Por Mauricio Castaño H
Historiador
Colombiakrítica


 En la vida está inscrita la muerte, es ley biológica la finitud: nacer, crecer, envejecer y luego morir. Por lo demás, la finitud de la vida permite su renovación, dejar espacio a otras múltiples existencias. Y más allá de que todo tiene que ser nada, la vida y la muerte se anudan en la metamorfosis, la palabra misma nos sugiere un más allá de las formas, un cuerpo se descompone en otros devenires múltiples existenciales. También la palabra hombre viene de humus que quiere decir tierra, los cuerpos enterrados y en su descomposición se convertirán en humus, del polvo vienes y en polvo te convertirás, así reza la mística religiosa. 


Ley de vida, ley biológica pero también elaboraciones culturales, místicas, religiosas confeccionadas por el hombre al saberse finito, ante el horror y la angustia de saberse que algún día morirá. En las prácticas funerarias y en la memoria que se guarda del difunto, el muerto sigue «vivo» entre los vivos, en la memoria, uno muere cuando lo olvidan, en unas culturas más, en otras menos, por ejemplo, en occidente con la propagación del culto al individualismo, este vacío de la elaboración del duelo es cada vez más evidente. 


Este culto al individualismo lleva consigo una negación de la muerte, pero negarla no es más que afirmarla, se interioriza el terror y esto no es más que hacer la muerte inextirpable, dice Dagognet: «a menudo lo que expulsamos por la puerta se nos cuela furtivamente por la ventana. Una negación cuando cae en el exceso, se convierte en una afirmación obsesiva».


Si bien la muerte inscrita en la vida es una regulación natural de la población, sin ella se tendría el asesinato como solución. Pero en nuestra consciencia por la muerte, nos sentimos lanzados a la nada, cosa que produce horror y aflicción. Ante esto, la solución dada por los diferentes sistemas culturales, en su gran mayoría se tiene que toda muerte no es más que un asesinato porque el duelo es una deuda adquirida con el muerto, el que le sobrevive se preguntará constantemente si pudo evitar esa muerte o al menos pudo mitigar ese acontecimiento previo al deterioro, al dolor y la enfermedad que conlleva la humillación de envejecer. Así, la muerte, golpea a la familia y a la sociedad, es la muerte que condiciona a la vida.


Los recuerdos, los vínculos creados no dejan de ser la sombra, son el alma que persiste en los vivos cercanos al muerto. Temor por la muerte porque es vista como una calamidad, la vida como valle de lágrimas, no como un todo que involucra a la vida y a la muerte como lo sugiere la metamorfosis. Por lo demás, es en el afuera en donde nos reafirmamos edificando con lo que fabrican nuestras manos con las herramientas en mano.


El duelo puede alcanzar un sentimiento de culpabilidad paralizante, por ello el sustituto o los rituales que proporcionan paz al muerto en el más allá, son los que pueden retornar a sus deudos a una vida normal, funcional, de lo contrario viene, por ejemplo, el insomnio, la pérdida del apetito, la aflicción, quizás muchas de éstas conductas tomadas del muerto, el duelo asumido en la transferencia de comportamientos del muerto y asumidas por el deudo. En el duelo todo sustituto tiene su incompletitud, el otro nos recuerda la desorganización, el deterioro al que está destinado todo ser vivo. El muerto vive entre nosotros: nos hace perder el sueño, el apetito, remedamos o hacemos propias conductas de deterioro que afanaron, que precipitaron el final fatal temido e infundado por nuestra cultura thanatofóbica.


Los ritos mantienen vigentes los vínculos. Su Laicización, vía culto al individualismo en detrimento de lo comunitario, no es sino forrarlos por dentro del sujeto. La aflicción supera al objeto que opera como sustituto, sólo el grupo tiene la clave en la elaboración del duelo.


Lectura fuente (Francos Dagognet, la Muerte vista de otra manera, 1999)

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