Naturaleza

Por  François Dagognet


Esta palabra naturaleza vendría de nascor, natus (el participio pasado del verbo latino) y orientaría hacia la idea de nacimiento, e incluso de vida, por oposición a lo que sería fabricado solamente o a lo que simplemente se puede adquirir.  La desinencia –ura subraya el resultado de la operación; se le aproximará la palabra “nación” —también sacada de nascor y natus— que caracteriza a los que pueden prevalerse de un origen común.  Esta palabra naturaleza reviste múltiples sentidos: indica tanto el fondo, la potencia, la esencia misma.  “Se puede conocer bien la existencia de un ser —anotaba Pascal— sin conocer su naturaleza”.  Personificada, la naturaleza expresa entonces la capacidad de crear o al menos de elaborar, que no se compara con las acciones humanas, limitadas, torpes, que no tocan los fundamentos de las cosas.  En su Interpretación de la naturaleza, Diderot expresa su opinión: “La naturaleza es obstinada y lenta en sus operaciones.  Se trata de alejar, de aproximar, de unir, de dividir, de ablandar, de condensar, de endurecer, de licuar, de disolver, de asimilar, ella avanza hacia su objetivo por los grados más insensibles.  El arte, por el contrario, se apresura, se fatiga y se relaja.  La naturaleza emplea siglos en preparar toscamente los metales, el arte se propone perfeccionarlos en un día.  La naturaleza dedica siglos a formar las piedras preciosas, el arte pretende falsificarlas en un momento” (XXXVII).


Esta palabra polisémica se ha diferenciado sobre todo a través de las épocas; cada una de ellas ha abierto incluso controversias o discusiones interminables.  Nos proponemos estudiar esta naturaleza de manera espectral, a través de su propia evolución; distinguiremos incluso cuatro períodos.


1) Los griegos fueron los primeros en valorizar esta palabra.  Como conocieron divisiones, e incluso guerras incesantes, buscaron (más que otros) lo que podría asegurar su equilibrio, conferirles la serenidad.  La naturaleza les pareció poder regular no solamente los problemas nacidos de las relaciones entre los hombres (lo socio-político) sino también los que provienen de su lazo con el mundo exterior (así vencer sus deseos, más bien que el orden del mundo).  Demos algunas ilustraciones:


    a) La medicina hipocrática lo pone claramente en evidencia: se trata aquí de luchar contra un desorden (orgánico).  El médico va a ayudar precisamente a la enfermedad a manifestarse ella misma, pues lo patológico a menudo se debe a un trastorno humoral, una especie de cocción insuficiente que entraña una éstasis, con sus consecuencias inmovilizadoras; conviene apresurar la crisis liberadora.  Natura sola medicatrix.  O también: si el acceso purulento no puede ser evacuado, con su lanceta el médico le abre una salida.  De este modo, se le adelanta o lleva a cabo lo que el cuerpo debilitado no realizaba suficientemente.  Pero es la naturaleza la que le ha mostrado el camino al terapeuta.  En muchas ocasiones, Platón llama la atención contra las drogas; antes de tomarlas prefiere la gimnástica tanto como la frugalidad, una dietética elaborada, que se acompañe con baños, abluciones, aguas lustrales, lo que llamamos hoy un tratamiento “naturista”.  En el Gorgias, Platón censura la lisonja culinaria; el cocinero —el sofista del cuerpo— corrompe al organismo, al mismo tiempo que lo afea (con sus manjares abundantes y untuosos).  Conviene que el cuerpo haga ejercicio, favorecer sus propios ritmos: “De todos los movimientos el mejor es el que un cuerpo produce por sí mismo y en sí mismo, porque éste es el más próximo pariente del movimiento de la inteligencia y del universo.  El movimiento que viene de otro agente es menos bueno, pero el peor es el que al venir de una causa extraña, mueve el cuerpo parcialmente mientras está acostado y en reposo” (Timeo, 88e).


    b) Aristóteles se encarga de despertar la idea de naturaleza, e incluso de ampliarla, oponiendo radicalmente la technè (la técnica, la fabricación, el afuera) a la physis (la naturaleza, lo interior).  El artesano que construye una cama, inscribe la forma que conviene en un sustrato; esta disposición obedece por lo demás a una necesidad, la función; sin embargo, según Aristóteles, el carpintero se limita a colocar esta forma sobre o en la madera; el hilemorfismo (de morphé, la forma, e ylè, la materia) experimenta así un semi-fracaso, a causa de la no simbiosis entre la idea y lo que la lleva.  Antifón, un discípulo, lo expresa de manera original: si se hunde ese lecho en tierra, en el límite podría brotar un árbol, no una cama, pues esta figura no ha sido realmente inscrita en el corazón de la cosa que la ha recibido en alguna suerte de afuera.  Lo manufacturado sufre de insuficiencia y de una cesura ontológica.  ¿Qué es lo que caracteriza la naturaleza sino la unión indisociable entre sus constituyentes (la forma y la materia), cuya mejor concreción la presenta el viviente?  Aristóteles distingue entonces cuatro tipos de causa, en la base del objeto fabricado: la causa material (aquello con lo que está hecho, como la madera de la estatua), la causa formal (lo que el artista ha buscado representar con su estatua), la causa eficiente (el propio agente que talla la madera), y la causa final (¿para quién trabaja? ¿quién la ha encargado?).  Ahora bien, en la naturaleza estas cuatro causas distintas son una sola.  “Son cosas naturales todas las que, movidas de una cierta manera continúan por un principio interior, logran un fin” (Física, II, 8, 199b).  Si lo natural sorprende por la unión, se define mucho más aún por el automovimiento que lo anima y testimonia de su potencia (el árbol se desarrolla hasta cuando alcanza su ser; por esto en él se presenta el paso de la potencialidad a la realización, del mismo modo que la fruta va hacia su madurez).  ¿Qué es la naturaleza sino la unión profunda, el automovimiento, el acabamiento, mientras que nuestros objetos sólo se reconocen en su inercia, su desunión?


    c) Pero, si ella nos ofrece un modelo que debemos seguir ¿cómo nos salvará de las guerras y de las rivalidades entre los hombres?  Conviene que la ciudad renuncie a los arreglos artificiales, a la violencia y al deseo, que inspire una “metrética”, la ciencia de las proporciones, las igualdades, pero conformes con las desigualdades, las justas distribuciones, el orden cósmico; la ciudad debe copiarse sobre esta regularidad (cuyo ejemplo nos lo da el afuera), a tal punto la naturaleza juega un papel normalizador.


Los estoicos insistieron sobre la concordia que integra todas las partes (el mal está ausente; sólo corresponde al aislamiento de un fragmento) y nos incitarán a desprendernos de lo que depende de nosotros, para vivir conforme a esta naturaleza armoniosa.  La ciudad platónica querrá también construirse sobre una jerarquía que respeta las disposiciones de cada uno, y que por ende le asegura el comando a los mejores, a los más competentes.  Esta casi-religión de la naturaleza —referencia constante en los griegos— explica su rechazo de la entrada de los utensilios o de las máquinas en su economía o para sus trabajos.  Heron de Alejandría fabricó claramente autómatas, y también el eolipilo (agua calentada en un recipiente metálico, de donde escapa el vapor cuya potencia se conoce).  Arquímedes no solamente concibió el célebre tornillo, sino que proporcionó aplicaciones sacadas de la hidrostática, pero los griegos no le dieron continuación a esas invenciones.  Si le dan ventajas a la agricultura y a la ganadería (el campesino y el pastor), sin embargo prefieren los recursos arbustivos (la recolección de frutos) más bien que los recursos cerealeros (pues sería necesario labrar, abrir el suelo con la reja del arado).


¡No favorezcamos la violencia, el desencadenamiento y una producción que, intensificada, va a corromper a la ciudad!  Todo reposa sobre la temperancia y la estabilidad (el no-cambio).  Este naturalismo va lejos: predica la sumisión al orden del universo; reconoce la superioridad de lo no-fabricado, de lo que nos gratifica el viviente.  Recordemos el suplicio de Prometeo, que se robó el fuego del Olimpo; o la muerte de Ícaro (el hijo de Dédalo, el constructor de estatuas animadas) que buscó volarse gracias a alas que pegó con cera; pero está se fundió al sol; el desgraciado se apachurró contra el suelo.  Uno no se fuga, no podríamos abandonar “la naturaleza”.


