Defendemos los Recursos de una Cultura

Por François Jullien

Defendemos los Recursos de una Cultura

Entrega de Publicaciones


1.  No Existe Identidad Cultural.
2. Cap III La Diferencia O LaDistancia; Identidad O Fecundidad y Cap. IV: No Hay  Identidad Cultural.
3. Cap. V Defendemos los Recursos de una Cultura.
4.  Cap. V Defendemos los Recursos de una Cultura y Cap.VI De las Distancias a lo Común.(Próximo a publicarse)
5. Las Heterotópias. <Fragmento del librito de Daniel Defert (presentador), Foucault: el cuerpo utópico, las heterotopías.  París: Lignes, 2009.  pp. 21-36> (Próximo a publicarse)
6. La Lengua Francesa Debe Hacer Resistencia. Por Michel Serres. (Próximo a publicarse)
7. Los Cinco Sentidos. Michel Serres. cap. IV: “Visita”, tr. María Cecilia Goméz B., México: Taurus, 2002. Paisaje (Local) (Próximo a publicarse)

Cap. V Defendemos los Recursos de una Cultura
Cap.VI De las Distancias a lo Común


Tampoco defendería una identidad cultural, francesa o europea, <colombiana o latinoamericana>, como si se pudiera definir esta por diferencia y fijarla en su esencia.  O como si se pudiera tratar la cultura en términos de pertenencia.  Como si yo poseyera “mi” cultura •.  Lo que yo defiendo son fecundidades francesas, europeas, tales y como ellas se han desplegado en Francia, en Europa, por medio de distancias inventivas.  Las defiendo porque les soy deudor por mi educación, y que por consiguiente yo soy su responsable, a la vez en su despliegue y su transmisión.  Pero no por esto las voy a poseer.  Pues ¿no se ve que los más atentos a estos recursos o fecundidades son tan frecuentemente Extranjeros?•  ¿Acaso no son estos muy a menudo más cuidadosos de los recursos de la lengua francesa y de su corrección que los mismos franceses llamados “nativos”?  Pero es verdad al mismo tiempo que una cultura nace y se desarrolla siempre en una cierta área, en un cierto medio, como lo ha visto Nietzsche.  Ella aparece siempre localmente, en una proximidad y en un paisaje; en una lengua y en un ambiente, que a su vez forma pregnancia.  A través pues de lo singular, pues sólo lo singular es creativo.  Su despliegue es circunstancial: en la Florencia de los Médicis, o en la Viena judía de fines del siglo XIX; pero también en la corte letrada de los Wei y de los Jin, en los siglos III y IV; en la Bagdad de los Abbassidas, entre los siglos VIII y Xº; o en la Andalucía ilustrada del siglo XII, allá y cuando se decía “filosofía” en árabe: falsafa.  Pero estos recursos luego se pusieron a disposición de todos; volveré sobre el asunto.
Y defiendo tanto más estos recursos cuanto que ellos actualmente están amenazados; que hay pues que resistir•, y esto en los dos frentes que ya he dibujado: allá por una parte, donde lo uniforme sirve de semblante y de simulacro de lo universal, y aquí por otra parte, donde lo común que no es portado por lo universal se invierte en su contrario (el “comunitarismo”).  En efecto, hay que resistir por un lado contra el empobrecimiento de las culturas, su apachurrada generada por la uniformización mundial y comercial.  Porque es entonces el mercado el que “hace mundo”.  El mismo Harry Potter se reencuentra en pilas hasta el techo en el mismo instante en todos los rincones del planeta, y formatea de forma idéntica el imaginario de la juventud; y esto cada vez más en el mismo globish.  Claro que esta resistencia es ante todo la de las lenguas, porque si llegamos a solo hablar un mismo idioma, si las fecundas distancias entre lenguas se pierden, las lenguas no podrán ya reflexionarse entre ellas; ya no dejarán percibir respectivamente sus recursos.  Pronto ya no podremos pensar más que en las mismas nociones estandarizadas que harán que consideremos como universal lo que sólo son estereotipos del pensamiento.  En efecto, “Babel” es claramente la oportunidad del pensamiento.  Es decir que, bajo pretexto de una mas grande comodidad en la comunicación, nos hemos dejado desposeer (por transformación silenciosa) de los recursos de pensamiento, que para comenzar están en lengua, en la diversidad de las lenguas y sus distancias inventivas.  Ya no traduciríamos.  Ya no nos sostendríamos más en ese entre tan fecundo del entre-lenguas donde los posibles de una lengua se experimentan y se descubren en la otra y recíprocamente.  En este entre donde el traductor puede reabrir una lengua a partir de la otra, sacarla de su conformismo, solicitarla en sus capacidades.  En momentos en que estamos tan alarmados por el agotamiento de los recursos del planeta y de su “bio-diversidad” ¿por qué no nos habremos de inquietar otro tanto por el agotamiento de estos otros recursos?

Por el otro lado, es necesario resistir a la amenaza que se cierne sobre lo común –y cualquiera sea la escala de ese común: un país, un continente, el mundo– la oscilación hacia su inverso que es el comunitarismo.  Pues se ve bien que, si un cierto umbral es franqueado, si la integración ya no se opera en esta comunidad, el comparto que hace lo común se deshace entonces en su contrario; se torna en sectarismo y repliegue identitario, cuando no es que adopta un modo ofensivo, con voluntad de exclusión y de destrucción.  Ahora bien, se comprende que estos dos lados están conectados: la reivindicación identitaria es la expresión de la represión producida por la uniformización del mundo y su falso universal, proceso de uniformización del que sabemos que es ante todo económico y financiero.  Desde entonces, las faltas de integración se invierten en integrismo.  Lo constatamos de manera violenta en Francia con el islamismo; pues resulta que lo común cultural que se comparte en este país, en Francia, y que constituye este país, se fisura cada vez más, hasta romperse.  Si no organizamos la defensa, quizás estaremos ante un día no tan lejano, en el que ya no podremos estudiar ni a Molière ni a Pascal en la escuela, de miedo de chocar con otras convicciones; y también, elementalmente, porque el conocimiento de la lengua común –el francés, incluso clásico– ya no será suficiente.  Pero, entonces ¿qué es lo que hay que “defender”?  Defender recursos  es prioritariamente activarlos, y no seguir comprendiendo esa defensa en modo temeroso y a la defensiva.  Pues es ante todo desarrollando –activando– el conocimiento del francés como recurso elemental, común, de todos los franceses, o la lectura de Molière (o de Rimbaud) como recursos de inteligencia compartida, que se desplegará efectivamente lo común cultural de Francia, y esto a partir de la diversidad de sus recursos, más bien que engancharse a una tan fantasmática identidad.

En efecto, es preciso detenerse en el plural consubstancial a este concepto de “recursos”.  No existe una identidad cultural francesa o europea, sino recursos (franceses, europeos, colombianos, latinoamericanos).  Una identidad se define; los recursos pasan por un inventario.  Se exploran y se explotan; es lo que llamo activar.  Por ejemplo la exigencia de universal es claramente un recurso (incluso si sabemos que su pensamiento no es universal sino singular), y esto se lo ve en su capacidad llamada “reguladora”; su capacidad para promover lo común indefinidamente en la Historia, y para mantenerlo abierto, dado que él siempre esta tentado a encerrarse y amurallarse.  En efecto lo propio del recurso es su capacidad de promoción.  Otro recurso europeo, correlativo del universal me parece que es (para comenzar a indicarlo de la manera más global) la promoción del Sujeto; no estoy hablando del individuo (y del individualismo replegado sobre la estrechez de su yo (moi)) sino del sujeto como un “Yo” “Je” que se enuncia y, por ahí, introduce su iniciativa en el mundo, y comporta un proyecto que fractura el encerramiento de este mundo; se trata del hecho de “mantenerse afuera” del encierro en un mundo, y propiamente “ex-istir”.  Lo que se traduce políticamente en este recurso, siempre por liberar, que es la libertad del sujeto; y del que la democracia extrae –incluso si ella siempre tiene dificultad de encontrar su constitución– su razón y su legitimidad.  Pues la democracia consiste ante todo en tratar a los otros como sujetos, dicho de otro modo en promover una comunidad de sujetos.  Es por esto que su gran resorte, desde los griegos, es la capacidad de convencer al otro con la palabra (peithein), dirigirse a él como a un sujeto de iniciativa y de libertad, como tal pues igual a sí uno mismo, antes que quererlo bajo influencia o subyugado por la violencia.  Pues solamente la persuasión, como lo sabía Platón, puede entrar como alternativa a la fuerza bruta.

Si quisiéramos pues, no definir Europa, sino dibujar un campo de herencias y de coherencias que “conforman” Europa, campo que todo el tiempo está para excavar y labrar, se podría comenzar por interesarse en todos esos términos cuyo semantismo es común a la gran lengua europea.  Nacido en la pintura, “paysage” es una palabra europea (paesaggio, paisaje, pero también Land-schaft, landscape… e incluso en ruso).  Manifiesta la promoción de un “pays” en “paysage”; es por esto que el paisaje es también recurso.  La China, que es la otra gran cultura del paisaje, abre un distanciamiento con respecto a este semantismo diciendo para ello “montaña(s)-agua(s)”, shan-shui, la correlación de lo Alto y de la Bajo (o de lo inmóvil y de lo móvil, de lo que tiene forma y de lo que es sin forma, etc.).  Propone así otro recurso, igualmente coherente, tan potente, pero que no se pensó, ni siquiera se imaginó en Europa, ofreciendo así otro sesgo para entrar en el pensamiento de lo que nosotros llamamos “paisaje”•.  O también claramente “ideal” es una palabra que se reencuentra en todas las lenguas europeas (incluso creo que en húngaro, que no es indoeuropeo).  Ahora bien, expresa este recursos esencial: que podamos producir una representación ideal (abstracta) y promoverla a “ideal” haciendo de ella el objeto de nuestra aspiración (en Platón el deseo, erôs, se enchufa sobre la forma-modelos, eidos).  Este recurso de lo ideal ha tenido que ver con el desarrollo de Europa erigiéndose en vocación, y esto hasta conducir a la idea de revolución, en arte como en política; ¿se ha secado hoy este recurso de lo ideal?  En todo caso se constata que una lengua-pensada como la china no ha destacado ese plano de idealidad; el neologismo li-xiang, en chino contemporáneo, sólo lo dice porque lo presta de Europa e injerta un nuevo sentido.  Pues efectivamente los recursos culturales, y ante todo los de la lengua, se prestan, se importan y no pertenecen.

