Por François Jullien
No Existe Identidad Cultural,
pero defendemos los recursos de una cultura
Paris: L’Herne, 2016
Traducido por Luis Alfonso Paláu C., Medellín, abril – julio de 2017.


                 

                         Nota Preliminar
Pensar el tema de la identidad cultural a partir de las reflexiones de esta filosofía francés, puede dar luces para enriquecernos, y muy oportuno en el contexto de la Fiesta del Libro a realizarse en Medellín. Nuestros agradecimientos al profesor Paláu por ofrecer sus traducciones a Colombia Krítica.

La publicación se hará en las siguientes entregas:

1.  No Existe Identidad Cultural.
2. Cap III La Diferencia O LaDistancia; Identidad O Fecundidad y Cap. IV: No Hay  Identidad Cultural
3. Cap. V Defendemos los Recursos de una Cultura. (Próximo a publicarse)
4.  Cap. V Defendemos los Recursos de una Cultura y Cap.VI De las Distancias a lo Común.(Próximo a publicarse)
5. Las Heterotópias. <Fragmento del librito de Daniel Defert (presentador), Foucault: el cuerpo utópico, las heterotopías.  París: Lignes, 2009.  pp. 21-36> (Próximo a publicarse)
6. La Lengua Francesa Debe Hacer Resistencia. Por Michel Serres. (Próximo a publicarse)
7. Los Cinco Sentidos. Michel Serres. cap. IV: “Visita”, tr. María Cecilia Goméz B., México: Taurus, 2002. Paisaje (Local) (Próximo a publicarse)





No Existe Identidad Cultura

 Pensamos que la próxima campaña electoral en Francia girará en torno a la “identidad cultural”. En torno a preguntas del estilo: ¿no habrá que defender la “identidad cultural” de Francia contra la amenaza de los comunitarismos?  ¿dónde colocar el cursor entre la tolerancia y la asimilación, la aceptación de las diferencias y la reivindicación identitaria?

Este debate atraviesa a toda Europa; de manera más general concierne la relación de las culturas entre ellas bajo el régimen de mundialización. Ahora bien, creo que nos equivocamos acá de conceptos; no puede ser asunto de “diferencias” que aíslan las culturas, sino de distancias que se mantienen a la mirada, por tanto en tensión, y que promueven entre ellas lo común.  Ni tampoco de “identidad”, puesto que lo propio de la cultura es mutar y transformarse, sino de fecundidades o lo que yo llamaría de recursos.

No defenderé pues una identidad cultural francesa, imposible de identificar, sino que hablaré de recursos culturales franceses (europeos); y “defender” significará entonces aquí no tanto protegerlos como explotarlos.  Pues si se entiende que tales recursos nacen en una lengua como en el seno de una tradición, en un cierto medio y en un paisaje, es decir que quedan disponibles para todos y no pertenecen a nadie.  No son exclusivos como lo son los “valores”; no se los predica, no se los “exhorta”.  Se los despliega o no, se los activa o se los abandona, y esta es responsabilidad de cada quien.
Un tal desplazamiento conceptual obligaba desde el comienzo a redefinir estos tres términos rivales: lo universal, lo uniforme, lo común, para sacarlos del equívoco.  Y conducirá finalmente a repensar el “dia-logo” de las culturas; dia de la distancia y el encaminamiento; logos de lo común, de lo inteligible.  Pues es este común de lo inteligible lo que constituye lo humano. Ahora bien, si nos equivocamos de conceptos, nos hundiremos en un falso debate, que por adelantado sabemos sin salida.