2) Va a ser volteado lo que era venerado por los antiguos: el cosmos, la belleza, su armonía, su pretendida inteligibilidad (el modelo soberano).  Copérnico, Galileo, los cartesianos sustituyeron la física (de physis, la naturaleza) cualitativa por la mecánica racional.  La propia palabra naturaleza tiende a eclipsarse y, cuando subsiste, significa solamente universo (Descartes enuncia bien “las leyes fundamentales de la naturaleza” pero estas son las que explican nuestro mundo).  Más claro aún, Descartes escribe en el Tratado de la luz: “Por naturaleza no entiendo aquí de ninguna manera alguna diosa, o alguna otra potencia imaginaria sino… la materia y las reglas según las cuales se operan sus cambios”.  Limitémonos a evocar tres pilares de esta ciencia, la antítesis de la naturaleza:


    a) El movimiento local (el choque) —hasta entonces descuidado— va a ser suficiente para dar cuenta de las otras formas que se expresan en la generación, la alteración y el crecimiento.  No solamente la piedra que cae obedece a la ley de “la caída de los cuerpos” sino que, si alcanza lo bajo no lo hace en razón de una atracción (regresar a su lugar natural) sino por el hecho de los inevitables torbellinos que vienen a pesar sobre ella y la obligan a ganar el centro del universo (la pesantez).  Así mismo, el hipermecanicismo cartesiano defiende una concepción epigenética, en el sentido en que la formación del feto no deroga las leyes materiales, que son suficientes para explicar su nacimiento y su desarrollo.


    b) La conducta animal es evidentemente considerada como “maquínica”; no existe acá ninguna necesidad de recurrir a una naturaleza ingeniosa y astuta, capaz de hazañas (a través del instinto).  El animal no es mas que un conjunto de engranajes, de correas, de poleas, de depósitos y de hogares, gracias a los cuales comprendemos sus actitudes tanto como sus desplazamientos.  Las golondrinas son asimiladas a relojes.  En fisiología, el bastión de la vitalidad (fisiología, physis, la naturaleza), la pulsación regular del corazón se concibe con referencia al eolipilo: el vapor de una sangre que es calentada levanta sin cesar las válvulas, después de lo cual recaen o se vuelven a cerrar, y así sucesivamente.  La perdiz artificial que Descartes habría construido probaría la validez de estas afirmaciones.


    c) Finalmente, triunfo de la techné (la anti-physis), las máquinas comienzan a llegar y a procurarnos resultados importantes.  Ya los instrumentos fisicalizados como el órgano de nuestras iglesias (que nos da una variedad de sonidos) así como el célebre reloj, muestran hasta qué punto llegan las fabricaciones (tanto los dispositivos pneumáticos como los resortes: el espiral que comanda, en el reloj, el movimiento del balancín).  El reino de la naturaleza parece haber llegado a su fin; se alejan las inclinaciones secretas, las entidades (las potencias ocultas) que se le prestaban y que se juzgaban inimitables.


Pero este nuevo “imperialismo” que sustituye a la escolática será considerado como peligroso por los nuevos naturalistas; por consiguiente, estos van a descubrirnos una naturaleza dotada de propiedades hasta entonces desconocidas; ellos reinventan una idea de la naturaleza y van a servirse de ella como arma de guerra.


        I) Ante todo, cuántos vivientes que se regeneran después de la decapitación, o incluso el aplastamiento, como el pólipo de Trembley que, invertido (el biólogo puso afuera el adentro, dándole vuelta como a un guante a ese ser semi-animal semi-vegetal), sigue viviendo como antes.  La naturaleza se define entonces por su plasticidad y su posible desbordamiento; ella es, pero también es lo que ella no es todavía, o lo que ella nunca ha sido, puesto que tolera las peores modificaciones; creemos impedirla, pero ella se opone a nuestras intervenciones; sobre todo, ella subsiste, de ahí su fondo inagotable e incluso indesraizable; ella renace de sus casi-cenizas.


        II) Lo que caracteriza aún esta nueva idea de la naturaleza —si seguimos a Charles Bonnet en su Contemplación de la naturaleza, 1764— es que ella no se presta más a nuestras divisiones, a través de las cuales nosotros la repartíamos (la gradualidad, los niveles o los escalones).  Oponíamos por ejemplo, los vegetales y los animales; estos últimos a su vez había sido cuidadosa y metódicamente distribuidos.  Aristóteles había echado las bases de una tal repartición (la taxonomía).  Pero la naturaleza nueva ignora tales recortes: ella obedece al principio de la continuidad (la naturaleza no salta) que garantiza su densidad como su completitud espectral.  También Charles Bonnet llega hasta imaginar tal o cual eslabón que falta, cuando él cree darse cuenta de una laguna a lo largo de la cadena de los seres.


        III) De acá deberían derivarse decisiones o visiones sociopolíticas; la fisiocracia (el gobierno fundamentado sobre la naturaleza) debía sostener, en pleno siglo XVIII, la esterilidad de las fábricas (en la manufactura, el trabajador se limita a cambiar solamente la forma, a dividir, a cavar o a soldar, a aglomerar); la naturaleza (la tierra) es la única que produce y aumenta; el grano de trigo que germina dará una espiga que multiplicará la simiente; sembramos poco, cosechamos mucho; la tierra permite esta suerte de proliferación y de abundancia real.  Por consiguiente, el político debe limitar el número como el peso de los talleres, con el fin de favorecer la cultura de los campos, en razón de esta naturaleza nutricia y generosa.  Según la expresión de Turgot, es la harina <farine> la que nos salvará de la hambruna <famine>.


Si la fisiocracia condujo pronto la sociedad al fracaso económico y político, la idea de una naturaleza desbordante habría de suscitar el empuje de las disciplinas experimentales (zoología, botánica, agronomía, geología) así como la fiebre de los viajes y de las experimentaciones.


3) El tercer período nace de que el mundo industrial tentacular crea pronto un medio deletéreo e invisible (humo, ruido, hollín, amontonamiento) al mismo tiempo que vierte en él una oleada de mercancías uniformes (la baratija).  Así mismo, la fábrica somete a los trabajadores a las cadencias infernales de la maquinaria y arruina su salud.  Por todas partes se imponen la miseria, la fealdad, la degradación.  También por todas partes se levantan los que creen poder sacar de la naturaleza un remedio a esta paleo-técnica; entramos en el tiempo de la higiene y de una naturaleza medicinal, redentora de nuestros males (gracias a ella, la salida de esta pesadilla).


a) Algunos convocan para una gimnasia, a la respiración a pleno aire, a lo que debe revigorizar la salud.

b) Se desarrolla una estética vegetalizante, cuyo turiferario será Ruskin.

 c) Aparecen urbanistas que quieren devolverle a la ciudad sus playas de verdura y de aireación, al mismo tiempo que alejarían los materiales industriales, el hierro, la fundición, el vidrio (por esto el regreso a la madera, a la piedra, a la arcilla).  Correlativamente los geógrafos llegan a preocuparse por los paisajes y solicitan que se los proteja (la naturaleza frágil).  La naturaleza se vuelve aquí una fuente de energía (el depósito dinamológico) que aleja las líneas demasiado rígidas (la cuadrícula) y festeja la salubridad.  El romanticismo ha participado en esta campaña (y muy indirectamente los físicos de la termodinámica puesto que la energía da cuenta tanto de los fenómenos mecánicos como de los fenómenos psicológicos).  El darwinismo, en el mismo momento, renueva o consolida esta idea de naturaleza: los seres vivos ya no derivan de una especie de plan o de scala naturae que hubiera llenado una a una las casillas de un escaqueado (la racionalidad de la completitud y de la serie), sino de luchas entre ellos como una adaptación a las condiciones exteriores.  Se impondrán aquellos cuyas ínfimas variaciones acumulativas (la naturaleza que no cesa de moverse y de diferenciarse) se pongan por delante.


