¿Liberar los animales? Un eslogan inmoral y absurdo



 Francis Wolff
 
Un articulo bien clarito de Francis Wolff sobre los derechos de los animales y sobre nuestros deberes para con ellos.

Publicado el 4 de julio de 2015 por philocolibri
Tomado de Jean Birnbaum (dir.)  Qui sont les animaux?, París: Folio essais, 2010. pp.180-193

FRANCIS WOLFF, Capítulo VIII: ¿Liberar los animales?  Un eslogan inmoral y absurdo

¿Liberar los animales?  ¿Quién podría estar contra un objetivo aparentemente tan generoso?  ¿Quién no se va a indignar viendo las condiciones de crianza, de trasporte y de sacrificio, inducidas por el productivismo contemporáneo?  ¿Quién no se ha conmovido viendo en la tele las condiciones de vida (si es que a eso se lo puede llamar vida) de los cerdos y de las terneras?  ¿Quién no se ha descompuesto al enterarse de cómo son lanzados los perros en las autopistas a comienzo de las vacaciones del verano?
Es claro que la protección animal hace parte hoy de nuestros deberes.

Sin embargo, cuando se habla de liberar los animales, no se quiere decir “mejorar sus condiciones de vida”.  Se quiere decir otra cosa; lo que se quiere decir es dejar de explotar.  Se da por entendido que los animales estarían subyugados por el hombre.  Esto implica que el proceso de domesticación por el que el hombre, al menos desde el neolítico, aprendió a domesticarlos, a criarlos, a mantenerlo, a cuidarlos, a amaestrar algunas especies, a crear nuevas, variedades, razas, de hecho no habría sido sino una gigantesca empresa de esclavitud.  Lo que quiere decir que, de la misma manera que hace 11.000 años puso en marcha su proceso de civilización al inventar la agricultura y la ganadería, domesticando para ello plantas y animales, habría en la actualidad que desprenderse de esa “barbarie”, liberando para ello a los animales a los que él ha avasallado ¡desde hace más de cien siglos!

Tomemos esta extraña idea en serio y veamos lo que implica.  Liberemos pues los animales.  Habría entonces que comenzar por liberar la especie más dependiente del hombre, la que sólo existe en estado doméstico.  Y no es el marrano o el perro, sino la mariposa de la morera <bovibix mori>, que los chinos inventaron para producir la sedað.  Dejemos de producir seda y no sigamos por tanto criando esta especie de mariposa.  Liberémosla ¡matémosla!
Liberemos, liberemos pues.  Abramos las conejeras, liberemos a los conejos y peor para Australia que estuvo a punto de perecer (ella y todo su ecosistema) bajo el peso de aquella invasión.  Liberemos los visones en la Dordoña, sin preocuparnos por la catástrofe ecológica que ello traerá, puesto que hay que darles a todos esos pobres animales la “Libertad” (seguro que ellos no pedían tanto). 
 Liberemos del hombre las ovejas (después de todo ¿si tenemos realmente necesidad de lana cuando hay tantas materias sintéticas?), pero también liberemos los lobos sin preocuparnos de las ovejas; y liberemos los osos sin ponerle cuidado a los campesinos de los Pirineos y a sus rebaños (pues si que les va a tocar a ellos ¡librarse también de los osos!).  Aprovechemos también para liberar a los gatos de su dependencia de nuestras casas, que vuelvan a cazar en los bosques  o en las cavas; y pensemos en liberar las ratas de los gatos a los que hemos liberado.  Y liberemos nuestros perros, cortémosles las traíllas, dejémoslos vagabundear, solos, sin dueños, puesto que el amo es, por definición, el que lo domina, lo sujeta, lo explota.  Y como consecuencia tendremos que no volveremos evidentemente a consumir carne, ni de pescado ni de crustáceos. Seremos entonces ovolactovegetarianos.  Pero tampoco tendremos la tierra prometida por la Biblia, aquella “por donde corren ríos de leche y miel”, puesto que estas provienen de la explotación de los animales.  Seremos vegetarianos del todo.  Pero tampoco tendremos suéteres de lana, ni zapatos de cuero, ni plumas de avestruz; no usaremos ninguna materia que provenga de nuestros hermanos animales.  Seremos pues veganos.  (Y entre paréntesis: si toda crianza es una forma de servidumbre, ¿cómo vamos a hacer para liberar a los pulgones que crían las hormigasð§§?  ¿Tendremos que esperar la formación de un hipotético “Frente de liberación” de los pulgones?  ¿O más bien podremos contar con una toma de consciencia por parte de las hormigas de su poder extorsivo?  ¿O también en este caso no contaremos sino con nosotros mismos, nosotros la vanguardia liberadora de los animales, y forzar a los pulgones, las mariposas, las abejas, los gatos, los perros, las ovejas, los pollos, las cotorras, los salmones, las ostras, los peces rojos, a que se liberen, a que por fin sean libres?).  ¿Hasta dónde nos llevará esta locura “liberacionaria”?  Hasta el punto que, tomando conciencia de que la mayor parte de esas variedades, razas y especies sólo deben su sobrevivencia a su relación con el hombre, y que una vez “liberadas” no podrían retornar a retozar en estado salvaje sin estar condenadas inmediatamente a muerte, tomaremos la única medida liberatoria eficaz y nos decidiremos a castrar y a esterilizar a todos los animales domésticos de la tierra con el fin de asegurarnos de que ya no habrá nunca animales víctimas de los hombres.  Es lo que preconiza el pensador estadounidense Gary Francione, que se atreve a empujar la lógica de la “liberación animal” hasta dicho extremo§¨ð.  ¿Pero será absurdo?  No, en efecto es insensato.  Pero es sin embargo absolutamente coherente.  Es incluso el único tipo de medida que deriva racionalmente del principio mismo de la “liberación animal”, eslogan tan ingenuo como irresponsable.  Se ve que, si hay practicantes de la “liberación animal” que son terroristas asumidos (ver el Animal Liberation Front𧨩), hay también teóricos de la liberación animal que son verdaderos peligros públicos.
Por supuesto que es necesario recordar que al liberar así a los animales uno se priva de una buena parte de lo que ha constituido la humanidad del hombre, que se humanizó por la domesticación <el hombre fue el primer animal que se auto-domesticó>, la crianza, el amaestramiento, la doma de las otras especies, pero también evidentemente de una parte de lo que hace la animalidad de numerosas especies animales.  Pero qué importa esto, puesto que el Hombre es el enemigo número uno, el animal malo que dominó a todos los otros (tan gentiles ellos) y que debe, de acá en adelante ¡forzarlos a que se liberen de su propia servidumbre!
¿A qué se debe esta locura “liberacionaria”?  A numerosas causas, pero también es un síntoma.

Hay primero factores sociológicos, entre los cuales hay que distinguir realidades e idealidades.  El factor real es aquel del que hemos partido: la modernidad ha entrañado una indiscutible degradación de las condiciones de crianza de algunos animales destinados al consumo humano (especialmente cerdos, terneros y pollos), reduciéndolos al estado de mercancías.  La toma de consciencia de este fenómeno terminó por conmover con toda legitimidad a las poblaciones, que encajan por lo demás mal el precio que tendrían que pagar por un eventual retorno a una ganadería más extensiva, o más respetuosa de las condiciones de vida de las bestias.

Y en paralelo a estos cambios reales, existen las mutaciones en las representaciones.  El crecimiento de la urbanización ha hecho perder a los habitantes de esas mismas sociedades industriales, todo contacto con la naturaleza salvaje; esas poblaciones olvidaron la lucha ancestral de los hombres contra las especies dañinas (piénsese en los lobos diezmadores del ganado o en las ratas portadoras de la peste), e ignoran igualmente la que siguen manteniendo hombres en otras latitudes (pensemos en las langostas que arrasan las cosechas africanas, o incluso en los perros callejeros que infestan  cantidad de ciudades del tercer mundo).  Pero esas mismas condiciones urbanas han sido las encargadas de separar a los hombres de la vida de los animales como se daba en el entorno doméstico tradicional, cuando todos cohabitaban en torno de la casa y que se sacrificaba al marrano en los días de fiesta.  Hemos roto con los animales reales, ya sean salvajes o domésticos.  Y en lugar de estos se desarrolló de forma exponencial, en estas últimas décadas, un nuevo tipo de fauna, de donde nació una nueva relación con la animalidad; los animales de compañía a través de los cuales se ve todo el reino animal.  Por primera vez en la historia, los hombres ya sólo tienen que ver, desde mediados del siglo XX, con animales que ellos crían para que no hagan nada, simplemente para que estén ahí, echados en el canapé del salón y para intercambiar caricias y afectos con sus amos.  Los únicos animales que los urbanos de las sociedades occidentales conocen son: o sus bebecitos que hacen parte de su familia (en los centros de las ciudades, porque a veces en los arrabales, son molosos; pero bueno esta es otra historia), o los animales-víctimas criados en batería que ven por la televisión.  Todo eso está bien lejos de la realidad animal y de su inmensa variedad.  En el imaginario contemporáneo el animal no es ya lo que era en el imaginario clásico, la bestia aterradora o el animal de trabajo, sino que es la víctima o el fetiche.  Y el reino de la naturaleza ya no es, como en los modelos filosóficos antiguos, la ley de la jungla (la guerra de todos contra todos) sino un mito dysneylandizado y bio-aseptizado donde reina la armonía preestablecida entre animales uniformemente graciosos, un universo que sería eternamente pacífico y sereno sin la intervención del único predador… el Hombre.  Pero este es un mito completamente elaborado por la civilización industrial, el de una naturaleza apacible (paraíso perdido en el que los animales estaban libres), y en el que el Hombre con una gran H, representante del Mal, es el verdugo del Animal con A mayúscula, la inocente víctima; esto permite meter todos los animales en el mismo saco (siguiendo la habitual visión antropomorfista); el gato y el ratón, el lobo y el cordero, el perro y la pulga, todos libres (y sobre todo libres de comerse entre todos).  Este es el fantasma que alimenta los ideales revolucionarios de la “liberación animal”.

Pero esta ideología es ante todo un síntoma.  Síntoma sin duda del derrumbe del horizonte revolucionario mismo, en todo caso del desmoronamiento de las creencias que se tenían en la salvación común, signo del ascenso de una desconfianza con respecto a todo ideal de liberación política o social, de una pérdida de confianza en los proyectos colectivos de salir adelante; ya lo político sólo aparece como el juego moroso de las ambiciones personales o de las alternancias partidistas.  Ayer, todo era política.  Hoy ya nada es político, todo es ético.  Los conceptos políticos forjados para pensar hasta hace poco las ataduras de los hombres se han desviado; se habla de “liberación animal”, como anteriormente se hablaba de liberación de ciertos pueblos o de algunas clases, en momento en que todavía hay tantos hombres esclavizados en el mundo, y ¡ellos sí realmente!  Se habla de explotación de los animales, en el sentido en que se hablaba ayer de explotación del hombre por el hombre (que sin embargo no ha dejado de existir ni ha disminuido su explotación).  Se califica incluso algunas formas de sacrificio de “genocidio animal”; la expresión estremece, como si no fuera un medio de banalizar el horror de los crímenes contra la humanidad.  (Al querer sensibilizarnos por la suerte de algunos animales, corremos el riesgo de insensibilizarnos a los más grandes dramas de la historia, si todo es igual y si las palabras pierden su sentido).  No, decididamente esos conceptos políticos no son los buenos instrumentos para pensar nuestros deberes con respecto a los animales  que hemos colocado bajo nuestra custodia.

Pero esta nueva ortodoxia “animalista” es también el síntoma de otra ideología.  La idea que se impone es que la moral no reposa sobre leyes universales, ni sobre reglas comunes o sobre contratos (implícitos o no), ni sobre la reciprocidad o sobre el reconocimiento del otro como persona, ni sobre deberes colectivos que hay que respetar, o sobre virtudes por transmitir, sino sobre el solo valor intrínseco e individual que se le debe conceder a todos los seres que podrían ser las víctimas de nuestra conducta malévola (niñitos, viejos seniles, disminuidos mentales, animales).  A esta moral centrada sobre la solo idea de víctima, corresponde el ascenso irreprimible de la noción de “derechos subjetivos”; ya no se habla de virtudes educativas o de deberes de los padres, sino de los derechos del niño; ya no se habla de igualdad o de justicia, sino de los derechos de la mujer; y por supuesto, y en fila con tales derechos, ahora los derechos del animal.  Esta noción también importada indebidamente del dominio político, reposa sobre una reinterpretación moralista de la idea de derechos del hombre.  Los derechos del hombre afirmaban la necesidad de reconocer un territorio de independencia de los sujetos con respecto a la omnipotencia de los Estados.  Ellos suponían correlativamente la afirmación de la igualdad fundamental de todos los hombres, y proclamaban por consiguiente que todas las formas de discriminación, racial, religiosa, sexual, etc. debían ser combatidas.  Pero, ahora que la discriminación racial se ha quedado sin fundamento puesto que las razas no existen, tampoco tiene sentido hablar de discriminación entre especies; ¿vamos a decir que los lobos discriminan a las ovejas cuando se las comen?; esto no tiene sentido.  Y mientras que existe un sentido cuando se pretende fundar la igualdad de derechos entre los hombres sobre su común naturaleza, ¿sobre cual identidad de naturaleza fundar la igualdad de derechos entre animales?  ¿Sobre el hecho de que son vivientes y que todo viviente tendría a priori un “derecho a la vida”?  Pero si hay un carácter común a los animales, es que son vivientes “heterótrofos”, es decir que se alimentan de sustancias orgánicas, de vegetales y de animales.  Proclamar que todos tienen un derecho a la vida es pues una absurdidad, puesto que por definición un animal sólo puede vivir en detrimento del viviente.  Yo puedo hacer bonito absteniéndome de comer especies vivientes, pero eso no impedirá nunca a todas las otras especies vivientes que lo hagan, bajo pena de su propia muerte.  De forma más general, la noción de derechos de los animales es contradictoria: si se le concede al lobo el derecho de vivir, se le retira ese derecho a la oveja; y si se dice que la oveja tiene derechos, ¿qué se va a hacer con el derecho natural que tiene el lobo de alimentarse?  Proclamar la igualdad de los derechos de los animales es absurdo; si mi perro tiene derecho de vivir sin pulgas, la pulga no tiene derecho a cohabitar con mi perro.