LO UNIVERSAL, LO UNIFORME, LO COMÚN

                                     I

Para entrar en este debate, requerimos precisar los términos; en caso contrario nos tragará la tierra.  Comencemos pues por estos tres términos rivales: lo universal, lo uniforme y lo común.  No solamente corremos el riesgo de confundirlos sino que es necesario también limpiar cada uno de ellos del equívoco que lo mancha.  En la cima del triángulo, en efecto, lo universal mismo tiene dos sentidos que habrá que distinguir; en su defecto no se comprende de donde viene su filo ni cuál es su apuesta para la sociedad.  Diremos que hay un sentido débil, de constatación, que se limita a la experiencia; constatamos por tanto que hemos podido observarlo hasta aquí, que así ha sido siempre.  Este sentido es de generalidad.  No pone problema ni choca.  Pero lo universal posee igualmente un sentido fuerte, el de la universalidad estricta o rigurosa; es de este del que hemos hecho en Europa una exigencia del pensamiento; pretendemos de entrada, incluso antes de cualquier confirmación por la experiencia (e incluso a veces dejándola de lado) que tal cosa debe ser así.  No solamente la cosa se encuentra ser hasta el presente así, sino que ella no puede ser de otra manera.  Este “universal” es, ya no solamente de generalidad, sino claramente de necesidad; universal que ya no es de hecho sino de derecho (a priori); no comparativo sino absoluto; no tanto extensivo como de valor imperativo.  Ahora bien, es sobre este universal en el sentido fuerte y vigoroso que los griegos fundaron la posibilidad de la ciencia; fue a partir de él que la Europa clásica, transportándolo de las matemáticas a la física (Newton) concibió “leyes universales de la naturaleza” con el éxito que le conocemos.

Ahora bien, con él se plantea la cuestión que divide a la modernidad: este universal riguroso al que la ciencia le debe su potencia, y tal como él aplica su necesidad lógica a los fenómenos de la naturaleza, o de las matemáticas a la física, ¿será también pertinente en cuanto a la conducta?  ¿será igualmente pretiñen en el dominio ético?  ¿estará nuestra conducta sometida a la necesidad absoluta de imperativos morales, “categóricos” (en el sentido de Kant), a la manera de la necesidad a priori que ha implicado el éxito indiscutible de la física?  O bien ¿será preciso reivindicar, en el dominio aparte de la moral, en el retiro (secreto) de la experiencia interior, el derecho de lo que queda entonces por pensar como opuesto a lo universal: lo individual o lo singular (así como Nietzsche o Kierkegaard lo han hecho)?  La cuestión se plantea tanto más cuanto que, en esta esfera de los sujetos y, más generalmente, de la sociedad, se ve que el término de universal no siempre sale de su equívoco.  Cuando hablamos de “historia universal” (o de “exposición universal”), este universal parece claramente de totalización y de generalidad, pero no de necesidad.  Pero ¿será lo mismo cuando hablamos de la universalidad de los derechos del hombre, y no les acreditaremos entonces así una necesidad de principio?  Pero entonces ¿cuál es su legitimidad?  ¿No se habrá impuesto abusivamente?

La pregunta se plantea tanto más cuanto que actualmente vivimos una experiencia crucial.  Incluso es una de las experiencias decisivas de nuestra época; esta exigencia de universalidad, la que ha comportado la ciencia europea y que la moral clásica ha reivindicado, la descubrimos hoy en el encuentro con otras culturas, que ella es nada menos que universal.  Sino que ella es más bien singular, es decir lo contrario, siendo lo propio de la sola historia cultural de Europa en donde al menos se lo ha llevado a ese punto de necesidad.  Pero ante todo ¿cómo se traduce lo “universal” cuando se sale de Europa?  De allá también que esta exigencia de universal –esa que habíamos confortablemente metido en el credo de nuestras seguridades, al principio de nuestras evidencias– regresa por fin contundente, pierde a nuestros ojos su banalidad; entonces aparece inventiva, audaz e incluso aventurera.  Se ve cómo se le descubre, desde fuera de Europa, una fascinante extrañeza.

Igualmente equívoca es la noción de uniforme.  En efecto se podría creer que ella es el cumplimiento y la realización de lo universal.  Pero de hecho, ella es su reverso; o más bien diría que es su perversión.  Pues lo uniforme tiene que ver, no con la razón como lo universal, sino con la producción; no es sino lo estándar y lo estereotipado.  Procede, no de una necesidad, sino de una comodidad; ¿acaso lo uniforme no se produce más barato?  Mientras que lo universal está “girado hacia lo Uno”, este que constituye su término ideal, lo uniforme no es sino la repetición de lo uno, “formado” a lo idéntico y ya no inventivo.  Ahora bien, esta confusión es tanto más peligrosa hoy cuando vemos por todas partes las mismas cosas reproducidas y difundidas por todos los lugares del mundo a causa de la mundialización.  Porque sólo se las ve a ellas saturando el paisaje, estamos tentados a acreditarles la legitimidad de lo universal, es decir de una necesidad de principio, mientras que esto sólo tiene que ver con un extensión del mercado; y que su justificación es solamente económica.  Es solo porque, gracias a los medios técnicos y mediáticos, la uniformidad de los modos de vida, de los objetos y de las mercancías, tiende de aquí en adelante a recubrir de un extremo al otro el planeta, que se dice de ellos que son universales.  Así se encuentren absolutamente por todas partes, les hace falta un deber ser.