4) El cuarto período que distinguimos es este en el que nos encontramos: desencalla más que nunca la idea de naturaleza.  Por lo demás, este segundo soplo nos parece tanto más peligroso cuanto que corre el riesgo de degenerar en una mitología (el regreso a una edad de oro), o incluso en la obligación de reabastecerse en un fondo originario; pero, ¿pero por qué una tal resurgencia en nuestros días?


    a) En la medida en que la biología molecular le ha robado al viviente los procedimientos de su auto-reconstrucción, e incluso, de su organización, se ha vuelto capaz de “desprogramarlo” o de “descarriarlo” (la transgenosis).  Entonces se ha roto lo que la naturaleza concretaba desde siempre, un candado que se oponía a las tentativas más desmesuradas, lo que nos priva de la estabilidad y de la inviolabilidad (el santuario de la vida).  Hemos entrado en la era de la transnaturalidad que perdió sus antiguos límites.


    b) La propia generación (y no olvidemos que la propia palabra naturaleza a ella remite, puesto que viene de natus, lo que ha nacido) no escapa ya al prometeismo: la fecundación in vitro es un testigo, así como la actual clonación, que indica a su manera que renunciamos a la biodiversidad y que trabajamos en la repetición de lo mismo (la duplicación, el recopiado).


    c) Por su lado, la agronomía no solamente multiplica los abonos y la quimización a ultranza sino que entraba el policultivo (la afortunada alternancia de las vegetaciones, la balanza, la no-uniformidad); en el límite, se orienta hacia el cultivo de las plantas por fuera del suelo.


    d) La entrada con fuerza de la nuclear hace pesar sobre las aguas y los aires los riesgos de la radiación; las sociedad cuentan cada vez menos con los “recursos” del globo, que por lo demás han malgastado, para no decir agotado; pero al recurrir a la radioactividad, y al dotarse de “centrales” que pueden responder a sus necesidades energéticas, corren el riesgo de un no-control.


En resumen, la naturaleza significaba un amplio territorio que englobaba a los vivientes (plantas y animales), así como los primeros principios (el aire, el agua, la tierra, e incluso el soleamiento).  Ahora bien, asistimos a su “corrupción” o, al menos a su acaparamiento por parte de algunos, que sacan provecho de ello.  Todo ha sido de nuevo trastornado; la biurgia comanda a los vivientes; en cuanto al aire, al agua, la tierra e incluso el sol, han sido confiscados por los unos y contaminados por los otros.  Hasta ayer pertenecían a todos (un bien conocido); hoy, tienen que ver con un entorno degradado, entregado a los intereses particulares.  Es por esto que la palabra naturaleza ha tomado un giro nuevo y decisivo: inspira un movimiento de rebeldía, enemigo de ese falso progreso (devastador) como de la carrera a la producción, que no deja de destruir.  Incluso es invocado como salvación por los que libran la guerra contra todas las técnicas y, a través de ellas, a la ciencia juzgada como responsable; éstos preconizan por ejemplo el regreso a las energías llamadas suaves, las que nuestro mundo nos ofrece: el viento, la marea, el sol.


Si no descendemos esta pendiente (regresiva), sin embargo conservamos la palabra naturaleza y le concedemos un doble papel:


    a) ante todo el de baranda (la racionalidad ecológica): defiende la eco-industria, encargada de luchar contra los daños indiscutibles del sistema productivo (la inseguridad, los perjuicios, la polución); esta metatécnica se injerta en la técnica con el fin de regularla; da lugar a saberes y a medios ligados todos a la descontaminación o al reciclado (la transformación de los desechos en materiales utilizables).


    b) el de indicar un territorio donde reina una racionalidad de un tipo apropiado; si no se aparta de la física, él la singulariza y la hace más compleja; en efecto, el viviente invoca principios y leyes específicas que dan cuenta de su funcionamiento; estos nos impedirán caer en el “reduccionismo”, contra el cual la palabra naturaleza debería protegernos.

Todado de:

Dominique Lecourt (ed.).  Dictionnaire d’histoire et philosophie des sciences.  4ª ed.  París: P.U.F., 2006.  François Dagognet.  “NATURE”.  pp. 782-785.
Naturaleza (Sistema de la)

Traducido por Luis Alfonso Paláu C., Medellín, mayo 24 de 2009.
tr. Luis Alfonso Paláu C., Medellín, abril 10 de 2016. Para ser leído en la cuarta sesión del micro-seminario François Dagognet, in memoriam, mayo 24 de 2016.  Medellín, Mediateca Arthur Rimbaud de la Alianza Francesa del parque san Antonio.


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Medida

Por François Dagognet
Médico y Filósofo francés


Consideramos que no hay cuestión más decisiva que la de la medida, porque ella equivale a lo esencial del conocimiento; con la medida se trata de abandonar “un dato” complejo, confuso, a veces incluso inaprensible, con el fin de proyectarlo, sin reducirlo o alterarlo, sobre una rejilla (lo grafo-numérico) que lo hace cuantificable.  Al término de la operación, obtenemos algo más que el equivalente de la cosa: su imagen aligerada, desembarazada de sus accidentes y susceptible de una evaluación.

No reduzcamos esta medida a un simple cifrado; en este último caso, uno se contenta con contar, por ejemplo, las diversas piezas de un ser, o también los elementos que desfilan, o incluso los diversos pasajes de un flujo cualquiera, mientras que él mismo esté compuesto de unidades discretas.  La medida se diferencia de esto en que ella supone siempre un aparato, así como un método, capaz de arrancar “el ser medido” de su estado cerrado o imperceptible.


No confundamos ya más la medida con una suerte de lenguaje cuantitativo.  Por una parte, a diferencia de las palabras, la medida busca lo universal y no es dependiente de un vocabulario.  Los científicos se han puesto de acuerdo sobre las unidades operacionales y sobre los procedimientos de aprehensión, de tal manera que los resultados accesibles a todos puedan ser comparados o discutidos.  Por otra parte, la imagen grafo-numérica dice mucho más sobre la cosa que las palabras de la lengua; la temperatura de un cuerpo será llamada eventualmente ardiente, o tibia o suave.  Ahora bien, estos calificativos mantienen la vaguedad, como si no pudiesen superar el nivel fenoménico.  La metrología nos dará un resultado más seguro, y sobre todo menos ligado a nuestros propias “experiencias sensoriales” (la relación con nosotros perturba la operación porque, en lugar de la cosa que deseamos aprehender, la sustituimos por nuestra reacción y le añadimos por ello mismo un operador suplementario –nuestro organismo y sus hábitos– mientras que, con la medida, queríamos obtener un resultado “objetivo”, la cosa misma).  Una tal perspectiva no ha dejado de ser discutida; ella sería o un sueño o una visión quimérica.


Vamos a recordar tres objeciones fundamentales a su respecto:


1) Según la primera, esta operación estaría rodeada de convenciones (arbitrarias) que la relativizan y echan un manto de duda sobre la objetividad métrica.  Por ejemplo, en el simple termómetro ¿por qué usar mercurio (mientras que en el pasado se ha utilizado aceite de lino o alcohol)?  ¿Por qué la división en 100 del espacio comprendido entre el cero del hielo fundente y el 100 del agua hirviente (bajo presión de 760 milímetros)?  Pierre Duhem insistió sobre la relatividad de esta escala.  No compartimos esas anotaciones que minimizan el trabajo metrológico.  La historia de la termometría nos prueba que el mercurio se impuso, sin discusión, porque él es, de todos los líquidos, el que se dilata más regularmente, y porque en su calidad de metal él se revela el mejor conductor del calor, exigiendo lo mínimo para calentarse y ponerse en equilibrio con los cuerpos que lo rodean, sin descuidar el hecho de que a pesar de sus incesantes desplazamientos no pierde nada de su elasticidad.  Y si se ha dividido en 100 partes la distancia entre los dos puntos extremos precedentemente mencionados, es para paralelizar el resultado con los otros sistemas de medida (el CGS o el centímetro, el gramo, el segundo, o el centímetro/segundo para la velocidad).  No dejan de existir razones para que el instrumentos de Celsius (el termómetro centígrado) se haya adoptado universalmente; él eclipsó los de Newton, Fahrenheit, y el de Réaumur.