Se requerirá pues repensar la relación del sujeto con la cultura desde que esta no se la siga planteando como “su” cultura; o más bien, desde que el tenor de ese posesivo sea de apropiación (de aprendizaje) pero no de posesión (que excluye el compartir).  Pues lo que yo creo que subterráneamente le ha prestado, pero indebidamente, un fundamento a la idea de identidad cultural es este equívoco; estamos llevados a confundir esta identidad cultural abusivamente postulada con el principio (psicológico) de identificación; ¿no es sobre una tal amalgama que prosperó?  Pues si la identificación encuentra su legitimidad en el proceso de formación del sujeto (el niño crece identificándose, por lo demás a menudo de forma ambivalente, por ejemplo con su padre), no ocurre lo mismo con la cultura.  Por una parte porque esta, en tanto que creación colectiva, no cesa de distanciarse, de diversificarse y de heterogenizarse; y no se deja pues reducir a ninguna figura singular (como la del “Padre”), o incluso solamente a algún rasgo unitario que pueda servir de objeto de asimilación y de catexización.  Por otra parte, porque la relación del sujeto con la cultura es claramente de aprendizaje y de adquisición, y no de auto-justificación; la cultura no tiene porqué servirle para construir una imagen de su yo buscando reconocimiento; o si esto ocurre será un uso pervertido de la cultura (perversión de la que procedió el nazismo).  Pues la cultura apunta por el contrario (en tanto que recurso) a promover su capacidad existencial de sujeto, que es ante todo la de la desadherencia de donde viene la consciencia; a promover el sujeto precisamente llevándolo a desbordar la clausura de su yo como a extraerse de la integración en un mundo; a izarse por consiguiente “fuera” (ex) de una infeudación a su respecto, para desprender una libertad, que es lo que yo llamo propiamente “ex-istir”.

De rebote, lo que tenemos como consecuencia es que el sujeto es responsable de los recursos culturales gracias a los cuales él se promueve así como sujeto.  Pues, como todo recurso, los culturales también pueden ser abandonados; se los puede perder, descuidarlos, no mantenerlos.  Regresan al barbecho.  Una prueba de ello, la “elegancia” antaño aún desplegada en Francia; ¿se perdió para siempre?  Si se ven los shows televisivos, se ve que ya no se la mantiene.  Igualmente se pueden dejar expósitos los recursos de la lengua; ya lo he dicho, los recursos sólo existen en tanto que son activados.  No volver a utilizar el subjuntivo, es perder el recurso de desprender lo ideal de lo factual, de poder discernir mejor en las modalidades según las cuales el sujeto escoge reportarse a lo real (¿a cuál “real”?).  O bien la disertación de filosofía –en todos los bachilleratos– que enseña a enfrentar el pro y el contra, así como a construir una interrogación; es este un recurso importante para un acceso efectivo, igualitario, a la ciudadanía.  Cada vez que ella está amenazada, hay que recordar su exigencia: no a nombre de una cualquiera “excepción cultural”, sino con miras a su eficacia.  O por ejemplo también el latín y el griego a los que, por decisión ministerial, se les acaba de dar el último golpe de gracia.  Si antaño estaban comprometidos con la ideología burguesa y su elitismo de clase (el liceo clásico), eso no cuestionaba para nada su capacidad de formar: a la vez dar un mejor dominio de la lengua y hacer desbordar el horizonte intelectual de los sujetos (lo han testimoniado experiencia pedagógicas hechas en los barrios de las afueras).  No, si hemos abandonado la enseñanza del latín y del griego en Francia ha sido por falso modernismo y falso democratismo, dicho de otro modo: por demagogia y histórica cobardía; tendríamos que volverlo a enseñar.

Se podría creer que estos puntos son mínimos.  El subjuntivo, la clase de filosofía, el latín; ¿qué común denominador tiene esto con el peligro presente, es decir con la amenaza integrista a la que estamos enfrentados actualmente?  Pero de hecho no existen recursos “pequeños”.  Lo propio del recurso es aflorar de manera local y no forzada, pero es también por esto que él está directamente al alcance sirviendo a ras de la experiencia.  Los recursos no se blanden.  No se manejan como eslóganes.  Y por esto se distinguen de los “valores”.  Los valores al ser globales como son, convocan a una adhesión de la que uno siempre se preguntará de qué es ella tributaria; si ella no siempre es un tanto arbitraria, en todo caso relativa, y no se sostiene en alguna adhesión, más secreta, más hundida, tan poco clara en el fondo, en todo caso que uno se apenará en justificar.  Por lo que los valores nos ponen en riesgo de volver a caer en la identificación cultural que acabo de denunciar.  Los recursos no son ideológicos (no se construyen en “sistema”); solamente se miden en sus efectos, del partido que se les puede sacar.  Su validez –a falta de pomposa verdad– se testimonia ella misma (es ella la que es index sui).  Los recursos no se “pregonan”; no hay que predicarlos, y por esto se diferencian de los valores que llaman a la conversión, o al menos a la aprobación.  Por otra parte, los valores se contradicen, e incluso son exclusivos; si yo adhiero a los “valores cristianos”, tendría dificultades de adherir a los valores ateos; o bien se tratará de salidas de compromiso.  Ahora bien, los recursos no se excluyen; puedo sacar provecho tanto de los unos como de los otros.  Se suman y no se limitan; hace décadas que yo exploto recursos del pensamiento chino y no he terminado de hacerlo.  Ya lo he dicho que ellos no pertenecen, sino que están disponibles para todos; son para quien se tome el trabajo de explotarlos.

Es así como yo hablaría de recursos cristianos antes que de raíces cristianas tan frecuentemente invocadas.  En efecto, la imagen de raíz es sospechosa, como lo es todo tratamiento de lo cultural en términos de lo natural; la “raíz” nos hace desviar de la representación histórica.  Pero en segundo lugar, hace que olvidemos en qué se comprometió el cristianismo en la Historia desde que ha servido de ideología dominante.  Desde que se instauró como religión de Estado: la “Francia completamente católica”, dogmática y políticamente unificada, que no tolera ningún distanciamiento (“un roi, une loi, une fois”, “un rey, una ley, una fe”).  Y los no-cristianos ¿qué van a hacer con las “raíces cristianas”, o lo que es lo mismo con los “valores cristianos”?  Por el contrario, que haya recursos por explorar y explotar en el cristianismo me parece una constatación elemental.  En efecto, ha llegado el momento de abordar el cristianismo por fuera de la separación creyentes/no creyentes, dejando de lado la cuestión de Dios y de su “existencia” (¿no será que el asunto actualmente se marchitó?), por tanto por fuera de la alternativa fe ateismo, para considerar solamente lo que de humano ha promovido el cristianismo, lo que no quiere decir reducirlo por ello demasiado fácilmente a lo que sería su solo contenido “antropológico” (a la manera de un Feuerbach); sino encararlo en tanto que recurso que participa en la promoción existencial del sujeto.  No solamente cómo él se ha arriesgado a explorar la superación de la Ley (por medio del “amor”), como también la inversión de la Razón (la “locura” de la Cruz), haciendo que se presente así una lógica paradójica que pone en tensión la existencia.  Pero también cómo ha desplegado la “consciencia”, como instancia íntima del sujeto, que abre su subjetividad al infinito; o cómo ha conducido a referirse a la vida, ya no como a la vida “buena”, la vida calificada, “ética”, a la manera de los griegos, sino a la vida en tanto que “vida”, la vida viviente (calificada por tal motivo de “eterna”).  En lo que el cristianismo opera un distanciamiento con el judaísmo, y hace que aparezca un nuevo posible.  Pero este no perime ni clausura para nada la historia del judaísmo; se mantiene más bien de su tensión con él.



• <Serres también habla de “resistir” en una entrevista ya vieja que coloco a continuación como anexo 2.  Paláu >

• <es oportuno releer el parágrafo “Paisaje (local)” del cap. 4 “Visita” de los Cinco Sentidos de Michel Serres…  ver infra, anexo 3.  Paláu>

DE LAS DISTANCIAS A LO COMÚN
VI

En lo opuesto del “narcisismo de las pequeñas diferencias” que se repliegan celosamente sobre identidades fantasmadas, las distancias culturales son despliegues que abren nuevos posibles y que descubren otros recursos.  Hacen salir la cultura de las hormas de su tradición, al pensamiento de la comodidad de su dogmatismo –de su bienpensancia– y vuelven a comprometer el espíritu en una aventura.  Si constatamos en nuestros días que, bajo el rodillo compresor de la uniformización mundial llevado por la ley del mercado, las diferencias culturales tienden a aplanarse y a detenerse, reduciendo entonces la cultura mundial a sólo ser un sempiterno facsímil, tenemos que salirnos para ofrecer resistencia, abrir nuevos distanciamientos; distancias en las que se arriesguen el arte y la política tanto como la filosofía.  Y no de manera ficticia o proyectada, utópicamente anunciada, pues una distancia mientras que se abre, allá donde se abre y durante el tiempo que se abra, es de entrada efectiva.  A decir verdad, filosofar es distanciarse como lo planteaba ya Parménides; es salir de los caminos trazados por la opinión, tomar sus distancias con respecto a lo admitido y lo convenido, es de nuevo cavar –perforar– en el pensamiento, con nuevos costos.  Lo que nos interesa no es tanto en qué se diferencia el pensamiento de Aristóteles del de Platón, porque esto conduce a colocarlos cada uno en lo que se fija entonces como sistema y en su nicho (el platonismo o el aristotelismo).  Lo que importa, lo que es significativo, es en qué Aristóteles toma una distancia con Platón; intenta una abertura disidente con respecto a lo que resiste al pensamiento, o dicho de otro modo: abre un nuevo acceso a lo impensado.  Por ahí, el pensamiento de Aristóteles vuelve a poner en tensión el pensamiento de Platón, en lugar de dejarlo hundirse en las facilidades y los clichés del platonismo, lo hace emerger de nuevo a su punto de vista distanciado, le confiere un relieve acrecentado; se abre el entre en el cual se los pueda hacer dialogar.  Entre más distancias se abran después de Platón con respecto a él, más recurso se vuelve el pensamiento de Platón, más se lo activa.  ¿Qué es una biblioteca de filosofía en definitiva, sino la yuxtaposición de tantos distanciamientos que revelan y que despliegan indefinidamente lo pensable, introduciendo tensión en el pensamiento?

