Pierre-Yves Quiviger
Profesor de filosofía

Subrayemos de entrada la alegría que produce leer a un filósofo que trastorna las evidencias, que plantea frontalmente los problemas y que no duda en chocar con lo que llama un “humanismo almidonado”. No porque por principio haya que estar conforme con cualquier ruptura de consenso; las posiciones absurdas y detestables también están por fuera de consenso y a nadie se le ocurriría elogiarlas. Pero es necesario loar todo pensamiento que corre el riesgo del pensamiento y, bien simplemente se atreve a estar a contrapelo y fuera de compás. Eufemizaríamos si dijéramos que François Dagognet irritó en la cuestión de la donación de órganos.

Voy a recordar lo que caracteriza su posición, mostrando lo que de ella me parece
conceptualmente estimulante, antes de anotar algunas de sus dificultades, corriendo el riesgo de defender un humanismo aún más enfurtido y, además casuista, que aquel que irrita F. Dagognet.

En diversos pasajes de sus obras, desde Corps réfléchis (1990) hasta Cuestiones prohibidas (2002)5, François Dagognet se ha pronunciado a favor de lo que el llama indiferentemente una “nacionalización de los cuerpos”, una “socialización de los cuerpos”, una “mutualización de los cuerpos”. Se podría glosar sobre el carácter significante de este flotamiento de vocabulario; digamos simplemente que él dibuja en hueco un pensamiento del Estado extremadamente preciso, que es (para ir rápido) el de un hegelianismo de izquierda. Esta “socialización de los cuerpos” se articula por una parte con el proyecto provocador (e irónico en su formulación) de un “fin de los cementerios” (los elementos corporales serían reintegrados en los vivientes en lugar de ser abandonados a la putrefacción), y por otra parte con la visión perspectivista de un meta-cuerpo (Dagognet habla también
de hiper-humanidad). Se lo ve: la intervención política y ética del filósofo, en una cuestión precisa –como organizar la colecta de los órganos– se duplica en una lontananza conceptual extremadamente rica y ramificada.

¿Por qué este proyecto de “nacionalización de los cuerpos”? El primer elemento de la demostración –que es preciso no perder nunca de vista porque si así ocurre se termina acusando a Dagognet de “totalitarismo médico”6– es la falta de donantes con respecto a las necesidades de trasplantes. Dejo de lado la cuestión de los donantes vivos para sólo tratar el asunto de los comas profundos. Dagognet
remarca que en un número de casos importantes, se deja morir a accidentados sin
utilizar sus órganos, ya sea porque esos donantes potenciales no hicieron la donación correspondiente en vida, ya sea porque los padres, en el caso de los menores, se niegan, ya sea en fin, porque la familia al ser consultada se opone y porque el equipo médico no ha considerado adecuado (cuando se la comprende) pasar por encima de su voluntad. El punto de partida es la reflexión sobre la escasez; si no hiciera falta (ya sea porque la generosidad domine este mundo, ya sea porque los xeno- y alo-injertos se desarrollen) no habría necesidad de “socializar”.

El problema se vuelve entonces: ¿cómo disminuir la escasez? A la manera del
terrible caso del hospital de Nancy que describe F. Dagognet en Por una filosofía de la enfermedad7, ¿cómo evitar que dos personas mueran la misma noche en lugar de una sola? También acá conviene devolverle a la tesis de F. Dagognet sus matices, con el fin de comprender mejor el alcance de su audacia. Para él, el ideal es la donación generosa. Para decirlo de otro modo: de la misma manera que la “nacionalización” ya no tiene sentido en caso de abundancia de órganos disponibles, la “nacionalización” tampoco lo tiene en caso de generosidad generalizada. Esto significa –y es curioso que Dagognet no desarrolle este punto– que una política incitativa, en particular llevada a cabo por un trabajo pedagógico, podría permitir evitar esta política imperativa de la “socialización”.

Entendámonos bien: no estoy haciendo (no todavía) la crítica del estatismo de Dagognet; hago la crítica de la naturaleza de la política buscada en materia de donación de órganos. Y además no es tanto una crítica como una interrogación. La posición de François Dagognet parece en efecto haber evolucionado un poco; en el último texto que consulté, las Cuestiones prohibidas, me pareció que hesitaba en zanjar en vivo tan contundentemente como lo hacía antes, lo que me parece una forma de buen sentido; parece reconocer que la ley no podía demasiado radicalmente trastocar las costumbres; por lo demás él consideraba desde 1996, que el Derecho debía seguir “la realidad” y no oponerse a ella ignorándola8 (a propósito de la descomposición de la célula familiar “tradicional” para, en particular, justificar la posibilidad para las parejas homosexuales de recurrir a la procreación médica asistida).