2) Pierre Duhem presenta contra él una objeción más sólida: “El termómetro no nos da la temperatura en cada punto, sino una especie de temperatura media relativa a un cierto volumen, cuya extensión no puede ser fijada exactamente; por lo demás no podríamos pues afirmar que esa temperatura es tal número, excluyendo cualquier otro número” (la Teoría física, 2ª ed., Vrin, 1981, pp. 199-200).  Esta crítica del indicador térmico equivale a sostener que ningún aparato puede alcanzar el “contacto” con el cuerpo, ni abolir la distancia que los separa.  Nunca obtendremos sino resultados de conjunto, una “media” necesariamente vaga; además, la sensibilidad del dispositivo sensor no puede superar un cierto umbral, por esto el “error llamado relativo” inevitable, la simple “aproximación” y la condena de un realismo que cree posible la coincidencia de lo que mide con lo medido.  Es olvidar que la termometría, como todos los otros sistemas numeroevaluativos, se define por su constante evolución con miras a acercarse a lo que piensa captar.  Evidentemente que ha renunciado a sus antiguos indicadores (el hielo que funde o el agua que bulle); cambia de método.  La pirometría –eléctrica y luego óptica– accede a temperaturas diferenciadas y cada vez más finas (que varían en función de los lugares) así como a temperaturas muy bajas o elevadas.  Contará por ejemplo con los gases, porque el volumen de estos expresa directamente la temperatura: él aumenta en 1/273º su valor primitivo por cada grado (y en sentido inverso lo pierde) a tal punto que a -273 grados su cuerpo ha perdido su volumen que se reduce a un punto.  Hemos ganado aquí –en facilidad y en fidelidad – transfiriendo el calórico a un registro espacio-volúmico.


3) Otra objeción: se ha subrayado sin tregua que el observador, sin saberlo, llega a afectar la medida, o que el medidor interfiere necesariamente con lo medido; lo modifica.  En estas condiciones, no siempre podemos esperar la equivalencia con la que soñaba el realista.  Habría que renunciar al “contacto”, a la aprehensión de lo real.  Sin evocar los problemas de la microfísica, es seguro por ejemplo que, si disponemos en una corriente una rueda ligera que gire en función del fluido que pasa (con el fin de transmitir la rotación a un contador-registrador), ella va lentificándose a causa de su inercia, la importancia o la velocidad del caudal.  El instrumento debe descender al fenómeno, pero una tal fusión del medidor y de lo medido impide que podamos alcanzar al uno sin el otro.  Pero el físico no dejará de rebajar la “resistencia” de sus dispositivos de captura; se inventa instrumentos cada vez más sensibles.  Por otra parte, si no logra lo absoluto –la coincidencia o la equivalencia entre la cosa y su imagen cuantificada, la que precede la transferencia y autoriza la lectura– la multiplicidad de los métodos o de los ángulos de ataque le ayuda a anular ciertas particularidades ligadas a un tipo de enfoque; las diferencias entre los resultados obtenidos se borran para dejar emerger la invariante.
 

Las críticas siempre van a girar en torno a la distancia que subsiste entre el medidor y lo medido, pero esta inadecuación que limita la metrología es también su principal aguijón; si las dimensiones y las fronteras de lo real retroceden, a medida que la metrología se afina y se hace más sutil, al mismo tiempo ese real se descubre también cada vez más complejo y alejado; tropezamos con nuevos límites que franqueamos mientras que se van levantando otros; es lo que ha mostrado Gaston Bachelard en su inolvidable obra Ensayo sobre el conocimiento aproximado.  Pero en lugar de avanzar objeciones contra la medida, nosotros vemos en ella a lo que salva los fenómenos de su insularidad; ella no cesa de renovar su estrategia; insistimos sobre tres audacias o tres victorias.

a) Étienne Marey debía lograr cuantificar lo que se alojaba en el organismo, en el que nosotros no entrábamos (la conquista de lo invisible por medio de la medida); en el mismo movimiento, con su método llamado gráfico, él se apoderaba de numerosas provincias de lo real que hasta entonces escapaban.  El esfigmógrafo permite ya captar, luego evaluar, el latido insensible de la arteria en el momento en que la onda sanguínea la golpea.  Más decisivo, sus trabajos lo orientan hacia la manometría pneumática de Riva-Rocci; antiguamente, el biólogo seccionaba la arteria, ataba un lado y en el otro introducía un tubo, conectado a un depósito de mercurio, con el fin de visualizar la elevación de éste, en el momento en que la sangre es expulsada en el vaso; además del aspecto sangriento de una tal operación, el fisiólogo estaba deteniendo el movimiento cuando pensaba estarlo midiendo; por esto, se llegó hasta realizar una contraprestación graduada, pero afuera (en el brazo, rodeado de una manga que recibía el aire); se lograba así aplanar la arteria; luego, debido a una descompresión lenta, se anotaba la cifra que correspondía a las primeras pulsaciones que reaparecían.  Retengamos pues esta proeza; el biólogo logra aquí captar y medir lo real más hundido, lo inaccesible (utiliza medios oblicuos pero seguros; por otra parte, se evalúan los efectos de una causa oculta).


b) Una segunda innovación consiste en insertar un sistema registrador en otro –una doble transferencia– que facilitará la captación del resultado.  Para dar un ejemplo: sabemos que, cuando un circuito cerrado y situado en un campo magnético es recorrido por una corriente eléctrica, se coloca de tal manera que el máximo de flujo (magnético) entre en él (e incluso por la cara sur).  Desde que la corriente pasa por el hilo-marco, este se dispone perpendicular a las líneas de fuerza y gira pues 90 grados; entonces uno se opone, por numerosos medios, a ese movimiento (un hilo-torsión limitará el ángulo de esta desviación).  La intensidad de la corriente es proporcional al ángulo de rotación del marco; el instrumento de medida permite expresar la energía eléctrica.  Pero, método llamado de Poggendorf, si se pega un espejo al marco, él también girará y podrá dar sobre una regla graduada la imagen luminosa (un spot) que se desplaza.  Sustituimos un “ángulo” por una “longitud”; para este efecto, hemos operado una segunda traslación, lo que nos implica una lectura más fácil y más precisa.
 

c) Tercer éxito: estamos persuadidos de que la metrología ha podido penetrar los territorios más reacios a su entrada: la economía, las conductas humanas, los deterioros psiquiátricos, la vida social y política, etc.  Algunos pensadores –como Bergson– privilegiaban la cualidad, y con ella la singularidad, todo lo que se sustraía a la espacialidad o a la exterioridad; despreciaban la cantidad; si la medida no se reduce a un simple ejercicio de cuantificación, ella pasa a menudo a través de él y lo implica.  Ahora bien, la metrología ha invertido ese pretendido obstáculo; el investigador de ciencias humanas o sociales debe ante todo inventar un sistema original de medida, que le permita comprender y comparar lo que él estudia.  Para él también “conocer es medir”.  Así Halbwachs, para diferenciar las clases sociales, ha tenido que recurrir al examen de presupuestos (escrutar los gastos de los que se benefician de ingresos equivalentes); debería mostrar que el empleado –a salario igual– reduce la parte de la alimentación con el fin de consagrar más a su alojamiento, mientras que el obrero en la situación opuesta, sacrifica lo segunda a la primera; es pues la relación entre N (nutrición) y A (alojamiento) que sirve para separarlos.  Si entramos en el detallo de los consumos, se alcanzarán aún más finos repartos.

Hubiéramos podido presentar ilustraciones tanto de la economía como de la psicometría.  En estas condiciones, no limitemos la medida; ella saca de la sombra aquello que se nos escapaba; ella realiza montajes que facilitan la captación de los resultados; finalmente, no vemos nada que no se beneficiara de sus beneficios (ella evita lo vago o lo “más o menos”; nos da una “imagen”, la más fiel posible como la más recogida de lo real.)



Tomado de: François Dagognet.  “Medida” in Dominique Lecourt (dir.).  Diccionario de historia y filosofía de las ciencias.  París: Quadrige/PUF.  2006.  pp. 734-736.