El concepto de distancia permite así pensar el origen como él es, es decir: abordarlo en un modo no fijo sino evolutivo, y sin conferirle ya más estatus mítico.  En lugar de conducir a plantear un género común –estable, definitivamente constituido, como caído del cielo y que no se sabe justificar (el “Hombre”, la “naturaleza humana” o el “fondo común”), género unitario a partir del cual lo diverso de las culturas se desplegaría luego (así como lo hace la Diferencia), tenemos que la distancia nos sitúa de entrada en una transformación, en el seno de una génesis y de advenimiento.  Es un concepto, no metafísico (que fija una esencia), sino histórico (que traza una emergencia).  La diferencia es resultativa y por consiguiente estática.  El distanciamiento por su empuje es dinámico.  Es decir que, en lugar de dar a plantear de entrada una “naturaleza humana” de la que no se puede decir de dónde viene ni lo que ella es, la distancia aclara cómo se ha efectuado la promoción de lo que deviene el hombre; y es ya abriendo distancia, y por distancias sucesivas con respecto a las formas “hominianas” (“australopitecos”, “parantropos”, etc.) que lo han precedido.  El “hombre” apareció por distanciamiento y por distancia comenzó a “ex-sistir”.  Pues es por “ex–aptación”, es decir salido de la adaptación precedente, que un desprendimiento se ha producido procesalmente y que ha traído consigo lo que deviene el hombre en su desarrollo ***.  Es también en lugares distantes los unos de los otros donde los paleontólogos señalan aquí y allá su aparición.  Si ya no coloco la “naturaleza humana” como término de partida, unitario-identitario, sino que la considero a tal punto ideológica en su definición, tampoco puedo separar originariamente “naturaleza” y “cultura”, tan abstractamente disociadas como tales, arbitrariamente.  Sino que considero lo diverso de las culturas como un auto-despliegue de lo humano que prolonga esta distancia que lo ha hecho específicamente surgir y que cada distancia particular, abierta existencialmente por un sujeto, permite aún activar y desplegar.



*** <”El hombre sólo puede desaparecer como ya ha desaparecido muchas veces desde la aparición de Homo sapiens.  Lo que dejan prever las explosiones de las biotecnologías, así como las de las tecnologías de la información, serán cambios rápidos de la condición humana, para lo mejor y para lo peor, como ya ha ocurrido en el pasado.

Notemos primero que el siglo XX fue ya testigo de un tal cambio que se produjo en una generación, mucho antes de los desarrollos de la genética y de las biotecnologías.  Dos innovaciones técnicas aparentemente anodinas cambiaron profundamente nuestra condición: la píldora contraceptiva y la lavadora.  Estas dos innovaciones están en el origen de lo que se llama la liberación de las mujeres, y no hay ninguna duda de que la condición humana ha salido de ellas completamente transformada, a fines del siglo XX, con respecto a lo que era en su comienzo.  Evidentemente que apenas estamos comenzando, puesto que la intrusión de la técnica en nuestra vida sexual no se ha detenido ahí, y porque cada vez más sexualidad y procreación tienden a disociarse.  Un umbral cualitativo más será franqueado en un porvenir no inmediato, pero quizá no tan lejano, cuando úteros artificiales liberarán aún más (si podemos hablar así) a las mujeres que lo quieran de las limitaciones del embarazo.  Y aunque esto no sea para mañana, quizás sería necesario comenzar a prepararse.”  H. Atlan.  Las Fronteras de lo humano, trad. Paláu.  Medellín, mayo 2017, p. 5>.

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La Diferencia, Distancia

François Jullien
Cap III LA DIFERENCIA O LA DISTANCIA; IDENTIDAD O FECUNDIDAD

Cap. IV: No Hay Identidad Cultural


Entrega de Publicaciones

1.  No Existe Identidad Cultural.
2. Cap III La Diferencia O LaDistancia; Identidad O Fecundidad y Cap. IV: No Hay  Identidad Cultural.
3. Cap. V Defendemos los Recursos de una Cultura.
4.  Cap. V Defendemos los Recursos de una Cultura y Cap.VI De las Distancias a lo Común.(Próximo a publicarse)
5. Las Heterotópias. <Fragmento del librito de Daniel Defert (presentador), Foucault: el cuerpo utópico, las heterotopías.  París: Lignes, 2009.  pp. 21-36> (Próximo a publicarse)
6. La Lengua Francesa Debe Hacer Resistencia. Por Michel Serres. (Próximo a publicarse)
7. Los Cinco Sentidos. Michel Serres. cap. IV: “Visita”, tr. María Cecilia Goméz B., México: Taurus, 2002. Paisaje (Local) (Próximo a publicarse)

