Richard Sennett:

“La cooperación es el arte de vivir en el desacuerdo”

Ex–músico prodigio, se dedicó a la filosofía gracias a su encuentro con Hannah Arendt luego de un concierto. Especialista en la ciudad y en el trabajo, elabora vías nuevas para “aceitar el motor social” a partir de las diferencias y de los conflictos.

Es como artista, o como artesano, aparentemente como vagabundo, como ha construido su obra. Richard Sennett es ante todo un estilo, una mirada, una manera de escuchar el mundo, un itinerario libre e inclasificable. En sociología, puede pasar meses averiguando sobre las familias blancas pobres de Boston, o sobre los cuello blancos del back-office de Wall Steet arruinados por la crisis de 2008, o deslizarse en el taller de un lutier o en una oficina de arquitecto. De ello saca libros que son otros tantos relatos, que mezclan también la historia, la literatura (ha escrito tres novelas), la filosofía, el arte. Y siempre la música, que lo inspira como en bajo continuo. Nacido en 1943, en un barrio pobre de Chicago, se dedicó primero a la carrera de violoncelista prodigio, antes que su mano le traicionara. A los 19 años, siguió las lecciones de Hannah Arendt. Luego entra a Harvard y se vuelve sociólogo, con un constante anclaje en filosofía en la escuela pragmatista, pero también cerca de su amigo
Michel Foucault.

La ciudad y el trabajo serán sus dos grandes temas. La ciudad, por tanto el extranjero, la identidad, el sujeto urbano, lo múltiple, la soledad, la arquitectura, el urbanismo… El trabajo pues, el taller, la habilidad, la competencia, la cualificación, la obra, la cooperación… Para él, “hacer sociedad” es ante todo “hacer”, y es en la materialidad de los lugares, de las prácticas y de los objetos donde se juega el famoso “vivir juntos”. Homo faber es precisamente el título de la trilogía que comenzó con… el trabajo (el Artesano. Lo que sabe la mano, una defensa del artesanado como modelo del trabajo humano) y que acabará con… la ciudad (la Ciudad abierta, aparecerá en 2016). Entre los dos, como un puente, apareció Juntos. Rituales, placeres y política de cooperación, donde el sociólogo le vuelve a dar una profundidad histórica a “la cuestión social”. Se trata en el fondo de los lazos entre los individuos, vínculos que alienan o que liberan, sujeciones que según él el capitalismo moderno se dedica a fragilizar o a impedir.

Entrevista hecha por CATHERINE PORTEVIN


Catherine Portevin: Homo faber : ¿cómo define esta expresión su recorrido?

Richard Sennett : Entiendo Homo faber como lo hace Bergson en la Evolución creadora, cuando discute la separación entre Homo sapiens (“que piensa”) y Homo faber (“que fabrica”). La inteligencia humana es fabricada por Homo faber, tiene su origen en la capacidad de “hacer cosas”, fabricar herramientas, y esta creación material es pensamiento del mundo. Lo único que hago es retomar la vieja idea del Hombre como autor de sí mismo, el que fabrica vida a través de sus prácticas concretas. He explorado las competencias que nos son necesarias en la experiencia de vida cotidiana: trabajar, estar juntos, habitar la ciudad…

Su concepción del Homo faber es bien diferente de la de su profesora Hannah Arendt.

Sí, radicalmente, a pesar de toda mi admiración por ella. Hannah Arendt no sentía ningún interés por la técnica o por la cultura material. La prueba de ello es la separación que ella establece entre el trabajo del animal laborans, que sólo asegura la producción útil a la sobrevivencia biológica, y la obra del Homo faber, que participa en el mundo común. Para Arendt, el Homo faber es un ser verbal. Para ella, la creación, la obra, lo social, son ante todo confeccionados por el lenguaje. Para mí, todo es ante todo físico y material, y todo trabajo es obra. “Mi” Homo faber produce significación por el hecho mismo de fabricar alguna cosa, incluso en el trabajo más ordinario.

¿Como fue que su encuentro con Hannah Arendt contó para Ud.?