Bibliografía:

Bachelard G., Essai sur la connaissance approchée.  París: Vrin, 1973. 
Carnap R. La fundamentación lógica de la física.  Buenos Aires: Suramericana, 1969.
Daumas M.  les Instruments scientifiques aux XVIIe. et XVIIIe s.  París: PUF, 1953.
Duhem P.  la Teoría física, su objeto, su estructura.  Barcelona: Herder, 2009.
Hegel.  La Teoría de la medida.  París: PUF, 1970.
Kula W.  las Medidas y los Hombres.  México: Siglo XXI.
Marey E.  la Méthode graphique.  París: Masson, 1878.

François Dagognet

tr. Luis Alfonso Paláu  C.  Medellín, abril 30 de 2016.

Dominique Lecourt (ed.).  Dictionnaire d’histoire et philosophie des sciences.  4ª ed.  París: P.U.F., 2006.  François Dagognet



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Materia

François Dagognet 


Incluso si la antigua teoría de Leucipo, retomada por Demócrito, orquestada y poetizada por Lucrecio, excede la verificación y sigue siendo hipotética, no por ello deja de sorprender puesto que ve en la materia una concentración de partículas (los átomos, es decir los indivisibles) que no diferente entre ellos sino por su forma y sus disposiciones.


Anteriormente nos habíamos atenido a los datos: como los cuerpos se nos presentan según tres estados (sólido, liquido, gaseoso), a los que se había añadido un cuarto elemento, el fuego o la energía (Heráclito), gracias al cual podemos transformar los tres primeros los unos en los otros, se volvía posible tener uno de ellos por fundamental; Tales optó por el agua, Anaxímenes por el aire, Empédocles por la tierra.


Más tarde, nos debimos inspirar nuevamente en los datos con el fin de caracterizar la materia; se llegó hasta reconocerle algunas propiedades de base, comunes a todos los cuerpos: la extensión, la impenetrabilidad, la indestructibilidad, la movilidad, etc.  En razón de esta última, no se dejó de ligar la materia con la energía, tanto a causa de las incesantes transformaciones que ella sufre, como por el hecho de la conservación de esta energía (principio establecido por Helmholtz [1821-1894]).


Pero la concepción del átomo se impuso; no se parece en nada al de Demócrito; él solo se define como un sistema particular arquitecturado (entre otros constituyentes, los electrones, los protones, los neutrinos); un núcleo electropositivo se opone incluso a los electrones que gravitan en torno a él, siguiendo ciertas órbitas; y por lo demás es cuando éstos cambian que ellos absorben o emiten energía.


Sin embargo, antes de llegar a esta concepción (la física de partículas, la estructura atómica constitutiva) la ciencia de la materia había resuelto algunos problemas y forjado nociones esenciales.


a) una de estas primera victorias consistió en expulsar los fantasmas como el del flogisto y atribuirle a la materia “el principio de conservación”: “nada se pierde nada se crea”.  Stahl consideraba que los cuerpos combustibles encierran un fuego fijo (la inflamabilidad); cuando se los calienta, el flogisto se desprende; pero como el residuo de esa calcinación pesa más que el metal del que se partió, había acá una especie de contradicción, puesto que una pérdida se saldaba con un mas ponderal.  Stahl sostenía entonces que la presencia de un “principio inmaterial” aligeraba la sustancia que estaba impregnada de él.  


Lavoisier debía explicar de manera completamente distinta esta reacción; la combustión da lugar a una combustión metálica más pesada; se ha operado un simple desplazamiento (el aire de los alrededores ha perdido una parte de su oxígeno; comprendemos pues el aumento final).  Es suficiente con recurrir a la balanza y operar sobre todo en un medio cerrado.  Lavoisier imponía la idea de la ecuación química.  Así mismo, si el agua se convierte en tierra, es porque ha disuelto el vidrio alcalino del recipiente; lo que el uno ha ganado, el otro lo ha perdido.  La racionalidad entra así en la comprensión de las modificaciones materiales.

b) a comienzos del siglo XIX, Dalton precisó la hipótesis atómica; debía admitir que todos los cuerpos están compuesto de átomos, que los átomos de un mismo elemento se caracterizan por el mismo peso que difiere del de los átomos de los otros elementos.  Y como miraba al hidrógeno como la sustancia más liviana, le atribuyó arbitrariamente la cifra 1, pero evaluó el peso de los otros elementos a partir de esa cifra de referencia; de este modo, al oxígeno le correspondió la cifra 7 (luego fue corregido y lleva la 8); le atribuyó el 5 al nitrógeno, el 13 al azufre, etc., en suma propuso, aunque erróneamente, una de las primeras reagrupaciones cuantitativas de las sustancias claramente diferenciadas.  Él debía también definir los compuestos (las moléculas) como formados de átomos conectados entre ellos siguiendo proporciones estables; luego de haber precisado la naturaleza de los primero elementos, se orientó hacia la comprensión de las combinaciones que obedecen a constantes.


c) otro avance: los científicos comprendieron cómo se forman los complejos y adquieren su solidez; además del enlace iónico que da cuenta del intercambio electrónico (por ejemplo el negativo del cloro se une al positivo del sodio en ClNa), añadieron el enlace covalente, más revolucionario, puesto que resulta de la puesta en común (según la regla del octeto) o del compartir capas atómicas externas.  

Dejemos de lado el enlace hidrógeno; nos explicamos como se enganchan los átomos para constituir moléculas arborescentes (una materia compleja pero particularmente organizada y diferenciada).
Esta materia –debido a su organización, en la que la ciencia nos permite entrar, como a causa de su conservación– va a volverse un operador cosmogónico que inspira toda una filosofía, el materialismo mecánico, o más bien energético.  Los pensadores ya no pueden permanecer al lado de Descartes que considera la materia como inerte, pasiva, sin contenido propio, reducida a la sola extensión.  “Al examinar la naturaleza de esta materia (de la que el mundo está compuesto) encuentro que ella sólo consiste en lo que tiene de extenso en longitud, anchura y profundidad, de forma que todo lo que tiene sus tres dimensiones es una parte de esta materia” (Carta a Chanut, 6 de junio de 1647).  


En estas condiciones, lo que el mundo contiene ya de complejo, e incluso de insólito –más particularmente la acción a distancia como consecuencia de afinidades entre elementos, o por el hecho de la existencia de fuerzas que trascienden lo espacial, como los fenómenos del magnetismo (la brújula, el imán)– debe ser anulado, reducido a un juego de engranajes y de piezas encajadas; se busca retirarle al sustrato hasta las menores capacidades, las entelequias (el término fue forjado por Aristóteles; será retomado por Leibniz en su Teodicea: “lo que se puede llamar fuerza, esfuerzo, conatus” [I, § 87]).

Pero los filósofos del siglo XVIII piensan devolverle claramente a la materia lo que le ha sido quitado.  Holbach reivindica el monismo (todo deriva de la materia): y notaba que “los hombres han mirado la materia como un ser único, tosco, pasivo, incapaz de moverse, de combinarse, de producir nada por sí misma” (Sistema de la naturaleza, I, cap. 2).  Diderot, que comparte este punto de vista y lucha contra los prejuicios, pondrá toda su fogosidad al servicio de una materia que ha sido demasiado reducida y debilitada con el fin de que el pensamiento tengo más ventajas.  En el Sueño de d’Alembert, el filósofo piensa mostrarnos cómo un bloque de mármol (el ser más desprovisto, el menos propicio a sus conclusiones, el más inerte en apariencia) puede engendrar o bien una planta o bien un animal, y en el límite al hombre mismo.  


Él nos precisa el proceso: conviene pulverizar ese bloque, liberarlo en suma, mezclar luego la molienda con la tierra que las raíces de un vegetal absorben, darle al animal esta planta a digerir; finalmente nos comeremos y asimilaremos el animal; habremos así recorrido todas las etapas de la conversión y de la transmutación.  “Tenemos acá en cuatro palabras la fórmula general.  Comer, digerir, destilar in vasi licito, in fiat homo secundum artem.  Y aquel que le expusiera a la Academia el progreso de la formación de un hombre sólo emplearía agentes materiales cuyos efectos sucesivos serían un ser inerte, un ser sintiente, y un ser pensante…” (el Sueño de d’Alembert.  in O. C., 1970, t. VIII, p. 61).