Añadamos que la noción de derechos subjetivos supone una autoridad neutra encargada de hacerlos respetar; ahora bien, los únicos animales que pueden hacer respetar esos derechos son los animales humanos que son también, se dice, ¡los únicos que deben respetarlos!  Decididamente estamos en plena confusión.  Prueba que nunca tenemos por qué calcar las normas que deben guiar nuestras relaciones con los animales sobre conceptos, como ese de “liberación” o el de “derechos”, forjados para pensar las relaciones políticas de los hombres entre sí.

Un factor no menos importante que explica esta estrepitosa ola de ideología “animalista” es el cambio de paradigma científico y epistemológico del que somos testigos.  En el estudio del hombre, hemos pasado del paradigma de las ciencias humanas (que dominó el siglo XX) a un paradigma biológico, o más generalmente naturalista. 

Las ciencias humanas estaban fundamentadas en la idea de que el hombre tenía una especificidad que lo oponía al resto de la naturaleza; especificidad de objeto que permitía justificar el particularismo de los métodos y de los conceptos de dichas ciencias; por ejemplo, la historia humana estaba fundada sobre su oposición a la noción de evolución natural; el psicoanálisis sobre la especificidad del inconsciente y de lo simbólico propiamente humano; las ciencias sociales sobre la oposición instinto/institución; la antropología cultural sobre la oposición naturaleza/cultura; la lingüística sobre la oposición lenguaje humano/comunicación animal.  Por tanto, según el postulado epistemológico fundador de esas ciencias, el hombre estaba opuesto al resto de la naturaleza, en particular al animal.

El actual paradigma dominante es por el contrario naturalista, incluidos acá el estudio de los fenómenos humanos; es la conjunción de las teorías del evolucionismo darwiniano, de la biología molecular, de las neurociencias, de las ciencias cognitivistas, etc.  Tiende evidentemente a negar toda especificidad humana por razones simétricas a las precedentes.  Se trata de justificar métodos y conceptos también ellos naturalizados en el estudio de los seres naturales, de los que hacen parte los hombres al mismo título que los animales.  De esta manera, las oposiciones de antaño (hombre/animal; naturaleza/cultura) han sido sustituidas por una visión unitaria del mundo natural del que el hombre no es sino un elemento, un viviente adaptado a su medio, fruto de la selección natural, un animal como los otros.  Por esto algunos de aquí en adelante afirman que lo que hasta hace poco se proclamaba como lo propio del hombre (la vida política, la cultura, el lenguaje, el arte, lo simbólico, las reglas morales, etc.) puede ser ya atribuido igualmente al animal.

Esta es una visión falsa.  Pues es tan ingenuo pretender que “el lenguaje”, por ejemplo, no es lo propio del hombre, o que hay arte entre los animales, como es ingenuo pretender lo contrario.  Forzosamente hay un concepto de lenguaje que engloba todas las formas de comunicación animal, y hay impajaritablemente otro concepto de lenguaje que sólo incluye el lenguaje humano (su estructura sintáctica, su poder de creatividad infinita, etc.).  Y lo mismo ocurre para el arte, para la cultura, para la vida social, para la moral, para el pensamiento, etc.; todas estas cosas se las puede siempre “naturalizar” al mostrar la comunidad de todos los vivientes (y se gana acá con toda seguridad un plano de inteligibilidad), o se puede negar hacerlo buscando mostrar la especificidad de las culturas o de las sociedades humanas (y se gana aquí otro plano de inteligibilidad).

El problema comienza entonces cuando, apoyándose en un postulado fundador de las investigaciones naturalistas (la proposición “no hay especificidad humana”), se pretende tomarlo por una verdad absoluta y hacerlo jugar un rol normativo: “puesto que el hombre es un animal como los otros –se dice– debe conducirse, o no conducirse, de tal o cual manera con respecto a los otros animales”.  Es pues un sofisma bien conocido al que ceden la mayor parte de los ideólogos “animalistas.”

Pues la falla más profunda de estos razonamientos sobre la “liberación animal” viene del concepto mismo de “animal”, que no tiene para nada sentido en un contexto moral.  El concepto de animal no solamente es excesivamente extensivo (puesto que va del microbio al chimpacé) sino que es contradictorio.  En efecto, debe a la vez incluir al hombre, al que se proclama que es “científicamente” un animal como los otros, y excluir al hombre, del que se dice que es “moralmente” un animal opuesto a todos los otros, puesto que es el único animal que tiene un comportamiento reprensible con respecto a los otros.  Ahora bien, una de dos: o es el hombre un animal como los otros, y entonces no se ve por qué debería constreñir a su propia naturaleza animal y obligarse a cumplir reglas a las que no se obligan los otros animales.  O se reconoce que el hombre sólo debe abstenerse de algunas conductas con respecto a los otros animales.
Evidentemente que la buena hipótesis es la segunda.  Pero entonces habría que admitir el corte hombre/animal y conceder que es esto lo propio del hombre.  ¿Qué es en efecto lo propio del hombre, si se le quiere excluir todas las propiedades naturales (a este título es un animal) pero también todas las propiedades culturales (puesto que se pretende que ellas se encuentran ya en germen en algunas especies animales)?  Es la moral precisamente.  El hombre no es un animal como los otros porque él es el único animal moral, en el sentido fuerte del término, es decir: el único que puede regular sus conductas siguiendo normas y teniendo valores, el único que se puede plegar a sus deberes, es decir a no solamente desear, sino también a poder querer desear o no desear lo que desea.  Debe pues ante todo reconocer que tiene deberes para con cualquier otro hombre, que como él puede plegarse a deberes, y aceptar reglas de reciprocidad; pero también puede reconocer deberes (no recíprocos) con respecto a algunos animales que no tienen por naturaleza ningún derecho, como tampoco tienen deberes.

Entonces ¿qué vamos a concluir?  Es muy simple; simplemente vamos a tomar todos nuestras hilos sucesivos.
Es necesario ante todo dejar de lado todos los conceptos políticos que no hacen sino embrollar las pistas: liberación, explotación, derechos, etc.  Hay que admitir que los animales no tienen derechos, lo que no quiere decir que nosotros no tengamos deberes para con ellos.  En segundo lugar hay que cuidarse del razonamiento que pretende que el hombre es un animal como los otros; esto sería aceptar que él se conduce como una bestia o pretender que él no debe normar su conducta con respecto a los animales.  Es necesario por el contrario afirmar que hay un corte entre el hombre y el animal puesto que el hombre es un ser moral.  Es preciso en tercer lugar poner cuidado en no echar a todos los animales en el mismo costal.  Ese pseudo concepto de “animal” sólo conduce a callejones sin salida.  Por ejemplo, no podemos tener los mismos deberes con respecto a nuestros perros… y a sus pulgas; con respecto a nuestras ovejas… y a todos los otros mamíferos que pueblan las selvas, las montañas y los ríos del mundo.  No se puede formular una sola regla de conducta que podamos aplicar indistintamente a todos esos animales.  Y no se puede poner en el mismo plano el dolor (quizás considerable) del gobio pescado, que puede muy bien morir comido por un pez más grande que él, por ejemplo por un orgulloso pescador de domingo, y el del perro al que se golpea a muerte por parte de su dueño que le debía protección y afecto.  Lo que conviene hacer es partir de lo que son nuestras relaciones con algunos animales para determinar así los deberes diferenciados y jerarquizados  que podemos tener con ciertas especies, o con respecto a algunos individuos, aquellos con los que hemos anudado relaciones de afecto recíproco o relaciones de dependencia mutua.
Para ir rápido digamos lo siguiente.  Hay en principio una división moral tripartita de los animales.  Están los animales de compañía a los que nos atan relaciones afectivas individualizadas.  Nos dan su afecto a cambio del nuestro.  Es pues inmoral traicionarlos, por ejemplo, desembarazándose de su perro y lanzándolo a la carretera y privándolo así de su relación con su amo.  Dicho de otra manera: ¡es inmoral querer liberarlo!  Están después los animales domésticos, que hemos criado por su carne, su leche, su lana o su trabajo, y a los que nos ata una suerte de contrato de intercambio y de relaciones individualizables.  Nos dan sus productos a cambio de su pastura y de nuestra protección.  Puede ser moral el sacrificarlos puesto que sólo viven con frecuencia para esto.  Pero es inmoral privarlos de condiciones decentes de vida o de sacrificio.  Y es igualmente inmoral quererlos liberar; ellos dependen de nosotros como nosotros dependemos de ellos.  Y están finalmente los animales salvajes a los que no nos ata ninguna relación individualizable, ni afectiva ni vital, sino solamente una relación con su especie.  Es pues moral, en el respeto de los ecosistemas, y eventualmente de la biodiversidad, luchar contra las especies dañinas o proteger algunas especies amenazadas.  Y es ciertamente inmoral hacer sufrir por placer a un animal salvaje; pero la pesca y la caza no son más inmorales practicadas por el hombre como lo hacen los otros animales entre ellos, desde que el hombre se restrinja al respeto de los equilibrios ecológicos entre especies naturales.  Sería evidentemente absurdo querer liberar a los animales salvajes.  No porque ellos sean ya “libres” (lo que sin duda tampoco tiene ningún sentido en la naturaleza), sino porque ellos están sujetos de todas maneras a las leyes de la naturaleza y a los comportamientos de todos sus depredadores distintos al hombre.

Ciertamente, esta división tripartita es muy reductora y se la podría matizar hasta el infinito.  Sigue siendo cierto que no tenemos los mismos deberes de asistencia con respecto a los animales salvajes que con respecto a los que viven bajo nuestro cuidado.  Y sobre todo es verdad que no tenemos ningún deber de “liberación” con respecto ni a los unos ni a los otros.  Es pues tan absurdo como inmoral querer liberar a los animales cualquiera sean ellos.

FRANCIS WOLFF

tr. Luis Alfonso Paláu C., Medellín, noviembre 23 de 2016.

  * http://historiaybiografias.com/seda/ Paláu >
** http://www.bayergarden.es/Cuida-de-tus-plantas/Plagas-del-Jardin/Pulgones-y-Hormigas 
*** https://es.wikipedia.org/wiki/Frente_de_Liberaci%C3%B3n_Animal#Reivindicaci.C3.B3n_de_las_acciones_directas



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Una nueva moral

François Dagognet

"Las ideas generales son demasiado nebulosas
como para que se encuentre siempre el medio de verificarlas.
Las ideas generales son razones de inmovilidad.
Por esto pasan por fundamentales."


(Gaston Bachelard. La actividad racionalista de la física contemporánea.
[París: Presses universitaires de France, 1951, p.12] Buenos Aires: Siglo XX, 1975. p. 20).



INTRODUCCION

A causa de nuestra entrada en un nuevo campo de la filosofía —por lo demás nuevo solo en apariencia— vamos a desagradar.
 

Por dos razones al menos: según la primera se nos reprochará correr 
así detrás de muchas liebres, de emprender un examen en un territorio diferente del que hasta entonces habíamos frecuentado, por no decir cultivado; un filósofo debe siempre ahondar en lo que él piensa haber obtenido, meditarlo aun, en lugar de circular, de moverse en todos los sentidos y probablemente de errar. O además, el filósofo debe seguir un camino y no marchar a través de la planicie.
 

Hemos respondido ya a esta sempiterna observación. Dejaremos de lado lo que podría haber de personal tanto en la objeción como en la réplica; nos limitaremos pues a preguntar si ha existido un solo filósofo (Descartes, Kant, Bergson) que no haya tenido en cuenta la totalidad del "mundo filosófico" que creemos no-segmentable; y en efecto, no se encontrará ninguno. Evitemos por consiguiente confinar a cualquiera en un perímetro restringido. No vemos al filósofo a la manera de un minero que debe barrenar el suelo, sino más bien como un viajero que se preocupa por el conjunto del paisaje. Por lo demás es probable que haya más que ver en la superficie que en "las entrañas de la tierra". Aprendamos a no fijarnos y sepamos visitar todos los lugares del espacio de la reflexión 1.

La segunda razón que se tiene para rechazar nuestra excursión por la moral, nos parece más sólida porque, como insistiremos en este punto sin descanso, no solamente entramos en la moral sino que la consideramos también como una ciencia cardinal, la reina de las ciencias.


De ello resulta, de paso, que no hemos cambiado de registro y que permanecemos en el mismo, lo que debería atenuar el alcance de la objeción precedente.


Esta definición —la moral vista y tratada como una ciencia— ha suscitado siempre los sarcasmos más justificados; pero toda la cuestión está en saber lo que se pone bajo las palabras. Es claro que si se considera infeudar la moral en "lo que es" —una interpretación de estilo sociológico— se la suprime pura y simplemente. Y el sociólogo hace bien en decirnos que esta moral obedece a un "lo que es" que se esboza y que comienza a sustituir a lo antiguo; nosotros le recordaremos que el "deber-ser" le da la espalda muy frecuentemente a lo que es y que este deber-ser trata de salvar el conjunto de "lo que es" de su pobreza y de sus límites. Por lo demás, "lo que es" se encierra en el presente, cuando el "deber-ser" abre más bien el porvenir o al menos aspira a él.


