François Dagognet
"Las ideas generales son demasiado nebulosas
como para que se encuentre siempre el medio de verificarlas.
Las ideas generales son razones de inmovilidad.
Por esto pasan por fundamentales."
(Gaston Bachelard. La actividad racionalista de la física contemporánea.
[París: Presses universitaires de France, 1951, p.12] Buenos Aires: Siglo XX, 1975. p. 20).
INTRODUCCION
A causa de nuestra entrada en un nuevo campo de la filosofía —por lo demás nuevo solo en apariencia— vamos a desagradar.
Por dos razones al menos: según la primera se nos reprochará correr
así detrás de muchas liebres, de emprender un examen en un territorio diferente del que hasta entonces habíamos frecuentado, por no decir cultivado; un filósofo debe siempre ahondar en lo que él piensa haber obtenido, meditarlo aun, en lugar de circular, de moverse en todos los sentidos y probablemente de errar. O además, el filósofo debe seguir un camino y no marchar a través de la planicie.
Hemos respondido ya a esta sempiterna observación. Dejaremos de lado lo que podría haber de personal tanto en la objeción como en la réplica; nos limitaremos pues a preguntar si ha existido un solo filósofo (Descartes, Kant, Bergson) que no haya tenido en cuenta la totalidad del "mundo filosófico" que creemos no-segmentable; y en efecto, no se encontrará ninguno. Evitemos por consiguiente confinar a cualquiera en un perímetro restringido. No vemos al filósofo a la manera de un minero que debe barrenar el suelo, sino más bien como un viajero que se preocupa por el conjunto del paisaje. Por lo demás es probable que haya más que ver en la superficie que en "las entrañas de la tierra". Aprendamos a no fijarnos y sepamos visitar todos los lugares del espacio de la reflexión 1.
La segunda razón que se tiene para rechazar nuestra excursión por la moral, nos parece más sólida porque, como insistiremos en este punto sin descanso, no solamente entramos en la moral sino que la consideramos también como una ciencia cardinal, la reina de las ciencias.
De ello resulta, de paso, que no hemos cambiado de registro y que permanecemos en el mismo, lo que debería atenuar el alcance de la objeción precedente.
Esta definición —la moral vista y tratada como una ciencia— ha suscitado siempre los sarcasmos más justificados; pero toda la cuestión está en saber lo que se pone bajo las palabras. Es claro que si se considera infeudar la moral en "lo que es" —una interpretación de estilo sociológico— se la suprime pura y simplemente. Y el sociólogo hace bien en decirnos que esta moral obedece a un "lo que es" que se esboza y que comienza a sustituir a lo antiguo; nosotros le recordaremos que el "deber-ser" le da la espalda muy frecuentemente a lo que es y que este deber-ser trata de salvar el conjunto de "lo que es" de su pobreza y de sus límites. Por lo demás, "lo que es" se encierra en el presente, cuando el "deber-ser" abre más bien el porvenir o al menos aspira a él.
Pero, ¿por qué y cómo la moral debe ser concebida como una ciencia, la ciencia suprema, y en qué es una ciencia? Ante todo, puesto que es necesario preconizar
Otra crítica, menos interesante, viene a duplicar la que acabamos de examinar: ella ataca la poligrafía o la monomanía escritural a la que cederíamos. El filósofo no debe proyectarse excesivamente en la escritura.
¿Acaso este “exceso” no transforma la teoría en insistencia, en propaganda, incluso en consigna? ¿No debe ser rodeada la idea de silencio y de reserva?
En parte esto es verdad, a tal punto la página en blanco y virgen parece imponerse a la que ha sido manchada. A la minimalidad no le falta medios y atractivos, tanto más cuanto que la abundancia no siempre está dominada. Si este fuera el momento, nos gustaría mostrar que “lo más” está en “lo menos”.