¿Qué es lo inerte (el mineral, como el mármol) sino una materia genésica que ha sido impedida?  Basta con devolverle su propia energía, o restablecerle el movimiento que la habita, para que ella vuelva a ganar la vitalidad y participe en el juego de las transformaciones que definen el universo.  El propio pensamiento no escapa a estas metamorfosis y a estos ciclos.  En su Carta a Duclos del 10 de octubre de 1765, Diderot lo menciona: “El pensamiento es el resultado de la sensibilidad y, para mí tengo, la sensibilidad es una propiedad universal de la materia, propiedad inerte en los cuerpos brutos, como el movimiento en los cuerpos que pesan pero que están impedidos por un obstáculo, propiedad que se hace activa en los mismos cuerpos por su asimilación con una sustancia animal viviente” (O. C., t. V, p. 951). 


De esta manera el filósofo multiplica las observaciones y los experimentos, los reales y los ficticios, todos destinados a convencernos  de esas equivalencias, de tal manera que, partiendo de un sustrato material al que logramos “reactivar”, podamos obtener lo más espectacular; pasamos sin problema del animal al hombre, y también de este al hombre de genio; podemos igualmente descender la pendiente; en un abrir y cerrar de ojos.  Diderot borra los reinos y las separaciones; no hay más hendidura posible entre el alma y el cuerpo (el dualismo), y por esto un materialismo vitalista integral, un hilozoísmo.

Pero todavía nos falta definir la materia de manera no restrictiva.  Diderot no ha dejado de hacerlo; nos revela sus recursos y su propia inventiva; por ejemplo, cuando una simple cuerda es rasgada, y suponemos que un obstáculo ligero la divide, el sonido que brotará sobre la primera fracción suscita inevitablemente un armónico sobre la otra fracción, prueba de que la materia acepta de entrada las sordas comunicaciones y que ella favorece los acuerdos/acordes (una conspiración entre los territorios separados, la armonía, la superación de lo local en la que sólo se la está encerrando en demasía).


Por la misma época, La Mettrie, e incluso Voltaire (aunque más reticente) adhieren a esta misma tesis, opuesta a la de los filósofos del siglo XVII.  Es claro que se reemplaza entonces un “absolutismo” por otro, a partir de extrapolaciones o de resultados amplificados, cuando no deformados.  El materialismo dialéctico de Marx debía también conferir a la materia todos los poderes, aunque no sea tanto la materia la glorificada como el trabajo del hombre que la transforma (los modos de producción) y que la dialéctica (la negación de la negación) la salva de su secular homogeneidad.


La cuestión lancinante sigue siendo saber si es necesario admitir planos distintos de realidad, o si la materia puede por sí sola, engendrar lo que parece superarla.  La ciencia actual –al menos en el dominio de la biología– muestra el camino; ella ha probado que la vida resulta ella misma, en su esencia y en sus funcionamientos, de la realización de un programa hundido en el corazón de la célula (su núcleo), escrito de alguna manera con la ayuda de un alfabeto de cuatro letras.  Los ácidos nucleicos, por su secuenciación, se transcriben en un texto proteínico (la información se conserva y se transmite).  Y cada ser viviente, aunque derivado de ese sistema que se podría haber creído limitado, no deja de poseer su individualidad.


No está excluido que podamos ir de la vida al pensamiento y reducir la distancia entre el psiquismo y la cerebralidad.  Las operaciones de la inteligencia –la memorización, las inferencias, las decisiones– han podido ser delegadas a aparatos con buenas prestaciones, prueba de que lo que los críticos llaman “la quincallería” puede igualar, o al menos imitar, lo que evocamos y lo que juzgamos, a través de nuestros circuitos neuronales interconectados.


Un materialismo menos radical y menos mítico que el de los pensadores del siglo XVIII reconoce la existencia de niveles pero gana también al mantener y al buscar una inteligibilidad unificadora.  Si juzgamos insensata la idea de “materializar” el pensamiento, creemos necesario “espiritualizar” la materia, es decir: que le reconocemos potencialidades que exceden la simple extensión a la que se la ha buscado reducir (el reduccionismo no siempre se ejerce allí donde se lo sitúa).


Texto tomado de:

 “Materia” in Dominique Lecourt (dir.).  Diccionario de historia y filosofía de las ciencias.  París: Quadrige/PUF.  2006.  pp. 721-723.

Traducción de Luis Alfonso Paláu C.


Bibliografía
Bachelard G. (1952).  El Materialismo racional.  Bloch O.  Matière à histoires.  París: Vrin, 1997.

Braudel F. (1979).  Civilización material.  Economía y Capitalismo ss. XV – XVIII.  Madrid: Alianza, 1984.  Canguilhem G. (1970-1971).

Introducción a la historia de las ciencias: I: Éléments et instruments, II: Objet, méthode, exemples.  París: Hachette.  Diderot D.  L’encyclopédie ou dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers.  <ejemplar en la Biblioteca Central de la U. de A. Carlos Gaviria D.>.  Dubuffet J. (1973).

El hombre del común trabajando.  Gille B. (1966).

Histoire de la métallurgie.  París: PUF.  Guinier A., la Structure de la matière.  París: Hachette, 1980.  Leroi-Gourhan A. (1943).  Evolución y técnica, t. I: el hombre y la materia.  Madrid: Taurus.

Marx K. el Capital.  Crítica de la economía política.  México: Fondo de Cultura Económica.  Mumford L.  (1950).  Técnica y Civilización.  Madrid: Alianza.

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Expulsar lo Natural, Dominar al Viviente

Catherine Halpern entrevista a François Dagognet





La palabra “artificio” es una palabra desafortunada porque se la connota de manera negativa.  Pero lo artificial es el arte.  El hombre se reconoce en su poder demiúrgico para cambiarlo todo, para renovarlo todo, para reconstruirlo todo.  Los que quieren limitar esta proeza me parece que están librando una batalla perdida por adelantado.  No hay nada que sea verdaderamente natural.  Lo que nos parece natural es frecuentísimamente artificial.  La naturaleza, en sus formas más típicas para nosotros, lleva la impronta del hombre.  La campiña tal y como la vemos en la actualidad es el fruto de largas transformaciones; los campos, los bosques, los senderos han sido modelados por el hombre.  Considere las frutas y las legumbres; ellas no son naturales; la agronomía las seleccionó, las cruzó para mejorarlas.  La revolución verde al intervenir sobre la naturaleza ha sido muy provechosa para el hombre, y le ha permitido escapar a bastantes servidumbres.  El agrónomo norteamericano Norman Ernest Borlaug, premio Nobel de la paz en 1970, pudo por ejemplo desnaturalizar el trigo para hacerlo más resistente a la sequía y a condiciones climáticas muy difíciles *.  Gracias a esto, países cuasi desérticos han podido cultivar el trigo y escapar a las hambrunas.  Bendigamos pues sus artificios.  La naturaleza nunca ha existido, excepto como ideología que permite condenar los cambios.  ¿Qué puede haber de natural?  El hombre todo lo ha confeccionado, todo lo ha modelado, retomado por su cuenta, asumido, transformado.


Difícil aprehender la obra multiforme de François Dagognet que toma por objeto tanto la biología, la geografía, la química, el derecho, el Estado, el arte, la moral…  Nada serio el hombre, dirán algunos.  Contra éstos, Dagognet reivindica el derecho de abarcar lo real, todo lo real: “No vemos al filósofo a la manera de un minero que debe barrenar el suelo, sino más bien como un viajero que se preocupa por el conjunto del paisaje.” .  Ampliar las perspectivas en vez de cavar.  Su trabajo testimonia su insaciable curiosidad y su entusiasmo siempre renovado por lo real bajo todas sus formas.

Contrariamente a una tradición filosófica tenaz que desde Platón valoriza lo espiritual, F. Dagognet muestra un interés bien particular por la materialidad: los objetos, los materiales, las construcciones, los cuerpos…  Se define como “materiólogo”, para evitar el término de “materialista” que considera demasiado reductor y dogmático.  En efecto, según él se requiere superar el dualismo entre el espíritu y la materia: “soy monista puesto que digo que el espíritu está en las cosas y que las cosas expresan el espíritu”.  Basta con observar las estructuras moleculares para ver la extraordinaria riqueza y complejidad de lo real.  Esta posición es bien polémica: “para mí, el enemigo es la subjetividad –afirma él con vigor–.  No hay por qué atrincherarse en la conciencia, en el ego.”


