Por Michel de Montaigne*

Al ver cómo trabajaba un pintor a quien empleo en casa, me han entrado deseos de seguir sus pasos. El artista escoge el lugar más apropiado de cada pared para pintar un lienzo conforme a las reglas de su arte, y en torno a él emplaza figuras extravagantes y fantásticas, cuyo atractivo radica solo en la variedad y la rareza. ¿Y qué son estos bosquejos que aquí trazo, sino figuras caprichosas y cuerpos deformes, una mezcolanza de miembros, sin orden alguno, ni método, ni más proporción que el azar?
Desinit in piscem mulier formosa superne[1]. En el segundo punto sí me asemejo a mi pintor, pero en el otro, en el principal, reconozco que me supera, pues mi capacidad no llega, ni se atreve, a emprender un cuadro magnífico, trazado de inicio a fin conforme a los principios del arte. Así pues, se me ha ocurrido la idea de tomar uno prestado a Étienne de La Boétie, que honrará el resto de esta obra: es un discurso que su autor tituló La servidumbre voluntaria. Quienes no conocen este título lo han llamado después y con acierto El contra uno. Su autor lo escribió a modo de ensayo en su primera juventud, en honor de la libertad, contra los tiranos. Hace ya tiempo que este discurso corre de mano en mano entre las personas cultas, no sin aplauso merecido, porque es agradable y contiene todo cuanto contribuye a realzar un trabajo de su naturaleza. Es cierto que no cabe referirse a él como lo mejor que hubiera podido salir de la pluma de su autor, pues si a una edad más adulta (cuando yo le conocí) se hubiera propuesto transcribir sus fantasías, tal y como yo pretendo, habríamos visto cosas sorprendentes que lindarían con las producciones de la Antigüedad.
 A ciencia cierta puedo asegurar que no he conocido a nadie capaz de igualársele en talento natural. De La Boétie solo nos queda el citado discurso —y de casualidad, pues según creo, una vez escrito no volvió a tocarlo—, y también algunas memorias sobre el edicto de enero al que dieron fama nuestras guerras civiles, que quizá en otro lugar de este libro encuentren sitio adecuado. Es todo cuanto he podido rescatar de sus reliquias. En afectuoso recuerdo, en su testamento me nombró heredero de sus papeles y biblioteca. Hice que se imprimieran algunos escritos suyos, y respecto al libro de La servidumbre, le guardo especial cariño en tanto que fue la causa de nuestras relaciones, pues lo conocí mucho antes de conocer a su autor, y me dio a conocer su nombre, propiciando así una amistad tan duradera como Dios ha tenido a bien que fuese, y tan cabal y perfecta, que no es fácil encontrar otra que se le parezca en tiempos pasados, ni aun presentes. Tal cúmulo de circunstancias hace falta para fundar una amistad como la nuestra, que no es peregrino que se vea una cada tres siglos.

Parece que no hay nada a lo que la naturaleza nos impulse tanto como al trato social. Aristóteles asegura que los buenos legisladores han cuidado más de la amistad que de la justicia. El último extremo de la perfección en las relaciones que ligan a los humanos reside en la amistad; por lo general, todas las simpatías que el amor, el interés y la necesidad privada o pública forjan y sostienen son tanto menos generosas, tanto menos amistades, cuanto que se unen a ellas otros fines distintos a los de la amistad, considerada en sí misma. Ni las cuatro especies de relación que establecieron los antiguos —y que llamaron natural, social, hospitalaria y amorosa— tienen analogía o parentesco con la amistad.