Sin embargo, ¡no pasemos de un extremo al otro! Psiquiátricamente hablando nos preocupa más la abstención, la agrafia, que oculta más sicopatología, más complicación y más perturbación, que el desbordamiento gráfico. Tememos más lo “poco” (o lo nada) que lo “demasiado”. ¿Por qué la censura, el laconismo o incluso la sequedad? ¿Por qué la aridez o la superioridad implícita del que “podría” pero se reserva, o del que se cuidad de la facilidad?
soluciones a los problemas más candentes y más embrollados (dada su saturación de afectos) de nuestro tiempo, ¿se guiará el moralista por sus deseos y sus gustos? Se condenaría al seguir tal camino. Esperamos que él justifique la línea que ha considerado como su deber mantener, que realice el balance (objetivo) de los beneficios o de los peligros de sus prescripciones, una contabilidad meticulosa. ¿No es este un trabajo racional y por tanto científico? Por lo demás nadie ha protestado contra un hecho ordinario pero significativo, el que la Academia mantenga una sección llamada "de las ciencias morales y políticas". No está en los hábitos de una tal Compañía el inflar su vocabulario; vayamos más lejos: ha estado bien inspirada reuniendo las dos disciplinas, la una (la moral) y la otra (la política) que no dejan de inter-penetrarse, e incluso fundirse en ciertos momentos.
Es verdad que en general la ciencia experimental parte de los hechos
y se remonta hacia la idea que los aclara y los reagrupa. La moral se contenta con invertir este camino: comienza por defender o proponer una "idea" y trata de evaluarla a partir de sus presuntos efectos. A veces el proyecto ha sido incluso implementado aquí o allá y es posible observar sus consecuencias. Si nunca ha sido realizado, podemos "simular" la respuesta. ¿No es este un trabajo que es necesario calificar de "científico" pues la decisión encomiada no tiene que ver con lo arbitrario sino que se ordenaría más bien en las ciencias llamadas de programación?
Finalmente, esta moral que expondremos no dejará de apoyarse, no en fundamentos, sino en algunas bases que nos será posible legitimar. Por regla general, descartamos "los fundamentos" porque los juzgamos demasiado indeterminados y demasiado alejados de los campos de aplicación. Preferimos algunos sólidos principios de los cuales extraeremos las consecuencias. Aun aquí, ¿no es esto lógica? ¿No ganamos al no separar la teoría moral de la efectividad (la realización)?
Sobre todo, no abandonaremos los tres medios dentro de los cuales evolucionamos y que nos rodean: la familia, la fábrica productiva de riquezas, la nación. ¿Cómo organizarlos para que aseguren su papel? Y nos opondremos de comienzo a fin a todo lo que tenga que ver con el individualismo o con la separación, los factores de alguna manera anti-ontológicos, los que demuelen las comunidades que nos vivifican.
Estos son los problemas que nos esperan: ¿facilitaremos o no el aborto? ¿Es la organización capitalista la que da los mejores resultados (tanto materiales como humanos)? ¿Aceptaremos perder nuestra nación para integrarla a un conjunto más vasto (la Europa en vías de constitución)?
Siempre se nos preguntará sobre qué base nos apoyamos para zanjar (esta pregunta obsesiona al moralista pues ella le permite elevarse de condición en condición, hasta alcanzar un cielo inteligible, liberado de la contingencia o del peso de las urgencias). Beccaria, en el siglo XVIII, se refería "al mayor bienestar posible para el mayor número".
No estamos de acuerdo más que a medias, pues ¿en qué signo reconocer el bienestar, que nos recuerda la felicidad de los Antiguos, dado también él como un fin? Y luego, ¿el bienestar del uno coincide con el del otro? ¿Qué recubre esta palabra? Desconfiamos de estas referencias (el bien, el goce, el deber, la autoestima, etc.).
El sabio en el pasado sabía contentarse con poco; transformó en regla de oro esa carencia. Con él, el placer más sabroso y el más puro (lo deleitoso) se nos ofrece, no en la opulencia, el aflujo que nos carga, ni aun menos en lo complicado, que huele a facticio, sino en lo "casi nada", lo ligero y lo común, como en el ejemplo del vaso de agua que apaga la sed.
No estamos seguros del aspecto inocente y virtuoso de esta práctica renunciadora.
¡Qué los pobres se regocijen, a tal punto están preservados del mayor riesgo! Pero, ¿no es este un alegato, el de los afianzados y de los ricos en vías de embaucar a los desheredados y a los desposeídos?
