Por Julio César Londoño
 Hay dos versiones de la historia de los indígenas colombianos. La primera afirma que ellos fueron dueños de todas las tierras del noroccidente suramericano hasta finales del Siglo XV, cuando llegaron la hordas de la espada y la cruz y redujeron la población indígena en 90% en los 50 años que duró la Conquista, y les arrebataron la totalidad de la tierra en los 250 años de la Colonia, para entregársela a los encomenderos. El encomendero era un señor español o un mestizo con ínfulas, un trigueño con peluca, digamos, un hijo de india y español que miraba al indio como un semoviente. Como hoy. 
 La segunda versión sostiene que los indios son haraganes y borrachos; que son dueños de la tercera parte de las tierras del Cauca; que han recibido toneladas de oro del Estado y que la minga es un movimiento de terroristas y terratenientes de anaco que quieren fundar una departamento aparte; es decir, un proyecto similar al de Paloma Valencia, pero sin muro.
 Y uno, malpensado, creyendo que la tierra estaba en manos de los azucareros, palmicultores, ganaderos, narcotraficantes y paramilitares, y que el Estado no había hecho sino mamarles gallo a los indios siempre, desde Santander hasta hoy.

 Lo que olvidan contar los mestizos encopetados es que los resguardos están en zonas totalmente desatendidas por el Estado; que las tierras indígenas están en los páramos y que las aptas para la agricultura no llegan al 4% del área de los resguardos; que las mejores tierras están en manos de los gremios citados y que la concentración de la tenencia es altísimo: el Gini de tierras del país es 0,90 (Instituto Geográfico Agustín Codazzi, 2016. Gini cero indica un reparto perfecto. Gini uno, que toda la tierra es de un solo dueño).
La posición de los mestizos no ha cambiado nada en el curso de los siglos. Para los virreyes y la Iglesia, los indios eran homínidos sin alma. Para el encomendero, sucios y ebrios. Para la élite caucana de principios del Siglo XX, “sujetos que incuban una revuelta racial que debe ser controlada militarmente”, como en efecto sucedió entre 1900 y 1908, cuando el movimiento indígena comandado por Quintín Lame fue reprimido violentamente por una coalición de fuerzas liberales y conservadoras lideradas por el terrateniente caucano Guillermo Valencia. El poeta apodó a Lame “asno montés”, lo golpeó en el calabozo donde lo tuvo encerrado, y propuso que fuera desterrado del país, a lo que se opuso el ministro de Gobierno, el conservador Miguel Abadía Méndez (1909).
 Los mestizos contemporáneos son ‘valencianos’. En 2013 Juan Manuel Santos dijo “El tal paro agrario no existe”. Ayer Fernando Londoño dijo: “La tal minga no existe. Lo que hay es una conspiración comunista para tomarse el poder y entregárselo al castrochavismo”. Diego Martínez Lloreda dice muerto de la risa que él quiere ser indio. Casi ecuánime, Antonio de Roux titula su columna ‘Una minga equivocada’. Miguel Gómez Martínez, nieto de Laureano y sobrino de Álvaro Gómez, titula la suya en Portafolio ‘Una minga empresarial’ y asegura que los empresarios están reventados por la atención del Estado a las demandas de los indios, los estudiantes, los profesores y los empleados públicos.
 Como señalan todos los estudios, la paz y la economía del país pasan por el desarrollo integral del campo. Para muchos, esto es una obviedad. Para los mestizos de peluca y tacones, una consigna comunista.
 Tomado de: diario El Pais
 3 de abril de 2019
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