La relación entre padres e hijos se basa en el respeto. Es la comunicación lo que alimenta la amistad, y esta no puede darse entre hijos y padres debido a la disparidad que existe entre ellos, y además, porque chocaría con los deberes que la naturaleza impone: ni los padres pueden contar a los hijos todos sus pensamientos íntimos, para no dar lugar a una confianza perjudicial y dañina, ni los hijos podrían dirigir a los padres las advertencias y correcciones que constituyen uno de los primeros deberes de la amistad. Sabemos de pueblos en los que la costumbre llevaba a los hijos a matar a los padres, y otros en que los padres mataban a los hijos para resolver así los problemas que pudieran originarse entre unos y otros. También sabemos de filósofos que han desdeñado el natural afecto y unión que existe entre padres e hijos; entre otros, Aristipo: cuando se le mencionaba el cariño que debía a los suyos por haber salido de él, empezaba a escupir y decía que su saliva también tenía el mismo origen, y añadía que igualmente engendramos piojos y larvas. Plutarco habla de otro a quien deseaban reconciliar con su hermano, y que objetó: «No doy mayor importancia al accidente de haber salido del mismo agujero».

Lo cierto es que el término hermano es hermoso, e implica un amor tierno y puro, y por esa razón nos lo aplicamos La Boétie y yo. Pero entre hermanos de sangre, la confusión de bienes, los repartos y el que la riqueza de uno ocasione la pobreza del otro desliga el vínculo fraternal; los hermanos han de conducir la prosperidad de su fortuna por igual sendero y de idéntico modo, de ahí que con frecuencia tropiecen. Más aún, ¿por qué motivo la relación y correspondencia que crean las amistades auténticas y perfectas iban a darse entre los hermanos? El padre y el hijo no tienen por qué parecerse en nada, y lo mismo los hermanos. Es mi hijo, es mi padre, pero es un hombre arisco, ruin o tonto. Además, como son amistades que la ley y la obligación natural nos imponen, nuestra elección no influye para nada en ellas; nuestra libertad es nula y ésta a nada contribuye tanto como a los afectos y a la amistad. Y no pretendo decir con esto que yo no haya experimentado el goce de la familia en su máxima expresión, pues mi padre fue el mejor de los padres que jamás haya existido, y el más indulgente incluso a muy avanzada edad, y él mismo proce día de una familia que a lo largo de generaciones fue célebre y modélica por su concordia fraternal:
Et ipse Notus in fratres animi paterni[2].

El afecto por las mujeres, aunque nazca de nuestra elección, tampoco puede equipararse a la amistad. Su fuego, lo confieso —neque enim est dea nescia nostri, / quae dulcem curis miscet amaritiem[3]—, es más activo, más ardiente y más intenso, pero es un fuego temerario, inseguro, variable e inconstante; un fuego febril, sujeto a vaivenes e intermitencias y que nos asalta por un único flanco. En la amistad, por el contrario, el calor es general, se distribuye por igual por todas partes, atemperado; un calor constante y tranquilo, todo dulzura y calma, libre de angustia o de aspereza. Más aún, el amor no es sino el deseo furioso de algo que huye de nosotros:

Come segue la lepre il cacciatore
Al freddo, al caldo, alla montagna, al lito;
Né più l’estima poi che presa vede;
E sol dietro a chi fugge affretta il piede[4].

Tras convertirse en amistad —es decir, en el acuerdo de ambas voluntades— se borra y languidece; el goce ocasiona su ruina, en tanto que su fin es corporal y como tal se encuentra sujeto a saciedad. La amistad, por el contrario y como cosa espiritual que es, se disfruta más cuanto más se desea; no se alimenta ni crece sino disfrutándola, y el alma adquiere aún mayor finura al practicarla. Antaño di preferencia a otras afecciones vanas por delante de la amistad perfecta, y también La Boétie rindió culto al amor, tal y como sus versos declaran. Así es que ambas pasiones han habitado en mi alma, he tenido ocasión de conocer de cerca una y otra, y jamás las he equiparado; hoy día considero que en mi espíritu la amistad mira de un modo desdeñoso y altivo al amor y lo coloca bien lejos y muchos grados por debajo.

