Independientemente de las consideraciones personales y particulares que conducen a aproximar los recorridos teóricos de G. Canguilhem y de M. Foucault, una tal comparación se justifica sobre todo por una razón de fondo: estos dos pensamientos se han desarrollado en torno a una reflexión consagrada al problema de las normas; reflexión, en el sentido fuerte de la expresión, filosófica, incluso si ella ha estado directamente asociada en estos dos autores a la utilización de materiales tomados de la historia de las ciencias biológicas y humanas, y de la historia política y social.  Por esto esta interrogación común que, en términos muy generales, podría ser formulada así: ¿por qué la existencia humana está confrontada a normas?  ¿De dónde sacan ellas su poder?  ¿Y en qué dirección orientan ellas este poder?
 

En G. Canguilhem estas preguntas se anudan en torno al concepto de “valores negativos”, vueltos a trabajar a partir de Bachelard.  Este punto está ejemplarmente aclarado por la conclusión del artículo “Vida” de la Encyclopaedia Universalis, que, a partir de una referencia a la pulsión de muerte, enuncia esta tesis: la vida no se deja conocer, y reconocer, mas que a través de los errores de la vida que, en todo viviente, revelan su constitutivo inacabamiento.  Y por esto el poder las normas se afirma en el momento en que tropieza, y eventualmente cae, en estos límites que no puede franquear y hacia los cuales es así indefinidamente llevado.  En este sentido, antes de citar en extenso a Borges, G. Canguilhem plantea la pregunta: “El valor de la vida, la vida como valor, ¿no se enraíza en el conocimiento de su esencial precariedad?”
 

Los problemas que así están en juego serán aquí reducidos a un cuadro estrechamente delimitado, a partir de una lectura paralela de dos obras de G. Canguilhem y de M. Foucault que abordan precisamente esta cuestión: la relación intrínseca de la vida con la muerte, o del viviente con lo mortal, tal como se experimenta a partir de la experiencia clínica de la enfermedad.  Para comenzar, recordemos brevemente en qué espacio cronológico se despliega esta confrontación: en 1943, G. Canguilhem publica su tesis de medicina Ensayo sobre algunos problemas concernientes a lo normal y a lo patológico; en 1963, “veinte años después”, presenta en la colección “Galeno”, consagrada a la historia y a la filosofía de la biología y de la medicina, que él dirige en las Prensas Universitarias de Francia, la segunda gran obra de M. Foucault –después de la Historia de la locura–: Nacimiento de la clínica; el mismo año profesa en la Sorbona un curso sobre las normas, mientras prepara la reedición, en 1966, del Ensayo de 1943, que aparece como Nuevas reflexiones concernientes lo normal y lo patológico.  Tomemos las etapas sucesivas de este recorrido*.
 

El Ensayo de 1943 opone la perspectiva objetivante de una biología positivista, entonces ejemplarmente representada a través de los trabajos de Claude Bernard, a la realidad efectiva de la enfermedad: al tener ésta esencialmente valor de un problema planteado al individuo y por el individuo con motivo de las fallas de su propia existencia, problema del que se encarga una medicina que no es de entrada una ciencia sino un arte de la vida aclarado por la conciencia concreta de este problema considerado en tanto que tal, independientemente de las tentativas de solución que buscan anularlo.
 

Todo este análisis gira en torno de un concepto central: el de “viviente”, sujeto de una “experiencia” –esta noción se reencuentra a todo lo largo del Ensayo– a través de la cual él es expuesto, de manera intermitente y permanente, a la posibilidad del sufrimiento, y más generalmente, del mal vivir.  En esta perspectiva, el viviente representa simultáneamente dos cosas: es ante todo el individuo o el ser viviente, aprehendido en su singularidad existencial, tal como lo revela de manera privilegiada la vivencia conciente de la enfermedad; pero él es también lo que se podría llamar lo viviente del viviente: ese movimiento polarizado de la vida que, en todo viviente, lo empuja a desarrollar al máximo lo que él es en sí mismo de ser o de existir.  En este último aspecto se puede sin duda reencontrar una inspiración bergsoniana; pero se podría igualmente ver aquí, aunque G. Canguilhem no evoque él personalmente la eventualidad de una tal aproximación, la sombra arrojada por el concepto spinozista de “conatus”.
 