No seguiremos las morales tradicionales, ni las de los más ilustres filósofos (Aristóteles, Malebranche, Kant, etc.) ni las de sus comentaristas o de sus afiliados (Le Senne, Nabert). ¿Es aceptable que uno de estos últimos busque convencernos de que "el coraje" es la virtud moral por excelencia, mientras que nunca ningún moralista ha sostenido lo contrario y privilegiado la flojera o la cobardía? En estas condiciones, el que se pierde en tal desarrollo entra en las facilidades de lo tautológico o al menos en las del discurso hueco; puede desplegarse sin encontrar obstáculo. Pero la moral no puede alojarse sino en lo concreto, más particularmente en el examen de lo institucional o de los cuadros que nos encierran y en los cuales estamos llamados a vivir. Mostraremos por otra parte, al final de nuestra exposición, que la moral comparte con la ciencia (y con razón puesto que la consideramos de la misma naturaleza que ella) la obligación primera de la realización: Gaston Bachelard no duda en definir la ciencia por su poder y su fuerza de aplicación que la garantiza (El Racionalismo aplicado).
La moral no puede atenerse a "opiniones" o a simples "sentencias" o "a maneras de vivir"; ella encara la verdad (lo justo), consistiendo todo su problema en dilucidarlo y definirlo. Y a esto nos dedicaremos en las páginas que siguen.
Pero el moralista experimenta dificultades para abandonar el círculo de la moral de la conciencia que nosotros discutimos; en efecto, le opondremos una moral francamente materializada. Kant debía fortificar la corriente "interiorista": uno de sus argumentos, sobre el cual volveremos, quiere que, si tengo la firme intención de realizar el acto moral (dar la limosna al miserable que la solicita), aunque no lo pueda (no poseo los medios que me permitan cumplir mi deseo), sin embargo he realizado el acto virtuoso. La sola intención ha salvado la moralidad que ella define. No seguiremos al filósofo: lo más que este hombre ha logrado (con la intención) es la mitad de la acción; le falta pues la otra mitad, la de la realización. Además de que siempre nos podremos interrogar por la cualidad y la autenticidad de una idea que no se aplica, ella no podrá ser suficiente por sí misma. Incluso preferimos el caso inverso: el que da generosamente aunque esté inspirado por un móvil poco noble, sucumbe a la piedad y sobre todo desearía recibir el óbolo si se encontrase en esta situación de carencia. Es a él mismo, en la ficción de su desgracia imaginada, al que consiente dar. Kant lo desaprueba: lo sitúa por fuera de la esfera de la moralidad, evoluciona en la empiria.
El kantismo ha interiorizado pues la moralidad; ella está en nosotros como lo verdadero o lo bello 2. La objetividad, o más bien la materialidad, sale roída de este asunto, 2 por no decir anulada. En el acto moral conviene sin duda considerar "la forma" que lo constituye y el "contenido" que lo hace original. Kant debía suprimir el uno (el contenido) para valorizar mejor la otra (la forma ligada a lo universal, incluso a la lógica, puesto que ella excluye la contradicción). Buscaba desembarazarse de lo particular, de lo contingente, de todo lo que se refiere a la sensibilidad (el pathos). Pero al conservar la una sin el otro solo podía deslizarse hacia una moral volatilizada.
Nos alejamos pues del "formalismo" kantiano y, en este punto, preferimos voltearnos hacia la recomendación de Nietzsche: él quiere confiarle sólo al médico el cuidado de la moral y de sus bases. En efecto, la vida del cuerpo domina esta disciplina.
Por lo demás es una ciencia que en general no se ha tomado suficientemente en cuenta, ni por la cultura ni siquiera por la biología, la higiene, la que asegura la transición entre las otras dos ciencias: la medicina y la moral; ella lucha contra el desorden (o el mal) exterior, el de afuera (la suciedad, la polución, lo "podrido", lo corrompido), cuando la medicina se dedica al mal interno (lo somático, la gangrena, lo tórpido) y mientras que la moral perseguirá e impedirá el mal social (la fractura, el enquistamiento); indiscutiblemente, las tres disciplinas pertenecen claramente al mismo grupo. Así mismo, la higiene mediadora asegura la correspondencia por medio de su sólo vocabulario: ella cruza lo físico y lo social (la contaminación, la suciedad, las manchas, el perjuicio, lo dañino, etc.).
¿Quién dudará que la familia toca a la medicina (la procreación, la filiación) así como el trabajo (por ciertos lados, moviliza las energías instintuales)? Finalmente, ¿no nos ofrece la nación un cuadro lingüístico y medioambiental que nos asegura y nos fija? Es por
esto que nos esforzaremos en evaluar "médicamente" los tres (higiénicamente).
