Por
Mauricio Castaño H
Las desgracias y los
sufrimientos han acompañado la historia humana, probar sus soluciones, no ha
sido tarea fácil. De las más de veintiún culturas que predominaron en el mundo,
siete persisten, y sólo una resalta: la conocemos con el nombre de
Cultura Occidental. ¿Y esto debido a qué? A la posibilidad que aventuraron los
griegos en descubrir un sistema teórico, un logos como núcleo significativo,
una Razón como herramienta, que fuera capaz de ordenar todos los discursos
producidos, de regular las percepciones sensoriales y empíricas, que asisten al
humano vivir. Recordemos que en los Diálogos de Platón, la fuerza está en la
demostración a través de los argumentos sólidos, y no a través de las simples
sensaciones o de las revelaciones míticas. Ejemplo de este convencimiento
argumentativo es Sócrates, quien prefirió
beber la cicuta, antes que doblegarse al poder autoritario.
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Con los pies puestos
sobre la tierra, la experiencia humana de los siglos XVII y XVIII, no midieron las consecuencias
sociopolíticas que implicó el dominar la naturaleza. Partir de allí, no
resultó ser buena idea para poder fundar mejor, el poder del hombre. Esta
superioridad sobre la naturaleza, va ligada a un desarrollo concomitante del dominio
de ciertos hombres sobre otros. “Nosotros frente a la acumulación de
excedentes, no hemos encontrado otra solución más miserable que la
guerra. Los llamados Salvajes tenían sus ofrendas, no tenían la acumulación”
dice Châtelet. Y en el plano de los Derechos, se ven reducidos a simples Derechos
Políticos, dejando por fuera el derecho a la existencia humana y el principio
de libertad aportado por los griegos, pues como es sabido, antes los hombres no
se pensaban libres, fue gracias a éstos que se incorporó en la cultura humana,
que luego los romanos complementaron esta filosofía de la libertad, de sociedad
civil con el consabido Derecho Romano.
Todos conocemos la
desviación de estos pilares democráticos griegos, con el regreso a los Estados
Autoritarios. Fue Hegel quien dio sus fundamentos, instó a los filósofos
renunciasen a la "especulación" y se dedicasen gobernar. Hegel creyó
que el Estado es un supra árbitro de la sociedad civil, que da la solución a
las violencias y convulsiones, originados por esos tales consensos griegos;
sentenció que era mejor tener un prohombre que rigiera los destinos de una
nación, que someterse a tales incertidumbres humanas. Sus pecados consistieron
en justificar los regímenes del terror
como etapas históricas del desarrollo de la humanidad, y concebir una
circularidad en el tiempo, un destino cíclico. Obsesión permanente por
la finitud. En cada época surgiría un superhombre en cada determinado tiempo,
que conduciría a la grandeza de una nación sobre las otras.
Comenzamos diciendo
sobre las desgracias que asistieron a nuestros antepasados, pero el mundo
moderno no le ha ido mejor. Nuestro siglo veintiuno tiene sobre sus hombros las
monstruosidades de las dos guerras mundiales y sus consecuencias políticas, que
los filósofos, más que nadie, en fin, todos, «tenemos el deber de preguntarnos
por el principio que está en su raíz, y de considerar que no hay ninguna
necesidad, de que siga siendo así.» Advierte Châtele. Damos mayor
responsabilidad a los filósofos entrenados para cuestionar, como en los tiempos
griegos, que señalen los peligros, e indiquen senderos de bienestar y no de
muerte, igual que Sócrates, él, arriesgo su propia vida, antes que renunciar a
su convicción democrática de la humanidad.
La Razón clásica se
clausura con Hegel, y tres autores con sus limitaciones. «Con Marx se constató
que las clases obreras no están satisfechas; con Freud que hay enfermos a los
que se les trata como locos, que después de todo, no tienen más que otra forma
de inteligencia; y con Nietzsche que es la mediocridad la que triunfa». Con
ellos se aprendió a desplazar la mirada, a mirar distinto estos
malestares de la sociedad, agotados en los sistemas de pensamiento.
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