Este viviente se califica porque es portador de una “experiencia” que se presenta ella misma simultáneamente bajo dos formas: una forma consciente y una forma inconsciente.  La primera parte del Ensayo, en oposición a los procedimientos del biólogo que tiende a hacer del él un objeto de laboratorio, insiste sobre todo en que el enfermo es un sujeto consciente, que se dedica a expresar lo que le hace padecer su experiencia al declarar su mal a través de la lección vivida que lo liga al médico; en este sentido, G. Canguilhem escribe, refiriéndose a las concepciones de R. Leriche: “No hay nada en la ciencia que no haya aparecido antes en la conciencia...  el punto de vista del enfermo es en el fondo el verdadero” .  Pero la segunda parte del Ensayo retoma el mismo análisis y lo profundiza, lo que conduce a enraizar la experiencia del viviente en una región situada más allá o en los límites de la conciencia, allí donde se afirma, a resguardo de los obstáculos que se oponen a su completo despliegue lo que acabamos de llamar lo viviente del viviente, y que G. Canguilhem designa también como siendo “el esfuerzo espontáneo de la vida” , por tanto anterior, y quizás exterior, a su reflexión consciente: “Cómo la normatividad esencial de la conciencia humana se explicaría si no estuviese de alguna manera en germen en la vida” .  En germen, es decir bajo la forma de una promesa que se revela sobre todo como tal en los casos en los que parece que ella no puede ser mantenida.
 

La valorización de esta “experiencia”, con sus dos dimensiones consciente e inconsciente, conduce –en la posición opuesta del objetivismo propio de una biología positivista voluntariamente ignorante de los valores de la vida– a esta conclusión: “Nos parece que la fisiología tiene algo mejor que hacer que tratar de definir objetivamente lo normal: reconocer la original normatividad de la vida” .  Lo que significa que, al no ser las normas datos objetivos y como tales directamente observables, los fenómenos a los cuales dan lugar no son los estáticos, de una “normalidad”, sino los dinámicos de una “normatividad”.  Se ve cómo el término “experiencia” encuentra así un nuevo sentido: el de un impulso que tiende hacia un resultado sin tener la garantía de alcanzarlo o de mantenerse ahí; es el ser errático del viviente, sujeto a una infinidad de experiencias, el que en el caso del viviente humano es la fuente positiva de todas sus actividades.
 

Así se invierte la perspectiva tradicional concerniente a la relación de la vida y de las normas: no es la vida la que está sometida a normas, éstas actúan sobre ella desde afuera; sino que son las normas las que, de manera completamente inmanente, son producidas por el movimiento mismo de la vida.  Tal es la tesis central del Ensayo: hay una esencial normatividad del viviente, creador de normas que son la expresión de su constitutiva polaridad.  Estas normas dan cuenta de que el viviente no es reducible a un dato material sino que es un posible, en el sentido de una potencia, es decir de una realidad que se presenta de entrada como inacabada porque está confrontada intermitentemente con los riesgos de la enfermedad, y con el de la muerte permanentemente.
 

Leer el Nacimiento de la clínica, el libro publicado en 1963 por M. Foucault bajo la autoridad de G. Canguilhem, después del Ensayo de 1943, permite la constatación de una comunidad de afirmaciones que no excluye la diferencia, incluso la oposición de los puntos de vista.  Estas dos obras critican la pretensión de objetividad del positivismo biológico en sus dos bordes.  Acabamos de ver que G. Canguilhem había efectuado esta crítica comprometiéndose por el lado de la experiencia concreta del viviente, y había sido llevado así a abrir una perspectiva que se podría llamar fenomenológica sobre el juego de las normas, captado en el punto donde sale de la esencial normatividad de la vida.
 

Ahora bien, la consideración de este origen esencial, M. Foucault la sustituye por un “nacimiento” histórico, precisamente situado en el desarrollo de un proceso social y político; de esta forma es llevado a proceder a una “arqueología” –lo contrario de una fenomenología– de las normas médicas, vistas del lado del médico, e incluso, por detrás de él, del lado de las instituciones médicas, mucho más que del lado del enfermo que parece así ser el gran ausente de este Nacimiento de la clínica.  De esta manera se explica el despliegue de un espacio médico en el que la enfermedad está sometida a una “mirada” a la vez normalizada y normalizante, que decide sobre las condiciones de la normalidad sometiéndose a las de una normatividad común:
 

“La medicina no debe ser sólo el “corpus” de las técnicas de la curación y del saber que éstas requieren; desarrollará también un conocimiento del hombre saludable, es decir, a la vez una experiencia del hombre no enfermo, y una definición del hombre modelo.  En la gestión de la existencia humana, toma una postura normativa, que no la autoriza simplemente a distribuir consejos de vida prudente, sino que la funda para regir las relaciones físicas y morales del individuo y de la sociedad en la cual él vive” .
 

