François Jullien
Cap III LA DIFERENCIA O LA DISTANCIA; IDENTIDAD O FECUNDIDAD

Cap. IV: No Hay Identidad Cultural


Entrega de Publicaciones

1.  No Existe Identidad Cultural.
2. Cap III La Diferencia O LaDistancia; Identidad O Fecundidad y Cap. IV: No Hay  Identidad Cultural.
3. Cap. V Defendemos los Recursos de una Cultura.
4.  Cap. V Defendemos los Recursos de una Cultura y Cap.VI De las Distancias a lo Común.(Próximo a publicarse)
5. Las Heterotópias. <Fragmento del librito de Daniel Defert (presentador), Foucault: el cuerpo utópico, las heterotopías.  París: Lignes, 2009.  pp. 21-36> (Próximo a publicarse)
6. La Lengua Francesa Debe Hacer Resistencia. Por Michel Serres. (Próximo a publicarse)
7. Los Cinco Sentidos. Michel Serres. cap. IV: “Visita”, tr. María Cecilia Goméz B., México: Taurus, 2002. Paisaje (Local) (Próximo a publicarse)

 Cap III LA DIFERENCIA O LA DISTANCIA; IDENTIDAD O FECUNDIDAD


La cuestión se vuelve a plantear pues así: teniendo presente ahora el universal abierto a lo común, en lugar de dejar que lo tiente el repliegue en el comunitarismo ¿en qué términos vamos a pensar lo que es su contrario, lo singular de las culturas, a la vez de las lenguas y de los pensamientos?  ¿Cómo articular lo uno con lo otro?  ¿Cómo abordar la diversidad cultural cuando estamos dispuestos a no dejarla borrar bajo la estandarización de lo uniforme, y que al mismo tiempo buscamos salvar lo común de su confusión con lo semejante?  Ordinariamente se trata el asunto en términos de “diferencia” y de “identidad”, vieja pareja heredada de la filosofía y de la que se puede verificar pues, desde los griegos, a qué punto es operante en el orden del conocimiento.  Pero ¿convendrá en este debate?  Pero si hay que dar cuenta de la diversidad de las culturas en términos diferenciales y siguiendo rasgos específicos, considerados como característicos, ¿no derivaría de acá una identidad de cada cultura así distinguida?  Mucho me temo, ya lo he dicho, que no vayamos a equivocarnos de conceptos y que, al no utilizar los adecuados no podamos desembocar el debate.  Es tanto como decir que creo que un debate sobre la “identidad” cultural está viciado desde el comienzo.  Por esto propondría un desplazamiento conceptual; en lugar de la diferencia invocada, propondría abordar la diversidad de las culturas en términos de distancia; en lugar de identidad en términos de recursos o de fecundidad.  No se trata acá de un refinamiento semántico, sino de introducir una divergencia –o digamos ya un desvío– que permita reconfigurar el debate, sacarlo de su atascadero y de emprenderlo de forma más segura.
¿Qué diferencia establecer entre la distancia y la diferencia, si quiero comenzar por identificarlas (desde el punto de vista pues del conocimiento)?  Las dos marcan una separación; pero la diferencia lo hace bajo el ángulo de la distinción, y la desvío bajo el de la distancia.  Por esto la diferencia es clasificadora al operarse el análisis por semejanza y diferencia; al mismo tiempo que es identificadora; es procediendo “de diferencia en diferencia”, como lo dice Aristóteles, que se alcanza la última diferencia, que entrega la esencia de la cosa, que enuncia su definición.  Frente a lo cual, el desvío se revela una figura, no de identificación sino de exploración, que hace emerger otro posible.  Por tanto, el desvío no tiene una función clasificatoria, estableciendo tipologías como lo hace la diferencia, sino que consiste precisamente en desbordarla; no produce un arreglo sino un desarreglo.  Se dice comúnmente “desviarse” (“¿hasta dónde va el desvío?”), es decir salirse de la norma y de lo ordinario; tales son ya los desvíos de lengua o de conducta.  También el desvío se opone a lo esperado, a lo previsible, a lo convenido.  Mientras que la diferencia tiene como propósito la descripción y, para ello, procede por determinación (distinción y “análisis” de las esencias, como lo predicaban los griegos), el desvío emprende una prospección: enfrenta –sondea– hasta dónde pueden ser abiertas otras vías.  Su figura es aventurera.