Pero, ¿por qué y cómo la moral debe ser concebida como una ciencia, la ciencia suprema, y en qué es una ciencia? Ante todo, puesto que es necesario preconizar 


Otra crítica, menos interesante, viene a duplicar la que acabamos de examinar: ella ataca la poligrafía o la monomanía escritural a la que cederíamos. El filósofo no debe proyectarse excesivamente en la escritura.

¿Acaso este “exceso” no transforma la teoría en insistencia, en propaganda, incluso en consigna? ¿No debe ser rodeada la idea de silencio y de reserva?


En parte esto es verdad, a tal punto la página en blanco y virgen parece imponerse a la que ha sido manchada. A la minimalidad no le falta medios y atractivos, tanto más cuanto que la abundancia no siempre está dominada. Si este fuera el momento, nos gustaría mostrar que “lo más” está en “lo menos”.


Sin embargo, ¡no pasemos de un extremo al otro! Psiquiátricamente hablando nos preocupa más la abstención, la agrafia, que oculta más sicopatología, más complicación y más perturbación, que el desbordamiento gráfico. Tememos más lo “poco” (o lo nada) que lo “demasiado”. ¿Por qué la censura, el laconismo o incluso la sequedad? ¿Por qué la aridez o la superioridad implícita del que “podría” pero se reserva, o del que se cuidad de la facilidad?


soluciones a los problemas más candentes y más embrollados (dada su saturación de afectos) de nuestro tiempo, ¿se guiará el moralista por sus deseos y sus gustos? Se condenaría al seguir tal camino. Esperamos que él justifique la línea que ha considerado como su deber mantener, que realice el balance (objetivo) de los beneficios o de los peligros de sus prescripciones, una contabilidad meticulosa. ¿No es este un trabajo racional y por tanto científico? Por lo demás nadie ha protestado contra un hecho ordinario pero significativo, el que la Academia mantenga una sección llamada "de las ciencias morales y políticas". No está en los hábitos de una tal Compañía el inflar su vocabulario; vayamos más lejos: ha estado bien inspirada reuniendo las dos disciplinas, la una (la moral) y la otra (la política) que no dejan de inter-penetrarse, e incluso fundirse en ciertos momentos.

Es verdad que en general la ciencia experimental parte de los hechos 

y se remonta hacia la idea que los aclara y los reagrupa. La moral se contenta con invertir este camino: comienza por defender o proponer una "idea" y trata de evaluarla a partir de sus presuntos efectos. A veces el proyecto ha sido incluso implementado aquí o allá y es posible observar sus consecuencias. Si nunca ha sido realizado, podemos "simular" la respuesta. ¿No es este un trabajo que es necesario calificar de "científico" pues la decisión encomiada no tiene que ver con lo arbitrario sino que se ordenaría más bien en las ciencias llamadas de programación?

Finalmente, esta moral que expondremos no dejará de apoyarse, no en fundamentos, sino en algunas bases que nos será posible legitimar. Por regla general, descartamos "los fundamentos" porque los juzgamos demasiado indeterminados y demasiado alejados de los campos de aplicación. Preferimos algunos sólidos principios de los cuales extraeremos las consecuencias. Aun aquí, ¿no es esto lógica? ¿No ganamos al no separar la teoría moral de la efectividad (la realización)?


Sobre todo, no abandonaremos los tres medios dentro de los cuales evolucionamos y que nos rodean: la familia, la fábrica productiva de riquezas, la nación. ¿Cómo organizarlos para que aseguren su papel? Y nos opondremos de comienzo a fin a todo lo que tenga que ver con el individualismo o con la separación, los factores de alguna manera anti-ontológicos, los que demuelen las comunidades que nos vivifican.


Estos son los problemas que nos esperan: ¿facilitaremos o no el aborto? ¿Es la organización capitalista la que da los mejores resultados (tanto materiales como humanos)? ¿Aceptaremos perder nuestra nación para integrarla a un conjunto más vasto (la Europa en vías de constitución)?


Siempre se nos preguntará sobre qué base nos apoyamos para zanjar (esta pregunta obsesiona al moralista pues ella le permite elevarse de condición en condición, hasta alcanzar un cielo inteligible, liberado de la contingencia o del peso de las urgencias). Beccaria, en el siglo XVIII, se refería "al mayor bienestar posible para el mayor número".


No estamos de acuerdo más que a medias, pues ¿en qué signo reconocer el bienestar, que nos recuerda la felicidad de los Antiguos, dado también él como un fin? Y luego, ¿el bienestar del uno coincide con el del otro? ¿Qué recubre esta palabra? Desconfiamos de estas referencias (el bien, el goce, el deber, la autoestima, etc.).


El sabio en el pasado sabía contentarse con poco; transformó en regla de oro esa carencia. Con él, el placer más sabroso y el más puro (lo deleitoso) se nos ofrece, no en la opulencia, el aflujo que nos carga, ni aun menos en lo complicado, que huele a facticio, sino en lo "casi nada", lo ligero y lo común, como en el ejemplo del vaso de agua que apaga la sed.
 

No estamos seguros del aspecto inocente y virtuoso de esta práctica renunciadora.

¡Qué los pobres se regocijen, a tal punto están preservados del mayor riesgo! Pero, ¿no es este un alegato, el de los afianzados y de los ricos en vías de embaucar a los desheredados y a los desposeídos?
 

No seguiremos las morales tradicionales, ni las de los más ilustres filósofos (Aristóteles, Malebranche, Kant, etc.) ni las de sus comentaristas o de sus afiliados (Le Senne, Nabert). ¿Es aceptable que uno de estos últimos busque convencernos de que "el coraje" es la virtud moral por excelencia, mientras que nunca ningún moralista ha sostenido lo contrario y privilegiado la flojera o la cobardía? En estas condiciones, el que se pierde en tal desarrollo entra en las facilidades de lo tautológico o al menos en las del discurso hueco; puede desplegarse sin encontrar obstáculo. Pero la moral no puede alojarse sino en lo concreto, más particularmente en el examen de lo institucional o de los cuadros que nos encierran y en los cuales estamos llamados a vivir. Mostraremos por otra parte, al final de nuestra exposición, que la moral comparte con la ciencia (y con razón puesto que la consideramos de la misma naturaleza que ella) la obligación primera de la realización: Gaston Bachelard no duda en definir la ciencia por su poder y su fuerza de aplicación que la garantiza (El Racionalismo aplicado).
 

La moral no puede atenerse a "opiniones" o a simples "sentencias" o "a maneras de vivir"; ella encara la verdad (lo justo), consistiendo todo su problema en dilucidarlo y definirlo. Y a esto nos dedicaremos en las páginas que siguen.
 

Pero el moralista experimenta dificultades para abandonar el círculo de la moral de la conciencia que nosotros discutimos; en efecto, le opondremos una moral francamente materializada. Kant debía fortificar la corriente "interiorista": uno de sus argumentos, sobre el cual volveremos, quiere que, si tengo la firme intención de realizar el acto moral (dar la limosna al miserable que la solicita), aunque no lo pueda (no poseo los medios que me permitan cumplir mi deseo), sin embargo he realizado el acto virtuoso. La sola intención ha salvado la moralidad que ella define. No seguiremos al filósofo: lo más que este hombre ha logrado (con la intención) es la mitad de la acción; le falta pues la otra mitad, la de la realización. Además de que siempre nos podremos interrogar por la cualidad y la autenticidad de una idea que no se aplica, ella no podrá ser suficiente por sí misma. Incluso preferimos el caso inverso: el que da generosamente aunque esté inspirado por un móvil poco noble, sucumbe a la piedad y sobre todo desearía recibir el óbolo si se encontrase en esta situación de carencia. Es a él mismo, en la ficción de su desgracia imaginada, al que consiente dar. Kant lo desaprueba: lo sitúa por fuera de la esfera de la moralidad, evoluciona en la empiria.

El kantismo ha interiorizado pues la moralidad; ella está en nosotros como lo verdadero o lo bello 2. La objetividad, o más bien la materialidad, sale roída de este asunto, 2 por no decir anulada. En el acto moral conviene sin duda considerar "la forma" que lo constituye y el "contenido" que lo hace original. Kant debía suprimir el uno (el contenido) para valorizar mejor la otra (la forma ligada a lo universal, incluso a la lógica, puesto que ella excluye la contradicción). Buscaba desembarazarse de lo particular, de lo contingente, de todo lo que se refiere a la sensibilidad (el pathos). Pero al conservar la una sin el otro solo podía deslizarse hacia una moral volatilizada.


Nos alejamos pues del "formalismo" kantiano y, en este punto, preferimos voltearnos hacia la recomendación de Nietzsche: él quiere confiarle sólo al médico el cuidado de la moral y de sus bases. En efecto, la vida del cuerpo domina esta disciplina.


Por lo demás es una ciencia que en general no se ha tomado suficientemente en cuenta, ni por la cultura ni siquiera por la biología, la higiene, la que asegura la transición entre las otras dos ciencias: la medicina y la moral; ella lucha contra el desorden (o el mal) exterior, el de afuera (la suciedad, la polución, lo "podrido", lo corrompido), cuando la medicina se dedica al mal interno (lo somático, la gangrena, lo tórpido) y mientras que la moral perseguirá e impedirá el mal social (la fractura, el enquistamiento); indiscutiblemente, las tres disciplinas pertenecen claramente al mismo grupo. Así mismo, la higiene mediadora asegura la correspondencia por medio de su sólo vocabulario: ella cruza lo físico y lo social (la contaminación, la suciedad, las manchas, el perjuicio, lo dañino, etc.).


¿Quién dudará que la familia toca a la medicina (la procreación, la filiación) así como el trabajo (por ciertos lados, moviliza las energías instintuales)? Finalmente, ¿no nos ofrece la nación un cuadro lingüístico y medioambiental que nos asegura y nos fija? Es por
esto que nos esforzaremos en evaluar "médicamente" los tres (higiénicamente).


A cada uno de estos tres medios culturales y humanos, le asignaremos un problema más particular: el testamento para la familia; la propiedad o el instrumento de producción con el trabajo y la vida económica; el Estado finalmente como lo que secunda o limita la nación. Estas tres cuestiones anexas vendrán a completar la gama de las tres comunidades


Tomado de: Una nueva moral: familia, trabajo, nación
Le Plessis-Robinson: Institut Synthélabo pour la connaissance, 1998
Traducido por Luis Alfonso Paláu C. Medellín, abril de 2006 – marzo de 2009

2. Uno de mis corresponsales particularmente informado (G. Escat) atrae mi atención sobre las dificultades que se encuentran en el kantismo no solamente en lo que concierne al bien (el deber) o lo bello, sino también con lo verdadero y la constitución de la experiencia.

En efecto, en la Crítica de la razón pura, Kant comienza a restituir a lo real todo lo que le había sido quitado. Lo empírico comienza a contar. Impone de ahora en adelante su consistencia, su solidez y su permanencia. El contenido ya no tiene que ver solamente con la representación, como si el idealismo se corrigiese. Anotaremos que esta suavización se opera o se confiesa en un “apéndice” (de arrepentimiento). “Si el cinabrio [un mineral de mercurio] fuera unas veces rojo, y otras negro, unas veces ligero y otras pesado; si un hombre tomara unas veces esta forma animal, y otras otra... mi imaginación empírica no encontraría la ocasión de llevar al pensamiento el pesado cinabrio con la representación del color rojo. Ninguna síntesis empírica de la imaginación podría tener lugar”. (Apéndice: Deducción de los conceptos puros del entendimiento, “Analítica Trascendental”, primera edición de 1781 de la Crítica de la Razón Pura de Kant. que vamos a examinar como moralistas (la familia, la empresa, la nación).


tr. Pedro Ribas. Madrid: Alfaguara, 1978. p. 132). De esta manera no construimos enteramente nuestra
“percepción”: lo real (el cinabrio) mismo se beneficia de un estatuto tal que participa en la operación y asegura su estabilidad, por no decir su posibilidad.

tr. Pedro Ribas. Madrid: Alfaguara, 1978. p. 132). De esta manera no construimos enteramente nuestra
“percepción”: lo real (el cinabrio) mismo se beneficia de un estatuto tal que participa en la operación y
asegura su estabilidad, por no decir su posibilidad.

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Subjetividad y normatividad en Canguilhem y Foucault


Pierre Macherey *


Cuando Canguilhem tuvo conocimiento de la primera gran obra de Foucault, Historia de la locura, sobre la que tuvo que escribir un informe en tanto que jurado de tesis, inmediatamente subrayó su carácter innovador, y su importancia, mucho más allá de los límites concedidos a un trabajo especializado que concernía la historia de la psiquiatría; algunos años más tarde, hacía aparecer en la colección Galeno que dirigía en PUF, Nacimiento de la clínica, la obra de Foucault que sin duda más le interesó porque su tema lo concernía de más cerca, y a la que a menudo se refirió en sus propios trabajos1. En fin, cuando Les Mots et les choses fue puesto en circulación, le consagró con el título «¿Muerte del hombre o agotamiento del Cogito?», un importante estudio aparecido en 1967 en Critique en el que, tomando su defensa contra sus contradictores o sus censuradores –se estaba entonces en plena querella del humanismo– él elogiaba la “lucidez” del proceder de Foucault, a propósito de la que llegaba hasta sugerir en conclusión que ella podría jugar con respecto a las ciencias humanas un rol comparable al que había jugado la Crítica de la razón pura para las ciencias de la naturaleza. Por lo demás, uno de los últimos escritos de los que Foucault autorizó su publicación fue la retoma de una presentación general del camino de Canguilhem, que había sido redactado en 1978 207

en el momento en que lo tradujeron en los EE. UU.; ese texto, titulado en su versión definitiva “la Vida: la experiencia y la ciencia”, es sin duda uno de los más importantes y de los más pertinentes comentarios que hayan sido consagrados al pensamiento de aquel que, en la conversación, Foucault llamaba en ese momento –sin ironía, y siendo él avaro en este tipo de efusiones– “nuestro viejo maestro”. Se puede pues decir que Canguilhem y Foucault se han reconocido (en el sentido fuerte del término), e incluso en parte reconocido el uno en el otro a través de intereses y valores que compartían en común; entre ellos se tejió una relación intelectual fuerte que podemos suponer jugó un rol nada despreciable en el desarrollo de sus respectivos pensamientos.