En cuanto al matrimonio, aparte de ser un mercado en el cual solo la entrada es libre —si consideramos que su duración es obligatoria, forzosa y dependiente de circunstancias ajenas a nuestra voluntad—, obedece por lo general a fines bastardos; en él se produce multitud de accidentes que los esposos tienen que resolver y que bastan para romper el hilo del afecto y alterar el curso del mismo, mientras que en la amistad no hay nada que le ponga trabas por no tener esta otro fin que la propia amistad. Ha de añadirse que, a decir verdad, la común inteligencia de las mujeres no alcanza para que puedan compartir la conversación y comunicación propias de tan sagrado vínculo; ni su ánimo posee la constancia necesaria para resistir un nudo tan apretado y duradero. De no ser así, si se pudiera fundamentar y establecer una asociación voluntaria y libre de la cual no participaran solo las almas sino también los cuerpos, una asociación en que se viera implicado todo nuestro ser, la amistad sería más cabal y más viva. Pero no hay constancia de que el sexo femenino haya dado pruebas de semejante afecto, y los antiguos filósofos declaran a la mujer incapaz de profesarlo.

En el amor griego, justamente condenado y aborrecido por nuestras costumbres, la diferencia de edad y oficios de los amantes tampoco se aproximaba a la perfecta unión de que vengo hablando:
Quis est enim iste amor amicitiae?
Cur neque deformen adolescentem quisquam amat, neque formosum senem[5]?

La imagen misma que presenta la Academia no desmentirá mis palabras si digo que el furor inicial que el hijo de Venus inspira al corazón del amante —un corazón azuzado por la tierna juventud, al que se le consienten todas las insolencias y arrebatos de pasión que un ardor sin medida es capaz de generar— se fundamentaba siempre en la belleza exterior, imagen falsa de la generación corporal. El afecto no podía basarse en el espíritu, del cual estaba todavía oculta la apariencia, antes de la edad en que comienza su germinación. Si el furor del que hablo se apoderaba de un alma grosera, los medios que esta ponía en práctica para el logro de su fin eran las riquezas, los presentes, los favores, la concesión de dignidades y otras bajas mercancías que los filósofos reprueban. Si la pasión dominaba a un alma generosa, los medios que esta empleaba eran también generosos; consistían entonces en discursos filosóficos, enseñanzas que tendían al respeto de la religión, a prestar obediencia a las leyes, a sacrificar la vida por el bien de su país: en una palabra, ejemplos todos de valor, prudencia y justicia. 

El amante procuraba imponer la gracia y belleza de su alma, acabada ya la de su cuerpo, confiando así en fijar la comunicación moral, más firme y duradera. Una vez esta meta se alcanzaba a su debido tiempo —pues lo que no exigían del amante en lo relativo a que aportase discreción en su empeño se lo exigían al amado, porque este ha de considerarse de una belleza interna de difícil conocimiento y descubrimiento abstruso—, entonces nacía en el amado el deseo de una concepción espiritual por medio de una belleza también espiritual. Esta era la principal; la corporal era accidental y secundaria, al contrario del amante. Por eso prefieren al amado, y alegan que los dioses lo prefieren igualmente, y censuran a menudo al poeta Esquilo —en los amores de Aquiles y Patroclo— por haber otorgado el papel de amante a Aquiles, que se encontraba en la más tierna adolescencia y era el más hermoso para los griegos. Después, esta comunión genérica —cuya parte principal y más digna predominaba y ejercía en su oficio— dicen que producía utilísimos frutos en privado y en público, y que era la fuerza del país lo que acogía bien el uso y la principal defensa de la equidad y de la libertad, como lo prueban los saludables amores de Harmodio y Aristogitón. Por eso la llamaban sagrada y divina, y, según ellos, solo tenía por enemigos la violencia de los tiranos y la cobardía de los pueblos. En suma, todo cuanto puede concederse en honor de la Academia es asegurar que se trataba de un amor que acababa en amistad, idea que no se aviene mal con la definición estoica del amor: Amorem conatum esse amicitiae faciendae ex pulchritudinis specie[6].

Y vuelvo a mi descripción, más justa y mejor compartida.
Omnino amicitiae, corroboratis jam confirmatisque ingeniis et aetatibus, judicandae sunt[7].