Ella fue muy importante porque me alentó a dedicarme a la sociología. Yo soy músico de formación, violoncelista y director de orquesta. Comencé muy joven a producirme como solista. Una noche, ella vino a uno de mis conciertos en Chicago – yo tenía 19 años–; yo interpretaba Bartok, un compositor aún desconocido en los años 1960, y que creo que ella conoció. Luego vino a felicitarme al camerino. Y yo le dije cuánto me gustaría estudiar filosofía. Inmediatamente ella me invitó: “Doy un curso sobre Kant en este momento en Chicago, venga Ud.” Me inscribí, era un estudiante muy asiduo, ¡pero no entendí nada! Y el sistema escolar de los EE. UU. me eliminó; perdí el examen con una nota lamentable. Tres años más tarde, tuve que abandonar mi carrera de violoncelista profesional a causa de un problema de la mano. Entonces la volví a ver, le recordé que yo era aquel violoncelista que tocaba a Bartok pero que no entendía nada de Kant. Ella se rió muchísimo, y me ayudó a entrar a Harvard a sociología, y me propuso estudiar filosofía de manera informal con ella, y yo seguí sus lecciones hasta su muerte.

La mano, fue finalmente ¡el gran asunto de su vida!

Sí, mi mano ha estado en el centro de mis preocupaciones; pero esto es algo personal. Hoy veo la mano como un antropólogo. En la evolución de la humanidad, la habilidad para atrapar es un fenómeno cognitivo: la mano piensa. Está en la base de lo que el filósofo Michael Polanyi [1891-1976] llama «el conocimiento tácito», por el cual, como él lo dice, «conocemos más de lo que podemos decir». Es esencialmente por la mano que se desarrolla la rutina, es por ella que hacemos las cosas sin pensarlas. Cómo se conduce este conocimiento tácito hacia lo explícito, para reinscribirlo en lo tácito; esta es la razón fundamental de todo mi trabajo sobre el Homo faber. Esta idea y regreso entre tácito y explícito tiene lugar por el intercambio con nuestro entorno, con los otros. Michael Polanyi es una fuente importante para mí, como por lo demás para otros pragmatistas modernos. Entre los pensadores de la vida cotidiana, Michel de Certeau ha escrito sobre este tema páginas magníficas, pero esta (3) idea de «conocimiento tácito» no se le ocurrió a él. Y me parece muy preciosa para comprender.

Sigue siendo la música para Ud. una referencia constante. ¿De qué manera inspira ella su visión de lo social?

Como Adorno, yo veo la música como representación de la sociedad y no como su producto; la música de Schönberg no está determinada por la Viena de comienzos del siglo XX, pero se puede comprender a Viena a partir de Schönberg. Para la generación de Adorno, esta inversión de perspectiva era una provocación filosófica. Yo me beneficio con su impulso. En el arte se encarnan procesos de maneras de hacer, relaciones con la obra y con los otros, que son formas de la vida social, porque el arte es esencialmente fabricación, materia, creación, así como –sobre todo para la música y las artes de interpretación– ¡vida a muchos! Para comprender lo que es la cooperación, analizo por ejemplo cómo transcurre un ensayo de música de cámara. Para un instrumentista, este paso del ejercicio individual a la música de conjunto es a menudo un choque; y muchos jóvenes prodigios no lo resisten, yo lo viví cuando tenía 10 años, porque nada los ha preparado para estar atentos a los otros, a escuchar, a dialogar. Véase pues durante algunas horas con siete desconocidos para ensayar el Octeto de Schubert. Cada uno trabajó su parte pero ¿cómo ponerse de acuerdo? Un ensayo nos prosperará si ya uno de los intérpretes llega con su concepción de la partitura, o si se discute del sentido de la obra (acaso este es un seminario)… sólo ocurrirá ¡tocando! No se llegará a nada si se busca el consenso; por el contrario es necesario saber expresar y escuchar voces divergentes para producir un sonido colectivo.