A propósito provocador, F. Dagognet se insurge contra una filosofía conservadora y timorata, que cree que a las evoluciones y las novedades les falta realidad, sustancia o entidad.  Es necesario “cambiar la vida y no plegarse a ella” .  Por esta razón el se regocija con las proezas de la biotecnología, la eficacia de la agricultura productivista o los milagros realizados por las diversas técnicas de procreatica médica asistida…  La intervención en el vivo no lo espanta: “No es a la vida a la que hay que respetar en tanto tal sino a su lógica sorda, su búsqueda de la maximilidad y de la amplitud; a veces ella fracasa, se la endereza pues, se la agranda, también se debería rebasar lo biológico y "manipularlo".” .  Personaje bien molesto sin duda, y que detona en el paisaje de las ideas.  F. Dagognet se apasiona por la moral y especialmente por los problemas que plantea sin cesar el progreso de la biología y de la medicina.  Pero la moral no constituye para él una disciplina etérea que determinaría simplemente grandes principios universales.  Por supuesto que ella debe tener principios.  Pero no es porque se ocupe de “lo que debe ser” que ella puede impedir “lo que es”.  “La moral no se encuentra allí donde algunos la sitúan, en la altura de las ideas o el dominio de la pura reflexión.  Sin descanso, la moral se aplica; ella no podría pues abandonar el suelo de la realidad donde se debe inscribir.” .  Es por esto que F. Dagognet prefiere dedicarse a entrar en el detalle y a analizar casos límite, más bien que armar un sistema moral muy abstracto.


El encuentro con el historiador de las ciencias Georges Canguilhem, del que fue estudiante y amigo, se reveló determinante para F. Dagognet.  Bajo su impulso, luego de la agregación en filosofía se embarcó en largos estudios de medicina y de neuropsiquiatría, sin por ello renunciar a la enseñanza.  Sus primeros trabajos tienen pues que ver con historia de las ciencias: “Siempre me chocó que los profesores, algunos de ellos por lo demás notables, se preocupasen más por los resultados que por los métodos por los que se los había obtenido.  Me parecía más interesante para un filósofo detenerse en las estrategias.  ¿Por qué por ejemplo Lavoisier revolucionó la química mientras que había ya tantos químicos en su tiempo, y que él mismo no era por lo demás químico?  ¿Por qué Mendeleiev, por qué Pasteur?  ¿En qué consistía su proceder y por qué fue tan fructuoso?  Era la materialidad misma de su astucia la que me interesaba más que lo que él había obtenido.”


F. Dagognet se impone como un especialista del viviente.  Su sed de saber lo conduce a adquirir sólidos conocimientos científicos.  Sin embargo no serán las ciencias experimentales en sí mismas las que le interesen, sino las cuestiones filosóficas que ellas provocan.  Pero si le profesó una admiración extrema a G. Canguilhem, no fue solamente por el historiador de las ciencias, sino también por el hombre que había sabido decir no al petanismo, renunciando en 1940, y que había luchado al lado del filósofo Jean Cavaillès en la Resistencia.  F. Dagognet piensa que la reflexión filosófica no puede ahorrarse el pensar la moral y la política.  Filósofo comprometido, tercamente republicano, es un convencido de que el lugar del Estado es el de protector del interés general y de la ciudad, contra todas las desviaciones.  Y falta a su misión en la medida en que deje perdurar desigualdades insoportables.  Dagognet no olvidó sus orígenes modestos que no le permitieron ir al liceo.  Obtener en estas condiciones el bachillerato fue –nos lo confiesa– un verdadero “suplicio”.  Por esto, luego de publicar 100 palabras para comenzar a filosofar  hará aparecer Filosofía para el uso de refractarios , pequeño manual de filosofía rudimentaria, simple y accesible a todos, para uso de los “alumnos más vulnerables”, que no han tenido la oportunidad de frecuentar los grandes liceos parisinos: “el filósofo tiene el deber de trabajar en la disminución de las injusticias.”


Su campo de investigación es inmenso.  ¿Cuál ha sido su proyecto filosófico, su avance?


Ud. sabe, hay para mí dos tipos de filosofía: una filosofía erudita que se va a dedicar a un autor y a profundizarlo, y que lo juzga un poco muerto; y una filosofía que quiere tener en cuenta todo lo que acontece en el mundo presente.  Lo que me interesa son los problemas actuales.  Los trastornos que afectan la biología, el derecho, el arte, la producción, son tales que el filósofo ha de dedicarse a reconocerlos y a pensarlos, en caso contrario, dimite.  Ahora bien, no estoy tan seguro que haya actualmente un aporte de la filosofía.  Me gustaría que hubiera un filósofo por todas partes en la sociedad, para analizarla, para promover cosas, para pensarla en su historia, en su patrimonio, para denunciar sus flagrantes injusticias.  Incluso en el Concejo municipal o en la empresa, el filósofo debería ser el hombre de los problemas, el cuestionador, no dedicado a destruir sino para modernizar.
 

En estos tiempos en que se valoriza la naturaleza y en el que se busca protegerla de los desgastes provocados por el mundo industrial, Ud. adopta una posición más bien atípica.  Contra los nostálgicos de una naturaleza perdida, Ud. defiende en efecto lo artificial y la innovación técnica.

La palabra “artificio” es una palabra desafortunada porque se la connota de manera negativa.  Pero lo artificial es el arte.  El hombre se reconoce en su poder demiúrgico para cambiarlo todo, para renovarlo todo, para reconstruirlo todo.  Los que quieren limitar esta proeza me parece que están librando una batalla perdida por adelantado.  No hay nada que sea verdaderamente natural.  Lo que nos parece natural es frecuentísimamente artificial.  La naturaleza, en sus formas más típicas para nosotros, lleva la impronta del hombre.  La campiña tal y como la vemos en la actualidad es el fruto de largas transformaciones; los campos, los bosques, los senderos han sido modelados por el hombre.  Considere las frutas y las legumbres; ellas no son naturales; la agronomía las seleccionó, las cruzó para mejorarlas.  La revolución verde al intervenir sobre la naturaleza ha sido muy provechosa para el hombre, y le ha permitido escapar a bastantes servidumbres.  El agrónomo norteamericano Norman Ernest Borlaug, premio Nobel de la paz en 1970, pudo por ejemplo desnaturalizar el trigo para hacerlo más resistente a la sequía y a condiciones climáticas muy difíciles *.  Gracias a esto, países cuasi desérticos han podido cultivar el trigo y escapar a las hambrunas.  Bendigamos pues sus artificios.  La naturaleza nunca ha existido, excepto como ideología que permite condenar los cambios.  ¿Qué puede haber de natural?  El hombre todo lo ha confeccionado, todo lo ha modelado, retomado por su cuenta, asumido, transformado.


Y esto no impide que el entorno deba ser protegido.  Sería ridículo decir lo contrario.  Pero a partir de acá, es necesario limitar el derecho al respeto de los lugares.  Algunos caen en una filosofía de la naturaleza excesiva.  Ahora bien, se trata de una batalla que es más ideológica que real, en el sentido en que algunos defienden por aquí una mitología.  Lo que más me indigna es que esta mitología es explotada, especialmente por la publicidad.  Se ha vuelto también un eslogan político; ahora bien, si es verdadera en algunos puntos, no se tiene el derecho de generalizarla.  Siento muchísimo verdaderamente esta tecnofobia ambiente.


Por lo que hace referencia al hombre, el culturalismo ha hecho la prueba por mí de que el naturalismo es una mitología.  Ciertamente que tenemos un patrimonio genético, pero las experiencias que tienen que ver con los verdaderos gemelos separados desde su nacimiento, y educados en medios diferentes, muestran que la inmersión cultural es determinante.
 

