Éric Vuillard
El orden del día
Barcelona, Tusquets, 2017
Trad. de Javier Albiñana
144 pp. 17 €
La objetividad histórica adquiere vida cuando se recrea con la frescura y la elegancia de lo imaginario. Galardonada con el premio Goncourt en 2017, El orden del día, de Éric Vuillard (Lyon, 1968), aborda la connivencia entre Hitler y los grandes empresarios de su tiempo con una fórmula que ya había empleado Laurent Binet en HHhH (acrónimo de «Himmlers Hirn heißt Heydrich», esto es, «El cerebro de Himmler se llama Heydrich»), que obtuvo idéntico premio en 2010. Binet reconstruye el atentado contra Reinhard Heydrich cometido por Jan Kubiš y Jozef Gabčík el 27 de mayo de 1942. Organizado desde Londres, se escogió como nombre clave «Operación Antropoide». Vuillard recrea la reunión de Hitler con los empresarios alemanes que lo financiaron y la anexión de Austria, con sus tormentosas negociaciones y claudicaciones. Ambos autores emplean las técnicas narrativas de la ficción literaria, pero cada uno escoge un camino diferente. Binet se introduce en la trama y reflexiona en voz alta sobre cuestiones formales, apuntando que la novela histórica falsea intolerablemente los hechos cuando recurre a la invención para llenar los huecos de la historia. Nadie sabe qué pensamientos y emociones pasaron por la mente de Jan Kubiš y Jozef Gabčík durante las distintas fases de la «Operación Antropoide». Describir su coraje y su miedo, su resignación y su fatalismo, su resistencia a morir y su determinación de acabar con Heydrich a cualquier precio, roza lo pornográfico, pues viola una intimidad inaccesible que debería ser preservada por sentido del decoro y honestidad intelectual. Éric Vuillard procede de forma distinta, admitiendo que la imaginación debe completar los vacíos históricos para ayudar a comprender el pasado. Prescinde de su yo y sus vicisitudes, y se interna en la mente senil de Gustav Krupp, atribuyéndole una alucinación sobrecogedora. Los espectros de los miles de operarios que le proporcionó la dictadura nazi para trabajar como mano de obra esclava en sus fábricas desfilan por el salón de su lujosa Villa Hügel, emergiendo de las sombras: «Vio ojos enormes, caras saliendo de las nieblas».

¿Se debería hablar de un nuevo género literario, una especie de «nuevo periodismo», al estilo de Tom Wolfe o Truman Capote, pero aplicado al campo de la historia? Al margen de la respuesta, quizás innecesaria, merece la pena destacar el esfuerzo de dos autores por comprender el fenómeno del nazismo y sus innumerables ramificaciones. Binet y Vuillard miran en la misma dirección, conscientes de que la demagogia, capaz de movilizar a las masas y producir las mayores aberraciones morales, no es un vestigio del pasado, sino un riesgo permanente que pone en peligro la democracia liberal. El mundo de los negocios prefiere mantenerse al margen de los debates ideológicos. Sólo defiende sus intereses y, si lo considera necesario, pacta con monstruos, como sucedió el 20 de febrero de 1933, cuando veinticuatro grandes industriales alemanes («veinticuatro lagartos», según Vuillard) se reunieron con Hitler y Hermann Göring en el palacio presidencial del Reichstag. Después de escuchar la retórica hueca del candidato a canciller, decidieron desembolsar una cantidad descomunal para asegurar el triunfo electoral del NSDAP.

Entre los asistentes, se encontraba Gustav Krupp, presidente del grupo Krupp AG, que antes y después de la Segunda Guerra Mundial lideró en Alemania el sector del acero, el armamento y la industria agrícola pesada. Vuillard esboza un difuso sentimiento de culpa en la vejez de Gustav Krupp, cuando el Alzheimer ya ha destruido su mente y no es capaz de experimentar pesar o arrepentimiento. Nada indica que le quitara el sueño haber colaborado con un régimen genocida, explotando hasta la muerte a los prisioneros de los campos de exterminio. Sería injusto omitir el nombre las grandes empresas que actuaron del mismo modo: Bayer, Agfa, BMW, Daimler, Opel, IG Farben, Siemens, Allianz, Telefunken. Todas emplearon mano de obra esclava procedente de Mauthausen, Dachau, Auschwitz, Buchenwald, Flossenbürg. Gustav von Krupp construyó incluso una filial cerca de Auschwitz y le dio el nombre de su mujer a la fábrica de Berthawerk. De los seiscientos deportados que se incorporaron a las fábricas de Krupp en 1943, sólo sobrevivieron veinte. Mugrientos e infestados de piojos, se levantaban a las cuatro y media de la mañana, incluso en invierno, recorriendo kilómetros con unos simples zuecos y sin otro abrigo que un uniforme con el espesor de un pijama. Su expectativa de vida rondaba los tres meses.