En resumen: el contexto del proyecto de “socialización” política de los cuerpos es el de una escasez y de una falta de generosidad espontánea. Si estos dos elementos se presentan, según F. Dagognet, con el fin de evitar que dos personas
mueran (o tres o cuatro, pero no más; ya se verá más adelante que este asunto del número es, para mí, importante) en lugar de una sola, habrá que poder extraer, sin tenerle que consultar a nadie, ese pedazo destinado a la corrupción, a la pudrición, para reintroducirlo en el circuito del viviente.

Dagognet constata la ineficacia y/o la hipocresía de la ley y desea que la potencia pública declare el carácter “común”, “nacional”, “colectivo” de los órganos, desde que estos (y la restricción es importante) no pertenezcan ya verdaderamente al sujeto, dado que este está en estado de coma profundo. Acá se imponen tres anotaciones: 1/ Dagognet es intransigente sobre el carácter de “semi-cadáver” del donante; la mutualización no podría concernir a los vivos: mi cuerpo, incluso si él no es de esencia patrimonial, me es propio y no podría pertenecer a otro, ni siquiera al Estado. Es sólo la desaparición irreversible de la subjetividad la que hace que mis órganos basculen hacia lo colectivo; para decirlo de otra manera, el cuerpo propio sólo se vuelve parte de ese meta-cuerpo (pues se sabe que hay muchos tipos de meta-cuerpos en Dagognet) luego del desvanecimiento de la personalidad. 2/ F. Dagognet lo ha dicho claramente: él hace biopolítica en vez de bioética (se conocen sus reservas –probablemente excesivas– con respecto al consenso bioético). Lo que no le impide (y se lo ve claramente aquí) de que sea para  él inconcebible pasar por encima del respeto de la esfera de autonomía del paciente mientras que él esté vivo; la política de gestión de cuerpos es una política de los semicadáveres que sucede y se articula con una ética de los vivientes. 3/ como en la mayor parte de los proyectos socialistas de nacionalización (que se me permita esta pequeña ironía), el dinero es una cuestión tabú. Dagognet está de acuerdo con la ley francesa sobre el carácter extra-comercial de los productos y de los órganos humanos (con un matiz muy preciso referido a los productos sanguíneos de los que considera que los donantes –en particular los prisioneros– merecerían quizás una pequeña indemnización9); excluye así completamente la posibilidad de indemnizar de cualquier manera la “donación” de órganos (a la manera de la expropiación por causa de interés público). En suma, para decirlo un poco cínicamente, la nacionalización de los cuerpos es una donación (por su gratuidad) pero es una donación forzada (por su carácter obligatorio); el término “generosidad” toma aquí un giro un tanto particular.


Tratar de regresar sobre el principio de gratuidad puede parecer chocante, pero yo
quiero simplemente subrayar que el carácter extra-patrimonial y extra-comercial del cuerpo (que es indisponible) autoriza ciertamente la sobrevivencia de otros pacientes, pero permite también una actividad económica que genera ingresos para algunos actores del proceso (sin que se piense que ser remunerado por salvar vidas pueda cuestionar su dignidad, y afortunadamente).

Pero ya me estoy anticipando en las críticas… y me gustaría antes de ello subrayar que independientemente del método de la “nacionalización”, de este estatismo bienhechor (método que se habrá comprendido que me inquieta un poco) hay una visión filosófica del cuerpo colectivo que me parece bastante bella y que tiene que ver con un humanismo impersonal vigoroso y heurístico. Quiero decir con esto que en este punto la posición de Dagognet flirtea con un perspectivismo que tiene un perfume bastante nietzscheano; pues en el fondo, en este fin de los cementerios, ¿qué se ve? Un reciclado eterno de los constituyentes corporales, la apropiación por los cuerpos de elementos de otros cuerpos, y así ad libitum. Entonces ¿qué se vuelve el sujeto? Son posibles dos lecturas: una primera, que subraya Dagognet, con un cierto gusto por la paradoja, que evoca por ejemplo un “cuerpo místico”10, que acerca este proyecto a la inspiración cristiana que ve en el cuerpo lo que nos retiene en la Tierra y del que la muerte nos libera sin aniquilarnos (y entonces, en efecto, por qué fetichizar este cuerpo que ya no contiene lo que yo era); pero otra lectura es posible, que ve por el contrario en estos intercambios post-mortem, materia para meditar sobre la precariedad de los efectos de subjetividad, sobre el eterno retorno de los ensamblajes de materia viviente que se bautiza individuos. Es obvio que estas dos lecturas son perfectamente compatibles, en un horizonte leibniziano matizado de barroquismo; en el fondo esta nacionalización de los cuerpos nos puede conducir a una meditación del orden de la vanidad como estética.
Paso a mis reservas.