La cooperación exigente que defiendo consiste en juntar gente que tiene intereses separados, por no decir contradictorios, que son molestados los unos por los otros, que no son iguales o que no se comprenden. Es una disposición ética que para mí sólo nace de la práctica. Por tanto, ella se adquiere y se forma. Pero sin embargo Ud. dice también que la cooperación está «en nuestros genes»…

El sostén mutuo está inscrito en todos los animales sociales; que se trate de niños jugando, de monos que se espulgan o de hombres que construyen una escalera, cooperan en todo lo que no pueden hacer solos. Pero más allá de la necesidad, la cooperación se desarrolla como habilidad social  ndispensable. Esta habilidad social no consiste en sentirse cómodo en los cocteles mundanos o en venderle no importa qué a no importa quién; se trata de competencias dialógicas.

¿Qué entiende Ud. por «competencias dialógicas» ?

Yo opongo la “dialógica”, tal y como la definió en teoría literaria Mikhail Bakhtine, a la “dialéctica”, tal y como se la comprende a menudo. Cuando Bakhtin habla de dialógico, califica el arte de la novela como polifonía de discursos y de puntos de vista. Esta polifonía deja aparecer las divergencias y las singularidades. La dialógica son discusiones que valen por sí mismas y no por su resolución en un eventual terreno de entendimiento. Mientras que, en la dialéctica propuesta por Aristóteles en su Política se trata claramente de una batalla de argumentos con miras a alcanzar la verdad. Sin embargo Sócrates, con su método, es un bonito ejemplo de discusión dialógica, puesto que él es excelente en reformular las afirmaciones de sus interlocutores para llevarlos a que ellos mismos se comprendan… pero lo hace para conducirlos de la mejor manera a su idea, que se vuelve la idea en común. La dialéctica busca la cooperación como medio para un fin que enfrentaría la síntesis de los puntos de vista, pero no le concede ningún valor a las relaciones que crea el diálogo. Esto tiene importantes implicaciones políticas. Si cooperamos solamente (4) con el fin de realizar un objetivo y, como es muy raro alcanzarlo, entonces terminamos por romper los lazos sociales en vez de reforzarlos. Para mí la cooperación no es el arte de ponerse de acuerdo sino más bien de saber escuchar y saber vivir el desacuerdo.

Ud. lo deplora pero ¿cómo se descalifica hoy el espíritu de cooperación?

Está a la vez amenazado por la competencia –con oposiciones frontales, pro/contra, el “nosotros-contra-ellos” inspirado por el resentimiento, un sentimiento que yo he estudiado mucho en mi vida de sociólogo– y por la tentación de arreglárselas en gavilla –colusiones, coaliciones o cooptaciones enmascaradas– que son la otra versión de “nosotros-contra-ellos”. El capitalismo moderno es responsable de esta descalificación. Cuando las distancias de riqueza se acrecientan, las élites se alejan de la masa, lo que refuerza en la base un pensamiento del “nosotros-contraellos.” En las empresas, todo se hace para debilitar las culturas de oficio, o para distender las lealtades de los asalariados con la empresa y de los trabajadores entre ellos mismos; el trabajo precario, las estrategias a corto términos, los empleos definidos únicamente por productos (task-oriented), la orden expresa de movilidad en las carreras, los constantes cambios de equipos, etc. El trabajo rompe los vínculos y crea un mundo superficial. La cooperación entonces se reduce a la sonrisita del que nos echa.

Finalmente, último fenómeno que ataca nuestras competencias cooperativas, nuestras sociedades se han vuelto complejas, heterogéneas en los planos étnicos y religiosos, lo que favorece el reflejo tribal: cuando se está confrontado a muchas diferencias, uno se constituye en semejantes contra diferentes. El politólogo Robert Putnam averiguó sobre este fenómeno: los que están confrontados directamente a la diversidad tienen más tendencia a replegarse sobre sí, lo que él llama la «hibernación», y, a la inversa, los que viven en entornos locales homogéneos parecen más curiosos por los otros. Vivir con la diferencia plantea problemas muy amplio y complejos. Rehabilitar las competencias de la cooperación es una de las respuestas posibles.

¿Cómo se encarna políticamente este llamado a la cooperación?