 Cap III LA DIFERENCIA O LA DISTANCIA; IDENTIDAD O FECUNDIDAD


La cuestión se vuelve a plantear pues así: teniendo presente ahora el universal abierto a lo común, en lugar de dejar que lo tiente el repliegue en el comunitarismo ¿en qué términos vamos a pensar lo que es su contrario, lo singular de las culturas, a la vez de las lenguas y de los pensamientos?  ¿Cómo articular lo uno con lo otro?  ¿Cómo abordar la diversidad cultural cuando estamos dispuestos a no dejarla borrar bajo la estandarización de lo uniforme, y que al mismo tiempo buscamos salvar lo común de su confusión con lo semejante?  Ordinariamente se trata el asunto en términos de “diferencia” y de “identidad”, vieja pareja heredada de la filosofía y de la que se puede verificar pues, desde los griegos, a qué punto es operante en el orden del conocimiento.  Pero ¿convendrá en este debate?  Pero si hay que dar cuenta de la diversidad de las culturas en términos diferenciales y siguiendo rasgos específicos, considerados como característicos, ¿no derivaría de acá una identidad de cada cultura así distinguida?  Mucho me temo, ya lo he dicho, que no vayamos a equivocarnos de conceptos y que, al no utilizar los adecuados no podamos desembocar el debate.  Es tanto como decir que creo que un debate sobre la “identidad” cultural está viciado desde el comienzo.  Por esto propondría un desplazamiento conceptual; en lugar de la diferencia invocada, propondría abordar la diversidad de las culturas en términos de distancia; en lugar de identidad en términos de recursos o de fecundidad.  No se trata acá de un refinamiento semántico, sino de introducir una divergencia –o digamos ya un desvío– que permita reconfigurar el debate, sacarlo de su atascadero y de emprenderlo de forma más segura.
¿Qué diferencia establecer entre la distancia y la diferencia, si quiero comenzar por identificarlas (desde el punto de vista pues del conocimiento)?  Las dos marcan una separación; pero la diferencia lo hace bajo el ángulo de la distinción, y la desvío bajo el de la distancia.  Por esto la diferencia es clasificadora al operarse el análisis por semejanza y diferencia; al mismo tiempo que es identificadora; es procediendo “de diferencia en diferencia”, como lo dice Aristóteles, que se alcanza la última diferencia, que entrega la esencia de la cosa, que enuncia su definición.  Frente a lo cual, el desvío se revela una figura, no de identificación sino de exploración, que hace emerger otro posible.  Por tanto, el desvío no tiene una función clasificatoria, estableciendo tipologías como lo hace la diferencia, sino que consiste precisamente en desbordarla; no produce un arreglo sino un desarreglo.  Se dice comúnmente “desviarse” (“¿hasta dónde va el desvío?”), es decir salirse de la norma y de lo ordinario; tales son ya los desvíos de lengua o de conducta.  También el desvío se opone a lo esperado, a lo previsible, a lo convenido.  Mientras que la diferencia tiene como propósito la descripción y, para ello, procede por determinación (distinción y “análisis” de las esencias, como lo predicaban los griegos), el desvío emprende una prospección: enfrenta –sondea– hasta dónde pueden ser abiertas otras vías.  Su figura es aventurera.
Precisemos más la diferencia en juego (“diferencia” puesto que estoy claramente aquí comenzando en una perspectiva de conocimiento).  Pero ello precisamente para hacer un desvío operativo, es decir que me aleje de lo que el debate sobre la diferencia cultural tiene de impensado, y por esto se hunde en la arena movediza; buscamos que se desprenda una nueva manera de abordar el asunto.  La diferencia en tanto que procede por distinción, separa una especie de las otras y establece por comparación lo que constituye su especificidad.  Supone a la vez un género próximo en el seno del cual se marca la diferencia, y conduce a la determinación de una identidad.  Ahora bien, ¿será esto pertinente para enfocarnos en la diversidad de las culturas?  Pues al hacerlo, una vez que ella distinguió un término del otro, la diferencia lo deja de lado.  Por ejemplo, si como lo hace pedagógicamente (irónicamente) Platón, quiero definir al pescador de caña <el Sofista, Madrid: Medina y Navarro, 1871, pp. 38-39>, comenzaría por distinguir entre actividades de producción y de adquisición y, conservando la de adquisición, dejaría de lado la de producción; luego distinguiría en el seno de la adquisición, entre el intercambio y la captura, y dejaría el intercambio y conservaría la captura; después distinguiría en el seno de lo que es objeto de captura, entre el género animado y el género inanimado, me quedaría con el animado, etc.  Es así como, procediendo de diferencia en diferencia llegaré a la definición (del “pescador con caña”), reservando cada vez uno de los términos de la comparación establecida y rechazando el otro.  En la diferencia, una vez que se hace la distinción, cada uno de los dos términos olvida al otro; cada uno se voltea para su lado.
En el desvío, al contrario, los dos términos separados siguen enfrentados, y es por esto que la distancia es preciosa para pensar.  La distancia aparecida entre ellos mantiene en tensión lo que se encuentra separado.  Pero ¿qué significa mantener “en tensión”?  Sí, en la diferencia, una vez que se establece la relación por la comparación, cada uno de los dos términos se dan mutuamente la espalda, se encierran en su especificidad; por el contrario en el desvío, por la distancia que aparece, cada uno de los dos términos permanece en confrontación con el otro.  Sigue abierto a él, tendido por él, y no deja de tener que comprenderse en ese cara a cara.  Este estar enfrente no se deshace.  Este enfrentamiento sigue operando, en vivo; permanece intensivo.  Digámoslo de otra manera: si en la diferencia cada uno de los términos comparados, habiendo dejado discernir por oposición su esencia, ya no le queda sino replegarse sobre ella misma, apresada en su pureza; por el contrario en el desvío los dos términos separados permanecen en tensión el uno con el otro, ese “con” sigue activo, no cesa cada uno de tener que medirse con el otro, estar como “suspendido” de él; no acaba de descubrirse allí, a la vez de explorarse y de reflexionarse a través del otro.  Cada uno depende del otro para conocerse y no puede replegarse sobre lo que sería su identidad.  El desvío, por la distancia abierta entre el uno y el otro, hace aparecer el “entre”, por consiguiente, y este entre es activo.  En la diferencia, dado que cada uno volteó para su lado, separándose del otro para identificar mejor su identidad, no hay un “entre” que se abra entre ellos y por tanto ya nada puede pasar.  En desquite en el desvío, es gracias al entre abierto por la distancia aparecida que cada uno, en lugar de replegarse sobre sí mismo, de reposarse en sí, sigue atraído por el otro pero en tensión con él; por esto el desvío tiene una vocación ética y política.  En este entre abierto entre los dos se despliega una intensidad que los desborda al uno por el otro y los hace trabajar; se percibe ya lo que las culturas podrán ganar aquí.
Es verdad que no sabemos pensar el “entre”.  Pues el entre no es del “ser”.  Es por esto que su pensamiento se nos ha escapado durante tanto tiempo.  Porque los griegos pensaron el “Ser”, en los términos del ser, es decir en términos de determinación y de propiedad; le tenían por consiguiente horror a lo in-determinado, no pudieron pensar el “entre” que no es ni el uno ni el otro, pero donde cada uno es desbordado por el otro, desposeído de su en-sí y de su “propiedad”.  (Fue por esto que, al no saber pensar el “entre”, metaxu, se pusieron a pensar “el más allá”, meta, de la “meta-física”).  Pues el entre, que no es ni el uno ni el otro, no tiene en-sí, no tiene esencia, no tiene nada propio.  Propiamente hablando el entre no “es”.  Pero tampoco es “neutro”, es decir no es inoperante.  Pues es en el “entre”, ese entre abierto por desvío, y que no se deja reabsorber, que “algo” efectivamente pasa (ocurre) que exclaustra la pertenencia y la propiedad (la que se construye por diferencia), y que se deshace pues la identidad.  Habrá pues necesidad de salir del pensamiento del Ser (de la ontología) para comenzar a pensarlo.  Algo que los pintores han hecho ya antes de los filósofos.  Una vez mas Braque: “lo que está entre la manzana y el plato también se pinta”.
Ahora bien, en cuanto a la diferencia ella tiene su suerte ligada a la identidad, y esto de forma doble, por los dos lados.  Por una parte, en su comienzo, en su origen, supone un género común, de identidad compartida, en el seno del cual ella marca una especificación.  Y por la otra, a su llegada, en su objetivo y su destino, ella conduce a determinar una identidad que fija la esencia y su definición.  En lo que la diferencia es, como lo he dicho, identificadora.  Incluso en lingüística, donde la diferencia es planteada como primera y se encuentra desconectada de la semejanza, la diferencia no deroga a esa función diferencial de identificación; de ella proceden propiedades establecidas como características y, posteriormente, la posibilidad misma del conocimiento.  Ahora bien, el desvío nos permite salir de la perspectiva identitaria; hace aparecer, no una identidad, sino lo que yo llamaría una “fecundidad” o, dicho de otro modo: un recurso.  Al abrirse el desvío, hace que se levante otro posible.  Hace que se descubran otros recursos que no se encaraban, que incluso no se sospechaban.  Saliéndose de lo esperado, de lo convenido (“meterse por un desvío”), desprendiéndose de lo bien conocido, ese alejamiento, perturbador como es, hace surgir “algo” que ante todo escapa al pensamiento.  En esto es fecundo; no da lugar al conocimiento por clasificación, sino que suscita la reflexión por la tensión que opera.  En el entre que él abre –un entre activo, inventivo– la distancia proporciona trabajo porque los dos términos que se desprenden, y que mantiene enfrentados, no dejan de interrogarse en la abertura aparecida.  Cada uno permanece concernido por el otro y no se cierra.  Ahora bien, ¿no será esta la relación de la que las culturas pueden sacar provecho, antes de que ellas se replieguen en “diferencias”?

NO HAY IDENTIDAD CULTURAL
IV
Se percibirá en efecto, a partir de esta distinción de conceptos, la de desvío y de diferencia, porque no puede existir la identidad cultural.  Y ante todo porque adoptar la perspectiva de la diferencia para enfrentar la diversidad de las culturas conduce fatalmente a un callejón sin salida.  Impasse por arriba como por debajo de la diferencia, en tanto que por todas partes se reencuentra la identidad.  Pues, río arriba de lo que se planteará en diferencias culturales, lógicamente estaremos llevados a suponer una identidad primordial –como género común, unitario, originario– a partir del cual se desplegaría esa diversidad de las culturas.  Ahora bien, ¿cuál es este género común (“próximo”) del cual las diversas culturas parecerían ser como otras tantas diferencias específicas?  ¿Lo vamos a llama el “Hombre” o la “naturaleza humana”?  Pero tendríamos bastante dificultad para conferir a estas representaciones un contenido creíble, es decir que no sea una construcción ideológica.  Ahora bien, ¿qué otra cosa podríamos proyectar por encima de las diferencias culturales, de donde estas podrían luego proceder como se despliega un abanico?  Lo llamaremos el “fondo común”, como se lo ha hecho igualmente, así siga siendo siempre una manera completamente ingenua de llamar a esa gran X de la que ya no podemos prescindir desde que nos adentremos en la lógica de la diferencia, a la que hay que ofrecer sacrificio por lo mismo, como a su condición, a esa mitología de lo Uno primero y del monismo.
Pues aparecerá sin dificultad que lo que es propio de lo cultural (cualquiera sea la escala en que se lo considere) es ser plural al mismo tiempo que singular.  O para decirlo al revés, que hay que deshacerse de la representación cómoda, pero indeleblemente mitológica también ella, según la cual habría habido primero una unidad-identidad cultural que llegaría luego –como por maldición (Babel), o al menos por complicación (a causa de su proliferación)– a diversificarse.  Y como prueba la diversidad de las lenguas, que no es para nada un fenómeno posterior.  Yo diría más bien que lo propio de lo cultural es que él se despliega en esta tensión –o este desvío– de lo plural y de lo unitario; que él está agarrado en un doble movimiento contrario de hetero- y de homogenización, llevado a la vez a fundirse y a desmarcarse, a desidentificarse y a reidentificarse, a conformarse y a resistir; en suma, que no hay cultura dominante sin que inmediatamente se forme también cultura disidente (underground, “off”, etc.).  Pues ¿de dónde podría claramente resultar lo “cultural”, si no es precisamente de esta tensión de lo diverso producido por el desvío que lo hace trabajar, y por ende mutar continuamente?
Así mismo, río abajo, tratar la diversidad de las culturas en términos de diferencia conducirá a querer aislar y fijar cada una de ellas en su identidad.  Ahora bien, esto es imposible puesto que lo propio de lo cultural es mutar y transformarse; esta razón es masiva pues tiene que ver con la esencia misma de la cultura.  Una cultura que ya no se transforma es una cultura muerta (como se habla de una lengua muerta; una lengua que ya no evoluciona porque nadie la habla).  La transformación está en el principio de lo cultural y es por esto que no se puede establecer características culturales o hablar de identidad de una cultura.  Pues ¿cómo se caracterizaría la cultura francesa, cómo se fijaría su identidad?  ¿Se lo hará bajo la figura de La Fontaine o más bien de Rimbaud?  ¿Bajo la figura de René Descartes o de André Breton?  La cultura francesa no es ni el uno ni el otro; está por supuesto en la distancia entre los dos; en la tensión de los dos o digamos en el entre que se abre entre ellos.  Es este entre abierto entre ellos –desmesurado, vertiginoso– el que constituye la riqueza de la cultura francesa, o nosotros diremos: su recurso.
Pues, al mismo tiempo, estas dos figuras se aclaran la una a la otra por su distancia, se comprenden tanto mejor la una por la otra, se examinan mutuamente.  Incluyendo, al remontar de la una a la otra, La Fontaine a partir de Rimbaud, Descartes a partir de Breton.  La distancia abierta por Rimbaud hace en efecto remozar a La Fontaine, lo saca de la trivialidad de nuestra lectura rutinaria (esa escolar) que lo había convertido en cliché; hace que lo descubramos en su propia inventividad.  La Fontaine, redescubierto por la distancia con Rimbaud, retoma su singularidad e incluso su extrañeza.  O bien la distancia abierta por el surrealismo, poniendo nuevamente en tensión nuestro racionalismo, hace que examinemos a qué punto también éste era audaz, aventurero; hasta qué punto también el espíritu se arriesgaba en él.  Hasta qué punto es, no ordinario, sino inventivo.  Pues en caso contrario, al privilegiar el uno sobre el otro, se reduce a este otro al estado de excepción, algo de lo que no podríamos dar ninguna justificación.  O más bien nos apercibimos entonces de que es lo que trataremos como excepción lo que, tomando distancia de la norma, distancia de lo esperado y de lo convenido, es lo más interesante, en el seno de una cultura, porque es lo más significativo o creativo.
Ahora bien, hay que asumir los costos al equivocarse así de conceptos.  Hay que medir lo que puede comportar en sí –políticamente– de peligroso eso de abordar la diversidad de las culturas en términos de diferencias y de identidad; ver qué tan costoso puede llegar a ser no solamente para el pensamiento, sino en la Historia.  Un libro como the Clash of Civilisations de Samuel P. Huntington <el Choque de civilizaciones y la reconfiguración del nuevo orden mundial.  Barcelona: Paidós, 1997> es memorable a este respecto.  Ciertamente que hizo una descripción de lo que serían las principales culturas del mundo (la “china”/la “islámica”/la “occidental”) en términos de diferencias y por tanto de identidad; seguro que estableció los rasgos característicos, luego de haberlos tabulado y ordenado en tipologías, algo que, cómodo como era, no dejó de tener su éxito.  Pues claro que esto no tenía por qué molestarle a nadie; no establecía ninguna distancia con respecto a lo convenido; no deshacía ningún cliché –ni ningún prejuicio– a los que estamos acostumbrados a reducir las culturas para no ponernos muchos problemas.  Al no reconocer lo heterogéneo propio de toda cultura (o dicho de otro modo: su “heterotopía”*  interna), pero que precisamente ha de desplegarla desde adentro por distancia, y la intensifica, a la vez se sigue la facilidad propia de la clasificación y uno se tranquiliza.  Pero ¿se establece así un “núcleo duro”, puro, de una cultura?  Y haciendo esto, Huntington no solamente no capta nada interesante de esas culturas, al reducirlas a trivialidades, sino que, aislando las unas de las otras, amurallándolas en lo que sería sus especificidades respectivas, sus diferencias más marcadas, replegándolas sobre su identidad, sólo puede terminar por consiguiente en un “heurt” entre ellas, como él lo tituló: un clash.

