Por Mauricio Castaño H
Historiador
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Yo soy el otro. El otro es tal y cual me lo imagino. Produce mi admiración o mi rechazo, el líder al que sigo o a quien evito con mi desprecio. Declaración de paz o de guerra, mis sentimientos disponen, mi vida y mi cultura. En la guerra odio mucho y amo poco. Odio al enemigo con todas las fuerzas, le atribuyo lo peor de la vida al punto de quitarle la condición de humanidad, de semejante, lo rebajo a cualquier cosa que no tenga valor. Así se habilita el pasaporte de dar muerte, de cometer asesinato.
Abel y Caín, el labrador y el ganadero, el que siembra el campo y el que sacrifica animales, quien genera vida y quien la quita. Diestro en el cuchillo, Caín sólo le bastó el pretexto de la envidia y del odio para clavarle el puñal a su hermano, lo asesinó. Tantos años manejando armas, los hombres sienten la necesidad, bajo cualquier excusa, de blandirla sobre el cuerpo del otro que imaginan enemigo, digno de muerte. En nuestro reino animal impera la movilidad del correr para cazar o huir para evitar ser presa. Pero a la empeñada muerte le sobreviene la reafirmación de la vida, al asesino lo acecha la culpabilidad social. Ante el mal causado alguien tiene que pagar, la sociedad entera, es costumbre, reclama justicia.
La culpa está anexa a nuestra cultura occidental. Es una herramienta, un recurso para tramitar el castigo, la sed de venganza que se ejerce contra un otro que resulta seleccionado. En ciertas comunidades estudiadas por Rene Girard la culpa se concentra en un alguien escogido por el grupo para pagar un castigo, es el chivo expiatorio que sacia la violencia descargada por su comunidad. Famoso es el pasaje bíblico de la prostituta a punto de ser linchada por su comunidad, su salvación la encuentra en Jesús, con brillantez hace comprender a los atacantes que todos son culpables y que por lo tanto es mejor quedar en tablas, perdonar es la palabra mágica que opera para detener a la masa furiosa que quiere cobrar venganza por sus propias manos, quieren cadáver, asesinato. El asesinato se evita regando la culpa en toda la especie humana, la corresponsabilidad en el error y la invitación a construir entre todos un mundo en paz: quien este libre de pecado que tire la primera piedra. El silencio es evidente. Se detiene el asesinato, el linchamiento, se cierra el círculo de la violencia.
En la sociedad llamada moderna o laica, el concepto es el respeto por las leyes, no esquivarlas ni hacer trampa para que haya justicia. Existe una sugestiva interpretación sobre los asesinatos y los suicidios. Donde se asesina mucho como en Colombia o México, o en países de ortodoxa religiosa, es porque la culpa de todo lo malo es atribuida a los otros a quienes considero la causa de todos los males posibles, esos otros que los imagino como lo peor de lo peor de la existencia, suficiente para merecer la muerte, más pronto que tarde. Culpando a los demás habilitamos el asesinato. La conciencia se dirige hacia afuera de mí. Mientras que en el suicidio sucede un movimiento interno de la conciencia, no hacia afuera, todo lo que sucede es porque yo lo permití, soy responsable de lo malo que me sucede, y con la presión suficiente el arma se blande sobre sí mismo. Francia es uno de los países en donde más suicidios acontecen.
Con el respeto a la ley no sucede ni lo uno ni lo otro, ni asesinato ni suicidio, el movimiento de conciencia asume la responsabilidad como propia y se mata menos, se reparte entre todos los seres, entre el colectivo que teje la sociedad, se desprende, por ejemplo, el sentido de pertenencia por lo que es común como los espacios y bienes públicos. La chispa de la vida enciende la cooperación, el todos juntos podemos más y mejor, todos ganamos, el gana – gana. Con perdón todo el mundo tiene remedio.
El otro es como me lo imagino. En las sociedades del respeto a la ley se piensa lo mejor de los demás. En la guerra se piensa lo peor que es el otro, pensar mal para anularlo. En las sociedades de paz se piensa lo mejor de mis semejantes, se embellece al otro. A quienes vienen de la guerra les queda la tarea de desactivar los odios, esos combustibles que habilitaban el asesinato. Lo enemigos son menos reales que imaginarios y la ansiedad los hace más tenebrosos.
La categoría de enemigo ha sido equívoca, la filosofía y la tradición cultural nos ha enseñado la exclusión, desde temprana edad nos inician en ser mejor, en sobrepasar a mi semejante, desde los juegos nos presionan a batir a mi compañero, a mi mejor amigo, la competencia aviva el odio, incluso contra sí mismo, en las instrucciones modernas de las técnicas psicológicas enseñan a verse así mismo como el propio rival: cuando iba veloz por la pista veía a mi rival como a mí misma que tenía que vencer, expresaba una bicicrosista cuando ganó la medalla de oro. Los medios de comunicación masivos convierten un premio en histeria colectiva.
Los gobiernos son felices en las competencias, además del deporte, ahora los demagogos gobernantes y políticos, llevan la batalla a la enseñanza, hacen olimpiadas del conocimiento, donde unos pocos triunfan, pocos premios, una mayoría fracasa, una vez más la guerra, vencedores y vencidos, miles de frustrados, excluidos, la mayoría son signados como malos. Desastrosos mandatarios, desastre en el sistema pedagógico.
Si de algo debemos aprender es de las sociedades multiculturales, en su pragmática nos enseña a convivir en la diferencia que nos enriquece, y la solidaridad y cooperación son su lenguaje. El odio es de la guerra, el amor de los seres de paz. Los hombres que no tienen paz en sus espíritus anhelan el asesinato de un otro degradado. La venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón. Todo está en como imagino a los demás.
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