Después de la guerra, algunas de las grandes empresas que se habían beneficiado del trabajo esclavo se fusionaron, incrementando su influencia. Es el caso del grupo ThyssenKrupp, uno de los pilares del Mercado Común. Los supervivientes exigieron compensaciones por su sufrimiento. Gustav no había titubeado a la hora de donar grandes cantidades a Hitler, pero su hijo Alfried, tras negociar con los abogados de las víctimas, estimó que sería suficiente pagar 1.250 dólares por superviviente. Después, bajaría a 750 y a 500. Finalmente, tras una avalancha de reclamaciones, suspendió los pagos. Alfried comentó despectivamente que «los judíos habían salido muy caros». Lo cierto es que las grandes empresas que apoyaron a Hitler con generosos donativos financiaron indirectamente la Shoah y se aprovecharon de la disponibilidad ilimitada del trabajo esclavo. Pocas veces se menciona que el número de campos de concentración excedía los diez mil y que esa gigantesca telaraña no habría prosperado sin la complicidad de las elites económicas. Sería absurdo afirmar que Gustav Krupp desconocía las intenciones genocidas de Hitler, pues el programa del NSDAP incluía la búsqueda de «una solución definitiva al problema judío» y la demanda del «espacio vital» del pueblo alemán.

Apenas logró el cargo de canciller, Hitler convocó a los generales de los tres ejércitos y les informó de sus planes: extirpar el comunismo, deportar a los judíos, ocupar Europa del Este y crear un Estado totalitario. Ningún general se opuso ni manifestó su desagrado. Sólo el barón Kurt von Hammerstein-Equord, jefe del Alto Mando, expresó en privado su desacuerdo, lo cual le costó la inmediata destitución. Desde entonces, nunca ocultó el desprecio que le inspiraba la dictadura nazi. Desgraciadamente, no pudo asistir a su caída, pues murió el 23 de abril de 1943. Durante el entierro, su familia no consintió que la bandera nacionalsocialista cubriera el ataúd. Más tarde, la periodista Ursula von Kardorff escribió: «No he conocido a muchos hombres que estuvieran tan abiertamente en contra del régimen, y sin ninguna cautela, sin ningún temor. Es asombroso que nunca lo arrestaran». Hans Magnus Enzensberger (Baviera, 1929) publicó en 2008 Hammerstein o el tesón, un texto híbrido con fotografías que evoca la literatura de W. G. Sebald y que se aproxima a la fórmula de Binet y Vuillard, pero incluyendo una ambiciosa licencia: una entrevista imaginaria entre Hammerstein y el propio escritor. Hammerstein nunca abandonó su actitud beligerante. Desde su destitución, salía a la calle con un revólver en el bolsillo. No quería morir sin ofrecer resistencia y cuando le aconsejaron prudencia, contestó: «¡Eso no va conmigo!». En otro momento comentó: «El miedo no es una visión del mundo». No hay una figura similar en el mundo empresarial, donde el sentido del riesgo raramente contempla la exposición de la propia vida.