Eso que solemos llamar «amigos» y «amistad» no son sino vínculos trabados por mor de algún interés o a causa del azar, a través de los cuales nuestras almas se relacionan entre sí. En la amistad de la que yo hablo, las almas se enlazan y confunden la una con la otra en una mezcla tan universal que no hay manera de reconocer la costura que las une. Si alguien me obligase a decir por qué quería yo tanto a La Boétie, reconozco que no podría expresarlo más que respondiendo: porque se trataba de él; porque se trataba de mí.

Más allá de mi raciocinio y de lo que yo me veo particularmente capaz de declarar, existe yo no sé qué fuerza inexplicable y fatal que medió en esta unión. Nos buscábamos antes de habernos visto siquiera, y lo que oíamos decir el uno del otro producía en nuestras almas mucha mayor impresión de la que se advierte en las amistades ordinarias; podría decirse que nuestra unión fue un decreto de la Providencia. Nos abrazábamos ya por nuestros nombres, y en nuestro primer encuentro, que casualmente tuvo lugar en una gran fiesta de una ciudad, nos encontramos tan prendados, tan conocidos, tan obligados el uno con otro, que desde entonces nada nos tocó de manera más íntima que nuestras personas. Es obra suya una excelente sátira latina —que se ha impreso— en la que excusa y explica la precipitación de nuestra amistad, que de forma repentina llegó a ser perfecta. Y dice él que, dado el poco tiempo que le quedaba por delante y dado lo tarde que había comenzado nuestra amistad (pues ambos éramos ya hombres hechos y derechos, y él me sacaba algunos años), no teníamos tiempo que perder ni tampoco nos vimos obligados a acomodarnos al patrón de las amistades pausadas y ordinarias que precisan de la precaución de unas dilatadas conversaciones preliminares. No había en nuestra amistad otro fin que no fuera la amistad misma, y solo a ella se refería. Esto no constituye una especial consideración, ni dos, ni tres, ni cuatro, ni mil; fue una especie de quintaesencia de toda esta mezcolanza, que, tras apoderarse de mi voluntad, la condujo a sumergirse y a perderse en la suya, y, tras apoderarse de su voluntad, la llevó a sumergirse y a perderse en la mía con igual ardor y espontaneidad. Y digo perder, a sabiendas: nada nos reservamos que nos fuese propio; ni que fuera suyo ni que fuera mío.