Si lo universal implica la lógica, si lo uniforme pertenece a lo económico, lo propio de lo común es su dimensión política; lo común es lo que se comparte.  Fue a partir de su concepto que los griegos concibieron la Ciudad.  A diferencia de lo uniforme, lo común no es lo semejante; y esta distinción es tanto más importante hoy cuanto que, bajo el régimen de uniformización impuesto por la mundialización, estamos llevados a pensar lo común por reducción a lo parecido, dicho de otra forma: por asimilación.  Ahora bien, requerimos por el contrario promover lo común que no es lo semejante; solo este común es productivo.  Es este el que yo reivindicaría.  Porque sólo este común que no es lo similar es efectivo.  O como lo decía Braque, “lo común es verdadero, lo semejante es falso”.  Y lo ilustraba por medio de dos pintores: “Trouillebert se parece a Corot, pero no tienen nada en común”.  Ahora bien, este es claramente el punto crucial de nuestros días, y ello, cualquiera sea la escala en la que se encare lo común (ya sea la Ciudad, la nación o la humanidad); es solamente si promovemos un común que no sea una reducción a lo uniforme que el común de esta comunidad será activo al dar efectivamente algo para compartir.

Por el otro lado de este triángulo teórico, lo común no se decreta, como si lo hace lo universal.  Porque por una parte está dado: lo común de mi familia o de mi “nación” es lo que me viene por nacimiento.  Y por la otra, se decide y constituye propiamente el objeto de una elección: tal es lo común de un movimiento político, de una asociación o de un partido, aquel de todo compromiso colectivo.  Como tal, este común del compartir se distribuye de forma progresiva: tengo en común con mis parientes, con los que pertenecen a mi región, con los que hablan la misma lengua, pero igualmente con todos los hombres, y por qué no con todo el reino animal y, más ampliamente aún, con todos los vivientes; la preocupación de acá en adelante es por este común más vasto.  En principio, la repartición de lo común es en efecto extensivo.  Pero este “común”, como tal, es igualmente equívoco.  Pues el límite que define lo interno de una partición puede tornarse en su contrario.  Puede invertirse en frontera que excluye a todos los otros de ese común.  Lo inclusivo se revela en el mismo golpe como su inverso, excluyente.  Encerrándose adentro, expulsa al afuera, y tal es lo común que se ha vuelto lo intolerante del comunitarismo.


En los Fundamentos Europeos de lo Universal.  ¿Será Acaso Lo Universal una Noción Obsoleta?

                                              II

El concepto de universal, ese que en su sentido fuerte ha llevado a la cultura europea en su desarrollo, se encuentra actualmente en dificultades.  Y esto bajo dos perspectivas.  No solamente se descubre en contradicción consigo mismo desde que se aprecia –teniendo en cuenta las otras culturas– que él es el producto de una historia singular del pensamiento.  Pero además, la historia singular de la que procede en Europa no posee en sí misma el carácter de necesidad que él implica en su principio.  En efecto, desde que se sale de la perspectiva propiamente filosófica y que se considera la formación de su noción en el seno del desarrollo cultural –más general – de lo que se volverá Europa, uno se da cuenta hasta qué punto este advenimiento de lo universal tiene que ver con una historia composita, por no decir caótica: a partir de diversos planos, y que incluso a veces se oponen, y de los que se tiene dificultad de percibir lo que los articula desde adentro.  Citaré al menos tres: el filosófico (griego) del concepto, el jurídico (romano) de la ciudadanía, y el religioso (cristiano) de la salvación.  ¿Qué relación “necesaria” los liga entre sí, y forma esto incluso una “historia”?  Al menos requeriremos hacer para ello, a grandes rasgos, la arqueología para sondear allí a partir de cuáles estratos se formó un tal universal y decidir si todavía nos sostenemos sobre él.  Pues, si no comenzamos por poner en claro ese pasado, nuestro debate político seguirá estando indefinidamente atormentado; e incluso ¿podrá haber todavía debate posible?

