿Y si les hiciera el signo, me comprenderían, a mí, a mí que soy una mujer honesta? Y de pronto me dieron unas ganas locas de hacer ese signo, pero unas ganas, unos deseos de mujer del todo... unas ganas terribles, tu sabes, de esas ganas... ¡qué no se pueden resistir! Algunas veces soy así. ¡Qué bestia decir esto! Creo que tenemos alma de micos, nosotras las mujeres. Y fue un médico el que me dijo que el cerebro del mono se parecía mucho al nuestro. Siempre tenemos que estar imitando a alguien. Imitamos a nuestros maridos, cuando los amamos, en el primer mes de casadas; y luego a nuestros amantes, nuestras amigas, nuestros confesores cuando están bien. Adoptamos sus maneras de pensar, sus maneras de hablar, sus palabras, sus gestos, todo. Es estúpido.
«En fin, pues yo cuando estoy demasiado tentada a hacer algo, siempre lo hago.
«Me dije pues: Veamos, voy a tratar con uno, uno solo, para ver. ¿Qué me puede pasar?
¡Nada! Intercambiaremos una sonrisa, y eso es todo, y no lo volveré a ver nunca; y si lo veo no me reconocerá; y si me reconoce negaré, ¡por Dios!.
«Comencé pues a escoger. Quería uno que estuviera bien, muy guapo. Y de pronto veo venir a un mono, a un muchacho bien bonito. Me encantan los rubios. Tu sabes que amo los monos.
«Lo miro, me mira. Sonrío, sonríe; hago el gesto; ¡oh! Apenas, suficiente; él responde «sí» con la cabeza y helo ya entrando, ¡ma chérie! Entra por la gran puerta de casa.
«¡No te imaginas lo que me pasó en ese momento! Me estaba volviendo loca. ¡Oh! ¡qué miedo! Piensa no más, iba a hablar con los domésticos! Con Joseph ¡tan devoto de mi marido! Joseph habría creído ciertamente que yo conocía a ese señor desde hacía tiempo.
«¿Qué hacer? Me dije. ¿Qué hacer? Ya iba a timbrar en un segundo. ¿Qué hago? Pensé que lo mejor era correr a su encuentro, decirle que se equivocaba, suplicarle que se fuera. Tendría piedad de una mujer, ¡de una pobre mujer! Me precipité pues a la puerta y la abrí justo en el momento en que ponía su mano en el timbre.
«Balbuceé, completamente loca: «Váyase Señor, váyase, Ud. se equivoca, yo soy una mujer honesta, una mujer casada. Es un error, un terrible error; lo confundí con uno de mis amigos al que Ud. se parece mucho. Tenga piedad de mí, Señor».
«Y de pronto me muero de la risa, querida, y él responde: «Hola amiguita. Sabes, ya conozco tu historia. Eres casada, son dos luises de oro en vez de uno. Los tendrás. Muéstrame el camino»
«Me empuja, cierra la puerta, y como yo estaba ahí, aterrada, frente a él, me abraza, me toma por el talle y me hace entrar en el salón que estaba abierto.
«Y luego, se pone a mirarlo todo como un comisario-investigador, y recomienza:
«Demonios, que es bonito esto aquí, muy chic. Tiene que ser que estás muy en la olla, pucha, ¡como para estar buscando en la ventana!»
«Entonces comienzo a suplicarle: «¡Oh! Señor váyase! ¡Váyase! ¡Mi marido está que llega! ¡En cualquier momento, ya es la hora! ¡Le juro que Ud. se está equivocando!»
«Y él me responde tranquilamente: «No te preocupes, querida, ya no hay necesidad de más. Si tu marido llega, le daré para que vaya al frente a tomarse un café»
«Y como vio en la chimenea la fotografía de Raoul, me preguntó:
«— Es él tu... ¿tu marido?
«— Sí, es él.
«— Tiene aire de mal educado. ¿Y esto qué es? ¿Una de tus amiguitas?
«Era tu fotografía, querida, sabes aquella en la que están en levantadora. Yo ya no sabía que decía, balbuceé:
«— Sí, es una de mis amigas.
«— Está querida. Me la tienes que presentar.
«Y el reloj comenzó a dar las cinco de la tarde; y Raoul regresa todos los días ¡a las cinco y media! ¡Piensa no más que pasaría si regresara antes de que el otro se hubiera ido!