Sin embargo, este reconocimiento estaba lejos de ser evidente, incluso a primera vista no hubiera debido presentarse, tanto por la diferencia en las posiciones de los protagonistas de esta relación en el campo filosófico, como por la distancia que existía entre algunos de los presupuestos intelectuales que comportaban sus respectivas gestiones2. En efecto, Canguilhem pertenecía al linaje de Alain, un filósofo del juicio, del deber-ser y del sujeto que asume –como él lo decía– sus “exigencias”, que lo hacen “normativo”, tanto como lo pueda; mientras que Foucault, al menos al comienzo se caracterizaba por su reserva con respecto a una posición subjetivizadora, tendencialmente humanista, orientada por consideraciones 208 privilegiadas de las figuras de la conciencia, cuya consecuencia era que una cuestión como la del deber-ser, en el sentido de un imperativo asumido de manera reflexiva, no tenía a priori sentido para él, por no decir incluso que no tenía ninguno. Por otra parte, Canguilhem era una figura respetada en la Universidad, que si no era propiamente el guardián del templo se había hecho conocer en tanto que profesor, inspector general, miembro o presidente del jurado de la agregación, por el rigor de sus posiciones, que había podido hacer interpretarlas en el sentido de un cierto conformismo3; mientras que las relaciones de Foucault con las instituciones estuvieron desde el comienzo marcadas por la desconfianza, lo que las hizo difíciles, por no decir que en ocasiones fueron tumultuosas. Para resumir en una sola palabra esta situación, Canguilhem –lector asiduo de Renouvier, de Lachelier & de Hamelin, filósofos neo-kantiano reputados entonces como de retaguardia, en los que uno difícilmente imagina que Foucault se haya podido interesar– estaba de lleno en “el sistema”, incluso si detentaba dentro de él una posición singular; mientras que Foucault (que había tenido dificultades para digerir su fracaso la primera vez que se presentó al concurso de la agregación en filosofía) adoptaba con respecto a ese “sistema” la actitud de un contestatario, que a lo sumo consiente en ocupar ciertos márgenes, lo que marcó su carrera universitaria (si es que esta expresión es apropiada en su caso) y la hizo seguir una trayectoria bastante imprevisible e irregular, pero no por ello menos brillante.
En estas condiciones, ¿cómo Canguilhem y Foucault lograron entenderse, permaneciendo cada uno firme en sus posiciones respectivas, cuando cada uno por su lado la asumía con el más grande rigor? El presente estudio tiene por hilo conductor la hipótesis siguiente: es en torno a la relación entre lo normativo y lo subjetivo donde se anudó la discusión entre Canguilhem y Foucault. A la pregunta “¿qué es ser sujeto bajo normas?” ellos respondieron, el primero, Canguilhem, razonando del sujeto hacia las normas, por tanto planteando que las verdaderas normas son aquellas que los sujetos ponen en funcionamiento dinámicamente en la medida en que “toman partido”4; el otro, Foucault, razonando de las normas al sujeto, por ende planteando que sólo existen sujetos sujetados a normas que tienen sus fuentes en otra parte distinta a una conciencia, instancia de juicio (Foucault). Desarrollando hasta sus últimas consecuencias estas dos opciones de sentido aparentemente inverso, Foucault y Canguilhem no dejaron de acercarse y entenderse, en un espíritu de verdadera connivencia, sin que sin embargo sus respectivas posiciones llegaran exactamente a confundirse.
Para darle un contenido preciso a la alternativa que se acaba de esbozar, veamos cómo intervino en el marco de la discusión suscitada por el concepto de episteme. En “¿Muerte del hombre o agotamiento del cogito?”, Canguilhem señala:
No existe en la actualidad filosofía menos normativa que la de Foucault, más ajena a la distinción de lo normal y de lo patológico5.
Esta anotación toma toda su importancia cuando uno se recuerda que, en la situación opuesta, Canguilhem hace él mismo pasar al primer plano de su trabajo la consideración de lo normativo, y hace de la separación de lo normal y de lo patológico el objetivo principal de su reflexión. Por consiguiente, uno no se sorprende que plantee la siguiente cuestión en la continuación de su artículo, que a primera vista es una objeción hecha a Foucault:
Tratándose de un saber teórico ¿será posible pensarlo en la especificidad de su concepto sin referencia a ninguna norma?6
Pensar un saber teórico en la especificidad de su concepto, reintegrándolo para ello a la dinámica propia del conocimiento científico que es una actividad completa cuyo desenvolvimiento es histórico, no es en efecto aprehenderlo en un plano de generalidad, como orden teórico puro, indiferenciado y neutro, cuyo desarrollo unívoco estaría sometido a una ley objetiva de la cual él saca su carácter de necesidad, sino que es seguir el camino efectivo en el curso del cual se elaboraron poco a poco, de manera imprevisible e irregular, los conceptos que permiten tratar problemas específicos, como por ejemplo el del comportamiento reflejo (tema de la tesis que Canguilhem preparó bajo la dirección de Bachelard7); ahora bien, hacer la historia de un concepto es establecer el inventario de las elecciones que han sido hechas en tal o cual momento por tal o cual científico que, descartando para ello otras, las ha privilegiado, de alguna manera las ensaya; y no se ve cómo esas escogencias hubieran podido ser efectuadas en ausencia de normas, por tanto de principios de evaluación, asumidos con toda responsabilidad por los que de ellos se reclaman, que habrían fijado las orientaciones en respuesta a esperas y a exigencias de orden axiológico, y no únicamente lógico. De hecho, la historia de las ciencias practicada por Canguilhem, que es a la vez una historia de los problemas y una historia de los conceptos que permiten formular esos problemas a la espera de su solución que no estaría de ninguna manera prefigurada desde el comienzo en su enunciado, es, no un desenvolvimiento predeterminado en y por su estructura de partida, sino una sucesión de experimentos y de aventuras teóricas llevadas a cabo por los científicos, auténticos sujetos de saber que, a medida que –se van volviendo bajo sus propios riesgos y peligros, normativos– han decidido dirigirse en tal o cual sentido y sacar todas las consecuencias de dicha elección. Es pues pesando cuidadosamente sus palabras que Canguilhem tituló la conferencia que pronunció en 1964, en conmemoración del cuarto centenario del nacimiento de Galileo: “la Significación de la obra y la Lección del hombre”8. Una cosa es la significación de la obra, es decir el valor de verdad o el grado de cientificidad, que le pueden ser atribuidas a las tesis que ella vehicula; y otra es la lección del hombre, es decir el compromiso de éste con un trabajo de pensamiento jalonado a punta de tomas de partido, como el rechazo del geocentrismo, una orientación bien arriesgada cuya responsabilidad fue asumida personalmente por Galileo. Canguilhem muestra en su conferencia de 1964 que, comprometiéndose por esta vía –una elección que sabemos le costó personalmente muy caro– Galileo “estaba en la verdad” (se lo puede afirmar hoy) sin que esto signifique propiamente hablando que él decía la verdad, pues de hecho, él no disponía de todas las pruebas –que finalmente sólo fueron provistas en el marco de la mecánica newtoniana– que permitieran establecer lo bien fundada de dicha elección, que era (en el sentido fuerte del término) una escogencia, un partido que se tomaba de alguna manera, que resultaba de un juicio efectuado a la espera de su validación, por tanto que estaba por verse:
Estar en la verdad no significa siempre decir verdad. Y es aquí donde la lección del hombre va a aclarar la significación de la obra9.
De la misma manera que tener buena salud no es encontrarse en un estado estable cuya perpetuación estaría a prueba de todo riesgo10, para un científico estar en lo 212

verdadero no es encontrarse en un camino que conduce derechito y con toda seguridad a la verdad, lo que exigiría que ésta preexistiese a su manifestación; sino que es ser normativo, corriendo el riesgo de escogencias teóricas audaces, que producen rupturas, cuya pertinencia no está de entrada, ni automáticamente garantizada; figurarse que podría ser de otra manera es concebir el devenir del conocimiento como el desarrollo de un sistema completamente racional cuyas condiciones estaban fijas desde el momento de la partida, que siguen un recorrido que conduce necesariamente de verdades en verdades, sin confrontarse con posibles errores y desvíos11. En este sentido, a título personal Galileo estaba bien agarrado por su compromiso propio, era el “sujeto” auténtico de las intervenciones cuyos resultados se consignan en su obra. De manera comparable, en la historia de la biología –dominio al que Canguilhem consagró lo esencial de sus investigaciones– Claude Bernard o Darwin, lejos de estar hundidos en el curso de una lógica inexorable de verdad con respecto a la cual ellos no disponían ya de ningún margen de iniciativa (lo que haría de ellos simples jalones de su desenvolvimiento) han sido verdaderos inventores, creadores de conceptos (el medio interior para Claude Bernard, la evolución de las especies para Darwin) cuya pertinencia estaba destinada a ser puesta a prueba, en un ambiente forzosamente polémico de deber-ser. Es por esto que la historia de las ciencias tal y como la practica Canguilhem es, en el sentido fuerte del término, una historia de científicos que se confrontaron, con los medios de que disponían, y por medio de rectificaciones sucesivas, al debate de lo verdadero y de lo falso, sin saber exactamente hacia dónde iban al momento de partir, salvo que buscaran reinsertar ficticiamente sus procesos en el movimiento retrógrado de lo verdadero.
A primera vista, en Foucault las cosas se presentan de forma completamente diferente; se duda inmediatamente, su reflexión va a pasar claramente por problemas que conciernen “la significación de una obra” como los concernientes a “la lección de un hombre”. Cuando intervino en el Instituto de historia de las ciencias, con ocasión de las Jornadas de estudio organizadas en 1969 por el bicentenario del nacimiento de Cuvier por parte de Canguilhem12, en el marco de un debate bastante tenso que siguió a su exposición, él generalizó sus apuestas de la siguiente manera:
Pero cuando se trata de estudiar capas discursivas, o campos epistemológicos que comprenden una pluralidad de conceptos y de teorías (pluralidad simultánea o sucesiva) es evidente que la atribución al individuo se vuelve prácticamente imposible. Así mismo, el análisis de estas transformaciones puede difícilmente ser referido a un individuo preciso […] De suerte que la descripción que trato de hacer debería dejar de lado en el fondo cualquier referencia a una individualidad, o más bien retomar de arriba abajo el problema del autor […] Pues mi problema es señalar la transformación. Dicho de otra manera, el autor no existe.13

Continuando su intervención, Foucault llega incluso hasta reprocharse haber utilizado nombres propios como los de Cuvier, Bopp o Ricardo, en las Palabras y las Cosas, mientras que el proceso de «transformación» que buscaba evidenciar, sobre cuyo fondo había aparecido la idea de “ciencias humanas”, se desenvolvía en un plano en el que no intervienen ni los autores ni las obras. Visto bajo este ángulo, la historia de los conocimientos se presenta como un proceso sin sujeto.
Canguilhem asistía a la discusión que siguió la presentación de esta tesis, discusión en la que, con excepción de una breve anotación consagrada a la temática de la escala de los seres, no intervino14. Sería difícil reconstituir el hilo de los pensamientos que han debido sucederse en su espíritu escuchando afirmaciones como las que acabamos de oír que, sin duda por táctica más que por perturbación, se abstuvo de comentar. Pero las personas que siguieron esos debates, y los lectores contemporáneos de sus reseñas que han sido publicadas y conservadas, no han podido y no pueden más que estar afectadas por el contraste entre las posiciones defendidas, por un lado por Foucault, para quién (retomando sus términos) “el autor no existe”, y por otra parte por Canguilhem, atento a la vez, en el conjunto de sus investigaciones en tanto que historiador de las ciencias, a “la significación de la obra” y a la “lección del hombre”; y este contraste produce tanta más perplejidad cuanto que estaba probado que, en puntos precisos de los que se debatían, Canguilhem se ponía de lado de Foucault contra sus objetores y detractores, lo que no podía sino perturbar, por no decir escandalizar a algunas de las personas que trabajaban con él en el Instituto de historia de las ciencias; no podían comprender eso que ellas llamaban su “indulgencia”15 con respecto a tesis que, en el fondo, contravenían el espíritu de sus propias investigaciones, o al menos así les parecía.
Para desenredar este enigma es oportuno volver sobre el diagnóstico hecho por Canguilhem en su artículo “¿Muerte del hombre o agotamiento del cogito?” con respecto al concepto de episteme, diagnóstico favorable en el conjunto, lo que no impide sin embargo que esté abierto a una discusión con respecto a algunos aspectos de esta noción que presentan dificultades u oscuridades. Lo que, en este concepto le interesa principalmente a Canguilhem es que él introduce en el análisis histórico lo que llama con un término que regresa en muchas ocasiones en su texto, un principio de “eversión”; por ello se ha de entender el volteo de la mirada que permite desprender el devenir de los conocimientos científicos a la vez, en el plano de su interpretación, del régimen de las ideas recibidas, por tanto de la opinión y, en el plano de su desenvolvimiento real, del presupuesto logicista o formalista según el cual la ciencia progresaría en virtud de su propio empuje racional interno, de adquisición en adquisición, sin posibilidad de derivación o de regreso atrás. Pero una vez admitido esto, surge la pregunta:
La episteme, razón de ser de un programa de eversión de la historia, ¿es o no es algo más que un ser de razón?16
Suponiendo que la episteme sólo pueda ser un ser de razón, Canguilhem somete esta noción a un examen crítico que no deja de presentar una cierta analogía con el que, en la “Dialéctica trascendental” de la Crítica de la razón pura, Kant le hace sufrir a las “ideas” de la razón, forzosamente ideales y tendencialmente idealistas, el Yo, el Mundo y Dios. Asignar a estas ideas un contenido objetivo cuyo tratamiento quedaría asegurado por una disciplina especial, la metafísica, bajo la forma de un conocimiento sometido a la prueba de la verdad, es, según Kant, ir más lejos de lo que lo permiten las capacidades impartidas a la razón y, a término, es legislar en el vacío. Así mismo ¿no podemos preguntarnos si la noción de episteme no responde objetivamente a ningún contenido asignable, lo que invalida la tentación de hacer de ella el objeto de una ciencia completa bautizada “epistemología”? Pero planteándose esta interrogación, es preciso no olvidar que las ideas de la razón, una vez que se les ha negado un carácter objetivo, no por ello han perdido, desde el propio punto de vista de Kant, toda suerte de legitimidad, eso sí con la condición de que un estatuto diferente les sea atribuido; si no tienen el poder de legislar, esas ideas no por ello dejan de ejercer esa función que Kant llama reguladora que, sin que se reporten directamente a contenidos reales, les hace jugar en el modo del “como si”, por tanto a título virtual, a título de posibilidades tomadas en cuenta por sí mismas17. En el mismo sentido, cuando él sugiere que la episteme podría no tener otra realidad que la de un ser de razón, Canguilhem, lejos de considerar que esta noción debe ser descartada, incita a reconsiderar su modo de funcionamiento, es decir el uso que se puede hacer de ella en el marco impartido a lo que Foucault llama una “arqueología del saber”.
Lo que cuestiona Canguilhem es pues precisamente la idea según la cual la episteme podría tener un contenido “objetivo”. Luego de haber avanzado la hipótesis de que ella podría ser a lo sumo un ser de razón, él saca la siguiente consecuencia: 