Precisemos más la diferencia en juego (“diferencia” puesto que estoy claramente aquí comenzando en una perspectiva de conocimiento).  Pero ello precisamente para hacer un desvío operativo, es decir que me aleje de lo que el debate sobre la diferencia cultural tiene de impensado, y por esto se hunde en la arena movediza; buscamos que se desprenda una nueva manera de abordar el asunto.  La diferencia en tanto que procede por distinción, separa una especie de las otras y establece por comparación lo que constituye su especificidad.  Supone a la vez un género próximo en el seno del cual se marca la diferencia, y conduce a la determinación de una identidad.  Ahora bien, ¿será esto pertinente para enfocarnos en la diversidad de las culturas?  Pues al hacerlo, una vez que ella distinguió un término del otro, la diferencia lo deja de lado.  Por ejemplo, si como lo hace pedagógicamente (irónicamente) Platón, quiero definir al pescador de caña <el Sofista, Madrid: Medina y Navarro, 1871, pp. 38-39>, comenzaría por distinguir entre actividades de producción y de adquisición y, conservando la de adquisición, dejaría de lado la de producción; luego distinguiría en el seno de la adquisición, entre el intercambio y la captura, y dejaría el intercambio y conservaría la captura; después distinguiría en el seno de lo que es objeto de captura, entre el género animado y el género inanimado, me quedaría con el animado, etc.  Es así como, procediendo de diferencia en diferencia llegaré a la definición (del “pescador con caña”), reservando cada vez uno de los términos de la comparación establecida y rechazando el otro.  En la diferencia, una vez que se hace la distinción, cada uno de los dos términos olvida al otro; cada uno se voltea para su lado.
En el desvío, al contrario, los dos términos separados siguen enfrentados, y es por esto que la distancia es preciosa para pensar.  La distancia aparecida entre ellos mantiene en tensión lo que se encuentra separado.  Pero ¿qué significa mantener “en tensión”?  Sí, en la diferencia, una vez que se establece la relación por la comparación, cada uno de los dos términos se dan mutuamente la espalda, se encierran en su especificidad; por el contrario en el desvío, por la distancia que aparece, cada uno de los dos términos permanece en confrontación con el otro.  Sigue abierto a él, tendido por él, y no deja de tener que comprenderse en ese cara a cara.  Este estar enfrente no se deshace.  Este enfrentamiento sigue operando, en vivo; permanece intensivo.  Digámoslo de otra manera: si en la diferencia cada uno de los términos comparados, habiendo dejado discernir por oposición su esencia, ya no le queda sino replegarse sobre ella misma, apresada en su pureza; por el contrario en el desvío los dos términos separados permanecen en tensión el uno con el otro, ese “con” sigue activo, no cesa cada uno de tener que medirse con el otro, estar como “suspendido” de él; no acaba de descubrirse allí, a la vez de explorarse y de reflexionarse a través del otro.  Cada uno depende del otro para conocerse y no puede replegarse sobre lo que sería su identidad.  El desvío, por la distancia abierta entre el uno y el otro, hace aparecer el “entre”, por consiguiente, y este entre es activo.  En la diferencia, dado que cada uno volteó para su lado, separándose del otro para identificar mejor su identidad, no hay un “entre” que se abra entre ellos y por tanto ya nada puede pasar.  En desquite en el desvío, es gracias al entre abierto por la distancia aparecida que cada uno, en lugar de replegarse sobre sí mismo, de reposarse en sí, sigue atraído por el otro pero en tensión con él; por esto el desvío tiene una vocación ética y política.  En este entre abierto entre los dos se despliega una intensidad que los desborda al uno por el otro y los hace trabajar; se percibe ya lo que las culturas podrán ganar aquí.
Es verdad que no sabemos pensar el “entre”.  Pues el entre no es del “ser”.  Es por esto que su pensamiento se nos ha escapado durante tanto tiempo.  Porque los griegos pensaron el “Ser”, en los términos del ser, es decir en términos de determinación y de propiedad; le tenían por consiguiente horror a lo in-determinado, no pudieron pensar el “entre” que no es ni el uno ni el otro, pero donde cada uno es desbordado por el otro, desposeído de su en-sí y de su “propiedad”.  (Fue por esto que, al no saber pensar el “entre”, metaxu, se pusieron a pensar “el más allá”, meta, de la “meta-física”).  Pues el entre, que no es ni el uno ni el otro, no tiene en-sí, no tiene esencia, no tiene nada propio.  Propiamente hablando el entre no “es”.  Pero tampoco es “neutro”, es decir no es inoperante.  Pues es en el “entre”, ese entre abierto por desvío, y que no se deja reabsorber, que “algo” efectivamente pasa (ocurre) que exclaustra la pertenencia y la propiedad (la que se construye por diferencia), y que se deshace pues la identidad.  Habrá pues necesidad de salir del pensamiento del Ser (de la ontología) para comenzar a pensarlo.  Algo que los pintores han hecho ya antes de los filósofos.  Una vez mas Braque: “lo que está entre la manzana y el plato también se pinta”.
Ahora bien, en cuanto a la diferencia ella tiene su suerte ligada a la identidad, y esto de forma doble, por los dos lados.  Por una parte, en su comienzo, en su origen, supone un género común, de identidad compartida, en el seno del cual ella marca una especificación.  Y por la otra, a su llegada, en su objetivo y su destino, ella conduce a determinar una identidad que fija la esencia y su definición.  En lo que la diferencia es, como lo he dicho, identificadora.  Incluso en lingüística, donde la diferencia es planteada como primera y se encuentra desconectada de la semejanza, la diferencia no deroga a esa función diferencial de identificación; de ella proceden propiedades establecidas como características y, posteriormente, la posibilidad misma del conocimiento.  Ahora bien, el desvío nos permite salir de la perspectiva identitaria; hace aparecer, no una identidad, sino lo que yo llamaría una “fecundidad” o, dicho de otro modo: un recurso.  Al abrirse el desvío, hace que se levante otro posible.  Hace que se descubran otros recursos que no se encaraban, que incluso no se sospechaban.  Saliéndose de lo esperado, de lo convenido (“meterse por un desvío”), desprendiéndose de lo bien conocido, ese alejamiento, perturbador como es, hace surgir “algo” que ante todo escapa al pensamiento.  En esto es fecundo; no da lugar al conocimiento por clasificación, sino que suscita la reflexión por la tensión que opera.  En el entre que él abre –un entre activo, inventivo– la distancia proporciona trabajo porque los dos términos que se desprenden, y que mantiene enfrentados, no dejan de interrogarse en la abertura aparecida.  Cada uno permanece concernido por el otro y no se cierra.  Ahora bien, ¿no será esta la relación de la que las culturas pueden sacar provecho, antes de que ellas se replieguen en “diferencias”?

NO HAY IDENTIDAD CULTURAL
IV
Se percibirá en efecto, a partir de esta distinción de conceptos, la de desvío y de diferencia, porque no puede existir la identidad cultural.  Y ante todo porque adoptar la perspectiva de la diferencia para enfrentar la diversidad de las culturas conduce fatalmente a un callejón sin salida.  Impasse por arriba como por debajo de la diferencia, en tanto que por todas partes se reencuentra la identidad.  Pues, río arriba de lo que se planteará en diferencias culturales, lógicamente estaremos llevados a suponer una identidad primordial –como género común, unitario, originario– a partir del cual se desplegaría esa diversidad de las culturas.  Ahora bien, ¿cuál es este género común (“próximo”) del cual las diversas culturas parecerían ser como otras tantas diferencias específicas?  ¿Lo vamos a llama el “Hombre” o la “naturaleza humana”?  Pero tendríamos bastante dificultad para conferir a estas representaciones un contenido creíble, es decir que no sea una construcción ideológica.  Ahora bien, ¿qué otra cosa podríamos proyectar por encima de las diferencias culturales, de donde estas podrían luego proceder como se despliega un abanico?  Lo llamaremos el “fondo común”, como se lo ha hecho igualmente, así siga siendo siempre una manera completamente ingenua de llamar a esa gran X de la que ya no podemos prescindir desde que nos adentremos en la lógica de la diferencia, a la que hay que ofrecer sacrificio por lo mismo, como a su condición, a esa mitología de lo Uno primero y del monismo.
Pues aparecerá sin dificultad que lo que es propio de lo cultural (cualquiera sea la escala en que se lo considere) es ser plural al mismo tiempo que singular.  O para decirlo al revés, que hay que deshacerse de la representación cómoda, pero indeleblemente mitológica también ella, según la cual habría habido primero una unidad-identidad cultural que llegaría luego –como por maldición (Babel), o al menos por complicación (a causa de su proliferación)– a diversificarse.  Y como prueba la diversidad de las lenguas, que no es para nada un fenómeno posterior.  Yo diría más bien que lo propio de lo cultural es que él se despliega en esta tensión –o este desvío– de lo plural y de lo unitario; que él está agarrado en un doble movimiento contrario de hetero- y de homogenización, llevado a la vez a fundirse y a desmarcarse, a desidentificarse y a reidentificarse, a conformarse y a resistir; en suma, que no hay cultura dominante sin que inmediatamente se forme también cultura disidente (underground, “off”, etc.).  Pues ¿de dónde podría claramente resultar lo “cultural”, si no es precisamente de esta tensión de lo diverso producido por el desvío que lo hace trabajar, y por ende mutar continuamente?
Así mismo, río abajo, tratar la diversidad de las culturas en términos de diferencia conducirá a querer aislar y fijar cada una de ellas en su identidad.  Ahora bien, esto es imposible puesto que lo propio de lo cultural es mutar y transformarse; esta razón es masiva pues tiene que ver con la esencia misma de la cultura.  Una cultura que ya no se transforma es una cultura muerta (como se habla de una lengua muerta; una lengua que ya no evoluciona porque nadie la habla).  La transformación está en el principio de lo cultural y es por esto que no se puede establecer características culturales o hablar de identidad de una cultura.  Pues ¿cómo se caracterizaría la cultura francesa, cómo se fijaría su identidad?  ¿Se lo hará bajo la figura de La Fontaine o más bien de Rimbaud?  ¿Bajo la figura de René Descartes o de André Breton?  La cultura francesa no es ni el uno ni el otro; está por supuesto en la distancia entre los dos; en la tensión de los dos o digamos en el entre que se abre entre ellos.  Es este entre abierto entre ellos –desmesurado, vertiginoso– el que constituye la riqueza de la cultura francesa, o nosotros diremos: su recurso.
Pues, al mismo tiempo, estas dos figuras se aclaran la una a la otra por su distancia, se comprenden tanto mejor la una por la otra, se examinan mutuamente.  Incluyendo, al remontar de la una a la otra, La Fontaine a partir de Rimbaud, Descartes a partir de Breton.  La distancia abierta por Rimbaud hace en efecto remozar a La Fontaine, lo saca de la trivialidad de nuestra lectura rutinaria (esa escolar) que lo había convertido en cliché; hace que lo descubramos en su propia inventividad.  La Fontaine, redescubierto por la distancia con Rimbaud, retoma su singularidad e incluso su extrañeza.  O bien la distancia abierta por el surrealismo, poniendo nuevamente en tensión nuestro racionalismo, hace que examinemos a qué punto también éste era audaz, aventurero; hasta qué punto también el espíritu se arriesgaba en él.  Hasta qué punto es, no ordinario, sino inventivo.  Pues en caso contrario, al privilegiar el uno sobre el otro, se reduce a este otro al estado de excepción, algo de lo que no podríamos dar ninguna justificación.  O más bien nos apercibimos entonces de que es lo que trataremos como excepción lo que, tomando distancia de la norma, distancia de lo esperado y de lo convenido, es lo más interesante, en el seno de una cultura, porque es lo más significativo o creativo.