Entonces... Entonces... se me fueron las luces ... completamente ... Pensé ... pensé ... que... que lo mejor... era ... deshacerme de este hombre lo ... lo más pronto posible ... Pronto terminará ... comprendes ... y... y entonces... Entonces... puesto que lo necesitaba ... y era urgente querida ... y él no se iba a marchar así no más ... Entonces pues ... yo... le eché llave a la puerta del salón ... y ya...»
La marquesa de Rennedon se echó a reír, pero a las carcajadas, la cabeza en la almohada, sacudiendo el lecho por entero. Cuando se calmó un poco, preguntó:
— Y... t... estaba bonito el muchacho ...
— Pues sí.
— ¿Y te quejas?
— Pero... Pero... el problema querida es que ... dijo ... que regresará mañana ... a la misma hora ... y yo... tengo un miedo atroz ... No tienes idea de lo intenso que es ... y voluntarioso ... Qué voy a hacer... dime... ¿qué hacer?
La marquesa se sentó en su cama para reflexionar; luego dijo bruscamente:
— Hazlo detener.
La baronesa quedó estupefacta. Balbuceó:
— ¿Cómo? ¿Qué dices? ¿En qué estás pensando? ¿Hacerlo detener? ¿Con qué pretexto?
— ¡Oh! Es muy simple. Vas a la comisaría y te quejas de que un señor te sigue desde hace tres meses; qué tuvo la insolencia de subir a tu piso; que te amenazó con una nueva vista mañana, y que tu solicitas protección a la ley. Te asignarán dos agentes que lo etendrán.
— Pero, querida, y si él habla ...
— No le creerán, tonta, porque tu te has adelantado con tu historia al comisario. Y te creerán una mujer del mundo, irreprochable.
— ¿Oh! No soy capaz.
— Habrá que hacerlo, querida, o estarás perdida.
— Piensa no más ... que él me va a insultar ... cuando lo. detengan
— Pues bien, tendrás testigos y lo harás condenar.
— ¿Condenar a qué?
— A perjuicios. En este caso, ¡hay que ser despiadadas!
— ¡Ah! y a propósito de daños ..., hay algo que me molesta mucho ..., pero mucho ... me dejó ... dos louises... en la chimenea.
— ¿Dos louises?
— Sí.
— ¿Sólo eso?
— Imagina.
— Miserable. A mí también me habría humillado. ¿Pues bien?
— ¡Eh qué! ¿qué hay que hacer con esa plata?
La marquesa dudó algunos segundos, y luego respondió con voz seria:
— Querida ... Hay que ... Tenés que hacerle ... un regalito a tu marido ... es justo.
Reseña histórica
Le Signe fue inicialmente publicado en la revista Gil Blas del 27 de abril de 1886, luego en larecopilación Le Horla en 1887
Resumen
Se vuelve a encontrar a la pequeña marquesa de Rennedon y a su amiga la pequeña baronesa de Grangerie que ya conocíamos en los cuentos La Confidence & Sauvée.
Con lujo de detalles la Señorita de Grangerie le cuenta su última desventura: la baronesa de Grangerie observa a una prostituta que, desde su balcón, invita a hombres a su casa por medio de algunas miradas cómplices, una sonrisa y un famoso signo de cabeza (por esto el título del cuento). La baronesa trata de reproducirel famoso movimiento ante su espejo como para probarse que ella conserva toda su belleza juvenil. Está muy contenta de constatar que lo logra mejor que la mencionada provocadora, y lo ensaya con un hombre que pasa por debajo de su ventana. Este entra y la mujer, desesperada, trata de hacerlo ir antes de que su marido regrese. El hombre se niega y ella piensa que el mejor medio de hacerlo partir es dejarlo proceder.
El Horla (recopilación, Ollendorff 1895)/El Signo
Guy de Maupassant
Le Signe (1887)
Le Horla, P. Ollendorff, 1895 (pp. 163-178).
Traducido por Luis Alfonso Paláu, para la conversación del 18 de junio de 2019 en la Alianza
francesa del centro de Medellín, Envigado, junio 10/19
Habría que explicarle a la baronesa, aun a riesgo de perder el tiempo porque es probable que no lo entienda, que el que no quiere polvo, no tiene que ir a la era.
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