Por lo menos el punto de partida está claro: el primer plano de patentización de lo universal, en tanto que concepto, es aquel mismo del concepto.  Es decir que la promoción de la noción de universal a concepto se confunde con la promoción misma del concepto como herramienta de la filosofía; hemos nacido en Europa en esta herencia.  Pues los griegos quisieron ante todo nombrar la “totalidad” del mundo.  En un gesto perentorio, a tal punto apresurado buscando apoderarse por el espíritu de ese “todo” ¿lo nombraron “agua”, “aire” o lo “ilimitado”?  Y al no ponerse de acuerdo sobre ese todo, ni siquiera sobre el principio de ese todo, convirtieron entonces su pensamiento para pensar, ya no ese todo que se les escapaba, sino sobre el modo del todo, “según el todo” (kath’holou, de donde vendrá “católico”); sobre el modo del concepto, o dicho de otra manera: de lo universal.  La historia de la filosofía le atribuye ordinariamente esta mutación a Sócrates; ya uno no se preguntará cuáles son las cosas bellas, o qué es lo que es bello, sino que es lo bello.  ¿Qué es lo bello en sí, según ese todo unitario, abstracto, de lo diverso, que constituye lo bello en su esencia y que uno ve disperso en tantas cosas bellas, tan variadas, que se presentan a nuestros ojos?  Es decir en tanto que universal o en tanto que concepto de lo Bello.  En la primera página de su Metafísica, Aristóteles nos lleva a abandonar lo individual de la sensación para elevarse a ese universal abstracto que constituye el conocimiento.  Sobre él se fundó la ciencia en Europa.  Pues tal será su exigencia; mientras que la común opinión enfrenta las cosas en modo de lo contingente, es decir de lo que puede ser de otra manera de cómo es, la ciencia encara las cosas bajo el modo de lo necesario, por tanto de lo universal, es decir de lo que no puede ser de otra manera.

Ahora bien, ¿cuál ha sido para nosotros europeos la consecuencia de esto o que destino se dibuja allá?  Si la ciencia en su exigencia se distingue del régimen común de la opinión, no lo hace en razón del carácter verdadero o falso de sus afirmaciones, puesto que también hay opiniones verdaderas, sino más bien a causa del carácter de necesidad que se le atribuye a sus proposiciones desde que acceden a su universalidad.  Sin embargo, elevándose hasta ese universal del concepto ¿qué no ha sido abandonado irremediablemente?  ¿No hay acá un ramal por el que sólo el pensamiento griego se ha arriesgado en la historia humana?  Y conectados a lo universal ¿qué hemos abandonado pues?  ¿Será solamente una aparente diversidad (o bien digamos la diversidad de la apariencia)?  ¿O no será más bien lo individual (o lo singular), aquello de lo que se tiene experiencia?  Pues es claramente este hombre en particular al que se le ofrecen cuidados, a tal o a cual, “a cada quien” como él es (remarcaba ya Aristóteles) y no al hombre en general.  Por esto la perplejidad en la que ha caído de rebote la filosofía con respecto a si misma, con relación a su empresa de abstracción “hacia” lo universal, o de conceptualización; ¿no habrá abandonado así la realidad efectiva, esa que sólo existiría en singular?  Ahora bien, ¿habremos en la actualidad salido aunque sea un poco de esta inquietud?  O, según el adagio que viene de Aristóteles, si la ciencia es ciencia de los universales, de universalibus, con lo que ese “de los” (“a propósito de”) deja como distancia para su suspensión sobre… la “existencia” que está hecha de individuos, existentia est singularium; ella sólo se aprehende en esa unicidad de lo singular. 
Y de esto resulta un divorcio, y quizás un trauma para la cultura europea que heredó este mandato de tener que pensar según lo universal.  De donde procede por compensación incluso la vocación de la literatura; frente a la ciencia y a la filosofía como búsqueda que responde a esta exigencia, la literatura recupera lo individual que ha dejado de lado lo universal, al evocar una emoción, al contar “una vida”; y al mismo tiempo que ella recupera lo ambiguo, esto que es inherente a la vida misma y que ha dejado pasar lo absoluto parido por esta abstracción.