Vuillard sostiene que «las empresas no mueren como los hombres. Son cuerpos místicos que no perecen jamás». El nazismo intentó transformar la política en una religión, con sus dogmas, sus mártires y su paraíso. Se consideraba heredero del imperio romano y se atribuía el deber de purificar la tradición cristiana de elementos orientales o judíos, como la compasión. Fracasó, pues los pueblos agredidos u ocupados no se resignaron a vivir bajo su bota. En cambio, las grandes empresas, con su rosto amable y sus elaboradas estrategias de seducción, continúan reinando en una utopía global basada en la insaciabilidad del deseo. Las grandes empresas se han apropiado de nuestra rutina: «Cuidan de nosotros, nos visten, nos iluminan, nos transportan por las carreteras del mundo, nos arrullan». Son los nuevos dioses: «Están ahí, en todas partes, bajo la forma de cosas». Vuillard no atribuye a las grandes empresas toda la responsabilidad sobre el ascenso del nazismo. Las democracias occidentales cortejaron a Hitler en sus inicios, mostrando a veces simpatía hacia algunas de sus ideas, como el nacionalismo, la eugenesia y la superioridad racial de los europeos. Lord Halifax, presidente del Consejo británico, acudió a Alemania invitado por Hermann Göring, un sangriento bufón que «probablemente había soñado con ser actor y lo consiguió a su manera». El vizconde inglés se alojó en la residencia de Göring, participando en sus cacerías y charlando en un tono de camaradería. No sabemos qué impresión le produjo su parque de bisontes, su dócil cachorro de león, sus trenes de juguete circulando por una maqueta colosal. El honorable vizconde se cruzó con Hitler y lo confundió con un sirviente, lo cual le sirvió para añadir una nueva anécdota a su repertorio de ocurrencias. El aristócrata inglés nunca disimuló su horror hacia la plebe. Cuando Irlanda sufrió una gigantesca hambruna, ocupaba el cargo de ministro de Finanzas y del Tesoro. Se negó a prestar cualquier clase de ayuda, aceptando con indiferencia que murieran un millón de irlandeses. Quizás eso explique la carta que escribió a Baldwin, reflejando la impresión que le habían producido los líderes nazis y su ideología: «El nacionalismo y el racismo son fuerzas pujantes, ¡pero no las considero ni contra natura ni inmorales!» Por otro lado, los nazis «odian de verdad a los comunistas. Y le aseguro que nosotros, de estar en su lugar, sentiríamos lo mismo».

Vuillard señala que Hitler no brota de la nada. El fervor nacionalista de Herder y Fichte, la exaltación del Estado prusiano de Hegel, la utopía comunitaria de Schelling y la épica de los círculos wagnerianos prepararon el terreno en el ámbito de las ideas, creando entre las elites intelectuales un espíritu favorable a un racismo místico y pangermánico. Sólo hacía falta un líder populista que transformara este discurso en un mensaje asequible a las masas. Algunos alegarán más tarde que Hitler engañó a los alemanes de buena voluntad, pero lo cierto es que, apenas consigue el poder, muestra claramente sus intenciones. En 1933, arde el Reichstag. Ese mismo año, comienza a funcionar Dachau y se impone la esterilización forzosa de los enfermos mentales. En 1934 se produce la Noche de los Cuchillos Largos, una purga del sector más revolucionario del NSDAP que dio lugar al menos a un centenar de asesinatos y miles de arrestos. En 1935 se aprueban las leyes raciales de Núremberg para salvaguardar la sangre y el honor del pueblo alemán. La represión interna sirve de motor de combustión a las políticas imperialistas. Nacido en Braunau am Inn, Hitler considera que Austria es parte del Reich y debe someterse a su autoridad. El «austrofascismo» del canciller Engelbert Dollfuss, asesinado por los nazis el 25 de julio de 1934, y de su sucesor, Kurt Schuschnigg, no logrará contener la voluntad anexionista del Führer. Schuschnigg será invitado al Berghof, donde se le intimidará para ceder el poder a los nazis austríacos y colocar al país bajo la protección del Reich. Schuschnigg volverá a Viena para proponer al presidente Wilhelm Miklas que nombre ministro del Interior al pronazi Arthur Seyß-Inquart, viejo compañero de estudios. Schuschnigg y Seyß-Inquart cursaron juntos la carrera de Derecho. Ambos han hablado de Anton Bruckner y Wilhelm Furtwängler, su mejor intérprete, mientras paseaban, comentando el proceso creador del atormentado y neurótico compositor. No sospechaban que el destino les reservaba un final diferente. Seyß-Inquart será ahorcado tras ser condenado a muerte por crímenes contra la humanidad en los juicios de Núremberg. