Por Mauricio Castaño H
Historiador
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El árbol talaron, los obreros celebran, desaparece el bosque, los constructores aplauden, jugosas ganancias los esperan. La vegetación está inerme, los funcionarios ambientalistas obedecen órdenes de sus jefes empresarios, ellos declaran la guerra contra la naturaleza. La empresa colonizadora arrasa lo verde para verter cemento, están decididos arrancar el último puñado de hierba, extraer la última gota de petróleo para cocinar el último ratón cazado. El progreso ensaña a destruir, carrera loca para matar la pacha mama.
Juzgan de freno naturalista otras formas de vida, no quieren saber nada de ecosistemas. La filosofía no enseña que nuestro reino animal es móvil, vamos de un lugar a otro en busca de alimento, más que sedentarios somos viajeros de equipaje liviano, contrario a las plantas, que permanecen fijas en la tierra, en sus profundidades explayan sus raíces para succionar nutrientes y sus ramas se abren, se explayan en dirección al sol para tomar su energía. La vida se conjuga en solidaridad entre lo móviles que somos, y lo sedente de aquellos.
Los humanos hemos perdido aquel paraíso, aquel paisaje de movimiento y de vida, vamos en desespero de un lugar hacia otro, añoramos una casa de campo que nos conecte con su verdor y su espacio por donde correr, por donde alargar la mirada. En las ciudades vamos por las calles extraviados, huyendo del calentamiento, añoramos la sombra del árbol, esquivamos los veloces automóviles, medio sentimos un descanso en los apiñados apartamentos, sin ningún paisaje que ver, nuestra mirada se choca con más moles de cemento, sufrimos encerramiento, vivimos exiliados y claustrofóbicos.
Los funcionarios de gobierno apellidados naturalistas son un brazo para poner en marcha la empresa que asesina la naturaleza, sus discursos demagógicos así lo validan. Dicen este pírrico parque ambiental es la naturaleza, lo demás es civilización, la mano destructora podrá hacer lo que quiera, guerra a la naturaleza, así engañan a la población. Así, árbol tras árbol, arrasaron la otrora Medellín campestre, la Medellín primaveral para convertirla en una loza de cemento. Por donde vayas, por donde caminas, encuentras imponentes edificios, uno tras otro corta cualquier posibilidad de panorámica al caminante, encuentras megas obras de puentes, parques, avenidas malolientes de heces y orina, de habitantes excluidos, privados de pan y líquido.
Selva de cemento, calles estrechas, oscuras, avenidas rápidas para el carro, cada quien debe salvarse del cuchillo asesino, del borracho al volante. Esta guerra parece de nunca acabar, en nombre del progreso construyen, destruyen y vuelven a construir, mucho cemento para vender, son insaciables, mientras tanto el habitante está sitiado, apunto de enloquecer por el ruido y el polvo, por el acoso de los cobros de valorización que alimentará a unos fulanos políticos, empresarios inescrupulosos e ignorantes. Destruyen el hábitat y cobran por ello, y el ciudadano confundido paga por ello.
Que no se nos tilde de ilusos por manifestar la posibilidad de intervenir el espacio de una manera respetuosa y racional, si bien la lógica del arrasamiento es planetaria, existen sociedades que se han percatado del mal camino transitado. Amsterdam es la capital mundial del uso de la bicicleta, desestimula el contaminador uso del vehículo, Barcelona, París, Madrid, Berlín conservan y promueven paisajes de campiña que convocan al caminar, conversar y ofrecen a la vista espacios armónicos integrados a la naturaleza. Incluso algunas de estas promueven el concepto de ciudades verdes, sinónimo de calidad de vida para sus moradores: aire puro o más limpio, menos ruido para dormir en paz, paisaje para el solaz del espíritu que busca calma después de un día agitado. Mientras tanto la arrogancia y ambición siguen, la pleonexia, los deseos ilimitados por tener y tener más, lo insaciable que es el capitalista por atiborrarse de fortuna, seres que no saben amar, enceguecidos están y enseñan la guerra contra natura.
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