Ahora bien, lo universal promovido por Roma se desarrolla en otro plano y es pues de otra naturaleza.  Su herencia es otra; está ligado a la necesidad implicada por la ley tal y como se impone de aquí en adelante a un vasto imperio.  Como a pesar de sus inmensas conquistas Roma no se constituyó en nación o en Estado, sino que se pensó todo el tiempo en el marco de la Ciudad, no pudo ampliar progresivamente su marco particular de ciudadanía hasta los límites de su mundo.  O dicho de otro modo, la importancia histórica de Roma, es el haber extendido así la repartición de su propia ciudadanía hasta hacerla común a todo el Imperio (lo que se acabó con el edicto de Caracalla en 212), que reunía bajo un mismo lazo legal la Ciudad y el mundo, el urbs y el orbis.  Pues la ciudad mundial de los estoicos seguía siendo un concepto esencialmente moral, sostenido por la sola figura del Sabio y la fusión con el cosmos, y que no tenía para nada incidencia política.  En Roma por el contrario, la “ciudadanía universal”, civitas universa, comienza a volverse efectiva; por medio del derecho, lo universal sale de la filosofía y de su envoltura lógica para definir una unidad de estatus y de condición.  Al mismo tiempo que se es ciudadano de su propia ciudad, se es ciudadano de Roma; se posee una “chica” pero también una “gran” patria (una patria “de naturaleza”, local, geográfica, y otra de ciudadanía); lo que es “romano” ya no es un dato sino lo que construye el lazo jurídico.  “Roma” ya no se contenta con ser tal ciudad individual, sino que se erige así por esta dimensión universal, en una “segunda madre del mundo”, parens mundi altera.

En los límites de su limes, Roma es un primer ejemplo –ante todo logrado– de “mundialización”.  Ahora bien ¿aquí qué aporta –o qué fractura– el cristianismo?  Contra el reino de la legalidad, que esta sea cívica o religiosa, que sea romana o judaica, lo que se volverá el cristianismo instaura un nuevo universal; ya no de la ley sino de la fe.  Ya no en lleno como en el marco de la ciudadanía romana, sino en hueco; por lo evidentemente interior de todo lo que es lo universal de la gracia y del amor de Dios.  Sólo estos pueden llenar lo que se promueve así en tanto que interioridad del sujeto, colmarlo e incluso “desbordar”.  Pues el cristianismo no presenta solamente esta notoria particularidad de haber sido difundido en una lengua (el arameo) distinta de aquella en la que Cristo lo predicó; el Evangelio está escrito en griego, que Cristo no hablaba y que además, no era una lengua como cualquiera otra, sino la de lo universal filosófico.  Y esto remarcará mucho más el paralelo de la “sabiduría” (de los griegos) y de la “locura” de la Cruz (sophia / môria), así como la inversión de aquella en esta.  Pero la importancia de Pablo, en tanto que promotor de universal, estriba igualmente en haber depurado el mensaje del cristianismo tanto de lo anecdótico de la vida de Cristo como de su dependencia con respecto al medio judío, conduciendo así al retiro y a la neutralización de todos los cortes, ya sean de raza (de cultura), de sexo o de condición; “no hay ni judío ni griego, ni esclavo ni hombre libre, ni hombre ni mujer”, sino que todos están comprendidos en el mismo estatuto de hijos de Dios, siendo todos uno en Jesucristo.  Así es como la fe en Cristo, al cambiar radicalmente la condición del hombre, arranca por ello mismo a los hombres de todas sus diferencias y los establece en una igualdad de principio, siendo llamados todos a la misma conversión interior en el seno de su itinerario de sujeto singular; se podrá entonces comenzar a pensar un universal de los sujetos.

Se instaura así un universal en el sentido fuerte, rival del de la filosofía, que será no ya el del concepto sino el de la creencia, en tanto que este se impondrá de acá en adelante sobre todo, que triunfa sobre todo, y ya Dios será el Dios de los unos como de los otros.  Ahora bien, no solamente este universal va a ser sostenido por la divinidad y su designio providencial; es también el del Acontecimiento anunciado: la resurrección de Cristo (la victoria sobre la muerte) es el acontecimiento puro, absoluto, liberado de todo lo anecdótico, pero no por ello simbólico, y que absorbe en él todos los otros.  El mensaje cristiano, tal como el plan divino y la economía de salvación, está llamado a valer para todo hombre y por toda la eternidad.  Faltaba entonces por articular la trascendencia de este universal –que es también lo eterno de la Verdad– con lo individual de la Historia y su inscripción temporal.  Lo que se hace ya por medio de la encarnación de Cristo; si se lo piensa a la vez totalmente hombre y totalmente Dios, Cristo une (reconcilia) en él estos dos opuestos de lo universal y de lo singular.  Ahora bien, esta encarnación de lo universal en lo singular será transpuesto luego a la Iglesia; luego laicizado en el gran Hombre (Hegel: Napoleón es “el espíritu universal a caballo”, después Prusia…), y depositado en una clases, el proletariado, portador de la emancipación de la humanidad (Marx).  Más tarde en una cultura: la civilización “occidental”, esta que se afirma portadora de los “valores universales”.