Pero sin embargo Ud. se preocupa de las consecuencias morales de las innovaciones tecnológicas sobre el viviente…
 

Yo creo que la moral es la disciplina filosófica más importante.  Aunque yo me haya dedicado a la filosofía de las ciencias, aunque me haya dirigido hacia la metodología y hacia el arte contemporáneo, es la moral la que me parece ser el eje cardinal.  En tanto que médico, me interesé naturalmente en la bioética.  Los progresos de la biología y de la medicina plantean problemas cruciales que perturban las bases mismas de nuestra existencia: la familia, el cuerpo, la procreación.  Hay algo que me ha chocado particularmente en este dominio: los filósofos de la bioética y los médicos son todos respetuosísimos de la naturaleza y de lo biológico.  Mi posición es al contrario privilegiar todo lo que es cultural.

Soy pues favorable al aborto.  No el de comodidad o de facilidad.  Lo que cuenta es la fuerza y la voluntad de acoger al niño.  Si los padres no lo reciben, esta hijo será desgraciado.  El nacimiento ya no es una fatalidad.  Pero a la ley le toca fijar el momento de la muerte pero igualmente aquel en que la vida nace.  En Francia, se autoriza la interrupción voluntaria del embarazo hasta el final de la duodécima semana (la ley Veil de 1975 la autorizaba hasta fines de la décima semana; en 2000 se alargó un poco este plazo).  ¿Cuál es el sentido que tiene este plazo de detención?  La pregunta que subyace es: ¿cuándo comienza la existencia?  No creo, como lo creen los natalistas por lo demás, que existan estadios objetivos en el curso de la embriogénesis.  Pero luego de ese plazo, la IVE es más difícil de realizar y puede provocar secuelas en la fertilidad de la madre.  Y sobre todo, esto coincide con el momento en que el niño comienza a tener movimientos autónomos y en el que la madre comienza a sentir al niño y a percibirlo como tal.  Prefiero de hecho los signos antropológicos a los signos físicos o biológicos.


¿Cuál es su posición sobre la inseminación post mortem, que actualmente está prohibida?


No soy del todo enemigo de la inseminación post mortem.  En algunos casos me parece completamente legítima.  Tomemos un ejemplo: un hombre está afectado de cáncer, lo irradian pero ha tomado la precaución por adelantado de ir a depositar esperma en el Cecos (Centro de estudio y de conservación del esperma), un organismo paramédico habilitado para la crioconservación del esperma.  Este hombre muere.  La ley de 1994 sobre la bioética le prohíbe a su mujer que recurra a una inseminación que dará lugar a un nacimiento, pues ya no tiene una familia.  Se requiere para que la inseminación sea posible el asentimiento de los dos esposos vivos.  Todo reposa pues sobre una concepción biológica.  Pero la familia no es sólo un dato biológico.  Para mí, el muerte no está ausente y son sus voluntades las que cuentan.  Quiso depositar su esperma en el Cecos, quiso ese nacimiento y su mujer también.
 

El principio que funda su concepción bioética ¿es pues la voluntad humana y no el carácter más o menos natural de los actos considerados?

Para mí es necesario considerar ante todo la voluntad individual.  La contracepción constituye un progreso; un nacimiento ya no es una fatalidad, expresa un querer.  Hay numerosas situaciones médicas donde me parece preferible considerar la voluntad más bien que respetar una improbable naturaleza.  El enfoque biológico es a menudo incapaz de proveer un criterio.  Un feto está gravemente mal formado.  ¿Se va a tolerar el aborto terapéutico?  La medicina se va a poner a buscar criterios biológicos y va a meterse en camisa de once varas.  ¿Por dónde pasa la línea de demarcación entre lo que es soportable o no?  Tener una mano menos, ¿es aceptable?  ¿y el enanismo, la trisomia?  Puede ver Ud. que con un enfoque solamente biológico no puede salirse del embrollo.  Es por esto que siempre busco un criterio antropológico.  En el caso de la procreación, lo que me parece importante es la capacidad familiar de acoger o no acoger al niño.  Por supuesto, este criterio puede ser dificultado, por ejemplo en el caso en que un niño demande ante el juzgado a sus padres porque él considera que sus malformaciones le son insoportables.  La voluntad de acoger al niño estaba ahí, pero esto no fue suficiente para hacerlo feliz.  Hay pues callejones sin salida, pero yo preferiría siempre invocar motivos humanos más bien que principios de naturaleza.
 

¿Por qué es Ud. tan severo con respecto a los comités de bioética?

Porque, ya digan blanco o negro, difícilmente logran un acuerdo y cambian de doctrina según las situaciones.  Los comités de ética reúnen a especialistas y a representantes de las principales familias espirituales y morales presentes en la sociedad.  Por este hecho, sólo logran consensos por defecto.  A causa de las divergencias, sólo se ponen de acuerdo sobre decisiones débiles y sólo dan respuestas mínimas.  Muy a menudo, se contentan con temporizar sin resolver los problemas.  Sobre todo, tienen un criterio del que soy adversario, el criterio biológico, y ellos se refieren demasiado a menudo a una “naturaleza inmutable” del hombre.
 

Ud. recurre a veces en sus consideraciones morales a los problemas que plantean ciertas decisiones jurídicas mucho más que a las morales filosóficas tradicionales.  ¿Qué le aporta el derecho a su reflexión moral?

Adoro el derecho porque nos permite tocar el fondo del individuo y de la sociedad, y eso que tiene que ver con situaciones bien concretas.  Algunas orientaciones jurídicas trastocan en efecto concepciones morales tradicionales que ya no están adaptadas al mundo actual.  Consideremos por ejemplo la noción de responsabilidad.  Nuestro mundo tecnicizado obliga a pensar el problema de forma diferente de lo que lo ha sido tradicionalmente.  En derecho laboral, es el empleador el que tiene la responsabilidad de todo incidente que acontezca en el lugar de trabajo, y no el culpable que por negligencia o por descuido lo haya provocado directamente.  El empleador no es propiamente el culpable, pero es responsable.  Puede parece absurdo.  ¿Por qué alguien que no ha participado en el accidente, y que a lo mejor ni siquiera estaba presente, sería el responsable?  Simplemente porque el empleador es el único que podría impedir preventivamente que accidentes de este tipo se reproduzcan, invirtiendo para ello en higiene y en seguridad.  Prevenir más bien que curar.  Esto cambia totalmente las concepciones morales clásicas.  El problema no es únicamente saber quién ha cometido la “falta” sino quién podía actuar para evitar y proteger a los hombres en el porvenir.  El derecho es pues una disciplina que nos pone en presencia de problemas concretos y de cuestiones conflictivas.  Es por esto que lo aprecio.
 

¿Para reflexionar sobre el mundo contemporáneo, se necesita pues un buen conocimiento científico y jurídico?

En efecto, es por esto que me gustaría que el filósofo tuviera una formación muy amplia que no se redujera al análisis de textos, incluso si esto último es indispensable.  Sería necesario que tuviera por esto mismo una iniciación al derecho, a las ciencias humanas en general, a las ciencias experimentales…  No es adentro donde se juega para mí la filosofía, sino afuera.





[1] F. Dagognet (1998).  Una nueva moral, familia, trabajo, nación.  tr. Paláu,  Medellín, abril de 2006 – marzo de 2009.  p. 3.
[2] F. Dagognet (1988).  el Dominio del viviente.  tr. Paláu in traducciones historia de la biología ## 9, 10, 11, 12.  Octubre 1999 – junio & octubre 2000.
[3] Ibid., in traducciones historia de la biología # 11, junio de 2000, p. 34.

[4] F. Dagognet (2002). Cuestiones prohibidas.  tr. Paláu.  Medellín, julio de 2008 – mayo de 2009.  p. 27.

[5] F. Dagognet (2001).  Ochenta y tres palabras para comenzar a filosofar. tr. Paláu.  Medellín, septiembre de 2002 – septiembre de 2006.  Última corrección: junio de 2009.
[6] F. Dagognet (2004). Filosofía para el uso de refractarios.  Iniciación a los conceptos. tr. Paláu, Medellín, agosto de 2009 – abril de 2010.


* < https://www.isaaa.org/kc/cropbiotechupdate/tribute/borlaug/Norman%20Borlaug-Tribute-Spanish.pdf >

Véronique Bedin (dir.).  Filosofías y pensamientos de nuestro tiempo.  Auxerre: Sciences Humaines Éditions, 2011.  pp. 92-99.

Traducción. Luis Alfonso Paláu C., Medellín, mayo 12 de 2016.


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