Es toda la historia de lo que se ha llamado «la cuestión social» que puede releerse bajo esta luz. Pienso en todos esos experimentos de educación popular en Francia antes de la Primera Guerra mundial, o en los workshops, esos centros de obras sociales y comunitarias estadounidenses, ¡del que yo soy su puro producto! En el curso del último siglo se han enfrentado políticamente a la izquierda dos versiones de la solidaridad, o de la lucha contra las desigualdades de clase o de raza; la una que busca la unidad y debe venir de arriba, la otra que busca la inclusión de las diversidades, y que se juega localmente por la base. Estas dos visiones, entre la unidad y la inclusión, distinguen históricamente lo que se puede llamar «la izquierda política» y «la izquierda social». Es esta última la que parece haber desaparecido, la más próxima del espíritu de cooperación tal y como acabo de definirlo.

La cuestión de la cosa pública amarra todos sus trabajos. En esto, ¿se sitúa Ud. en la filiación de Hannah Arendt y de su preocupación por el «mundo común» ?

No exactamente. Pues fue oponiéndome a lo que yo veía en ella como un rechazo de la modernidad, como me interesé primero en la ciudad. Traté de comprender lo que era hoy el sujeto urbano, buscando lo que había de nuevo en la ciudad contemporánea, y que no correspondía a un modelo ideal que tenía de ella Arendt, el modelo del ágora griego con una separación estricta entre lo político y lo social. Contrariamente a ella, yo pienso que todas las actividades humanas son (5) públicas, incluso si tienen implicaciones diferentes en términos de identidad personal. Pero es verdad que yo veo, como ella, el espacio público fabricado «de mano del hombre», y este mundo común como, decía ella, una mesa entre los que se sientan en torno de ella: los conecta y al mismo tiempo los separa. Cuando analicé el Declive del hombre público en los años 1970, lo hice con este espíritu: denunciando como conservador el culto de la intimidad o de la autenticidad. Ahora bien, el espacio público, el mundo común, tiene necesidad del espesor social para existir, necesidad de las máscaras, de los roles. Por ejemplo, nos imaginamos que cooperamos mejor con gentes que nos están próximas, o que es preciso ser íntimos para trabajar mejor juntos. Esto no tiene nada de verdadero; la distancia es una de las condiciones de la buena cooperación.

¿Qué diferencia hace Ud. entre simpatía y empatía?

Es fundamental. Estas dos palabras frecuentemente son utilizadas como sinónimos, pero para mí la simpatía implica una forma de identificación con el otro; tu experiencia es la mía… lo que es muy presuntuoso. Por consiguiente, si Ud. tiene una experiencia que yo no puedo compartir, nuestros interese divergen… la simpatía es pues un sentimiento superficial y frágil. Mientras que la empatía deja de lado la identificación con el otro para preservar el interés mutuo. Yo no puede identificarme con un musulmán, yo no puedo simpatizar con él porque yo no soy musulmán, pero yo quiero poder trabajar con él. Por el contrario, pretender que «ninguna experiencia me es ajena» es una locura egoísta, que hace estragos políticamente puesto que significa en hueco: sólo puedo hacer sociedad, o ser solidario, con gentes que se me parezcan. La ética de la empatía consiste, por el contrario, en cooperar con aquellos que no se me parecen. Se trata de que las gentes permanezcan juntas y al mismo tiempo conserven sus diferencias vivientes e irresueltas.

Entre las herramientas de la cooperación, Ud. se detiene en la diplomacia. ¿Por qué remontarse a la caballería para comprender nuestra civilidad moderna?

Yo la observo a partir de un cuadro de Holbein el joven, titulado los Embajadores, pintado en 1533, que coincide con el momento en que emerge en la historia la profesión de diplomático. Por allí se imponen nuevas normas de sociabilidad, ya no fundadas sobre códigos de honor, de venganza y de reputación, inherentes a la vida aristocrática y guerrera de la caballería, sino sobre unas habilidades relacionales, sobre códigos de cortesía política.(6)


La cualidad recomendada en el diplomático es una forma de retención ligera que Baldassare Castiglione llama la sprezzatura, una manera placentera de ponerse a distancia de sí mismo, y de mantenerse igual en toda situación y con toda persona. Para favorecer la sociabilidad, serán necesarios “yoes” discretos. Y esta manera diplomática de hacer frente a la diferencia constituye un buen modelo para la cooperación. Es también lo que se llama el «humor subjunctivo» que, en las discusiones, prefiere la duda al fetichismo de la aserción: «me pregunto si…», «hubiera creído…» abren más el espacio que «yo, pienso que…», para escuchar al otro y dejarlo expresar un punto de vista divergente, o muy simplemente por el placer de la conversación, que nunca es superflua ¡para aceitar el motor social!