Esta pretensión de lo universal, de parte de Occidente, evidentemente que ya no se sostiene.  Digo acá “Occidente” y ya no “Europa”; no solamente Occidente desborda geográficamente Europa, sino que se trata también de una noción que es ideológica y ya no, como sí lo es Europa, histórica; “Occidente” se pensaba en términos de potencia, de polo de valores y de hegemonía.  Ahora bien, al perder tal hegemonía, Occidente perdía por lo mismo el crédito concedido al universalismo que pretende encarnar y que sólo imponía con su potencia.  En el encuentro de las otras culturas, no solamente estamos llevados a preguntarnos si una tal aspiración a lo universal no será ella misma universal.  Pero también, al ver hasta qué punto esta exigencia de universalidad compromete planos diversos (al menos esos tres: la abstracción del concepto, la ciudadanía, la salvación), no será que aparece como compensación, no será que se la reivindica precisamente para neutralizar esta fracturación.  Acaso no será para mantener juntas todas esas cosas tan heterogéneas e incluso contradictorias –la ciencia / la ley / la fe– que se requirió izar lo universal como principio; y hacer de su legitimidad lógica una exigencia universal bajo todos los respectos.  Una cultura más integrada, más homogénea que la europea ¿habría tenido necesidad de esa espiga de la universalidad?  Se requerirá claramente plantearse la pregunta retrospectivamente, embarcarse en una tal introspección, si se quiere seriamente concebir un futuro para Europa, y ante todo lo que hace a “Europa”.  ¿Pero resultará de esto por tanto que la exigencia de universal, tal como se promovió en Europa, sea obsoleta?  Que si ella se comprometió en la Historia en tanto que valor “occidental”, imponiéndosele a las otras culturas en una relación de fuerzas, ¿ya ella no sea de acá en adelante promotora y no pueda ya ser invocada?  O ¿habrá que expurgar en ese legado histórico de lo universal y redefinir lo que de aquí en adelante puede ser válido?

En todo caso una cosa es cierta: se invalidó una forma de universal; la de la totalización o de la completitud.  Cuando uno cree haber alcanzado lo universal, es porque no sabe lo que le falta a esa universalidad.  Cuando los hermanos Van Eyck, en el retablo de Gante <1426-1432> pintan las masas del mundo entero que convergen hacia el altar <en el políptico> del Cordero místico –mientras que truena por encima un Dios que parece a la vez Padre e Hijo, y que se apercibe en la parte de atrás de las murallas que se pueden creer tanto de Jerusalén como de Gante– pues si que han pintado un universal caduco.

No solamente en virtud del mensaje apocalíptico expresado, sino porque ese universal panorámico no tiene idea de lo que le falta a su totalidad.  Porque se considera adquirido, definitivamente advenido, y no se preocupa ya de los que podría faltar; porque se reposa en su positividad y ya no ofrece nada a progresar.  No es ya promotor, está satisfecho.  Fue así como se pudo hablar más de un siglo de sufragio “universal” sin darse cuenta que las mujeres estaban descartadas de él. O digamos de otro modo: lo universal hay que pensarlo contra el universalismo, dado que este se imponía soberano y creía poseer la universalidad.  El universal por el que hay que militar es, a la inversa, un universal rebelde, que nunca está pleno; o digamos un universal negativo que deshaga la comodidad de toda positividad detenida; que no sea totalizador (saturado) sino por el contrario que reabra faltantes a toda totalidad acabada.  Universal regulador (en el sentido e la idea kantiana) que, por no estar nunca satisfecho, no cesa de empujar el horizonte y da indefinidamente qué buscar.  Ahora bien, este universal es precioso en un plano, no solamente teórico sino también político; es a él especialmente al que habrá que reivindicar para el despliegue de lo común.  Pues es al cuidado de este universal, que promueve lo que hay de ideal en ideal nunca alcanzado, que invoca lo común a no limitarse tan pronto.  Es a él al que hay que invocar para que el reparto de lo común permanezca abierto; que no se invierta en frontera, que no se dé vuelta en su contrario: la exclusión de donde viene el comunitarismo.