Se diría que el viviente ha dejado de ser el sujeto de la normatividad para sólo convertirse en su punto de aplicación si no fuera porque M. Foucault ha borrado prácticamente de sus análisis toda referencia a esta noción de viviente, tan rara en el Nacimiento de la clínica como frecuente en el Ensayo de 1943.  A este precio puede ser presentada una génesis de la normalidad, en el doble sentido de un modelo epistemológico, que regula los conocimientos, y de un modelo político, que rige los comportamientos.
 

El concepto de “experiencia” aparece tan frecuentemente en los análisis de M. Foucault como en los de G. Canguilhem; pero, en relación con la exigencia formulada por M. Foucault de “tomar las cosas en su severidad estructural” , este concepto recibe una significación por completo diferente.  Ya no se trata de una experiencia del viviente, con todos los sentidos que puede tomar esta expresión, sino de una experiencia histórica, a la vez anónima y colectiva, de donde se desprende la figura completamente desindividualizada de la clínica.  De esta forma, lo que M. Foucault llama “la experiencia clínica” procede simultáneamente en muchos niveles: es lo que permite al médico perfeccionar su experiencia, al ponerse por la intermediación de la observación (la “mirada médica”) en contacto con la experiencia, y esto en el cuadro institucional que determina una experiencia socialmente reconocida y controlada.  En la frase que precede, el término “experiencia” interviene en tres posiciones y con significaciones diferentes: la correlación de estas posiciones y de estas significaciones define precisamente la estructura de la experiencia clínica.
 

Es el triángulo de la experiencia: en un ángulo el enfermo ocupa el lugar del objeto mirado; en el otro ángulo se encuentra le médico, miembro de un “cuerpo”, el cuerpo médico, reconocido competente para volverse el sujeto de la mirada médica; y finalmente, la tercera posición es la de la institución que oficializa y legitima socialmente la relación del objeto mirado y del sujeto que mira.  Se ve pues que el juego de lo “dicho” y de los “visto” a través del cual se anuda una tal “experiencia” pasa por encima del enfermo y del propio médico, para realizar esta forma histórica a priori que se anticipa a lo vivido concreto de la enfermedad y le impone sus propios modelos de reconocimiento.
Este análisis difiere profundamente, e incluso quizás diverge, con respecto al presentado por G. Canguilhem en su Ensayo de 1943.  Y sin embargo, de una manera que puede parecer inesperada, desemboca en conclusiones bastante vecinas.  Pues la experiencia clínica tal como acaba de ser caracterizada, al mismo tiempo que le ofrece al enfermo una perspectiva de sobrevivencia restableciéndolo en un estado normal del que ella misma define los criterios –criterios que después de todo sólo están validados por las construcciones del saber objetivo– lo confronta con el riesgo y la necesidad de una muerte que aparece entonces como el secreto o la verdad de la vida, por no decir como su principio.  Es la lección de Bichat, expuesta en el capítulo 8 del Nacimiento de la clínica, que G. Canguilhem ha citado con frecuencia.
 

Es pues la estructuración histórica de la experiencia clínica la que establece la gran ecuación del viviente y del mortal; ella inserta los procesos mórbidos en un espacio orgánico cuya representación está precisamente informada por las condiciones que promueven esta experiencia; y estas condiciones, en razón de su historicidad misma, no son reductibles a una naturaleza biológica inmediatamente dada en sí misma, como un objeto ofrecido permanentemente a un conocimiento cuyos valores de verdad estarían por esto mismo incondicionados.
 