Una ciencia es un objeto para la historia de las ciencias, para la filosofía de las ciencias. Paradójicamente, la episteme no es un objeto para la epistemología.18
Esto quiere decir que, para la epistemología –es decir, retomando la terminología empleada por Foucault, para la arqueología– ¿ella es otra cosa que un objeto? Ahora bien, si se examina atentamente la manera como procede la tarea arqueológica que tiende a evidenciar, bajo el devenir real de las ciencias, de sus conceptos y de sus problemas, invariantes, se constata que estas son aprehendidas según la modalidad, no de lo real, sino de lo posible. En efecto, ¿con qué tiene que ver directamente la episteme? No directamente con saberes constituidos sino con condiciones de posibilidad de esos saberes, en el sentido en que Kant habla de lo “trascendental” que se mantiene por detrás de todo conocimiento real, aquello de lo que es necesario no precipitarse a concluir que podría él mismo dar su objeto a un conocimiento real: lo trascendental no es otro real que se mantendría más acá de lo real y que cumpliría a su respecto el rol de un fundamento metafísico; sino que representa, incluso en la trama de lo real, lo que constituye en él la parte de lo posible, de lo virtual, de lo tendencial. Es la razón por la que el arqueólogo tiene que vérselas no con cosas sino con discursos sobre las cosas; parte de la base de que las condiciones de posibilidad de un saber no están dadas directamente en lo real al que se reporta ese saber, sino que tiene que ver con la forma discursiva según la cual se construye ese saber, o más bien: puede ser (peut être) construido, es decir: a ser (à être) construido a título de una virtualidad que queda por actualizarse, en el contexto de una actividad o de una práctica de conocimiento efectivo que, al no ser asunto del arqueólogo, interesa específicamente, de manera completamente legítima, al historiador de las ciencias.
Si se ven las cosas bajo este ángulo, los procederes del historiador de las ciencias que es Canguilhem y del arqueólogo que es Foucault de ninguna manera son alternativos ni excluyentes el uno del otro, porque se mantienen en planos diferentes: el uno tiene que ver con lo real, y más precisamente con lo real que se está produciendo, bajo la forma de acontecimientos de pensamiento cuya producción está en curso; y el otro se ocupa de posibles que se presentan bajo 218

forma de capas exhibidas, indiferenciadas, indiferentes a la distinción de lo verdadero y de lo falso. Inmediatamente antes de establecer el carácter no normativo de la empresa arqueológica de Foucault, Canguilhem indica:
El concepto de episteme es el de un humus en el cual sólo pueden brotar ciertas formas de organización del discurso, sin que la confrontación con otras formas pueda tener que ver con un juicio de apreciación.19
Aquello sobre lo cual sólo pueden brotar ciertas formas de organización del discurso, ese “humus” o terreno de formación que es la episteme, no es él mismo un discurso ya organizado siguiendo ciertas formas; si esas formas pueden aparecer sobre él no es a título de gérmenes preformados o de representaciones completamente hechas, sino porque él ofrece la posibilidad, a la espera de que ésta se realice, lo que no tiene que ver con su propia determinación. Queda pues por hacer que surjan las formas en cuestión de ese suelo, cultivarlas, siguiendo procesos que tienen que ver no con el arqueólogo, sino con el historiador de las ciencias; este último es conducido así a voltear prioritariamente su mirada hacia las elecciones efectuadas por los científicos luego de evaluaciones que han orientado sus tomas de partido en un cierto sentido más bien que en otro, y cuyas consecuencias están sometidas a la prueba de la verificación, que diferencia lo verdadero y lo falso; dicho de otro modo: para retomar la terminología empleada por Bachelard, condiciona la repartición entre ciencia caduca y ciencia sancionada, lo que no es la competencia del arqueólogo.
El arqueólogo, que trata de trascendentales y no de las figuras reales emergidas de su puesta en funcionamiento, no se interesa en la distinción de lo verdadero y de lo falso porque, a nivel en que se sitúa su trabajo, esta distinción no tiene un valor probatorio. En una intervención hecha por Foucault, en el marco de las Jornadas de estudio sobre Cuvier, luego de la intervención de Dagognet que había precedido inmediatamente la suya, es presentada esta reflexión a primera vista sorprendente, “eversadora” habría podido decir Canguilhem:
Es necesario distinguir, en el espesor de un discurso científico, lo que es del orden de la afirmación científica verdadera o falsa, y lo que sería del orden de la transformación epistemológica. Que algunas transformaciones epistemológicas 219

pasen por, tomen cuerpo en un conjunto de proposiciones científicamente falsas, me parece ser una constatación histórica perfectamente posible y necesaria.20
Dicho de otra manera: que Cuvier haya resultado eventualmente todo falso en el plano de su producción científica propia21 no cuestiona para nada el rol de revelador y de índice que le asigna el arqueólogo en el plano, no de la elaboración de conocimientos reales, llamados a ser sometidos a la prueba de lo verdadero y de lo falso, sino del proceso de “transformación” que da a esta elaboración sus condiciones de posibilidad, nada más.
Para comprender mejor el alcance de este razonamiento, no es aberrante servirse de un paradigma retomado de la geografía. En numerosas ocasiones, en particular en la Entrevista aparecida en 1976 en la revista Heródoto22, Foucault explicó que se sentía más geógrafo, preocupado por problemas de disposición en el espacio, que historiador, interesado en evoluciones temporales. Por su lado, Canguilhem se había interesado desde muy temprano en las investigaciones en “geografía humana” llevadas a cabo por la escuela de Vidal de La Blache y de de Martonne, en oposición a la tradición germánica de geografía física inspirada por Ratzel y sus sucesores; él había integrado aquellos resultados a su reflexión personal que, rechazando la vulgata ontologizadora, hace pasar a primer plano la consideración axiológica. Este debate entre geógrafos puede aclarar la discusión precedente con respecto a la episteme. Desde el punto de vista de los geógrafos de la escuela alemana, las poblaciones están estrechamente dependientes del suelo que ocupan, y al que están de una vez por todas prendadas o adaptadas, y de alguna manera clavadas; en esta perspectiva, la geografía explica la historia que no es sino uno de 220

sus avatares. Al introducir el concepto polémico de “geografía humana”, los investigadores de la escuela francesa inspirados por Vidal de La Blache denunciaban implícitamente el carácter “inhumano” de esa explicación que somete enteramente las actividades humanas a un determinismo físico al que ellas no pueden sustraerse, y les negaba por consiguiente la capacidad de innovar, de crear, transformando su medio de existencia; ahora bien, éste último, si les ofrecía un conjunto de posibilidades, no prejuzga sin embargo de las escogencias prácticas indispensables para que esas posibilidades, al menos algunas de ellas, sean efectivamente realizadas o explotadas, lo que tiene en cuenta su iniciativa. Una cosa es entonces el medio ambiente, espacio neutro ocupado por realidades que, estando simplemente allí a título de datos físicos, no están valorizadas en un sentido o en el otro, en la medida en que ellas no ofrecen perspectivas de escogencias completamente trazadas; otro es el medio ocupado y explotado en la práctica por poblaciones que, en particular gracias a los medios artificiales provistos por la técnica, disponen ese espacio para fines de utilidad, fines que de entrada no estaban inscritos en la naturaleza de las cosas, sino que tenían que ver con su responsabilidad de introducirlos allí22. Este análisis ampliado, más allá de lo humano y de las formas propiamente técnicas que toma su actividad, al viviente considerado en general, recorta la distinción hecha, en etología, por Uexküll entre Umgebung y Umwelt: el primero constituye un entorno natural de hecho, objetivo, como tal indiferente a las prácticas efectivas que allí se desenvuelven bajo la responsabilidad de los sujetos que las ejecutan, mientras que el segundo es un mundo de signos y de significaciones, informado por las necesidades y las tendencias de sus habitantes que se lo han adaptado con miras a llevar allí su vida propia23, y no tanto que ellos se hayan adaptado a él.
Cuando Foucault introduce la noción de arqueología, que hace referencia a un basamento que está más profundo que lo edificado encima de él, apunta su atención al entorno global que da un lugar de acogida a actividades de conocimiento que pueden aparecer dentro de ese marco, sin que su aparición obedezca a un principio de determinación sometido a la ley objetiva de las cosas. Dicho de otro modo: lo que él llama la episteme de una época no es el conjunto de los conocimientos, ya preformados, que podrán ser elaborados en esa época; ella representa únicamente su trascendental, ese “ser de razón” que constituye a fin de cuentas su condición de posibilidad . El arqueólogo se remonta hasta ese marco, humus en el que queda por hacer que se presenten realmente esas formaciones cognitivas que son las ciencias propiamente dichas, con respecto a las cuales, interrogantes como los de “la significación de la obra” o el de “la lección del hombre” merecen ser formulados. Se comprende entonces que, si bien la arqueología ha puesto entre paréntesis la consideración de la normatividad y de la subjetividad, la historia de las ciencias pueda, sobre las bases así exhumadas, reintroducir esta consideración con miras a mostrar cómo, del humus primordial, han efectivamente salido tales o cuales conocimientos reales, a lo largo de procesos que no estaban enteramente prefigurados en sus condiciones de partida, condiciones que es necesario no ir a asimilarlas con ningún tipo de fundamento, ya sea lógico o arqueológico. Desde entonces, el trabajo de Foucault y el de Canguilhem ya no son contradictorios, incluso aparecen como complementarios el uno del otro.
Esta complementariedad se ha hecho posible por el hecho de que la arqueología no saca a luz para nada a un sistema primero de conocimientos, conocimientos de esos de antes del conocimiento, a partir de los cuales los científicos no tendrán luego más que efectuar gradualmente el desarrollo. Si un tal sistema existiese, de entrada estaría estructurado y ordenado siguiendo normas destinadas a ser aplicadas de manera conforme o no conforme. Ahora bien, la episteme tal como la trata el enfoque de Foucault, se presente de manera completamente diferente: neutra axiológicamente, en el sentido en que no está sometida a criterios permanentes de comprobación de su valor propio de verdad, ella solamente ofrece un campo a la investigación de verdades que no están prefiguradas en ese campo. La episteme hace posible la prueba de la verdad, pero ella no está sometida a esa prueba, que por consiguiente presenta un carácter, no absoluto, sino relativo; en efecto, sólo existe verdad en relación con un contexto epistémico dado, contexto con respecto al cual hay o puede haber verdad, sin que haya lugar para interrogar a dicho contexto sobre su valor propio de verdad. 