A cada uno de estos tres medios culturales y humanos, le asignaremos un problema más particular: el testamento para la familia; la propiedad o el instrumento de producción con el trabajo y la vida económica; el Estado finalmente como lo que secunda o limita la nación. Estas tres cuestiones anexas vendrán a completar la gama de las tres comunidades
Tomado de: Una nueva moral: familia, trabajo, nación
Le Plessis-Robinson: Institut Synthélabo pour la connaissance, 1998
Traducido por Luis Alfonso Paláu C. Medellín, abril de 2006 – marzo de 2009
2. Uno de mis corresponsales particularmente informado (G. Escat) atrae mi atención sobre las dificultades que se encuentran en el kantismo no solamente en lo que concierne al bien (el deber) o lo bello, sino también con lo verdadero y la constitución de la experiencia.
En efecto, en la Crítica de la razón pura, Kant comienza a restituir a lo real todo lo que le había sido quitado. Lo empírico comienza a contar. Impone de ahora en adelante su consistencia, su solidez y su permanencia. El contenido ya no tiene que ver solamente con la representación, como si el idealismo se corrigiese. Anotaremos que esta suavización se opera o se confiesa en un “apéndice” (de arrepentimiento). “Si el cinabrio [un mineral de mercurio] fuera unas veces rojo, y otras negro, unas veces ligero y otras pesado; si un hombre tomara unas veces esta forma animal, y otras otra... mi imaginación empírica no encontraría la ocasión de llevar al pensamiento el pesado cinabrio con la representación del color rojo. Ninguna síntesis empírica de la imaginación podría tener lugar”. (Apéndice: Deducción de los conceptos puros del entendimiento, “Analítica Trascendental”, primera edición de 1781 de la Crítica de la Razón Pura de Kant. que vamos a examinar como moralistas (la familia, la empresa, la nación).
tr. Pedro Ribas. Madrid: Alfaguara, 1978. p. 132). De esta manera no construimos enteramente nuestra
“percepción”: lo real (el cinabrio) mismo se beneficia de un estatuto tal que participa en la operación y asegura su estabilidad, por no decir su posibilidad.
tr. Pedro Ribas. Madrid: Alfaguara, 1978. p. 132). De esta manera no construimos enteramente nuestra
“percepción”: lo real (el cinabrio) mismo se beneficia de un estatuto tal que participa en la operación y
asegura su estabilidad, por no decir su posibilidad.
"Las ideas generales son demasiado nebulosas
como para que se encuentre siempre el medio de verificarlas.
Las ideas generales son razones de inmovilidad.
Por esto pasan por fundamentales."
(Gaston Bachelard. La actividad racionalista de la física contemporánea.
[París: Presses universitaires de France, 1951, p.12] Buenos Aires: Siglo XX, 1975. p. 20).
INTRODUCCION
A causa de nuestra entrada en un nuevo campo de la filosofía —por lo demás nuevo solo en apariencia— vamos a desagradar.
Por dos razones al menos: según la primera se nos reprochará correr
así detrás de muchas liebres, de emprender un examen en un territorio diferente del que hasta entonces habíamos frecuentado, por no decir cultivado; un filósofo debe siempre ahondar en lo que él piensa haber obtenido, meditarlo aun, en lugar de circular, de moverse en todos los sentidos y probablemente de errar. O además, el filósofo debe seguir un camino y no marchar a través de la planicie.
Hemos respondido ya a esta sempiterna observación. Dejaremos de lado lo que podría haber de personal tanto en la objeción como en la réplica; nos limitaremos pues a preguntar si ha existido un solo filósofo (Descartes, Kant, Bergson) que no haya tenido en cuenta la totalidad del "mundo filosófico" que creemos no-segmentable; y en efecto, no se encontrará ninguno. Evitemos por consiguiente confinar a cualquiera en un perímetro restringido. No vemos al filósofo a la manera de un minero que debe barrenar el suelo, sino más bien como un viajero que se preocupa por el conjunto del paisaje. Por lo demás es probable que haya más que ver en la superficie que en "las entrañas de la tierra". Aprendamos a no fijarnos y sepamos visitar todos los lugares del espacio de la reflexión 1.
La segunda razón que se tiene para rechazar nuestra excursión por la moral, nos parece más sólida porque, como insistiremos en este punto sin descanso, no solamente entramos en la moral sino que la consideramos también como una ciencia cardinal, la reina de las ciencias.
De ello resulta, de paso, que no hemos cambiado de registro y que permanecemos en el mismo, lo que debería atenuar el alcance de la objeción precedente.