Por este motivo “es menester dejar a las fenomenologías el cuidado de describir en forma de encuentro, de distancia o de “comprensión”, los avatares de la pareja médico-enfermo...  Al nivel originario, se ha anudado la figura compleja que una psicología, incluso en profundidad, no es capaz de dominar; a partir de la anatomía patológica, el médico y el enfermo no son ya dos elementos correlativos y exteriores, como el sujeto o el objeto, lo que mira y lo mirado, el ojo y la superficie; su contacto no es posible sino sobre el fondo de una estructura en la cual lo médico y lo patológico se pertenecen, desde el interior, en la plenitud del organismo...  El cadáver abierto y exteriorizado, es la verdad interior de la enfermedad, es la profundidad extendida de la relación médico-enfermo” .
En las condiciones que hacen posible la experiencia clínica, la muerte, y con ella también la vida, deja de ser un absoluto ontológico o existencial, y simultáneamente adquiere una dimensión epistemológica; por paradójico que ello pueda parecer, ella “aclara” la vida.
 

“Desde lo alto de la muerte se pueden ver y analizar las dependencias orgánicas y las secuencias patológicas.  En lugar de ser lo que había sido durante tanto tiempo, esta noche en la cual se borra la vida, en la cual se confunde la enfermedad misma, está dotada, en lo sucesivo, de este gran poder de iluminación que domina y saca a la luz a la vez el espacio del organismo y el tiempo de la enfermedad” .
 

Subrayemos que es acá, a propósito de Bichat, donde aparece –con miras a relativizar su contenido– una de las muy raras referencias que hace el Nacimiento de la clínica a la noción de “viviente”:
“La irreductibilidad de lo vivo a lo mecánico, o a lo químico, no es sino secundaria con relación a este vínculo fundamental de la vida y de la muerte.  El vitalismo aparecía sobre el fondo de este “mortalismo”” .
 

Por esta razón, descomponer esta experiencia clínica revelando la estructura que la soporta es exponer también las reglas de una especie de arte de vivir en relación con todo lo que está comprendido bajo las nociones de salud y de normalidad, no teniendo éstas ya nada que ver con la representación de lo que G. Canguilhem llamaría él mismo una “inocencia biológica”.  Y se podría ver aquí el esbozo de lo que, en sus últimos escritos, M. Foucault llamará “estética de la existencia” con miras a hacer comprender cómo se aplican normas jugando con ellas, es decir haciéndolas funcionar y abriendo en el mismo golpe la margen de iniciativa que libera su “juego”.  Este arte de vivir supone, de parte del que lo ejerce, que se sepa mortal y que aprenda a morir: esta idea, M. Foucault la ha desarrollado en el mismo año 1963 en su obra sobre Raymond Roussel, donde la experiencia del lenguaje ha tomado de alguna manera el sitio de la experiencia clínica.
 

En 1963, al mismo tiempo que lee el libro de M. Foucault, G. Canguilhem se relee a sí mismo, y prepara sus Nuevas reflexiones que serán publicadas tres años más tarde.  En este último texto, G. Canguilhem no cesa de insistir en que no ve ninguna razón para volver sobre las tesis que había sostenido en 1943 para desviarlas o descartarlas.  Pero, si así es realmente, ¿cómo explicar la necesidad de presentar estas reflexiones en las cuales es menester que aparezca algo “nuevo”?
Ahora bien, la novedad está ante todo en que estas reflexiones replantean la cuestión de las normas desplazándola hacia otro terreno, que amplía considerablemente el campo de funcionamiento de las normas.  Para decirlo muy sumariamente, esta ampliación procede de lo vital hacia lo social.  Por esto esta pregunta que se encuentra de hecho en el centro de las Nuevas reflexiones: el esfuerzo de pensar la norma sobre el fondo de normatividad más bien que sobre el fondo de normalidad, que había caracterizado el Ensayo de 1943, ¿puede ser extendido de lo vital a lo social, en particular cuando son tenidos en cuenta todos los fenómenos de normalización concernientes al trabajo humano y los productos de este trabajo?
 

La respuesta a esta cuestión sería globalmente negativa en razón de la imposibilidad demostrada por G. Canguilhem de inferir de lo vital a lo social, es decir de alinear el funcionamiento de una sociedad en general, en tanto que portadora de un proyecto de normalización, sobre el de un organismo.  En esta argumentación se puede ver una resurgencia del debate tradicional entre finalidad interna y finalidad externa.  ¿Es decir que sería necesario distinguir radicalmente dos tipos de normas, no dándole la razón ni a lo vital ni a lo social?
 