Cuando Lelio, en presencia de los cónsules romanos —los que tras la condenación de Tiberio Graco persiguieron a todos los que se habían relacionado con él—, preguntó a su mejor amigo, Cayo Blosio, qué hubiera sido capaz de hacer por él, Blosio respondió: «Lo hubiera hecho todo». «¿Cómo que todo? —prosiguió Lelio—. ¿Acaso habrías cumplido su voluntad si te hubiera ordenado prender fuego a nuestros templos?». «Jamás me hubiera ordenado tal cosa», respondió Blosio. «Pero ¿y si lo hubiese hecho?», añadió Lelio. «Le habría obedecido», contestó el otro. Si era tan perfecto amigo de Graco como la historia cuenta, no tenía por qué ofender a los cónsules con una confesión tan atrevida, y no debía ignorar su certeza al respecto de la voluntad de Graco. Los que acusan de sediciosa esta respuesta no alcanzan a comprender su misterio, y no presuponen —tal y como así era— que Blosio era soberano de la voluntad de Graco, por poder y por conocimiento: ambos eran más amigos que ciudadanos; más amigos que enemigos o amigos de su país, y que amigos en la ambición o el desorden: al confiar profundamente el uno en el otro, eran dueños perfectos de sus respectivas inclinaciones, que dirigían y guiaban por la razón mutua; y dado que sin esto es del todo imposible que las amistades perduren, la respuesta de Blosio fue tal cual debió ser. Si los actos de ambos hubieran discrepado, no habrían sido amigos —según mi criterio— ni el uno del otro, ni de sí mismos. Por lo demás, tal respuesta no suena muy diferente que la mía a quien se dirigiese a mí para preguntarme: «Si tu voluntad te ordenara dar muerte a tu hija, ¿la matarías?», y contestara yo que sí, que lo haría. Esto no es, sin embargo, testimonio de mi consentimiento a realizar tal acto, en la medida en que no tengo la más mínima duda de mi voluntad, como tampoco de la de un amigo como La Boétie. No hay discurso en el mundo capaz de arrebatarme la certeza que tengo al respecto de las intenciones de mi amigo y del alcance de su juicio: ninguna de sus acciones podría mostrárseme, sea cual fuere el cariz que tuviera, de la cual yo no encontrara enseguida la causa. Tanto se unieron nuestras almas, tanto y tan ardiente fue el afecto que se profesaron, y con igual afecto se abrieron la una a la otra hasta lo más hondo de las entrañas, que no solo conocía yo su alma tanto como la mía propia, sino que desde luego habría estado más dispuesto a confiarle mis intereses a él que a mí mismo.
Que nadie equipare a esta otras amistades corrientes: yo he mantenido tantas como cualquier otro, y de las más perfectas en su género, pero no aconsejo que se confundan los principios que rigen la una y las otras, pues sería un error. Es preciso sujetar bien las riendas en aquellas otras amistades, proceder con prudencia y cautela; el enlace no está anudado de manera que no haya nada que desconfiar. «Amadle —decía Quilón— como si algún día tuvierais que aborrecerle; odiadle, como si algún día tuvierais que amarle». Este precepto, que es tan abominable en la amistad primera de que hablo, resulta saludable en las ordinarias y corrientes, a propósito de las cuales puede emplearse una frase familiar a Aristóteles: «¡Oh, amigos míos, amigo no hay ninguno!». En este noble comercio, los oficios y beneficios con que se sustentan y mantienen las otras amistades no merecen siquiera que los tomemos en cuenta; y la razón es la concurrencia de nuestras voluntades, pues igual que la amistad que yo profeso no aumenta por cuanto dono en caso de necesidad —digan lo que digan los estoicos—, y, dado que yo no considero un mérito el servicio proporcionado, la unión de tales amigos —si es de verdad perfecta— hace que estos pierdan el sentimiento de semejantes deberes, al tiempo que les hace odiar y desterrar de sus conversaciones tales palabras de división y distinción, buenas acciones, obligación, reconocimiento, ruego, gratitud y otras análogas.

Considerando que todo —voluntades, pensamientos, juicios, bienes, mujeres, hijos, honores y vidas— es de hecho común entre los amigos, y considerando que la absoluta coincidencia de afectos no es sino una sola alma en dos cuerpos distintos (según la definición exacta de Aristóteles), nada pueden los amigos prestarse ni nada pueden darse tampoco. He aquí la razón de que los legisladores, para honrar el matrimonio con alguna semejanza imaginaria de ese divino enlace, prohíban las donaciones entre marido y mujer, concluyendo por esta prohibición que todo pertenece a cada uno de ellos, y que nada tienen que dividir ni que repartir.

Si en la amistad de la que hablo el uno pudiera dar alguna cosa al otro, el receptor del beneficio sería quien obligaría al compañero. Dado que ambos buscan, antes que nada, prestarse mutuos servicios, quien propicia la ocasión es el más generoso, pues ofrece a su amigo la satisfacción de realizar lo que más desea. Cuando el filósofo Diógenes necesitaba dinero, decía que lo reclamaba a sus amigos, no se lo pedía. Y para probar cómo esto se practica en realidad, traeré a colación un singular ejemplo antiguo.
Eudomidas tenía dos amigos: Areteo, corintio como él, y Carixeno, cioniano. Cuando murió, dado que él era pobre y sus dos amigos eran ricos, hizo así su testamento: «Lego a Areteo el cuidado de mi madre, de alimentarla y de mantenerla en su vejez; a Carixeno le encomiendo el casamiento de mi hija, y además que la dote lo mejor que pueda. En el caso de que uno de los dos fallezca, encomiendo su parte al que sobreviva». Los primeros que vieron este testamento se burlaron, pero, advertidos los herederos de su alcance, ambos lo aceptaron con singular alegría. Al morir Carixeno cinco días después, Areteo mantuvo con gran generosidad a la madre; y de su fortuna, que consistía en cinco talentos, entregó dos y medio a su única hija y otros dos y medio a la de Eudomidas. 