Esta definición —la moral vista y tratada como una ciencia— ha suscitado siempre los sarcasmos más justificados; pero toda la cuestión está en saber lo que se pone bajo las palabras. Es claro que si se considera infeudar la moral en "lo que es" —una interpretación de estilo sociológico— se la suprime pura y simplemente. Y el sociólogo hace bien en decirnos que esta moral obedece a un "lo que es" que se esboza y que comienza a sustituir a lo antiguo; nosotros le recordaremos que el "deber-ser" le da la espalda muy frecuentemente a lo que es y que este deber-ser trata de salvar el conjunto de "lo que es" de su pobreza y de sus límites. Por lo demás, "lo que es" se encierra en el presente, cuando el "deber-ser" abre más bien el porvenir o al menos aspira a él.
Pero, ¿por qué y cómo la moral debe ser concebida como una ciencia, la ciencia suprema, y en qué es una ciencia? Ante todo, puesto que es necesario preconizar
Otra crítica, menos interesante, viene a duplicar la que acabamos de examinar: ella ataca la poligrafía o la monomanía escritural a la que cederíamos. El filósofo no debe proyectarse excesivamente en la escritura.
¿Acaso este “exceso” no transforma la teoría en insistencia, en propaganda, incluso en consigna? ¿No debe ser rodeada la idea de silencio y de reserva?
En parte esto es verdad, a tal punto la página en blanco y virgen parece imponerse a la que ha sido manchada. A la minimalidad no le falta medios y atractivos, tanto más cuanto que la abundancia no siempre está dominada. Si este fuera el momento, nos gustaría mostrar que “lo más” está en “lo menos”.
Sin embargo, ¡no pasemos de un extremo al otro! Psiquiátricamente hablando nos preocupa más la abstención, la agrafia, que oculta más sicopatología, más complicación y más perturbación, que el desbordamiento gráfico. Tememos más lo “poco” (o lo nada) que lo “demasiado”. ¿Por qué la censura, el laconismo o incluso la sequedad? ¿Por qué la aridez o la superioridad implícita del que “podría” pero se reserva, o del que se cuidad de la facilidad?
soluciones a los problemas más candentes y más embrollados (dada su saturación de afectos) de nuestro tiempo, ¿se guiará el moralista por sus deseos y sus gustos? Se condenaría al seguir tal camino. Esperamos que él justifique la línea que ha considerado como su deber mantener, que realice el balance (objetivo) de los beneficios o de los peligros de sus prescripciones, una contabilidad meticulosa. ¿No es este un trabajo racional y por tanto científico? Por lo demás nadie ha protestado contra un hecho ordinario pero significativo, el que la Academia mantenga una sección llamada "de las ciencias morales y políticas". No está en los hábitos de una tal Compañía el inflar su vocabulario; vayamos más lejos: ha estado bien inspirada reuniendo las dos disciplinas, la una (la moral) y la otra (la política) que no dejan de inter-penetrarse, e incluso fundirse en ciertos momentos.
Es verdad que en general la ciencia experimental parte de los hechos
y se remonta hacia la idea que los aclara y los reagrupa. La moral se contenta con invertir este camino: comienza por defender o proponer una "idea" y trata de evaluarla a partir de sus presuntos efectos. A veces el proyecto ha sido incluso implementado aquí o allá y es posible observar sus consecuencias. Si nunca ha sido realizado, podemos "simular" la respuesta. ¿No es este un trabajo que es necesario calificar de "científico" pues la decisión encomiada no tiene que ver con lo arbitrario sino que se ordenaría más bien en las ciencias llamadas de programación?
Finalmente, esta moral que expondremos no dejará de apoyarse, no en fundamentos, sino en algunas bases que nos será posible legitimar. Por regla general, descartamos "los fundamentos" porque los juzgamos demasiado indeterminados y demasiado alejados de los campos de aplicación. Preferimos algunos sólidos principios de los cuales extraeremos las consecuencias. Aun aquí, ¿no es esto lógica? ¿No ganamos al no separar la teoría moral de la efectividad (la realización)?
Sobre todo, no abandonaremos los tres medios dentro de los cuales evolucionamos y que nos rodean: la familia, la fábrica productiva de riquezas, la nación. ¿Cómo organizarlos para que aseguren su papel? Y nos opondremos de comienzo a fin a todo lo que tenga que ver con el individualismo o con la separación, los factores de alguna manera anti-ontológicos, los que demuelen las comunidades que nos vivifican.