Ante todo, se le puede oponer a F. Dagognet que la ley Caillavet –que presume el consentimiento para la donación– debería resolver la penuria y que si no lo logra no podría ser a causa del número de personas que lleven consigo una carta indicando que ellas se niegan a dar sus órganos (y para las que en efecto el sistema inglés –del que Dagognet nos dice que prevé que uno no podrá recibir nada si uno no quiere dar nada— parece adaptado, al menos moralmente puesto que jurídicamente eso parece difícil de ponerlo en funcionamiento). Dagognet critica la hipocresía de la ley. ¿Por qué no? Pero ¿será preferible la “nacionalización”? Pues ¿cuál es la población que plantea problema? La que considera simbólicamente difícil o imposible que se le extraiga un órgano al cuerpo de sus hijos o de sus parientes. ¿Se podría enfrentar, tranquilamente, que se lo saque “al escondido”, sin consultar a sus parientes? La legislación médica que desarrolla desde hace algunos años las consultas, los avisos, las informaciones que se les da a los pacientes y a sus parientes, no va en este sentido. ¿Cómo integrar el proyecto de Dagognet a la democratización y a la contractualización de la salud?

Segunda reserva: uno de los resortes persuasivos de François Dagognet es, sobre esta cuestión, la distinción del interés privado y del interés general. Muestra primero que el interés privado del donante es nulo puesto que está muerto; muestra luego que el interés privado de los parientes y padres debe ser puesto en la balanza con el interés general. Estima, probablemente en buen derecho, que  sólo la potencia pública está en condiciones de hacer prevaler el interés general sobre el interés privado en un caso como este, habida cuenta de los pesados envites afectivos.

Confieso que no estoy de acuerdo para nada con el argumento de Dagognet en este punto y por dos razones:

1.- ¿Se está bien fundado al hablar de interés general cuando se trata de salvar una o dos personas? Quiero decir –corriendo el riesgo de reactivar una cierta casuística– que no es de la misma naturaleza arbitrar entre el estado psicológico de padres que están perdiendo a su hijo (porque incluso si el cuerpo médico afirma que el motociclista “está” muerto, para los padres que ven una vida mantenida artificialmente, és está “apenas” muriendo) y tratar de salvar la vida de un enfermo gracias al corazón de su hijo (primer caso), por una parte, y por la otra, arbitrar entre el riesgo estadístico que se puede hacer correr a una persona en 100.000 cuando se da una campaña de vacunación, y el número de personas salvadas por esa campaña (segundo caso). Y hago esta comparación puesto que Dagognet busca en el fondo plantear el problema de la donación de órganos como una cuestión de salud pública más que de ética médica. No creo que el interés general, incluso si no es necesariamente el interés de todos, pueda definirse como el interés de algunos (de los receptores de órganos), incluso si este cualquiera puede llegar a ser no importa cual de nosotros. Quiero decir con esto que una ley que autorice todas las extracciones en todas las situaciones (incluidos los menores) me parece fuente de efectos globalmente peores que las incertidumbres actuales (pongo por prueba un ejemplo que da el propio Dagognet cuando se indigna de que un médico le haya extraído los ojos a un paciente menor cuando los padres habían aceptado dar todos los órganos, excepto los ojos11). ¿Cómo una ley podría evitar favorecer este tipo de abusos?