Que haya acá un costo, o desgaste, se lo medirá mucho más cerca de nosotros en lo ha constituido el fracaso de Europa.  Cuando quisimos redactar un preámbulo a la Constitución europea, pensamos en definir lo que era Europa, ponernos de acuerdo sobre su identidad.  Ahora bien, dicha definición de una identidad europea era imposible, era una vía sin salida.  ¿Es cristiana Europa, como lo han definido los unos (que invocan “sus raíces cristianas”; “Clodoveo” en Francia)?  O bien ¿no es ella más bien laica (si se piensa en el poderoso parto de las “Luces” y en la promoción del racionalismo)?  Y como no pudimos lograr definir una identidad europea, no redactamos ningún “preámbulo”.  Luego se disolvieron las convicciones, se desligaron las voluntades y se adormecieron las energías.  No se votó la constitución europea; se deshizo Europa.  Europa por ello no se restablece.  Ahora bien, por supuesto que lo que hace a Europa es que ella es a la vez cristiana y laica (y otras cosas).  Ella se desarrolló en la distancia de las dos cosas; en la gran distancia entre la razón y la religión, de la fe y de la Ilustración.  En el entre dos, un “entre” que no es de compromiso, de simple entre-dos, sino que es el mantenimiento de una tensión entre los dos, avivando al uno y al otro.  De donde se desprende que la exigencia de la fe es aguzada por la distancia con la exigencia de la razón, y recíprocamente (incluso se llega a manifestar en un mismo espíritu, el de Pascal); de acá proviene la riqueza o el recurso que constituye a Europa, o mejor aún: de lo que “hace Europa”.  Con respecto a lo cual, toda definición de la cultura europea, todo enfoque identitario de Europa, no solamente es terriblemente reductor y perezoso, sino que también debilita, decepciona y desmoviliza.



* <Para quienes no conocen el texto de Foucault sobre las “heterotopías”, lo coloca acá como anexo… Paláu >

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Ozark

Por Mauricio Castaño H
Historiador
Colombia Kritica

El escenario del mal es la legendaria ciudad de Chicago, su historia es cercana al crimen organizado. No sobra decir que es EEUU el país que más consume y en el que más se desarrolla el mercado del narcotráfico. Referimos la serie Ozark de Neflix. Un hombre de negocios, un encantador de serpientes, un competente profesional de la contaduría, cuya pasión son los números y su milagro consiste en hacer que las inversiones sean más rentables y más aún cuando se trata de lavar dineros a la mafia. Y lavar es un contrasentido para el protagonista, pues no hay dinero más limpio que el de la ilicitud, las montañas de dinero son impecables por su limpieza, el lavado entonces consiste en ensuciarlos, en mezclarlos con los que ya han circulado en el mercado, que por su uso de una mano a otra recogen mugre y muchos pliegues, es lo normal del dinero circulante, entonces la  clave está en mezclar los limpios con los sucios para que parezcan normales, para legalizarlos, y luego con la magia contable todo se convierte normal ante el Estado.

Por lo demás, la historia encanta porque su drama es universal, pertenece a la condición humana de la ambición por el dinero y el poder, cosa común a la mayoría de los vivientes humanos en esta sociedad de mercado, donde todo se tasa por el Tener que condicionan las otras dimensiones del Ser y Hacer. (
«El  diablo  es  optimista  si  cree  que  puede  hacer  peores  a  los  hombres», escribió  Karl  Kraus). Y en el tema de lo ilegal, es de recordar un no sé qué que hace que los hombres disfruten de lo peligroso, de la adrenalina que secreta aquello de que lo prohibido es lo más apetecido. Y lo ilegal es asimilable a una epidemia que se derrama  en la sociedad, en todas sus esferas, el tanto dinero circulante penetra todos los recodos, todos los poros de la sociedad. Pensamos en Colombia, en sus ciudades, en especial Bogotá, Cali y la siempre Medellín, esta última experimento de la mafia con sus escuelas de sicariato. 

Cosa común y no ajena a lo ilegal son sus horrorosos métodos de hacer morir o dejar vivir (la expresión es de Foucault), todo se arregla con la justicia que hace la propia mano, con métodos crueles para castigar, para hacer escarmiento. La vida se toma o se perdona, no hay medias tintas. Su moral o ética es la de la violencia cruda, el precio de la palabra empeñada es la vida misma. Y el instinto es buen consejero en las decisiones difíciles más que las largas discusiones de protocolos, atajos o frenos morales. Se sabe cómo entrar en el mundo de la mafia pero no se sabe o no es posible el cómo salirse. Entrar allí equivale a colgarse por siempre una lápida en la espalda, extensible a toda su familia, seres queridos y amigos, todo lo que pueda infringir dolor es fuente sensible para el verdugo, el miedo es su gran empresa. La amenaza está siempre vigente y latente, en cualquier momento puede cumplirse, ejecutarse. Es lo que le ocurre al protagonista de la serie, pese a que es un hombre no violento, nunca se le verá con un arma o urdir un crimen, por el contrario, los evita, sólo padece los propios de los gajes del oficio.

En el mundo de la mafia, de la legalidad se guardan muchos secreticos sucios. Y recordemos el origen del término secreto es secreción, que secreta, que fluye, entonces en términos estrictos es lo contrario a como se le conoce, un secreto es secreto en el momento en que entra en custodia por un tercero, por tanto ya no lo es, pues ha fluido, se ha secretado. Y es precisamente ese tercero que se convierte en una fuente susceptible en la medida de que el otro depende de éste. Es así como entra el chantaje de develar los secreticos sucios de quien quiere sacar ventaja. Esa parece ser la materia prima del poder, para lograr abrirse camino hay que saltar por encima de lo que es legal, de las personas, y esto no se hace por sí mismo, sino con la complicidad de muchos. Un mundo frágil es el poder, siempre hay un roto para un descosido. Todo se va al traste por lo mínimo.

Completa al papel de lavador, el arte del inversionista cual es vender sueños, encantar serpientes, vender ilusiones de un mejor mañana, un mejor futuro, la multiplicación de los panes es el milagro esperado. ¿Cómo poner a rentar tus ahorros?, ¿cómo sacar el mayor rendimiento al capital que se tiene?, pues en el mundo del capitalismo todos rinden culto al dinero, todos quiere trepar por sus montañas. Y es gancho que frente a las situaciones de ambición, desespero o calamitosas se requiere de alguien que prometa de finales felices. Es bálsamo en los que todos se quieren bañar, presas fáciles de atrapar: Buen carro, buena casa decorada, buenas comodidades, dinero por montones.

Motiva de la serie su buen guión y dirección, todo se cuenta con delicadeza que es lejana al amarillismo acostumbrado de estas temáticas. Existen muchos momentos que el protagonista genera una cierta compasión por ese listo y brillante contador, apasionado por los números, hombre de familia, aunque tanto trabajo le hace enfriar su alcoba conyugal ante una esposa que demanda cariñitos. Su arma más valiosa es la palabra, es convincente, nunca hay agresiones, las adversidades lo hacen crecer, siempre encuentra una solución a sus problemas. Las posibles amenazas que se ciernen sobre su vida serán suspendidas gracias a ese don de la palabra. Aunque se regocija con la venganza materializada por terceros. Se regocija con el sonido contra el
pavivento del cuerpo del amante de su esposa tirado desde las alturas del lecho infiel, ese terrible sonido fue su tranquilidad  en las noches de insomnio y también de preservar su dignidad de marido engañado.