Ahora bien, a esta última pregunta se le responderá también por la negativa, esencialmente por dos razones.  Ante todo las Nuevas reflexiones subrayan que las normas vitales, al menos en el mundo del hombre -¿y no es el hombre el ser que tiende a hacer entrar a todas las cosas en su mundo propio?–, no son la expresión de una “vitalidad” natural, de hecho abstracta por estar estrictamente acantonada en su orden, mientras que estas normas expresan un esfuerzo con miras a superar ese orden, esfuerzo que sólo tiene sentido porque está socialmente condicionado.  Por otra parte, las Nuevas reflexiones desprenden también la idea de una normatividad social que procede por “invención de órganos” , en el sentido técnico del término invención.  Esto sugiere la necesidad de voltear la relación de lo vital con lo social: no es lo vital el que impone su modelo insuperable a lo social –como querrían hacerlo creer las metáforas del organicismo– sino más bien, en el mundo humano, lo social lo que empujaría lo vital por delante de sí mismo, así sólo sea porque uno de los “órganos” que depende de su “invención” es el conocimiento de lo vital mismo, conocimiento que es social en su principio.
 

Pensar las normas y su acción es pues reflexionar una relación de lo vital y de lo social que no sea reductible a un determinismo causal unilateral.  Esto evoca el estatuto muy particular del concepto “conocimiento de la vida” en G. Canguilhem, que como se sabe se sirvió de él para titular uno de sus libros.  Este concepto corresponde simultáneamente al conocimiento que se puede tener del tema [sujet] de la vida considerada como un objeto, y al conocimiento que produce la vida que, en tanto que sujeto, promueve el acto de conocimiento y le confiere sus valores.  Es decir que la vida no es ni totalmente objeto ni enteramente sujeto, como tampoco es completamente consciencia intencional, ni mucho menos materia operatoria inconsciente de los impulsos que la trabajan.  Sino que la vida es potencia, es decir, como se lo ha dicho al comienzo, inacabamiento; y por esto ella sólo se experimenta en su confrontación con los “valores negativos.”

Al final de las Nuevas reflexiones se puede leer: “la inocencia y la salud surgen como los términos de una tan buscada como imposible regresión, en medio del furor de la culpabilidad y el ruido del sufrimiento” .  Esta frase quizás la hubiera podido escribir M. Foucault para ilustrar los inevitables mitos de la normalidad, estos mitos que, a través de su expresión idealizada, no hablan de nada distinto al sufrimiento y a la muerte, es decir de la amenaza que recuerda todo viviente en sí mismo, a la vez en su individualidad de viviente, y en lo que de viviente tiene el viviente.

 
Tomado de: Pierre Macherey.  "De Canguilhem a Canguilhem pasando por Foucault" in M. Fichant & otros.  Georges Canguilhem, philosophe, historien des sciences.  París: Albin Michel, 1993.  pp. 286-294.

* Le Normal et le Pathologique de G. Canguilhem es citado acá a partir de la edición de 1966, reproducida en 1988 por las PUF en la serie Quadrige <en español, Lo normal y lo patológico, México: Siglo XXI, 1971>.  Naissance de la clinique de M. Foucault es citado según la edición original de 1963 (col. Galien, PUF). <Nacimiento de la clínica, México: Siglo XXI, 1966>.


 1. Le Normal et le Pathologique, p. 53 <Lo normal y lo patológico, p. 64>.
 2. Ibidem, p. 77 <p. 92>.
 3. Idem. <pp. 92-93>.
 4.  Le Normal et le Pathologique, p. 116 <p. 135>.
 5. Naissance de la clinique, p. 35 <Nacimiento de la clínica, p. 61>.
 6. Ibidem, p. 138 <p. 195>.
 7. Idem.
 8. Naissance de la clinique, p. 145 <Nacimiento de la clínica, p. 205>.


 9. Ibidem, p. 144 < Ibidem, pp. 206-207>.
10. Le Normal et le Pathologique, p. 189 <p. 200>.
11. Ibidem, p. 180 <p. 191>.
 
Traducido por Luis Alfonso Paláu C. para el seminario permanente de Historia de la biología.  Universidad Nacional de Colombia.  Facultad de Ciencias Humanas y Económicas.  Escuela de estudios filosóficos y culturales.  Medellín, marzo 20 de 2004.
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