2.- Segunda razón: ¿se puede definir el interés general por el solo criterio de la mortalidad? Yo sé que el notable trabajo de los médicos supone dar una oportunidad de sobrevivencia al máximo de personas. Por lo demás no veo cómo, desde un estricto punto de vista médico, se podría sostener otra cosa; y se entiende perfectamente que se ulcere viendo perecer a un paciente por falta de trasplante mientras que ve que termina bajo tierra un órgano todavía sano. Pero salgámonos de este caso (pues solamente están los principio y es bueno plantearse las cuestiones concretamente, caso por caso), de esta situación precisa, e imaginemos política y éticamente lo que sería una sociedad en la que, sin tener en cuenta lo que piensen los pacientes y sus parientes, los órganos fueran reutilizados desde que se presenta el estado de coma profundo. Voy a dejar de lado el riesgo –presentado por Hans Jones–  de falta de rigor en el momento del diagnóstico, o también el peligro de comercialización; con o sin razón, estos dos riesgos me parecen bien abstractos, al menos en la Francia del siglo XXI. Una de dos cosas: ya sea que nuestra sociedad se haya convertido a la visión hiperhumanista, metacorporal de François Dagognet, y entonces esta “socialización” legislativa sería inútil; o sea que ella no se haya convertido globalmente, y entonces la ley habría precedido las costumbres y un cierto orden simbólico; ¿creemos verdaderamente que los ciudadanos aceptarán que el Estado y el cuerpo médico acaparen los cuerpos, inclusive semi-vivos semi-muertos, e incluso por loables razones? ¿No hay acá un verdadero riesgo en términos de confianza, una verdadera degradación de las relaciones entre pacientes y médicos? ¿Se habrá preservado plenamente el interés general? No lo creo. Lo que quiero decir para terminar es que no estoy seguro de que el interés general pueda medirse según el único parámetro del número de muertes evitadas. Es indiscutible que nuestra época se ha vuelto muy exigente en términos de disminución de mortalidad, pero también es muy solicitante de satisfacciones individualistas y de relaciones de confianza (y la confianza se define de manera casi excesivamente exigente; se requiere entonces una filosofía del riesgo y de la precaución). Se puede uno lamentar o alegrarse por ello, lo que si es cierto es que la determinación del interés general no puede exonerarse de esto.

En resumidas cuentas, tengo miedo de que este diagnóstico me coloque del lado del liberalismo, de la casuística y de la bioética, tres cosas que poco le gustan a François Dagognet, si es que lo he leído bien. Y puede ser. Pero esto no va a impedirme admirar profunda y sinceramente la riqueza, la belleza y la singularidad de su filosofía, y de saludar su manera audaz, y sin embargo vital, de poner al servicio de problemas reales planteados por el mundo real, su finura conceptual y su sutileza intelectual.


Notas

5 Los textos más importantes son los siguientes: Corps réfléchis (pp. 84 ss.), el Cuerpo múltiple y uno
(1992)
6 Savoir et pouvoir en médecine, 1998, p. 278.
Microseminario Dagognet in memoriam
7 Op. cit., tr. Paláu, p. 59, col. 1ª.
8 Ibid., pp. 52-53.
Microseminario Dagognet in memoriam
17 de mayo de 2016 en la mediateca Rimbaud de la Alianza francesa del parque san Antonio, Medellín.
9 Ibid., p. 59, 2ª col.
10 Ibid., p. 60, 1ª col.
Microseminario Dagognet in memoriam
17 de mayo de 2016 en la mediateca Rimbaud de la Alianza francesa del parque san Antonio, Medellín.
11 Ibid., p. 59, 1ª col.

<tr. Paláu, Tercera lectura de la obra de François Dagognet. Instituto de filosofía, Universidad de Antioquia. Medellín, febrero de 2007>, Por una filosofía de la enfermedad (1996) <tr. Paláu, Revista Sociología 24. Medellín: Universidad Autónoma Latinoamericana, junio 2001> y Cuestiones prohibidas (2002) <tr. Paláu, Medellín, julio de 2008 – mayo de 2009>. Señalemos también la contribución de Jean-François Braunstein <tr. J. Márquez, Medellín, 13 de octubre de 2004> al volumen François Dagognet, una filosofía trabajando (R. Damien, ed.) <tr. Paláu, Medellín, febrero – 14 de marzo de 2016, para la sesión del micro-seminario Dagognet, in memoriam, mayo 11 de 2016>.

17 de mayo de 2016 en la mediateca Rimbaud de la Alianza francesa del parque san Antonio, Medellín.
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