Ahora bien, hay que asumir los costos al equivocarse así de conceptos.  Hay que medir lo que puede comportar en sí –políticamente– de peligroso eso de abordar la diversidad de las culturas en términos de diferencias y de identidad; ver qué tan costoso puede llegar a ser no solamente para el pensamiento, sino en la Historia.  Un libro como the Clash of Civilisations de Samuel P. Huntington <el Choque de civilizaciones y la reconfiguración del nuevo orden mundial.  Barcelona: Paidós, 1997> es memorable a este respecto.  Ciertamente que hizo una descripción de lo que serían las principales culturas del mundo (la “china”/la “islámica”/la “occidental”) en términos de diferencias y por tanto de identidad; seguro que estableció los rasgos característicos, luego de haberlos tabulado y ordenado en tipologías, algo que, cómodo como era, no dejó de tener su éxito.  Pues claro que esto no tenía por qué molestarle a nadie; no establecía ninguna distancia con respecto a lo convenido; no deshacía ningún cliché –ni ningún prejuicio– a los que estamos acostumbrados a reducir las culturas para no ponernos muchos problemas.  Al no reconocer lo heterogéneo propio de toda cultura (o dicho de otro modo: su “heterotopía”*  interna), pero que precisamente ha de desplegarla desde adentro por distancia, y la intensifica, a la vez se sigue la facilidad propia de la clasificación y uno se tranquiliza.  Pero ¿se establece así un “núcleo duro”, puro, de una cultura?  Y haciendo esto, Huntington no solamente no capta nada interesante de esas culturas, al reducirlas a trivialidades, sino que, aislando las unas de las otras, amurallándolas en lo que sería sus especificidades respectivas, sus diferencias más marcadas, replegándolas sobre su identidad, sólo puede terminar por consiguiente en un “heurt” entre ellas, como él lo tituló: un clash.

Que haya acá un costo, o desgaste, se lo medirá mucho más cerca de nosotros en lo ha constituido el fracaso de Europa.  Cuando quisimos redactar un preámbulo a la Constitución europea, pensamos en definir lo que era Europa, ponernos de acuerdo sobre su identidad.  Ahora bien, dicha definición de una identidad europea era imposible, era una vía sin salida.  ¿Es cristiana Europa, como lo han definido los unos (que invocan “sus raíces cristianas”; “Clodoveo” en Francia)?  O bien ¿no es ella más bien laica (si se piensa en el poderoso parto de las “Luces” y en la promoción del racionalismo)?  Y como no pudimos lograr definir una identidad europea, no redactamos ningún “preámbulo”.  Luego se disolvieron las convicciones, se desligaron las voluntades y se adormecieron las energías.  No se votó la constitución europea; se deshizo Europa.  Europa por ello no se restablece.  Ahora bien, por supuesto que lo que hace a Europa es que ella es a la vez cristiana y laica (y otras cosas).  Ella se desarrolló en la distancia de las dos cosas; en la gran distancia entre la razón y la religión, de la fe y de la Ilustración.  En el entre dos, un “entre” que no es de compromiso, de simple entre-dos, sino que es el mantenimiento de una tensión entre los dos, avivando al uno y al otro.  De donde se desprende que la exigencia de la fe es aguzada por la distancia con la exigencia de la razón, y recíprocamente (incluso se llega a manifestar en un mismo espíritu, el de Pascal); de acá proviene la riqueza o el recurso que constituye a Europa, o mejor aún: de lo que “hace Europa”.  Con respecto a lo cual, toda definición de la cultura europea, todo enfoque identitario de Europa, no solamente es terriblemente reductor y perezoso, sino que también debilita, decepciona y desmoviliza.



* <Para quienes no conocen el texto de Foucault sobre las “heterotopías”, lo coloca acá como anexo… Paláu >
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