En “¿muerte del hombre o agotamiento del cogito?”, Canguilhem plantea de paso la cuestión de saber si ese relativismo –pero quizás sería preferible hablar de un relacionismo, que desemboque en una puesta en red de la cuestión de la verdad que permita recontextualizarla– no tendrá que ver con el que da su inspiración al proceder culturalista bajo la forma que le han dado los sociólogos y antropólogos norteamericanos. Esta andadura conduce a la revelación de invariantes, como por ejemplo la “personalidad de base”, revelación que permite medir el grado de integración de los individuos a la totalidad social de la que ella constituye el paradigma identificatorio. Así mismo, si se toma en serio el acercamiento, parecería que el trabajo del conocimiento visto desde el punto de vista del arqueólogo, se desenvolvería sobre el fondo de una “episteme de base” que constituiría, según los términos empleados por Canguilhem, “su sistema universal de referencia en tal época, cuya diferencia es la única relación que mantendría con el que le sigue”24; este universal de referencia, al sólo ser universal para su época, se le supone pues que tiene valor en sí independientemente de una posibilidad de evaluación que lo haga salir de su límites propios. Pero la hipótesis de la que se reclama este enfoque, tan pronto se lo plantea, debe ser descartada. En efecto, hay una diferencia esencial entre la episteme y lo que el culturalismo estadounidense coloca bajo la categoría de personalidad de base. Bajo esta categoría se encuentra un paradigma que, sin haber sido él mismo normado a partir de los criterios de evaluación que exceden su naturaleza propia, norma los comportamiento particulares de los individuos a los que se reporta en un marco cultural dado; neutro axiológicamente
24 «Mort de l’homme ou épuisement du cogito?», p. 266. si se lo considera en sí mismo, también es en el plano de su uso, separador, generador de conformismo, por tanto no neutro, que es a lo que lo destina su naturaleza misma de paradigma; según los términos empleados por Canguilhem, él representa “el concepto a la vez de un dato y de una norma que una totalidad social impone a sus partes para juzgarlas, para definir la normalidad y la desviación”25. Ahora bien, la episteme, que ofrece un campo, es decir un conjunto de disponibilidades indispensables para las operaciones efectivas del conocimiento, no legisla sobre el uso de esas disponibilidades, y por consiguiente no le provee a las operaciones que hace posibles (a las que les ofrece sus condiciones necesarias pero no sus condiciones suficientes) modelos estándares que permitan discriminar sus resultados; la neutralidad axiológica propia de este campo se extiende al conjunto de las operaciones a las que da lugar, es decir que él no le impone nada a éstas normas de verdad preconstituidas, independientes de su puesta en funcionamiento efectivo. Sobre el humus de ese campo brota, no de lo normal apreciado como tal con relación a patrones dados ne varietur, sino de lo normativo, es decir un trabajo prospectivo de invención cuya responsabilidad la tienen personalmente los científicos, lo que los conduce en esta ocasión a “estar en lo verdadero”, o más bien a meterse en ello, por su propia cuenta y riesgo, incluso sin saber y sin poder saber, propiamente hablando, lo verdadero por adelantado. Por acá mismo se reanuda una relación entre episteme y posición de sujeto; si no existe sujeto fundador que se mantendría tras la episteme –y en este sentido es claro que ella no tiene sujeto– hay lugares delante de ella para la acción efectiva de sujetos productores de conceptos y trabajadores de la prueba, acción a la que ella ofrece, no modelos prefabricados sino disponibilidades. El sujeto no ha sido suprimido, sino que cambió de lugar y por lo mismo de naturaleza 26.

Se puede pues afirmar que, incluso durante el período en que había alejado de sus preocupaciones la consideración de un sujeto de las normas, no solamente sujetado a normas, sino creador de normas, y como tal inclinado a lo que llamará más tarde “el cuidado de sí”, Foucault no invalidó de ninguna manera la cuestión del sujeto sino que preparó una manera novísima de abordarlo, que pondrá en funcionamiento durante el período ulterior en que esa cuestión del sujeto regresará, tomada en sí misma, al primer plano de su atención. Para caracterizar ese nuevo abordaje, se puede retomar la fórmula de la que se servía Canguilhem en el título de su artículo, “agotamiento del cogito”, que no significa, como lectores demasiado apresurados se lo han figurado, la desaparición del sujeto, ni siquiera –tomando esta fórmula al pie de la letra– la “muerte del hombre”. Cuando Foucault explica que, en el plano propio de la arqueología, el hombre solo ocupa, a título de objeto de conocimiento, la posición de una formación derivada, destinada, una vez llegue el momento, a borrarse como una figura trazada en la arena a la que la marea viene a recubrir, se dedica al género de especulaciones que Althusser, sirviéndose de referencias y de medios diferentes, ponía bajo la categoría de “humanismo teórico”27; pero, poniendo en su sitio este tipo de especulaciones que, dice él, cumplieron su ciclo, él libera el campo donde podrá aparecer una noción de un tipo completamente diferente, cuya caracterización toma prestada de Nietzsche, bajo la denominación “superhombre”. Ahora bien ¿qué es el superhombre? Es el tipo de sujeto que debe salir del “agotamiento del cogito”, por tanto un sujeto que ha dejado de ser sustancial, res cogitans, y que ya no juega el papel de un fundamento teórico, sino que se ha vuelto sujeto práctico, sujeto de sus actividades, en el primer rango de las cuales está la de hacerse a sí mismo, o hacer de sí su obra propia, a prueba de los valores de los que ha hecho elección, por su propia cuenta y riesgo, no completamente solo sino con los otros, y eventualmente en conflicto con ellos. 

Canguilhem también era un lector de Nietzsche, y su concepción de la normatividad del sujeto converge (por otras vías distintas a las seguidas por Foucault) en la de un sujeto práctico, sometido a la exigencia del deber ser bien simplemente porque él ya no es completamente a la manera de una cosa; sino que él tiene que ser, debe hacerse, por su propia actividad creadora, que en nada está sometida a un determinismo natural, incluso si ese determinismo le ofrece el fondo sobre el cual le queda trazar su camino propio bajo su responsabilidad. En momentos en que preparaba su tesis de medicina, que después constituyó el cuerpo principal de la obra sobre lo Normal y lo Patológico, Canguilhem se había interesado en filósofos neokantianos de la escuela de Heidelberg28; en su espíritu, su manera singular de razonar había recortado las enseñanzas que había sacado de Renouvier y de Hamelin, y que iban en el sentido de lo que se puede llamar un “posibilismo”29, poniendo de presente un punto de vista axiológico, como alternativa a un “determinismo”, que tenía mucho más que ver con un punto de vista ontológico, es decir con una “filosofía de cosas”30. Que el hombre, como por lo demás el conjunto de los seres vivos, evoluciona en un mundo lleno de cosas que pueden indiferentemente31 serle útiles o dañinas, es algo que no se puede negar; pero esto no autoriza a llevarlo al rango de una cosa al lado de las otras, así sólo sea porque él a su manera tiene a bien ser la cosa que él es; esta manera se distingue por su capacidad de cambiar su medio de existencia transformándolo por medio de la técnica y, cuando se requiere, cambiando de medio, una capacidad de la que los seres vivos no disponen, al menos no en el mismo grado. Canguilhem, generalmente avaro en consideraciones de orden general, ha priorizado en particular esta consideración –a la que le daba la forma de una “exigencia” (palabra que regresa a menudo cuando concentra las apuestas de su orientación filosófica personal)– en la conclusión de su conferencia sobre “el Cerebro y el Pensamiento”, donde introduce, de manera bastante inesperada la referencia a Spinoza, un filósofo que, en razón del sustancialismo y del necesitarismo que se le acredita frecuentemente, no estaríamos inclinados a colocar bajo la categoría de “posibilismo”32. Es la razón por la que, cuando se refiere a Spinoza para concluir su exposición sobre “el Cerebro y el Pensamiento”, no es bajo el ángulo teórico que pudiera ser puesto bajo la rúbrica “la significación de la obra” que Canguilhem lo hace; “Spinoza” –y cuando pronuncia el nombre de Spinoza Canguilhem piensa, y piensa muy fuerte, en Cavaillès que se había declarado en muchas ocasiones “spinozista”– es ante todo para él “la lección del hombre”, un hombre que ha sido un héroe del pensamiento no solamente en el plano de sus elecciones teóricas sino en el de la vida práctica, y propiamente de la política, de sus violencias y de sus azares.
Entonces, “Spinoza”, antes que un nombre pudiendo servir de etiqueta a una doctrina que tiene su lugar en la historia de los sistemas de pensamiento, es el representante de una actitud, o para retomar una palabra que le encanta a Canguilhem, una manera de obrar filosófica, una cierta forma de orientarse, de perfilar sus intervenciones, de ser “normativo”, no solamente en el pensamiento sino también en la vida:
En cuanto a la filosofía, su tarea propia no es la de aumentar el rendimiento del pensamiento sino el recordarle el sentido de su poder. Asignarle a la filosofía la tarea específica de defender al Yo como reivindicación intransferible de presencia-vigilancia es reconocerle solamente el papel de la crítica. Por lo demás esta tarea de negación no es de ninguna manera negativa, pues la defensa de una reserva es la preservación de las condiciones de posibilidad de la salida (…) Defender su circunspección impone salir de ella cuando se requiera, como lo hizo Spinoza. Salir de su reserva es hacerlo con su cerebro, con el regulador viviente de las intervenciones que actúan en el mundo y en la sociedad. Salir de su reserva es oponerse a toda intervención extraña sobre el cerebro, intervención que tiende a privar al pensamiento de su poder de reserva en última instancia.33
Bajo una forma concentrada –una extrema concentración es la marca distintiva del “estilo” de Canguilhem– esta declaración vehicula toda suerte de reservas. Cuando Canguilhem le asigna a la filosofía, bajo la responsabilidad de un “Yo” de vigilancia34, una “tarea de negación que no es de ninguna manera negativa”, explota una concepción original de la negación que remite a la vez al Ensayo con miras a introducir en filosofía el concepto de negativo de Kant, a la interpretación no-hegeliana de la dialéctica como “heterología” de Ricket, y a la “filosofía del no” de Bachelard: pensar, como todas las otras actividades vitales, es confrontarse con valores negativos, superar obstáculos, por tanto, en el sentido fuerte del término: “resistir”, esta última palabra remitiendo a una gama de comportamientos que van desde mantener la circunspección en la adversidad, a la de oponerse, incluso por la fuerza si es necesario. Cuando evoca la necesidad en la que el filósofo se encuentra, en este caso, de “salir de su reserva”, Canguilhem piensa evidentemente en el compromiso de Cavaillès en el movimiento de la resistencia contra el régimen de Vichy y la ocupación alemana, un compromiso que le costó la vida; y en su propio compromiso con ese movimiento en el que había seguido su ejemplo, como no ha cesado de recordarlo, un ejemplo cuyo alcance es simultáneamente político y filosófico, no siendo posible el uno sin el otro. Por discreción, por “reserva” –la reserva era un carácter distintivo de la personalidad de Canguilhem– la conclusión de la conferencia sobre “el Cerebro y el Pensamiento” no hace expresa referencia a este compromiso que Canguilhem mismo practicó, como filósofo, arriesgando el pellejo en los montes de Auvergne; pero lo evoca sirviéndose de una parábola tomada de una de las biografías de Spinoza compuestas luego de su muerte. Esa parábola, de la que no se sabe si se refiere o no a hechos reales o legendarios –por lo demás en su época, Spinoza era alguien a propósito de quien se podía efectivamente contar este género de historias, ya fueran verdaderas o falsas– concierne la expedición solitaria que habría llevado a cabo Spinoza por las calles de La Haya, blandiendo una pancarta en la que estaban escritas las palabras: “Ultimi Barbarorum”; el acontecimiento habría ocurrido en 1672, en el momento del asesinato de los hermanos Witt, los Grandes Pensionistas del régimen republicano instaurado algunos años antes, en el que parece –quizás sea otra leyenda– había participado a título de Consejero; y una vez descubierto el asunto, había hecho su apología en su Tractatus Teológico-político publicado anónimamente en 1670, una llamarada que se difundió inmediatamente por toda Europa. Este proceder, a la vez temerario y simbólico, presenta una significación filosófica en la medida en que remite a la existencia de un “Yo” que no se contenta con adoptar, con respecto a la realidad, una posición de sobrevuelo, sino que, incluso en sus redes, ejerce una función de “vigilancia”. Pero en el mismo movimiento aclara el conjunto de la filosofía de Spinoza cuyo alcance es revelado plenamente:
En suma, esta filosofía que refuta y rehúsa los fundamentos de la filosofía cartesiana, el cogito, la libertad en Dios y en el hombre, esta filosofía sin sujeto, muchas veces asimilada a un sistema materialista, esta filosofía vivida por el filósofo que la pensó, imprimió a su autor el empuje necesario para insurgirse contra el hecho cumplido. La filosofía debe dar cuenta de tal poder de empuje.35
Visto bajo este ángulo, Spinoza es por excelencia un filósofo “normativo” que, profesando “el agotamiento del cogito”, abre un campo de intervención a un nuevo “Yo”, definido `por su “poder de empuje”36 que lo conduce a “insurgirse contra el hecho cumplido”.
Este desvío por Spinoza, un pensador en el que parece que Foucault nunca se interesó, conduce a él por un sesgo inesperado. En efecto, ¿qué es Spinoza para Canguilhem? Es el filósofo que detenta y ejerce un “poder de empuje” que lo impulsa a insurgirse, a resistir. Pues resulta que, en sus últimas producciones teóricas, y en las intervenciones que hacía en caliente sobre las cuestiones de actualidad, Foucault le dio una particular importancia a la noción de “resistencia”. Incluso se puede avanzar que fue esta noción la que hizo la transición entre su reflexión sobre la cuestión del poder y la del sujeto, que pasó a primer plano en sus últimos trabajos. La idea que desarrolla Foucault a este respecto es que la resistencia no es un fenómeno aislado, y como tal accidental, porque su necesidad es consubstancial al ejercicio del poder, del que constituye la otra cara; es la razón por la que no hay forma concebible de poder que no comporte en su estructura la tendencia a resistirle; en este sentido, a nivel que juegue, el poder lejos de constituir un sistema cerrado, opaco y sin fallas, deja siempre lugar a la tendencia a enfrentarlo, y en el límite a derrocarlo. Ahora bien, este lugar es precisamente aquel por el que se insinúa el sujeto salido del agotamiento del cogito; un sujeto que no reivindica una identidad sustancial independiente, por tanto absoluta, sino que,  ocupando los intersticios de la realidad, desapretando las “mallas del poder”, se hace por ello mismo normativo, es decir: ya no detentador de una subjetividad de la que dispondría como si se tratase de un hecho cumplido, sino autor responsable de sí mismo, creador de una subjetividad que se ha vuelto su propia obra. De esta orientación en dirección a los problemas de la normatividad y de la subjetividad, que se ha vuelto dominante en los últimos trabajos de Foucault, Canguilhem lo había pronosticado en 1967, lo anunció en la conclusión de su artículo “¿muerte del hombre o agotamiento del cogito?”. Luego de haber subrayado el interés de las nuevas luces aportadas por las Palabras y las Cosas sobre la formación de la idea de “ciencias humanas”, propone en las últimas líneas de su texto la siguiente hipótesis:
 

A menos de que, no tratándose ya aquí de la naturaleza y de las cosas, sino de esa aventura creadora de sus propias normas a la que el concepto empírico-metafísico de hombre, sino la palabra misma, pudiera cesar un día de convenir, no había diferencia que hacer entre el llamado a la vigilancia filosófica y la puesta al día –un día crudo mucho más que cruel– de esas condiciones prácticas de posibilidad. 