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No Existe Identidad Cultural

Por François Jullien
No Existe Identidad Cultural,
pero defendemos los recursos de una cultura
Paris: L’Herne, 2016
Traducido por Luis Alfonso Paláu C., Medellín, abril – julio de 2017.


                 

                         Nota Preliminar
Pensar el tema de la identidad cultural a partir de las reflexiones de esta filosofía francés, puede dar luces para enriquecernos, y muy oportuno en el contexto de la Fiesta del Libro a realizarse en Medellín. Nuestros agradecimientos al profesor Paláu por ofrecer sus traducciones a Colombia Krítica.

La publicación se hará en las siguientes entregas:

1.  No Existe Identidad Cultural.
2. Cap III La Diferencia O LaDistancia; Identidad O Fecundidad y Cap. IV: No Hay  Identidad Cultural
3. Cap. V Defendemos los Recursos de una Cultura. (Próximo a publicarse)
4.  Cap. V Defendemos los Recursos de una Cultura y Cap.VI De las Distancias a lo Común.(Próximo a publicarse)
5. Las Heterotópias. <Fragmento del librito de Daniel Defert (presentador), Foucault: el cuerpo utópico, las heterotopías.  París: Lignes, 2009.  pp. 21-36> (Próximo a publicarse)
6. La Lengua Francesa Debe Hacer Resistencia. Por Michel Serres. (Próximo a publicarse)
7. Los Cinco Sentidos. Michel Serres. cap. IV: “Visita”, tr. María Cecilia Goméz B., México: Taurus, 2002. Paisaje (Local) (Próximo a publicarse)





No Existe Identidad Cultura

 Pensamos que la próxima campaña electoral en Francia girará en torno a la “identidad cultural”. En torno a preguntas del estilo: ¿no habrá que defender la “identidad cultural” de Francia contra la amenaza de los comunitarismos?  ¿dónde colocar el cursor entre la tolerancia y la asimilación, la aceptación de las diferencias y la reivindicación identitaria?

Este debate atraviesa a toda Europa; de manera más general concierne la relación de las culturas entre ellas bajo el régimen de mundialización. Ahora bien, creo que nos equivocamos acá de conceptos; no puede ser asunto de “diferencias” que aíslan las culturas, sino de distancias que se mantienen a la mirada, por tanto en tensión, y que promueven entre ellas lo común.  Ni tampoco de “identidad”, puesto que lo propio de la cultura es mutar y transformarse, sino de fecundidades o lo que yo llamaría de recursos.

No defenderé pues una identidad cultural francesa, imposible de identificar, sino que hablaré de recursos culturales franceses (europeos); y “defender” significará entonces aquí no tanto protegerlos como explotarlos.  Pues si se entiende que tales recursos nacen en una lengua como en el seno de una tradición, en un cierto medio y en un paisaje, es decir que quedan disponibles para todos y no pertenecen a nadie.  No son exclusivos como lo son los “valores”; no se los predica, no se los “exhorta”.  Se los despliega o no, se los activa o se los abandona, y esta es responsabilidad de cada quien.
Un tal desplazamiento conceptual obligaba desde el comienzo a redefinir estos tres términos rivales: lo universal, lo uniforme, lo común, para sacarlos del equívoco.  Y conducirá finalmente a repensar el “dia-logo” de las culturas; dia de la distancia y el encaminamiento; logos de lo común, de lo inteligible.  Pues es este común de lo inteligible lo que constituye lo humano. Ahora bien, si nos equivocamos de conceptos, nos hundiremos en un falso debate, que por adelantado sabemos sin salida.


LO UNIVERSAL, LO UNIFORME, LO COMÚN

                                     I

Para entrar en este debate, requerimos precisar los términos; en caso contrario nos tragará la tierra.  Comencemos pues por estos tres términos rivales: lo universal, lo uniforme y lo común.  No solamente corremos el riesgo de confundirlos sino que es necesario también limpiar cada uno de ellos del equívoco que lo mancha.  En la cima del triángulo, en efecto, lo universal mismo tiene dos sentidos que habrá que distinguir; en su defecto no se comprende de donde viene su filo ni cuál es su apuesta para la sociedad.  Diremos que hay un sentido débil, de constatación, que se limita a la experiencia; constatamos por tanto que hemos podido observarlo hasta aquí, que así ha sido siempre.  Este sentido es de generalidad.  No pone problema ni choca.  Pero lo universal posee igualmente un sentido fuerte, el de la universalidad estricta o rigurosa; es de este del que hemos hecho en Europa una exigencia del pensamiento; pretendemos de entrada, incluso antes de cualquier confirmación por la experiencia (e incluso a veces dejándola de lado) que tal cosa debe ser así.  No solamente la cosa se encuentra ser hasta el presente así, sino que ella no puede ser de otra manera.  Este “universal” es, ya no solamente de generalidad, sino claramente de necesidad; universal que ya no es de hecho sino de derecho (a priori); no comparativo sino absoluto; no tanto extensivo como de valor imperativo.  Ahora bien, es sobre este universal en el sentido fuerte y vigoroso que los griegos fundaron la posibilidad de la ciencia; fue a partir de él que la Europa clásica, transportándolo de las matemáticas a la física (Newton) concibió “leyes universales de la naturaleza” con el éxito que le conocemos.

Ahora bien, con él se plantea la cuestión que divide a la modernidad: este universal riguroso al que la ciencia le debe su potencia, y tal como él aplica su necesidad lógica a los fenómenos de la naturaleza, o de las matemáticas a la física, ¿será también pertinente en cuanto a la conducta?  ¿será igualmente pretiñen en el dominio ético?  ¿estará nuestra conducta sometida a la necesidad absoluta de imperativos morales, “categóricos” (en el sentido de Kant), a la manera de la necesidad a priori que ha implicado el éxito indiscutible de la física?  O bien ¿será preciso reivindicar, en el dominio aparte de la moral, en el retiro (secreto) de la experiencia interior, el derecho de lo que queda entonces por pensar como opuesto a lo universal: lo individual o lo singular (así como Nietzsche o Kierkegaard lo han hecho)?  La cuestión se plantea tanto más cuanto que, en esta esfera de los sujetos y, más generalmente, de la sociedad, se ve que el término de universal no siempre sale de su equívoco.  Cuando hablamos de “historia universal” (o de “exposición universal”), este universal parece claramente de totalización y de generalidad, pero no de necesidad.  Pero ¿será lo mismo cuando hablamos de la universalidad de los derechos del hombre, y no les acreditaremos entonces así una necesidad de principio?  Pero entonces ¿cuál es su legitimidad?  ¿No se habrá impuesto abusivamente?

La pregunta se plantea tanto más cuanto que actualmente vivimos una experiencia crucial.  Incluso es una de las experiencias decisivas de nuestra época; esta exigencia de universalidad, la que ha comportado la ciencia europea y que la moral clásica ha reivindicado, la descubrimos hoy en el encuentro con otras culturas, que ella es nada menos que universal.  Sino que ella es más bien singular, es decir lo contrario, siendo lo propio de la sola historia cultural de Europa en donde al menos se lo ha llevado a ese punto de necesidad.  Pero ante todo ¿cómo se traduce lo “universal” cuando se sale de Europa?  De allá también que esta exigencia de universal –esa que habíamos confortablemente metido en el credo de nuestras seguridades, al principio de nuestras evidencias– regresa por fin contundente, pierde a nuestros ojos su banalidad; entonces aparece inventiva, audaz e incluso aventurera.  Se ve cómo se le descubre, desde fuera de Europa, una fascinante extrañeza.

Igualmente equívoca es la noción de uniforme.  En efecto se podría creer que ella es el cumplimiento y la realización de lo universal.  Pero de hecho, ella es su reverso; o más bien diría que es su perversión.  Pues lo uniforme tiene que ver, no con la razón como lo universal, sino con la producción; no es sino lo estándar y lo estereotipado.  Procede, no de una necesidad, sino de una comodidad; ¿acaso lo uniforme no se produce más barato?  Mientras que lo universal está “girado hacia lo Uno”, este que constituye su término ideal, lo uniforme no es sino la repetición de lo uno, “formado” a lo idéntico y ya no inventivo.  Ahora bien, esta confusión es tanto más peligrosa hoy cuando vemos por todas partes las mismas cosas reproducidas y difundidas por todos los lugares del mundo a causa de la mundialización.  Porque sólo se las ve a ellas saturando el paisaje, estamos tentados a acreditarles la legitimidad de lo universal, es decir de una necesidad de principio, mientras que esto sólo tiene que ver con un extensión del mercado; y que su justificación es solamente económica.  Es solo porque, gracias a los medios técnicos y mediáticos, la uniformidad de los modos de vida, de los objetos y de las mercancías, tiende de aquí en adelante a recubrir de un extremo al otro el planeta, que se dice de ellos que son universales.  Así se encuentren absolutamente por todas partes, les hace falta un deber ser.

Si lo universal implica la lógica, si lo uniforme pertenece a lo económico, lo propio de lo común es su dimensión política; lo común es lo que se comparte.  Fue a partir de su concepto que los griegos concibieron la Ciudad.  A diferencia de lo uniforme, lo común no es lo semejante; y esta distinción es tanto más importante hoy cuanto que, bajo el régimen de uniformización impuesto por la mundialización, estamos llevados a pensar lo común por reducción a lo parecido, dicho de otra forma: por asimilación.  Ahora bien, requerimos por el contrario promover lo común que no es lo semejante; solo este común es productivo.  Es este el que yo reivindicaría.  Porque sólo este común que no es lo similar es efectivo.  O como lo decía Braque, “lo común es verdadero, lo semejante es falso”.  Y lo ilustraba por medio de dos pintores: “Trouillebert se parece a Corot, pero no tienen nada en común”.  Ahora bien, este es claramente el punto crucial de nuestros días, y ello, cualquiera sea la escala en la que se encare lo común (ya sea la Ciudad, la nación o la humanidad); es solamente si promovemos un común que no sea una reducción a lo uniforme que el común de esta comunidad será activo al dar efectivamente algo para compartir.