Estos son los problemas que nos esperan: ¿facilitaremos o no el aborto? ¿Es la organización capitalista la que da los mejores resultados (tanto materiales como humanos)? ¿Aceptaremos perder nuestra nación para integrarla a un conjunto más vasto (la Europa en vías de constitución)?
Siempre se nos preguntará sobre qué base nos apoyamos para zanjar (esta pregunta obsesiona al moralista pues ella le permite elevarse de condición en condición, hasta alcanzar un cielo inteligible, liberado de la contingencia o del peso de las urgencias). Beccaria, en el siglo XVIII, se refería "al mayor bienestar posible para el mayor número".
No estamos de acuerdo más que a medias, pues ¿en qué signo reconocer el bienestar, que nos recuerda la felicidad de los Antiguos, dado también él como un fin? Y luego, ¿el bienestar del uno coincide con el del otro? ¿Qué recubre esta palabra? Desconfiamos de estas referencias (el bien, el goce, el deber, la autoestima, etc.).
El sabio en el pasado sabía contentarse con poco; transformó en regla de oro esa carencia. Con él, el placer más sabroso y el más puro (lo deleitoso) se nos ofrece, no en la opulencia, el aflujo que nos carga, ni aun menos en lo complicado, que huele a facticio, sino en lo "casi nada", lo ligero y lo común, como en el ejemplo del vaso de agua que apaga la sed.
No estamos seguros del aspecto inocente y virtuoso de esta práctica renunciadora.
¡Qué los pobres se regocijen, a tal punto están preservados del mayor riesgo! Pero, ¿no es este un alegato, el de los afianzados y de los ricos en vías de embaucar a los desheredados y a los desposeídos?
No seguiremos las morales tradicionales, ni las de los más ilustres filósofos (Aristóteles, Malebranche, Kant, etc.) ni las de sus comentaristas o de sus afiliados (Le Senne, Nabert). ¿Es aceptable que uno de estos últimos busque convencernos de que "el coraje" es la virtud moral por excelencia, mientras que nunca ningún moralista ha sostenido lo contrario y privilegiado la flojera o la cobardía? En estas condiciones, el que se pierde en tal desarrollo entra en las facilidades de lo tautológico o al menos en las del discurso hueco; puede desplegarse sin encontrar obstáculo. Pero la moral no puede alojarse sino en lo concreto, más particularmente en el examen de lo institucional o de los cuadros que nos encierran y en los cuales estamos llamados a vivir. Mostraremos por otra parte, al final de nuestra exposición, que la moral comparte con la ciencia (y con razón puesto que la consideramos de la misma naturaleza que ella) la obligación primera de la realización: Gaston Bachelard no duda en definir la ciencia por su poder y su fuerza de aplicación que la garantiza (El Racionalismo aplicado).
La moral no puede atenerse a "opiniones" o a simples "sentencias" o "a maneras de vivir"; ella encara la verdad (lo justo), consistiendo todo su problema en dilucidarlo y definirlo. Y a esto nos dedicaremos en las páginas que siguen.
Pero el moralista experimenta dificultades para abandonar el círculo de la moral de la conciencia que nosotros discutimos; en efecto, le opondremos una moral francamente materializada. Kant debía fortificar la corriente "interiorista": uno de sus argumentos, sobre el cual volveremos, quiere que, si tengo la firme intención de realizar el acto moral (dar la limosna al miserable que la solicita), aunque no lo pueda (no poseo los medios que me permitan cumplir mi deseo), sin embargo he realizado el acto virtuoso. La sola intención ha salvado la moralidad que ella define. No seguiremos al filósofo: lo más que este hombre ha logrado (con la intención) es la mitad de la acción; le falta pues la otra mitad, la de la realización. Además de que siempre nos podremos interrogar por la cualidad y la autenticidad de una idea que no se aplica, ella no podrá ser suficiente por sí misma. Incluso preferimos el caso inverso: el que da generosamente aunque esté inspirado por un móvil poco noble, sucumbe a la piedad y sobre todo desearía recibir el óbolo si se encontrase en esta situación de carencia. Es a él mismo, en la ficción de su desgracia imaginada, al que consiente dar. Kant lo desaprueba: lo sitúa por fuera de la esfera de la moralidad, evoluciona en la empiria.