Se requería mucha lucidez y vigilancia filosófica para desentrañar de manera premonitoria que, en la reserva de los análisis desarrollados por Foucault en las Palabras y las Cosas donde la problemática del saber parecía ocupar una posición preeminente, se encontraban las preocupaciones propias de una “filosofía práctica”, preocupaciones filadas sobre actividades en las que deben participar “sujetos”, sujetos de vigilancia y no de sobrevuelo. En la continuación de su obra, Foucault dará cada vez más importancia efectivamente a tales consideraciones, lo que Canguilhem había presentido de entrada. 


* Pierre Macherey. Subjetividad y normatividad en Canguilhem y Foucault. Ponencia presentada el 1º de junio de 2016 en el marco de una jornada de estudios sobre «Michel Foucault y la subjetivación» (Universidad Paris-Est Créteil). Traducción para la revista Ciencias Sociales y Educación realizada en Medellín el 6 de junio de 2016.
 Profesor Titular de Historia de la biología de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. Profesor Emérito y Jubilado de la Facultad de Ciencias Humanas y Económicas. Doctor en Historia y filosofía de las ciencias de la Universidad de París I (Sorbona-Panteón). Correo electrónico: lapalau@une.net.co
1 Al final de la parte complementaria, redactada «veinte años después», con la que termina Le normal et le pathologique, Canguilhem señala que «en páginas admirables, conmovedoras, del Naissance de la clinique, Michel Foucault mostró cómo Bichat hizo «girar la mirada médica sobre sí misma, para pedirle a la muerte cuentas de la vida» (Le normal et le pathologique, Paris, PUF/Quadrige, 1988, p. 215). Esta conversión de la mirada que él llama también «eversión», es la que el propio Canguilhem ha tratado de practicar. Los dos libros de Foucault, Histoire de la folie (1961) y Naissance de la clinique (1963) son añadidos como referencia en el Suplemento a la bibliografía de la nueva edición, en 1966, de La connaissance de la vie, lo que subraya la importancia que Canguilhem les concedía.

 < M. Foucault. "La vida: la experiencia y la ciencia". Revista de Metafísica y Moral. 90º año/#1. Enero-marzo/1985. tr. Paláu, publicada in Sociología 18, Medellín: Universidad Autónoma Latinoamericana, Julio/1995 >
2 En el libro que le consagró, F. Dagognet señala que «Los amigos de Georges Canguilhem a veces se interrogan -una pregunta que linda con la reprobación- por la estima, incluso según algunos la indulgencia, que tuvo para con los trabajos de Michel Foucault» (Georges Canguilhem filósofo de la vida, in traducciones historia de la biología nº 25. tr. Paláu, Medellín: Universidad Nacional de Colombia, nov. de 2003, p. 9). Él prosigue explicando que esa sorpresa que quizá él mismo compartió en un grado o en otro, encuentra su justificación en una interpretación unilateral del pensamiento de Canguilhem; el hilo conductor de su libro es que ese pensamiento presenta “vertientes” contrastadas, la una tendencialmente conservadora, que lo alejaba de Foucault, la otra tendencialmente contestataria que lo acercaba a él. Dagognet subraya a continuación: « Hostil a la estandarización y a la uniformización de los cuerpos, la tesis sobre Lo normal y lo patológico anticipa los futuros análisis de Michel Foucault; Georges Canguilhem los había anticipado hasta tal punto que estará inevitablemente atraído por ellos, incluso si posteriormente los integrará a otros desarrollos » (ibid., p. 29) Se puede estar de acuerdo con Dagognet cuando él avanza que la relación entre Canguilhem y Foucault, relación esencialmente compleja, asocia proximidad y alejamiento, en condiciones tales que su tensión no puede ser directamente resuelta. Incluso vayamos más lejos: es esta tensión la que hace fecunda esa relación en la práctica.

3 La mayor parte de las reflexiones y de las intervenciones de Canguilhem a propósito de la enseñanza de la filosofía en los Liceos –enseñanza a la que estaba visceralmente adherido gracias a su recorrido personal– están marcadas por ese conformismo. Canguilhem era sensible a las tentativas de innovación pedagógica pero, en el fondo, él le atribuía a la enseñanza de la filosofía, y al modelo propiamente francés de tal enseñanza –la institución de la «classe de philosophie»– que le confiere a esta una función social eminente, un valor primordial que no estaba dispuesto a cuestionar. Foucault tenía sobre el modelo francés una mirada claramente más distanciada, como lo testifican sus anotaciones al respecto en una entrevista aparecida en 1970 en Le Nouvel Observateur titulada «La trampa de Vincennes», en donde el «juego» del sistema de enseñanza francés es resumido así: «a los alumnos de primaria, la sociedad les da el “leer-y-escribir” (la instrucción); a los del técnico, les ofrece saberes a la vez particulares y útiles; a los de secundaria, que normalmente deben entrar a la facultad, les entrega saberes generales (la literatura, la ciencia), pero al mismo tiempo la forma general de pensamiento que permite juzgar todo saber, toda técnica, y la raíz misma de la instrucción. Les concede el derecho y el deber de “reflexionar”; de ejercer su libertad pero sólo en el orden del pensamiento, de ejercer su juicio, pero sólo en el orden del libre examen» (Dits et Ecrits, t. II, Paris, Gallimard, 1994, p. 69 <ver el texto completo Infra como anexo 1, Paláu>). Se subrayaba así el carácter paradójico del régimen de la Sociedad-Escuela tal como se practica en Francia desde el siglo XIX, bajo formas que asocian integración y separación, incorporación y exclusión. Sin condenarla, Canguilhem por su lado estando abierto al espíritu de utopía, consideraba con una cierta perplejidad la experiencia que se llevaba a cabo en el departamento de filosofía de Vincenne. 209

4 En uno de sus primerísimos escritos, Canguilhem se reclama de una filosofía “de la toma de partido” (» Fascisme et révolution », Libres Propos, marzo de 1933, Oeuvres complètes, Paris, Vrin 2013, p. 453). Encuentra ahí la justificación filosófica de su compromiso en la Resistencia, siguiendo a Cavaillès, compromiso que responde él mismo a la exigencia de ser “normativo”, y no sometido a normas convenidas, cuya fórmula “Trabajo, familia, patria” constituye su expresión caricaturesca. En la teoría como en la práctica, Canguilhem le concede un valor primordial al espíritu de “vigilancia”, en el sentido de lo que Alain había llamado las “Vigilias del espíritu”; paradójicamente es la puesta en funcionamiento riguroso de este espíritu de vigilancia el que, en el momento de la guerra, lo alejó de Alain y del grupo de los alainistas (que terminaron acercándose a Vichy).
5 Art. cit., Revista ECO.

6 Ibid.
7 La idea directriz del estudio que Canguilhem consagró a La formación del concepto de reflejo en los siglos XVII y XVIII (Paris, PUF, 1955) es que, contrariamente a lo que uno se figura generalmente porque se considera a priori que las cosas hubieran debido pasar así, el concepto de reflejo no apareció en el contexto de un estudio del funcionamiento de los organismos apoyado en un presupuesto mecanicista (Descartes), sino por el contrario en un contexto vitalista (Willis). Se encuentra acá una aplicación del principio general según el cual la historia de las ciencias, que es una historia en el pleno sentido del término, no puede ser forzada a existir en el plano de una reducción racional que no le asignara ningún sitio a acontecimientos de pensamiento; ella no es una historia de las teorías y de su encadenamiento, historia en la que no hay lugar para tales acontecimientos, sino una historia de los conceptos cuya formación está sometida a los azares, lo que la hace por una parte imprevisible.

8 El texto de esta conferencia se reproduce en los Estudios de historia y de filosofía de las ciencias, tr. María Luisa Jaramillo, Medellín: Universidad Nacional de Colombia, julio de 1992. pp. 29 ss.
9 Ibid., p. 38.
10 Canguilhem concluye de todo ello que no es “normal”, como uno se lo figura bien a menudo, estar bien de salud. Este tema paradójico lo desarrolló bien al final de la parte complementaria, añadida veinte años después, al estudio sobre lo Normal y lo Patológico, en las consideraciones consagradas a «la enfermedad del hombre normal» (Lo Normal y lo Patológico, Buenos Aires: Siglo XXI, 1975, p. 216).

11 Es lo que lleva a Foucault a afirmar, como conclusión de su texto «La vida: la experiencia y la ciencia»: «Este historiador de racionalidades, él mismo tan "racionalista", es un filósofo del error; quiero decir que es a partir del error que él plantea los problemas filosóficos, digamos más exactamente, el problema de la verdad y de la vida” (Michel Foucault. "La vida: la experiencia y la ciencia". Revista de Metafísica y Moral. 90 º año/nº 1 Enero-Marzo 1985. pp. 3-14. Traducido por Luis Alfonso Paláu-Castaño. Barcelona, sabático de 1988). Dicho de otro modo, con Canguilhem se aprende a razonar, no de la verdad considerada como una adquisición, sino del error a la verdad, aprehendida dinámicamente como un objetivo por alcanzar, sin garantía de éxito. Esta inversión de perspectiva, o «eversión», resulta del paso de una lógica de la ley, que se aplica a lo que es, a una lógica de la norma, orientada en el sentido de lo que debe o puede ser, con el margen de incertidumbre señalado por la locución «quizás» (peut-être, escrita en francés con el guión): lo posible es a la vez, según la definición que de él da Aristóteles, lo que es y no es, entre presencia y ausencia. «Una saca su sentido, su función y su valor por el hecho de la existencia por fuera de ella de lo que no responde a la exigencia que ella sirve. Lo normal no es un concepto estático o pacífico, sino un concepto dinámica y polémico» (Lo normal y lo patológico, 2ª parte, «veinte años después», p. 176). Este pasaje lo comenta Foucault de la siguiente manera: «La norma no se define en absoluto como una ley natural, sino por el papel de exigencia y coerción que es capaz de ejercer con respecto a los ámbitos en que se aplica. La norma, por consiguiente, es portadora de una pretensión de poder. No es simplemente, y ni siquiera, un principio de inteligibilidad; es un elemento a partir del cual puede fundarse y legitimarse cierto ejercicio del poder» (Los anormales, lección del 15 de enero de 1975, México: Fondo de cultura económica, 2000, p. 57). «Una pretensión de poder», «un cierto ejercicio del poder»: «poder», correlativo a la intervención de la norma y no a la de la ley, debe entonces entenderse de manera polémica, en oposición a lo que es, en el sentido de la ontología y de la concepción de racionalidad que de acá se deriva (la que define la verdad como «adaequatio rei et intellectus»). Este poder, el que se adosa a la exigencia y a la coerción llevadas por la norma, no consiste en una dominación impuesta a nombre del hecho establecido, sino en el movimiento con miras a un cambio de estado, por tanto de un «puede ser» o de un «quizás». Así como el de norma, el concepto de poder es «dinámico y polémico». 213

12 En la “Introducción”, firmada por Canguilhem, a la presentación del conjunto de las intervenciones presentadas en el curso de esas jornadas de estudios, se precisa, con respecto a las discusiones llevadas a cabo en aquel grupo de estudio que personalmente él animaba y en el que habían sido preparadas aquellas jornadas: “Se trata de someter a la prueba de un examen crítico la brillante tesis sostenida por M. Foucault en su obra las Palabras y las Cosas” (Revue d’histoire des sciences, t. XXIII n° 1, janvier-mars 1970, Paris, PUF, p. 7). De hecho, en el curso de esas jornadas, la tesis paradójica, iconoclasta, sostenida por Foucault según la cual Darwin está más próximo de Cuvier, a pesar del “fijismo” profesado por este último, que de transformistas como Lamarck, heredero intelectual de Jussieu, y por su intermediario defensor de la teoría de la escala de los seres, teoría que constituía el principal obstáculo para la formación del concepto de evolución de las especies, ha sido discutida por investigadores de los cuales la mayor parte eran cercanos de Canguilhem. Éste por su parte, había ya explicado en “¿Muerte del hombre o agotamiento del cogito?” (aparecido dos años antes) que el punto de vista de Foucault, aunque estaba sujeto a discusión, le parecía perfectamente defendible: “Incluso si se piensa que Foucault no tiene razón en este punto –y personalmente pensamos que él tiene razón– ¿será esta una razón suficiente para acusarlo de haber echado por la borda la Historia?” (op. cit., p. 260). En suma, Canguilhem considera que, en este caso, Foucault está en lo verdadero, incluso si es imposible afirmar con toda certidumbre que lo que dice es verdad, lo que abre un campo de debate. No sin picardía Canguilhem reenvía así a Foucault a su propia normatividad de sujeto de saber. También se podría remarcar que el giro («éversión») operado en este caso preciso por Foucault, que conduce a interpretar la relación de Cuvier con Darwin, no en un sentido despreciativo, sosteniendo que el fijismo de Cuvier constituyó un obstáculo para la formación de la teoría de la evolución, sino en un sentido positivo, no deja de presentar formalmente una analogía con la rehabilitación del vitalismo efectuada por Canguilhem algunos años antes, en el marco de sus investigaciones sobre el reflejo.
13 Dits et écrits, II n° 77, Paris, Gallimard, 1994, p. 60. < Traducido por Luis Alfonso Paláu C. para el seminario permanente de Historia de la biología, Escuela de estudios filosóficos y culturales, Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, Medellín, diciembre 3 de 2002 > Estas afirmaciones, públicamente sostenidas en 1969, recortan y resumen las tesis desarrolladas el mismo año en la conferencia “¿Qué es un autor?” y en la obra la Arqueología del Saber, aparecida igualmente en 1969.