Las dos bodas se celebraron el mismo día.
Este ejemplo es bien concluyente, con una sola objeción: la multitud de amigos de que hace gala. Esa amistad de la que yo hablo es indivisible. Cada uno se da por completo a su amigo hasta tal extremo que no le queda nada que repartir a los demás: le entristece la idea de no ser doble, triple o cuádruple; de no poseer varias almas y varias voluntades para dedicarlas a esta tarea. Las amistades comunes pueden dividirse; puede apreciarse la belleza de uno, el trato agradable en otro, la liberalidad de un tercero, la paternidad en un cuarto, la fraternidad en un quinto y así sucesivamente; mas es imposible que sea doble la amistad que es dueña del alma y la gobierna como soberana absoluta. Si dos amigos os pidieran que los socorrieseis al mismo tiempo, ¿a cuál acudiríais primero? Si os solicitaran servicios opuestos, ¿qué orden aplicaríais en tal apuro? Si uno confiara a vuestro silencio algo que el otro necesitase conocer, ¿cómo saldríais del embrollo? Una amistad única y particular rompe cualquier otra obligación; el secreto que juro no descubrir a otro puedo contárselo a mi amigo sin cometer perjurio, pues mi amigo no es otro, sino yo mismo. El duplicarse es ciertamente un milagro, y quienes hablan de triplicarse saben poco de lo que dicen. Nada es tan raro como poseer su semejante; quien crea que, dadas dos personas, quiero a la una lo mismo que a la otra, que ellas se quieren entre sí y me estiman a mí tanto como yo a ellas, multiplica en una confraternidad la unidad más singular, que es lo más difícil de encontrar en el mundo. El resto de aquella historia encaja bien con lo que yo decía, pues Eudomidas considera un favor a sus amigos el emplearlos en su servicio; los nombra herederos de su generosidad, que consiste en brindarles la ocasión de ofrecerle ayuda; y, sin duda, la fuerza de la amistad es más patente en el acto de 
Eudomidas que en el de Areteo.