Por el otro lado de este triángulo teórico, lo común no se decreta, como si lo hace lo universal.  Porque por una parte está dado: lo común de mi familia o de mi “nación” es lo que me viene por nacimiento.  Y por la otra, se decide y constituye propiamente el objeto de una elección: tal es lo común de un movimiento político, de una asociación o de un partido, aquel de todo compromiso colectivo.  Como tal, este común del compartir se distribuye de forma progresiva: tengo en común con mis parientes, con los que pertenecen a mi región, con los que hablan la misma lengua, pero igualmente con todos los hombres, y por qué no con todo el reino animal y, más ampliamente aún, con todos los vivientes; la preocupación de acá en adelante es por este común más vasto.  En principio, la repartición de lo común es en efecto extensivo.  Pero este “común”, como tal, es igualmente equívoco.  Pues el límite que define lo interno de una partición puede tornarse en su contrario.  Puede invertirse en frontera que excluye a todos los otros de ese común.  Lo inclusivo se revela en el mismo golpe como su inverso, excluyente.  Encerrándose adentro, expulsa al afuera, y tal es lo común que se ha vuelto lo intolerante del comunitarismo.


En los Fundamentos Europeos de lo Universal.  ¿Será Acaso Lo Universal una Noción Obsoleta?

                                              II

El concepto de universal, ese que en su sentido fuerte ha llevado a la cultura europea en su desarrollo, se encuentra actualmente en dificultades.  Y esto bajo dos perspectivas.  No solamente se descubre en contradicción consigo mismo desde que se aprecia –teniendo en cuenta las otras culturas– que él es el producto de una historia singular del pensamiento.  Pero además, la historia singular de la que procede en Europa no posee en sí misma el carácter de necesidad que él implica en su principio.  En efecto, desde que se sale de la perspectiva propiamente filosófica y que se considera la formación de su noción en el seno del desarrollo cultural –más general – de lo que se volverá Europa, uno se da cuenta hasta qué punto este advenimiento de lo universal tiene que ver con una historia composita, por no decir caótica: a partir de diversos planos, y que incluso a veces se oponen, y de los que se tiene dificultad de percibir lo que los articula desde adentro.  Citaré al menos tres: el filosófico (griego) del concepto, el jurídico (romano) de la ciudadanía, y el religioso (cristiano) de la salvación.  ¿Qué relación “necesaria” los liga entre sí, y forma esto incluso una “historia”?  Al menos requeriremos hacer para ello, a grandes rasgos, la arqueología para sondear allí a partir de cuáles estratos se formó un tal universal y decidir si todavía nos sostenemos sobre él.  Pues, si no comenzamos por poner en claro ese pasado, nuestro debate político seguirá estando indefinidamente atormentado; e incluso ¿podrá haber todavía debate posible?

Por lo menos el punto de partida está claro: el primer plano de patentización de lo universal, en tanto que concepto, es aquel mismo del concepto.  Es decir que la promoción de la noción de universal a concepto se confunde con la promoción misma del concepto como herramienta de la filosofía; hemos nacido en Europa en esta herencia.  Pues los griegos quisieron ante todo nombrar la “totalidad” del mundo.  En un gesto perentorio, a tal punto apresurado buscando apoderarse por el espíritu de ese “todo” ¿lo nombraron “agua”, “aire” o lo “ilimitado”?  Y al no ponerse de acuerdo sobre ese todo, ni siquiera sobre el principio de ese todo, convirtieron entonces su pensamiento para pensar, ya no ese todo que se les escapaba, sino sobre el modo del todo, “según el todo” (kath’holou, de donde vendrá “católico”); sobre el modo del concepto, o dicho de otra manera: de lo universal.  La historia de la filosofía le atribuye ordinariamente esta mutación a Sócrates; ya uno no se preguntará cuáles son las cosas bellas, o qué es lo que es bello, sino que es lo bello.  ¿Qué es lo bello en sí, según ese todo unitario, abstracto, de lo diverso, que constituye lo bello en su esencia y que uno ve disperso en tantas cosas bellas, tan variadas, que se presentan a nuestros ojos?  Es decir en tanto que universal o en tanto que concepto de lo Bello.  En la primera página de su Metafísica, Aristóteles nos lleva a abandonar lo individual de la sensación para elevarse a ese universal abstracto que constituye el conocimiento.  Sobre él se fundó la ciencia en Europa.  Pues tal será su exigencia; mientras que la común opinión enfrenta las cosas en modo de lo contingente, es decir de lo que puede ser de otra manera de cómo es, la ciencia encara las cosas bajo el modo de lo necesario, por tanto de lo universal, es decir de lo que no puede ser de otra manera.

Ahora bien, ¿cuál ha sido para nosotros europeos la consecuencia de esto o que destino se dibuja allá?  Si la ciencia en su exigencia se distingue del régimen común de la opinión, no lo hace en razón del carácter verdadero o falso de sus afirmaciones, puesto que también hay opiniones verdaderas, sino más bien a causa del carácter de necesidad que se le atribuye a sus proposiciones desde que acceden a su universalidad.  Sin embargo, elevándose hasta ese universal del concepto ¿qué no ha sido abandonado irremediablemente?  ¿No hay acá un ramal por el que sólo el pensamiento griego se ha arriesgado en la historia humana?  Y conectados a lo universal ¿qué hemos abandonado pues?  ¿Será solamente una aparente diversidad (o bien digamos la diversidad de la apariencia)?  ¿O no será más bien lo individual (o lo singular), aquello de lo que se tiene experiencia?  Pues es claramente este hombre en particular al que se le ofrecen cuidados, a tal o a cual, “a cada quien” como él es (remarcaba ya Aristóteles) y no al hombre en general.  Por esto la perplejidad en la que ha caído de rebote la filosofía con respecto a si misma, con relación a su empresa de abstracción “hacia” lo universal, o de conceptualización; ¿no habrá abandonado así la realidad efectiva, esa que sólo existiría en singular?  Ahora bien, ¿habremos en la actualidad salido aunque sea un poco de esta inquietud?  O, según el adagio que viene de Aristóteles, si la ciencia es ciencia de los universales, de universalibus, con lo que ese “de los” (“a propósito de”) deja como distancia para su suspensión sobre… la “existencia” que está hecha de individuos, existentia est singularium; ella sólo se aprehende en esa unicidad de lo singular. 
Y de esto resulta un divorcio, y quizás un trauma para la cultura europea que heredó este mandato de tener que pensar según lo universal.  De donde procede por compensación incluso la vocación de la literatura; frente a la ciencia y a la filosofía como búsqueda que responde a esta exigencia, la literatura recupera lo individual que ha dejado de lado lo universal, al evocar una emoción, al contar “una vida”; y al mismo tiempo que ella recupera lo ambiguo, esto que es inherente a la vida misma y que ha dejado pasar lo absoluto parido por esta abstracción.

Ahora bien, lo universal promovido por Roma se desarrolla en otro plano y es pues de otra naturaleza.  Su herencia es otra; está ligado a la necesidad implicada por la ley tal y como se impone de aquí en adelante a un vasto imperio.  Como a pesar de sus inmensas conquistas Roma no se constituyó en nación o en Estado, sino que se pensó todo el tiempo en el marco de la Ciudad, no pudo ampliar progresivamente su marco particular de ciudadanía hasta los límites de su mundo.  O dicho de otro modo, la importancia histórica de Roma, es el haber extendido así la repartición de su propia ciudadanía hasta hacerla común a todo el Imperio (lo que se acabó con el edicto de Caracalla en 212), que reunía bajo un mismo lazo legal la Ciudad y el mundo, el urbs y el orbis.  Pues la ciudad mundial de los estoicos seguía siendo un concepto esencialmente moral, sostenido por la sola figura del Sabio y la fusión con el cosmos, y que no tenía para nada incidencia política.  En Roma por el contrario, la “ciudadanía universal”, civitas universa, comienza a volverse efectiva; por medio del derecho, lo universal sale de la filosofía y de su envoltura lógica para definir una unidad de estatus y de condición.  Al mismo tiempo que se es ciudadano de su propia ciudad, se es ciudadano de Roma; se posee una “chica” pero también una “gran” patria (una patria “de naturaleza”, local, geográfica, y otra de ciudadanía); lo que es “romano” ya no es un dato sino lo que construye el lazo jurídico.  “Roma” ya no se contenta con ser tal ciudad individual, sino que se erige así por esta dimensión universal, en una “segunda madre del mundo”, parens mundi altera.

En los límites de su limes, Roma es un primer ejemplo –ante todo logrado– de “mundialización”.  Ahora bien ¿aquí qué aporta –o qué fractura– el cristianismo?  Contra el reino de la legalidad, que esta sea cívica o religiosa, que sea romana o judaica, lo que se volverá el cristianismo instaura un nuevo universal; ya no de la ley sino de la fe.  Ya no en lleno como en el marco de la ciudadanía romana, sino en hueco; por lo evidentemente interior de todo lo que es lo universal de la gracia y del amor de Dios.  Sólo estos pueden llenar lo que se promueve así en tanto que interioridad del sujeto, colmarlo e incluso “desbordar”.  Pues el cristianismo no presenta solamente esta notoria particularidad de haber sido difundido en una lengua (el arameo) distinta de aquella en la que Cristo lo predicó; el Evangelio está escrito en griego, que Cristo no hablaba y que además, no era una lengua como cualquiera otra, sino la de lo universal filosófico.  Y esto remarcará mucho más el paralelo de la “sabiduría” (de los griegos) y de la “locura” de la Cruz (sophia / môria), así como la inversión de aquella en esta.  Pero la importancia de Pablo, en tanto que promotor de universal, estriba igualmente en haber depurado el mensaje del cristianismo tanto de lo anecdótico de la vida de Cristo como de su dependencia con respecto al medio judío, conduciendo así al retiro y a la neutralización de todos los cortes, ya sean de raza (de cultura), de sexo o de condición; “no hay ni judío ni griego, ni esclavo ni hombre libre, ni hombre ni mujer”, sino que todos están comprendidos en el mismo estatuto de hijos de Dios, siendo todos uno en Jesucristo.  Así es como la fe en Cristo, al cambiar radicalmente la condición del hombre, arranca por ello mismo a los hombres de todas sus diferencias y los establece en una igualdad de principio, siendo llamados todos a la misma conversión interior en el seno de su itinerario de sujeto singular; se podrá entonces comenzar a pensar un universal de los sujetos.