Sin embargo hay una cuestión previa que se plantea, que vuelve a interrogar lo universal allí mismo donde se lo creía más seguro: en su plano lógico.  La filosofía clásica no dudó en zanjar esta cuestión por la afirmativa, pero el reencuentro de las otras culturas nos conduce actualmente a volverla a colocar: ¿existen nociones que sean de entrada universales?  Dicho de otra forma: ¿existen conceptos-madre de todo entendimiento humano, bajo los cuales se dejarían por principio organizar por consiguiente todo lo diverso de las culturas y del pensamiento?  Se lo cree (yo lo he creído) mientras que uno permanezca dentro de la lengua europea (el “demostrar”, como una tabla de las leyes no solamente de la lengua, sino ante todo del espíritu, la tabla kantiana de las “categorías”).  Ahora bien, se frecuentamos una cultura exterior a la lengua y a la tradición europea como la china, ya no estoy tan seguro.  El concepto de “sustancia”, por ejemplo, se menciona como universal, pero ¿es él necesario –e incluso ¿será posible? – en una lengua como la china en la que no se dice el “ser” (to be or not to be) sino solamente la predicación?  Que no está preocupada para nada de captar el “ser” inherente de las cosas (pensemos que “cosa” se dice “este-oeste”, dong-xi, no en tanto que esencia sino de puesta en relación).  Se dirá que estas son simples formas de hablar; pero estas formas de hablar son también (ante todo) manera de pensar.  O bien ¿será que la distinción entre unidad y pluralidad es también original, y por tanto universal, en una lengua que como el chino, no tiene morfología, por tanto que no necesariamente (gramaticalmente) tiene que escoger entre el plural y el singular?  Y por qué no la distinción entre “existencia” y “no-existencia” que es ella misma universal y dotada de necesidad lógica si aprendemos a pensar, como nos conduce a ello el pensamiento chino, el estadio eminentemente “sutil” de la transición (que para nada lo ha pensado Europa)?  ¿Si aprendiésemos a representar el entre “hay – no hay” pintando el atardecer o la bruma, como lo hace el letrado chino?

Esto significa pues que lo universal no se encuentra de entrada; en todo caso no estamos seguros de ello; que él no está dado; no es esa blanda almohada en la que podemos reposar tranquilamente nuestra cabeza.  Nada nos indica que la diversidad de las lenguas y de las culturas puede venir a filarse bajo las categorías “universales” que el saber europeo ha elaborado en el curso de su historia.  En desquite, si lo proyectamos como horizonte que nunca se ha alcanzado, como ideal nunca satisfecho, el universal nos permite la investigación.  Que sea planteado como una exigencia llevará a las culturas a no replegarse sobre sus “diferencias”, a no complacerse con lo que sería su “esencia”, sino a permanecer girados –tendidos– hacia las otras culturas, las otras lenguas y los otros pensamientos; y a no parar tampoco, por consiguiente, en el trabajo continuo en función de esta exigencia, por tanto también de mutar; dicho de otra manera: de permanecer vivos (como se lo dice de las lenguas que no están “muertas”).  Este universal que nunca está satisfecho es lo que mantiene a las culturas mirando como de soslayo, gracias a lo cual ellas pueden a la vez reflejarse a sí mismo e influirse; nada de encerrarse en lo que sería su “identidad”, sino descubrir sus fecundidades respectivas; éstas las convocan a ellas misma a reconfigurarse.  Ahora bien, esto no vale solamente entre las lenguas y las culturas difundidas por la superficie del planeta, sino igualmente para la diversidad cultural interna en un mismo país, como es cada vez más el caso especialmente en Europa.  Los dos no se separan; no se podrá pensar lo uno sin pensar lo otro.  Pues esta diversidad propia de lo cultural, interior tanto como exterior, plantea el mismo problema de fondo que es político: ¿cómo a partir de una tal diversidad, que es al principio cultural y de hecho el recurso, producir lo común necesario para lograr a la vez desplegar lo humano, en la extensión de sus posibles, y “vivir juntos”?
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