Por Mauricio Castaño H
Historiador
Colombia Kritica


Célula de la sociedad es la familia. Al gobierno resta cuidarla y protegerla, en la salud, y en la pensión cuando sobreviene la vejez. A los gobiernos resta no dejar que se convierta en un vulgar negocio para enriquecer a unos pocos a costa de una mayoría pobre, es tremenda locura. Decimos locura porque atacar la familia es apuñalar a la sociedad misma. Por ello esta reflexión del consentimiento como una manera de abogar por la defensa del núcleo de la sociedad.


Dícese del consentimiento de quien expresa su libre voluntad, la cual conlleva una vinculación jurídica. La unión marital que concierne a tan sólo a dos, que deviene una familia, una reagrupación social que puede extenderse con la llegada de los hijos. A diferencia de las demás agrupaciones como lo son el barrio, la ciudad o las diversas asociaciones, es la familia particularmente calurosa y estable por el sólo hecho de ser reducida.

Cualidad tal que facilita su funcionamiento, porque el Uno se preocupa por el Otro, pues el vínculo tiene que ver con la afectividad, el auxilio, el socorro, la solidaridad, la asistencia en caso de que uno de los dos caiga en desgracia. En suma, lo que caracteriza la unión marital es una especie de un algo espiritual de la pareja unida, y no la sola utilidad o proximidad. "Solos vamos más rápidos, juntos más lejos."

La familia se hereda en el caso de los hijos. Ellos no tienen la posibilidad de escoger libremente a su familia, la padecen. Pero la familia no es perenne, ella se puede disolver con el divorcio. Pero en los gustos y amores hay cabida para mucho. Hay quienes sostienen sobre las uniones que están como predestinadas desde el cielo, que luego son confirmadas por el destino aquí en la tierra. Quizá es una fuerza de amor o de un cumplido bondadoso. Pero lo cierto es que se han encontrado amores desde y hasta siempre.

Un ejemplo que se nos viene a mano es el del economista y filósofo André Gorz, quien compartió su vida durante 58 años con su amada, que por temor a quedar sólo el uno del otro, decidieron poner fin a su existencia. En uno de los apartes de la carta dejada, antes del suicidio de la pareja, esto escribió.

«Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, no pesas más de cuarenta y cinco kilos, y todavía guardas la gracia deseable de la hermosura. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te amo más que nunca. Hace poco he vuelto a enamorarme de ti y llevo en mi seno, de nuevo, un vacío devorador que sólo colma tu cuerpo apretado contra el mío. Por las noches veo a veces la silueta de un hombre sobre una carretera vacía que atraviesa un paisaje desierto. El hombre camina tras un coche fúnebre, y el coche fúnebre te lleva a ti. No quiero asistir a tu incineración, no quiero que me envíen un bocal con tus cenizas. Oigo la voz de Kathleen Ferrier que canta «Die welt ist leer, Ich will nicht leben mehr», y me despierto. Acecho tu aliento, mi mano te roza. A los dos nos gustaría no tener que sobrevivir al otro. Y nos dijimos que si, por imposible que parezca, tenemos una segunda vida, querremos vivirla juntos».

Vemos en las familias colombianas toda una disposición por ser pilares vitales de la sociedad, el Estado debería protegerla como reza en nuestras leyes fundamentales. Por lo pronto no debemos trasladarle cargas que no le competen, cada vez el Estado la vuelve más miserable. Está destruyendo la célula de la sociedad.
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