El kantismo ha interiorizado pues la moralidad; ella está en nosotros como lo verdadero o lo bello 2. La objetividad, o más bien la materialidad, sale roída de este asunto, 2 por no decir anulada. En el acto moral conviene sin duda considerar "la forma" que lo constituye y el "contenido" que lo hace original. Kant debía suprimir el uno (el contenido) para valorizar mejor la otra (la forma ligada a lo universal, incluso a la lógica, puesto que ella excluye la contradicción). Buscaba desembarazarse de lo particular, de lo contingente, de todo lo que se refiere a la sensibilidad (el pathos). Pero al conservar la una sin el otro solo podía deslizarse hacia una moral volatilizada.
Nos alejamos pues del "formalismo" kantiano y, en este punto, preferimos voltearnos hacia la recomendación de Nietzsche: él quiere confiarle sólo al médico el cuidado de la moral y de sus bases. En efecto, la vida del cuerpo domina esta disciplina.
Por lo demás es una ciencia que en general no se ha tomado suficientemente en cuenta, ni por la cultura ni siquiera por la biología, la higiene, la que asegura la transición entre las otras dos ciencias: la medicina y la moral; ella lucha contra el desorden (o el mal) exterior, el de afuera (la suciedad, la polución, lo "podrido", lo corrompido), cuando la medicina se dedica al mal interno (lo somático, la gangrena, lo tórpido) y mientras que la moral perseguirá e impedirá el mal social (la fractura, el enquistamiento); indiscutiblemente, las tres disciplinas pertenecen claramente al mismo grupo. Así mismo, la higiene mediadora asegura la correspondencia por medio de su sólo vocabulario: ella cruza lo físico y lo social (la contaminación, la suciedad, las manchas, el perjuicio, lo dañino, etc.).
¿Quién dudará que la familia toca a la medicina (la procreación, la filiación) así como el trabajo (por ciertos lados, moviliza las energías instintuales)? Finalmente, ¿no nos ofrece la nación un cuadro lingüístico y medioambiental que nos asegura y nos fija? Es por
esto que nos esforzaremos en evaluar "médicamente" los tres (higiénicamente).
A cada uno de estos tres medios culturales y humanos, le asignaremos un problema más particular: el testamento para la familia; la propiedad o el instrumento de producción con el trabajo y la vida económica; el Estado finalmente como lo que secunda o limita la nación. Estas tres cuestiones anexas vendrán a completar la gama de las tres comunidades
Tomado de: Una nueva moral: familia, trabajo, nación
Le Plessis-Robinson: Institut Synthélabo pour la connaissance, 1998
Traducido por Luis Alfonso Paláu C. Medellín, abril de 2006 – marzo de 2009
2. Uno de mis corresponsales particularmente informado (G. Escat) atrae mi atención sobre las dificultades que se encuentran en el kantismo no solamente en lo que concierne al bien (el deber) o lo bello, sino también con lo verdadero y la constitución de la experiencia.
En efecto, en la Crítica de la razón pura, Kant comienza a restituir a lo real todo lo que le había sido quitado. Lo empírico comienza a contar. Impone de ahora en adelante su consistencia, su solidez y su permanencia. El contenido ya no tiene que ver solamente con la representación, como si el idealismo se corrigiese. Anotaremos que esta suavización se opera o se confiesa en un “apéndice” (de arrepentimiento). “Si el cinabrio [un mineral de mercurio] fuera unas veces rojo, y otras negro, unas veces ligero y otras pesado; si un hombre tomara unas veces esta forma animal, y otras otra... mi imaginación empírica no encontraría la ocasión de llevar al pensamiento el pesado cinabrio con la representación del color rojo. Ninguna síntesis empírica de la imaginación podría tener lugar”. (Apéndice: Deducción de los conceptos puros del entendimiento, “Analítica Trascendental”, primera edición de 1781 de la Crítica de la Razón Pura de Kant. que vamos a examinar como moralistas (la familia, la empresa, la nación).
tr. Pedro Ribas. Madrid: Alfaguara, 1978. p. 132). De esta manera no construimos enteramente nuestra
“percepción”: lo real (el cinabrio) mismo se beneficia de un estatuto tal que participa en la operación y asegura su estabilidad, por no decir su posibilidad.
tr. Pedro Ribas. Madrid: Alfaguara, 1978. p. 132). De esta manera no construimos enteramente nuestra
“percepción”: lo real (el cinabrio) mismo se beneficia de un estatuto tal que participa en la operación y
asegura su estabilidad, por no decir su posibilidad.
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