¿Cómo entiende Ud. el término «comunidad»?

Para nada como los hippies del 68 lo entendían, en una acepción próxima del falansterio. No considero la comunidad en el sentido “comunitarista”, la comunidad racial. Amo la comunidad –la palabra y la cosa– como lugar mixto, mezclado, que reúne gentes cuyo destino es vivir juntos, aquí, en el mismo lugar. La comunidad es una lugar complejo, esencialmente urbano.

¿Hay que amar la complejidad?

Sí, la complejidad de la vida es deseable, es una suerte y una riqueza. A la claridad, yo prefiero la multiplicidad, la ambivalencia, la pluralidad, la opacidad, lo que Kant –el fundador de las Luces– llama «el madero torcido de la humanidad». Con esa madera torcida es imposible querer hacer algo recto. La claridad ¡no estaba en el programa de las Luces!

tr. Luis Alfonso Paláu C., Medellín, 17 de febrero de 2015.

Publicaciones en español

Juntos. Rituales, placeres y política de cooperación. Anagrama. 2012. ISBN 978-84- 339-6348-2. Vivir con la diferencia es el gran problema urbano que hay que enfrentar con espíritu de cooperación.

El artesano. Anagrama. 2009. ISBN 978-84-339-6287-4. Una inmersión en el taller, un término al que Sennett le restituye toda su profundidad. Y un elogio de la materialidad del trabajo llamado manual, del gesto, de la habilidad, de la repetición, de la obra bella…

La cultura del nuevo capitalismo. Anagrama. 2007. ISBN 978-84-339-6244-7. Carne y piedra: el cuerpo y la ciudad en la civilización occidental. Alianza. 2007. ISBN 978-84-206-9489-4. La ciudad descrita a partir de la experiencia corporal: desplazarse, ver, escuchar, beber, comer, vestir.

La corrosión del carácter: las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo. Anagrama. 2006. ISBN 978-84-339-0590-1. No es solo el trabajador el que se ha vuelto “desechable”, lo es la idea misma del trabajo. Aparecen los temas de la descalificación de la habilidad, del valor de la rutina y del gesto artesanal.

El respeto: sobre la dignidad del hombre en un mundo de desigualdad. Anagrama. 2003. ISBN 978-84-339-6197-6.

El declive del hombre público. Península. 2002. ISBN 978-84-8307-423-7. Sennett se inquieta por los nuevos cultos de la intimidad, de la transparencia, de la exhibición de la persona privada a nombre de la autenticidad. Mucho antes de las redes digitales, Sennett diagnostica, ve un rechazo del espesor social, potencialmente totalitario. Anagrama. 2011. ISBN 978-84-339- 6322-2.7

Vida urbana e identidad personal. Península. 2001. ISBN 978-84-8307-424-4. Primeros trabajos sobre el tema urbano y la formación de las identidades en la ciudad moderna.

La conciencia del ojo. Versal. 1991. ISBN 978-84-7876-078-7. Palais-Royal. Versal. 1988. ISBN 978-84-86717-18-6.

La autoridad. Alianza. 1982. ISBN 978-84-206-2341-2. Narcisismo y cultura moderna. Kairós. 1980. ISBN 978-84-7245-112-4


Richard Sennett en 6 fechas

• 1943 Nace en Chicago

• 1961 Violoncellista profesional, diplomado de la Julliard School of Music de New York

• 1969 Diplomado de Harvard en sociología
• 1977 Fonda el New York Institute for the Humanities en la New York University, con Susan Sontag et Joseph Brodsky

• 1995 Profesor de sociología en la London School of Economics and Political Science. Reparte su vida entre Londres y New York

• 2012 Entra al Theatrum Mundi, red interdisciplinaria de arquitectos y de artistas de New York, Berlín y Londres. (2)  

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