En resumen: estos efectos no puede imaginarlos ni comprenderlos quien no los ha experimentado, y me hacen honrar sobremanera la respuesta que dio a Ciro un joven soldado a quien el monarca preguntó qué precio quería por el caballo con el que había ganado una carrera, y si lo cambiaría por un reino: «Lo cierto es que no, señor; pero lo daría de buen grado a cambio de conseguir un verdadero amigo, si yo encontrara un hombre digno de tal alianza». No está mal dicho ese «si yo encontrara», pues se tropieza uno fácilmente con hombres aptos para mantener una amistad superficial; pero en la otra, en la que se obra desde lo más hondo del corazón y sin ninguna reserva, es necesario que todos los mecanismos sean sólidos y seguros.
En las relaciones que poseen un único fin, solo hemos de ocuparnos de las imperfecciones que afectan de manera particular a dicho fin. Nada me importa la religión que profesen mi médico o mi abogado; tal consideración nada tiene que ver con los oficios que constituyen su relación conmigo. Mantengo la misma indiferencia en el ámbito de las relaciones domésticas que sostengo con los criados que me sirven. Nunca me informo de la castidad de mi lacayo, me interesa más saber si es diligente; no temo tanto a un mulatero jugador, como a otro que sea imbécil, ni a un cocinero blasfemo, como a otro que nada sepa de su oficio. No me dedico en absoluto a dar instrucciones al mundo al respecto de lo que es preciso hacer, pues otros lo hacen de sobra; yo solo hablo de lo que me concierne. Mihi sic usus est: tibi, ut opus est facto, face[8].
En la mesa me decanto por lo agradable, no por lo prudente; en el lecho antepongo la belleza a la bondad; cuando estoy en sociedad prefiero al buen orador aun cuando no sea honrado, y lo mismo en otras cuestiones. De igual modo que aquel que fue sorprendido cabalgando sobre un bastón mientras jugaba con sus hijos rogó a la persona que le sorprendió que no se lo contara a nadie hasta que él fuese padre —suponiendo que el cariño que se apoderaría entonces de su corazón lo convertiría en un juez más equitativo de tal acto—, así quisiera yo dirigirme a quienes hubiesen experimentado aquello de lo que hablo; ahora bien, como soy consciente de lo mucho que esta amistad se aparta de la práctica común, no espero encontrar ningún juez tan equitativo. Los mismos discursos que la Antigüedad nos dejó sobre este asunto me parecen débiles en comparación con lo que yo siento a tal respecto; y, en este particular, los efectos superan los preceptos mismos de la filosofía.
Nil ego contulerim jucundo sanus amico[9]. Así el viejo Menandro consideraba dichoso al que había podido encontrar siquiera la sombra de un amigo; razón tenía para decirlo, en especial si hablaba desde la experiencia de haber encontrado alguno. Por mucho que mi vida, gracias a Dios, haya sido agradable, apacible y —salvo la pérdida de tal amigo— 
haya estado exenta de aflicciones graves, llena de tranquilidad de espíritu, un tiempo en el que he disfrutado de ventajas y facilidades naturales ya desde la cuna, sin buscar otras ajenas, si comparo mi vida entera con los cuatro años que me fue dado disfrutar de la dulce compañía y amistad de La Boétie, el resto de mi existencia no es más que humo, noche oscura y tediosa. Desde el día en que lo perdí —quem semper acerbum, semper honoratum (sic, di, voluistis) habebo[10]—, no hago sino languidecer; los placeres mismos que se me ofrecen, en lugar de aportarme algún consuelo, redoblan el sentimiento de la pérdida del amigo. Dado que lo compartíamos todo, tengo la sensación de estar robándole la parte que a él le correspondía.

Nec fas esse ulla me voluptate hic frui Decrevi
tantisper dum ille abest meus particeps[11].
Me encontraba yo tan hecho, tan acostumbrado a ser siempre su doble en todas las cosas y lugares, que ahora no me considero más que la mitad de mí mismo.
Illam meae si partem animae tulit
Maturior vis, quid moror altera,
Nec carus aeque, nec superstes
Integer? Ille dies utramque
Duxit ruinam[12].

Nada hago y en nada pienso sin echarlo de menos, tal y como yo sé que él me hubiese echado de menos a mí; pues igual que él me superaba de manera infinita en todo saber y virtud, así me sobrepasaba también en los deberes de la amistad.

Quis desiderio sit pudor, aut modus
Tam cari capitis[13]?
O misero frater adempte mihi!
Omnia tecum una perierunt gaudia nostra,
Quae tuus in vita dulcis alebat amor.
Tu mea, tu moriens fregisti commoda, frater;
Tecum una tota est nostra sepulta anima
Cujus ego interitu tota de menthe fugavi
Haec studia, atque omnes delicias animi.
Alloquar? Audiero nunquam tua verba loquentem?
Numquam ego te, vita frater amabilior
Aspiciam posthac? At certe semper amabo[14].

