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(1694 – 1778) Fragmentos seccionados


No debemos esta palabra a los griegos sino a los romanos. Adulterio

significa en latín alteración, adulteración, una cosa puesta en lugar de otra; llaves falsas, contratos y signos falsos, adulterio. Por eso el que se metía en lecho ajeno fue llamado adúltero , como la llave falsa que abre la puerta de la casa de otro. Por eso llamaron por antífrasis coccys cuclillo, al pobre marido en cuya casa y cama pone los huevos un hombre extraño. Plinio el naturalista dice “ Coccixova subbi in nidis alienis; ita plerique alienas uxores faciunt amtres.” “ El cuclillo deposita sus huevos en el nido de otros pájaros; de esto muchos romanos hacen madres a las mujeres de sus amigos.” La comparación no es muy exacta, porque se compara al cuclillo con el cornudo, siguiendo las reglas gramaticales, el cornudo debía ser el amante y no el esposo.

Algunos doctos sostienen que debemos a los griegos el emblema de los cuernos, porque los griegos designan con la denominación de macho cabrío al esposo de la mujer que es lasciva como una cabra. Efectivamente, los griegos llaman a los bastardos hijos de cabra.


La gente de educación, que no usa nunca términos depresivos, no pronuncia jamás la palabra adulterio. No dice nunca: la duquesa de tal conde comete adulterio con fulano de cual; sino: la marquesa A tiene trato ilícito con el conde B. Cuando las señoras comunican a sus amigos o sus amigas sus adulterios, solo dicen: “ Confieso que le tengo afición.” Antiguamente declaraban que lo apreciaban mucho, pero desde que una mujer del pueblo declaró a su confesor que apreciaba mucho un consejero, y el confesor le preguntó: “ Cuántas veces le habéis apreciado?”, las damas de calidad no aprecian a nadie… ni van a confesarse.


Las mujeres de Lacedemonia no conocieron ni la confesión ni el adulterio, verdad es que Menelao probó lo que Elena era capaz de hacer; pero Licurgo puso orden allí, consiguiendo que las mujeres fuesen comunes cuando los maridos querían prestarlas y cuando las mujeres lo consentían. Cada uno puede disponer de lo que le pertenece. En casos tales, el marido no podía tener el peligro de estar alimentando en su casa a un hijo de otro. Allí todos los hijos pertenecían a la Republica y no a una familia determinada, y así no se perjudicaba a nadie. El adulterio es un mal, porque es un robo; pero no puede decirse que se roba lo que nos dan. Un marido de aquella época rogaba con frecuencia a un hombre joven, bien formado y robusto, que cohabitara con su mujer. 


Plutarco ha conservado hasta nuestros días la canción que cantaban los lacedemonios cuando Acrotatus iba a acostarse con la mujer de su amigo: “Id, gentil Acrotatus, satisfacd bien a Kelidonida. Dad bravos ciudadanos a Esparta.”

Los lacedemonios tenían, pues razón para decir que el adulterio era imposible entre ellos. No sucede lo mismo en las Naciones Modernas, en las que todas las leyes están fundadas sobre lo tuyo y lo mío.


Una de las cosas más desagradables del adulterio entre nosotros es que la mujer se burla con su amante algunas veces del marido. En la clase baja sucede con frecuencia que la mujer roba al marido para dar al amante, y las querellas matrimoniales arrastran a los conyugues a cometer crueles excesos.


La mayor injusticia y el mayor daño del adulterio consiste en dar a un pobre hombre hijos de otros y cargándose con un peso que no debía llevar. Por ese medio, razas de héroes han llegado a ser bastardas. Las mujeres de los Astolfos y los Jocondas, por la depravación del gusto y por la debilidad de un momento, han tenido hijos de un enano contraecho o de un lacayo sin talento, y de esto se resienten los hijos en cuerpo y alma. Insignificantes micos han heredado los más famosos nombres en algunos países de Europa, y conservan en el salón de su palacio los retratos de sus falsos antepasados, de seis pies de estatura, hermosos, bien formados, llevando un espadón que la raza moderna apenas podía sostener con las dos manos.


En algunas provincias de Europa las jóvenes solteras hacen el amor; pero cuando se casan se convierten en esposas prudentes y útiles; todo lo contrario sucede en Francia: encierran en conventos a las jóvenes y se les da una educación ridícula. Para consolarlas, sus madres les imbuyen la idea de que serán libres cuando se casen. Apenas viven un año con su esposo, desean conocer a fondo el valor de sus propios atractivos. La joven casada sólo vive, se pasea y va a los espectáculos con otras mujeres que le enseñan lo que desea saber. Si no tienen amante como sus amigas, está como avergonzada y no se atreve a presentarles en público.


Para juzgar con justicia un proceso de adulterio, sería preciso que fuesen doce hombres y doce mujeres, y un hermafrodita que tuviera voto preponderante en caso de empate.
 

En cuanto a la educación contradictoria que damos a nuestras hijas, añadamos una palabra. La educamos infundiéndoles el deseo inmoderado de agradar, para lo que les damos lecciones. La naturaleza por sí sola lo haría, si nosotros no lo hiciéramos, pero al instinto de la naturaleza añadimos los refinamientos del arte. Cuando están acostumbradas a nuestras enseñanzas las castigamos si practican el arte que de nosotros han aprendido. ¿Qué opinión nos merecía el maestro de baile que estuviera enseñando a un discípulo  durante diez años y pasado ese tiempo quiera romperle las piernas por encontrarle bailando con otro? ¿No podríamos añadir este artículo al de las contradicciones?
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