Se instaura así un universal en el sentido fuerte, rival del de la filosofía, que será no ya el del concepto sino el de la creencia, en tanto que este se impondrá de acá en adelante sobre todo, que triunfa sobre todo, y ya Dios será el Dios de los unos como de los otros.  Ahora bien, no solamente este universal va a ser sostenido por la divinidad y su designio providencial; es también el del Acontecimiento anunciado: la resurrección de Cristo (la victoria sobre la muerte) es el acontecimiento puro, absoluto, liberado de todo lo anecdótico, pero no por ello simbólico, y que absorbe en él todos los otros.  El mensaje cristiano, tal como el plan divino y la economía de salvación, está llamado a valer para todo hombre y por toda la eternidad.  Faltaba entonces por articular la trascendencia de este universal –que es también lo eterno de la Verdad– con lo individual de la Historia y su inscripción temporal.  Lo que se hace ya por medio de la encarnación de Cristo; si se lo piensa a la vez totalmente hombre y totalmente Dios, Cristo une (reconcilia) en él estos dos opuestos de lo universal y de lo singular.  Ahora bien, esta encarnación de lo universal en lo singular será transpuesto luego a la Iglesia; luego laicizado en el gran Hombre (Hegel: Napoleón es “el espíritu universal a caballo”, después Prusia…), y depositado en una clases, el proletariado, portador de la emancipación de la humanidad (Marx).  Más tarde en una cultura: la civilización “occidental”, esta que se afirma portadora de los “valores universales”.

Esta pretensión de lo universal, de parte de Occidente, evidentemente que ya no se sostiene.  Digo acá “Occidente” y ya no “Europa”; no solamente Occidente desborda geográficamente Europa, sino que se trata también de una noción que es ideológica y ya no, como sí lo es Europa, histórica; “Occidente” se pensaba en términos de potencia, de polo de valores y de hegemonía.  Ahora bien, al perder tal hegemonía, Occidente perdía por lo mismo el crédito concedido al universalismo que pretende encarnar y que sólo imponía con su potencia.  En el encuentro de las otras culturas, no solamente estamos llevados a preguntarnos si una tal aspiración a lo universal no será ella misma universal.  Pero también, al ver hasta qué punto esta exigencia de universalidad compromete planos diversos (al menos esos tres: la abstracción del concepto, la ciudadanía, la salvación), no será que aparece como compensación, no será que se la reivindica precisamente para neutralizar esta fracturación.  Acaso no será para mantener juntas todas esas cosas tan heterogéneas e incluso contradictorias –la ciencia / la ley / la fe– que se requirió izar lo universal como principio; y hacer de su legitimidad lógica una exigencia universal bajo todos los respectos.  Una cultura más integrada, más homogénea que la europea ¿habría tenido necesidad de esa espiga de la universalidad?  Se requerirá claramente plantearse la pregunta retrospectivamente, embarcarse en una tal introspección, si se quiere seriamente concebir un futuro para Europa, y ante todo lo que hace a “Europa”.  ¿Pero resultará de esto por tanto que la exigencia de universal, tal como se promovió en Europa, sea obsoleta?  Que si ella se comprometió en la Historia en tanto que valor “occidental”, imponiéndosele a las otras culturas en una relación de fuerzas, ¿ya ella no sea de acá en adelante promotora y no pueda ya ser invocada?  O ¿habrá que expurgar en ese legado histórico de lo universal y redefinir lo que de aquí en adelante puede ser válido?

En todo caso una cosa es cierta: se invalidó una forma de universal; la de la totalización o de la completitud.  Cuando uno cree haber alcanzado lo universal, es porque no sabe lo que le falta a esa universalidad.  Cuando los hermanos Van Eyck, en el retablo de Gante <1426-1432> pintan las masas del mundo entero que convergen hacia el altar <en el políptico> del Cordero místico –mientras que truena por encima un Dios que parece a la vez Padre e Hijo, y que se apercibe en la parte de atrás de las murallas que se pueden creer tanto de Jerusalén como de Gante– pues si que han pintado un universal caduco.

No solamente en virtud del mensaje apocalíptico expresado, sino porque ese universal panorámico no tiene idea de lo que le falta a su totalidad.  Porque se considera adquirido, definitivamente advenido, y no se preocupa ya de los que podría faltar; porque se reposa en su positividad y ya no ofrece nada a progresar.  No es ya promotor, está satisfecho.  Fue así como se pudo hablar más de un siglo de sufragio “universal” sin darse cuenta que las mujeres estaban descartadas de él. O digamos de otro modo: lo universal hay que pensarlo contra el universalismo, dado que este se imponía soberano y creía poseer la universalidad.  El universal por el que hay que militar es, a la inversa, un universal rebelde, que nunca está pleno; o digamos un universal negativo que deshaga la comodidad de toda positividad detenida; que no sea totalizador (saturado) sino por el contrario que reabra faltantes a toda totalidad acabada.  Universal regulador (en el sentido e la idea kantiana) que, por no estar nunca satisfecho, no cesa de empujar el horizonte y da indefinidamente qué buscar.  Ahora bien, este universal es precioso en un plano, no solamente teórico sino también político; es a él especialmente al que habrá que reivindicar para el despliegue de lo común.  Pues es al cuidado de este universal, que promueve lo que hay de ideal en ideal nunca alcanzado, que invoca lo común a no limitarse tan pronto.  Es a él al que hay que invocar para que el reparto de lo común permanezca abierto; que no se invierta en frontera, que no se dé vuelta en su contrario: la exclusión de donde viene el comunitarismo.

Sin embargo hay una cuestión previa que se plantea, que vuelve a interrogar lo universal allí mismo donde se lo creía más seguro: en su plano lógico.  La filosofía clásica no dudó en zanjar esta cuestión por la afirmativa, pero el reencuentro de las otras culturas nos conduce actualmente a volverla a colocar: ¿existen nociones que sean de entrada universales?  Dicho de otra forma: ¿existen conceptos-madre de todo entendimiento humano, bajo los cuales se dejarían por principio organizar por consiguiente todo lo diverso de las culturas y del pensamiento?  Se lo cree (yo lo he creído) mientras que uno permanezca dentro de la lengua europea (el “demostrar”, como una tabla de las leyes no solamente de la lengua, sino ante todo del espíritu, la tabla kantiana de las “categorías”).  Ahora bien, se frecuentamos una cultura exterior a la lengua y a la tradición europea como la china, ya no estoy tan seguro.  El concepto de “sustancia”, por ejemplo, se menciona como universal, pero ¿es él necesario –e incluso ¿será posible? – en una lengua como la china en la que no se dice el “ser” (to be or not to be) sino solamente la predicación?  Que no está preocupada para nada de captar el “ser” inherente de las cosas (pensemos que “cosa” se dice “este-oeste”, dong-xi, no en tanto que esencia sino de puesta en relación).  Se dirá que estas son simples formas de hablar; pero estas formas de hablar son también (ante todo) manera de pensar.  O bien ¿será que la distinción entre unidad y pluralidad es también original, y por tanto universal, en una lengua que como el chino, no tiene morfología, por tanto que no necesariamente (gramaticalmente) tiene que escoger entre el plural y el singular?  Y por qué no la distinción entre “existencia” y “no-existencia” que es ella misma universal y dotada de necesidad lógica si aprendemos a pensar, como nos conduce a ello el pensamiento chino, el estadio eminentemente “sutil” de la transición (que para nada lo ha pensado Europa)?  ¿Si aprendiésemos a representar el entre “hay – no hay” pintando el atardecer o la bruma, como lo hace el letrado chino?

Esto significa pues que lo universal no se encuentra de entrada; en todo caso no estamos seguros de ello; que él no está dado; no es esa blanda almohada en la que podemos reposar tranquilamente nuestra cabeza.  Nada nos indica que la diversidad de las lenguas y de las culturas puede venir a filarse bajo las categorías “universales” que el saber europeo ha elaborado en el curso de su historia.  En desquite, si lo proyectamos como horizonte que nunca se ha alcanzado, como ideal nunca satisfecho, el universal nos permite la investigación.  Que sea planteado como una exigencia llevará a las culturas a no replegarse sobre sus “diferencias”, a no complacerse con lo que sería su “esencia”, sino a permanecer girados –tendidos– hacia las otras culturas, las otras lenguas y los otros pensamientos; y a no parar tampoco, por consiguiente, en el trabajo continuo en función de esta exigencia, por tanto también de mutar; dicho de otra manera: de permanecer vivos (como se lo dice de las lenguas que no están “muertas”).  Este universal que nunca está satisfecho es lo que mantiene a las culturas mirando como de soslayo, gracias a lo cual ellas pueden a la vez reflejarse a sí mismo e influirse; nada de encerrarse en lo que sería su “identidad”, sino descubrir sus fecundidades respectivas; éstas las convocan a ellas misma a reconfigurarse.  Ahora bien, esto no vale solamente entre las lenguas y las culturas difundidas por la superficie del planeta, sino igualmente para la diversidad cultural interna en un mismo país, como es cada vez más el caso especialmente en Europa.  Los dos no se separan; no se podrá pensar lo uno sin pensar lo otro.  Pues esta diversidad propia de lo cultural, interior tanto como exterior, plantea el mismo problema de fondo que es político: ¿cómo a partir de una tal diversidad, que es al principio cultural y de hecho el recurso, producir lo común necesario para lograr a la vez desplegar lo humano, en la extensión de sus posibles, y “vivir juntos”?

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