Prestemos algo de atención a lo que dice este joven de dieciséis años.
Como veo que los que procuran trastornar y cambiar el estado de nuestro régimen político sin preocuparse lo más mínimo de si sus reformas serán útiles han publicado la obra de La Boétie con malas miras, y como veo que al publicarla la han mezclado con otros escritos de su propia cosecha, yo renuncio a intercalarla en este libro. Para que la memoria del autor no sufra crítica de ningún tipo por parte de quienes no pudieron conocer de cerca sus acciones e ideas, les advierto que el asunto de su libro él lo desarrolló en su infancia y solo como ejercicio, como asunto vulgar y ya tratado en mil pasajes de muchos libros. No dudo que él creyera lo que escribió, pues ni en broma era capaz de mentir; me consta también que si en su mano hubiera estado elegir, habría preferido nacer en Venecia antes que en Sarlac, y con razón. Tenía él, sin embargo, otra máxima impresa en su alma de manera soberana: la de obedecer y someterse religiosamente a las leyes bajo las que había nacido. Jamás hubo mejor ciudadano, ni que más amara la tranquilidad de su país, ni más enemigo de las convulsiones y las novedades de su tiempo; tanto así que él hubiera preferido emplear su talento en extinguirlas que en echar más leña al fuego que las alimentaba. Su mentalidad se había moldeado conforme al patrón de otros tiempos diferentes de los actuales. Ahora, en lugar de esta obra tan seria, publicaré otra del mismo autor, escrita a la misma edad, y que es más lozana y alegre.

* Tomado de:

Título original: Essais (selección)
Michel de Montaigne, 1580
Traducción: Constantino Román y Salamero
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2

Notas
[1] «La parte superior es una mujer hermosa, y el resto, el cuerpo de un pez.» Horacio, Arte poética, v. 4. <<
[2] «Conocido yo mismo por mi corazón paternal hacia mis hermanos.» Horacio, Odas, II, 2, 6. <<
[3] «No soy ajeno a la diosa que mezcla una dulce amargura con las penas del amor.» Catulo, Epigramas, LXVIII, 17. <<
[4] «Así haga frío o calor el cazador va tras la liebre, a través de montañas y valles; mientras escapa de él desea darle alcance, y cuando la coge ya no hace caso de ella.» Ariosto, Orlando furioso, canto X, estanc. 7. <<
[5] «¿En qué consiste ese amor amistoso? ¿Cómo no busca su objeto en un joven sin belleza ni tampoco en un viejo guapo?» Cicerón, Tuse, queest., IV, 33. <<
[6] «El amor es el deseo de alcanzar la amistad de una persona que nos atrae por su belleza.» Cicerón, Tuse, queest., IV, 34. <<
[7] «La amistad no puede ser sólida sino en la madurez de la edad y en la del espíritu.» Cicerón, De amicitia, c. 20. <<

[8] «Tal es mi procedimiento; seguid vosotros el vuestro.» Terencio, El atormentador de sí mismo, act. I, esc. I, v. 28. <<
[9] «Mientras la razón no me abandone, nada encontraré comparable a un amigo cariñoso.» Horacio, Sátiras, I, 5, 44. <<
[10] «¡Día fatal que debo llorar, que debo honrar toda mi vida, puesto que tal ha sido, oh dioses inmortales, vuestra suprema voluntad!» Virgilio, Eneida, V, 49. <<
[11] «Y yo creo que ningún placer debe serme lícito ahora que ya no existe aquel con quien todo lo compartía.» Terencio, El atormentador de sí mismo, act. I, esc. I, v. 97. <<
[12] «Puesto que un destino cruel me ha robado prematuramente esta dulce mitad de mi alma, ¿qué hacer de la otra mitad separada de la que para mí era mucho más querida? El mismo día nos hizo desgraciados a ambos.» Horacio, Odas, II, 17, 5. <<
[13] «Antes me avergüence de mí mismo, que deje de verter lágrimas por un amigo tan entrañable.» Horacio, I, 24, 1. <<

[14] «¡Oh hermano mío, qué desgracia para mí la de haberte perdido! Tu muerte acabó con todos nuestros placeres. ¡Contigo se disipó toda la dicha que me procuraba tu dulce amistad; contigo toda mi alma está enterrada! ¡Desde que tú no existes he abandonado las musas y todo lo que formaba el encanto de mi vida! ¿No podré ya hablarte ni oír el timbre de tu voz? ¡Oh, tú que para mí eras más caro que la vida misma! ¡Oh, hermano mío! ¿No podré ya verte más? ¡Al menos me quedará el consuelo de amarte siempre!» Catulo, LXVIII, 20, LXV, 9. <<

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