14 Lo esencial de su participación en los debates a los que las jornadas de estudio han dado lugar, estaba luego de la exposición de Francis Courtes, «Georges Cuvier ou l’origine de la négation»; esa exposición extraordinariamente brillante, sin citar a Foucault, iba en el sentido de su propuesta, en la medida en que, en el polo opuesto de la vulgata que fila a Cuvier en el campo de los tradicionalistas conservadores obstinadamente girados hacia el pasado, él le asignaba a éste un rol creativo en la historia de las ideas sobre la vida y sobre el organismo, por el hecho de haber introducido de manera innovadora el principio de la negatividad, en un sentido cuasi hegeliano. Cuando Foucault tomó la palabra, bien al final de las Jornadas que terminaron con su intervención, Canguilhem, del que todo el mundo sabía que en el fondo estaba de acuerdo con él, permaneció en silencio, sin duda para no hacer pesar en el debate su autoridad personal que nadie habría osado discutir.

15 Recordemos que es el término que emplea Dagognet cuando nos cuenta las reticencias del entorno de Canguilhem con respecto a la acogida favorable que él le concedía a las proposiciones turbadoras de Foucault.

16 Op. cit., p. 262.

17 Si la razón no tiene el derecho de afirmar que el Yo, el Mundo y Dios “existen” de conformidad con los datos habituales de la experiencia, nada le impide emplear esas ideas a título puramente indicativo, tratándolas como hipótesis razonables bajo ciertos aspectos. No solamente nada se lo impide sino que ella tiene necesidad de hacerlo pues, en ausencia de esas hipótesis, una síntesis de los conocimientos elaborados por otra parte por el entendimiento en relación con los datos de la sensibilidad, se quedaría indefinidamente diferida. Dicho de otro modo, al ser descartada la tesis según la cual la metafísica es una ciencia exacta, queda abierta la posibilidad de emplearla a título de ficción; yendo más lejos en este sentido, uno podría preguntarse si la función reguladora de las ideas de la razón no está emparentada, en Kant, con el esquematismo de la imaginación <el Borges que declara que la metafísica es una rama de la literatura fantástica, es pues así un kantiano de estricta observancia, Paláu>. Poincaré se inscribe en el surco de esta manera de ver cuando presenta los conceptos científicos como ficciones operatorias, cuya validez es puesta a prueba en su funcionamiento; en tal perspectiva, la epistemología no es nada distinto a una rama de la Poética general. Kant, Poincaré; Valéry, Canguilhem <y Borges> se encuentran así colocados en la misma línea.

18 Op. cit., p. 262.

19 Op. cit., p. 266.

22 «Questions à Michel Foucault sur la géographie», Dits et écrits III n° 169, Paris, Gallimard, 1994, p. 28 ss. M. Foucault. Microfísica del poder. Madrid: la Piqueta, 1979. pp. 111 ss. Ver también «Des questions de Michel Foucault à Hérodote», ibid. n° 178, p. 94- 95. <se traducen aquí como anexo 2, Paláu>

20 Dits et écrits II n° 76, p. 29. Traducido por Luis Alfonso Paláu C. para el seminario permanente de Historia de la Biología, Escuela de estudios filosóficos y culturales, Facultad de Ciencias Humanas y Económicas de la Universidad Nacional de Colombia, Medellín, noviembre 24 de 2002.
21 Esta sospecha le había dado su hilo conductor a la exposición de Dagognet que, nutriéndola, consideraba quizás que eso constituía precisamente una objeción válida contra lo que sostenía Foucault. Pero este último, en su intervención, le dio vuelta (“everti”) completamente a la objeción, haciendo de ella un argumento suplementario en apoyo de su tesis. Canguilhem se debía haber divertido mucho asistiendo a este debate en el que se podía ver una ilustración de la fábula del regador regado. Que Cuvier haya podido eventualmente equivocarse no afecta para nada el rol que se le reconoce por parte de la arqueología.

22 Lucien Febvre, en su obra sobre La terre et l’évolution de l’humanité (Introduction géographique à l’histoire), aparecida en 1922 en las ediciones Albin Michel en la colección L’évolution de l’humanité, <La tierra y la evolución humana. Introducción geográfica a la historia. México: UTEHA, 1955> se sirvió de la expresión «posibilismo», como alternativa a «determinismo», para designar la orientación nueva comunicada por Vidal de Lablache a las investigaciones de los geógrafos.
23 Como la hembra de la garrapata fecundada que, estando colgada en una rama de árbol, sólo es sensible en lo que la rodea a un cierto olor a mantequilla rancia que le señala el paso, al pie del árbol, de un mamífero de sangre caliente sobre el que se deja caer para penetrar su epidermis y poner allí sus huevos, luego de lo cual, su destino de garrapata se ha realizado, y sólo le queda morir; el mundo 221

25 Ibidem.


exterior para ella se reduce a ese olor; considerado en su globalidad sólo es, en la perspectiva que es la suya, un “ser de razón” privado de objetividad, y como tal irrepresentable.
 <brillantísima explicación de algo que pocos han podido entender: que exista un a priori histórico…. Cfr. la Arqueología… Paláu>

26 Es lo que conduce a Foucault, bien al final de su texto “la Vida: la Experiencia, la Ciencia” a preguntarse: “¿No será que toda la teoría del sujeto debe ser reformulada desde que el conocimiento, más bien que abrirse a la verdad del mundo, se enraíza en los "errores" de la vida?” (Dits et Ecrits, t. IV, Paris, Gallimard, 1994, p. 776 <tr. Paláu, Sociología 18, Medellín: Universidad Autónoma Latinoamericana, Julio/1995. pp. 15-16.>). Desde entonces, la partición entre «una filosofía de la experiencia, del sentido, del sujeto» y «una filosofía del saber, de la racionalidad y del concepto» mencionada por Foucault en la introducción de su texto (ibid., 1ª col. p. 8) deja de tener un valor explicativo; una concepción del conocimiento y de su historia como la de Canguilhem, que hace 224

pasar al primer plano la vida de los conceptos, lejos de evacuar definitivamente la referencia al sujeto, conduce a repensar el estatuto de esa referencia, por tanto a asignarle una nueva posición al sujeto.


27 Por «humanismo teórico», hay que entender la especulación ordenada a la representación de una «esencia humana» cuya realidad estaría dada en lo absoluto, a título de una «naturaleza» completa, tratada, para retomar los términos empleados por Spinoza, «tanquam imperium in imperio». Es de esta representación, aún dominante en Feuerbach, que Marx ha debido desprenderse para elaborar su materialismo histórico.

28 Windelband & Rickert, principales representantes de esa escuela, efectúan una relectura original del kantismo, que lo reduce en el fondo a una filosofía del juicio y de los valores, punto de vista en el cual la consideración del «deber-ser» (Sollen) tiene prioridad sobre la del ser (Sein). Por ejemplo, una representación verdadera es la que debe ser pensada, una acción buena es la que debe ser realizada, una cosa bella es la que debe agradar, etc., en el sentido en que “debe ser” no remite a una obligación, o al juego de un automatismo, sino que representa un posible que, una vez valorizado, falta por hacerlo pasar a los hechos; esta puesta en funcionamiento tiene que ver, según estos pensadores, no con la responsabilidad de sujetos personales sino de la cultura histórica de una época y de un lugar dados considerada, no como un sistema obligatorio, sino como un conjunto que está buscando hacerse su lugar, ordenarse, orientarse siguiendo sus tendencias propias. En la tesis de medicina de 1943, Canguilhem cita de paso una fórmula del filósofo austríaco Reininger, extraída de su obra Wertphilosophie und Ethik (1939), que resume esta orientación de pensamiento: «Unser Weltbild ist immer zugleich ein Wertbild» <”Nuestra visión del mundo es siempre al mismo tiempo una imagen de valor”> (Le Normal et le pathologique, Paris, PUF/Quadrige, 1988, p. 117). Canguilhem adoraba este género de fórmulas lapidarias.
29 Recordemos que esta expresión es la que utiliza Lucien Febvre para caracterizar la orientación propia de las investigaciones en «geografía humana».
30 Renouvier se servía de la expresión «filosofía de cosas» para caracterizar la manera de pensar propia de Spinoza.
31 Indiferentemente, en la perspectiva propia de ese mundo de cosas, si es que se le puede imputar a este último <al mundo> una perspectiva; es al sujeto, humano o simplemente viviente al que le corresponde hacer la diferencia entre lo que, viniendo de este mundo, le es útil y lo que le es dañino, corriendo por supuesto el riesgo de equivocarse. 226

32 El lector de la Ética que se detiene en la primera parte de la obra tropieza, en el Apéndice de ella donde la idea de finalidad natural es definitivamente desacreditada desde un punto de vista racional, con la fórmula «omnia sunt praedeterminata», «todas las cosas están predeterminadas» en el sentido en que obedecen al principio de causalidad cuya fuente última se encuentra en Dios, es decir en la naturaleza; si es curioso, puede entonces preguntarse si, una vez formulada tal tesis, el proyecto mismo de una “ética” –es decir de una teoría de la acción– no se encuentra por ello mismo invalidado, lo que por lo menos sería extraño en el comienzo de una obra titulada precisamente Ética, y no Lógica o Metafísica. Su sorpresa comienza a disiparse cuando, avanzando en su lectura descubre que, a comienzos de la cuarta parte de la obra, Spinoza reintroduce (con la noción de lo que es útil en el doble sentido de lo útil propio y de lo útil común) la consideración de la finalidad, es verdad que bajo un novísimo aspecto; se trata en efecto entonces de una finalidad que no está inscrita en la naturaleza de las cosas, sino que tiene que ver con la actividad humana, en tanto que esta, llevada por el impulso del conatus, que empuja a cada ser a perseverar en su ser –empresa cuyo éxito no está garantizado a priori– está sometido a la vez a la ley innovadora y mortífera de la afectividad y del deseo, a los juegos de Eros y de Thanatos estaríamos tentados a decirlo en el lenguaje de Freud. Aparece entonces que vivir –y escribir una “Ética” es precisamente proponer un arte de vivir– no es un estado, una propiedad de cosa, sino una actividad, como tal polarizada, polémica, es decir confrontada permanentemente con la alternativa entre preferir y excluir, de donde resulta la separación de lo normal y de lo patológico. La referencia a “valores”, incluso si ella opera con frecuencia sobre el fondo del conocimiento de primer género, es decir de la imaginación (lo que impide atribuirle un carácter racional) reencuentra entonces un interés filosófico; y de hecho, las dos últimas partes de la obra de Spinoza están consagradas al esfuerzo con miras a volver a trabajar la creencia en valores, salida espontáneamente de los procedimientos de la imaginación que conducen a figurarse que se desean ciertas cosas porque se juzga que son buenas, mientras que a la inversa uno juzga que son buenas porque se las desea, con el fin de elevar la convicción en el valor de los valores a nivel de la razón, lo que equivale a fin de cuentas a reconciliar afectividad y racionalidad, última palabra de la sabiduría. Resumamos: si las consideraciones sobre las sustancias, los atributos y los modos que Spinoza ha escogido como punto de partida de su demostración, parecen obstaculizar o convertirse en una pantalla al desarrollo de una axiología, filosofía de los valores o del juicio, en realidad ellas son jalones preparatorios para la elaboración de ésta, puesto que no se ve cómo una reflexión “ética”, por tanto girada hacia la práctica, podría eximirse de ella. 227
33 «Le cerveau et la pensée» (1980), reproducido como introducción al volumen colectivo Georges Canguilhem philosophe historien des sciences, Paris, Albin Michel, 1993, p. 31. G. Canguilhem. "El cerebro y el pensamiento", publicado en la revista Sociología 17 de la Universidad Autónoma Latinoamericana, Medellín, Junio de 1994, p. 23, 2ª & 3ª col. <colgado en la red por la Revista colombiana de psicología, nº 5-6, 1996. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia>.
 <estilo que con razón, a un poeta de los nuestros, le parecía “pedregoso”, Paláu>
34 «El Yo no está con el mundo en relación de sobrevuelo sino en relación de vigilancia» (ibid., p. 22, 3ª col.). 35 Ibid., p. 23, 2ª col.
36 Esta expresión «poder de empuje» restituye lo más cerca posible la significación de la noción de conatus.

37 Canguilhem, G. “¿Muerte del hombre o agotamiento del cogito?” In: Análisis de Michel Foucault. BsAs: Editorial Tiempo Contemporáneo, 1970.

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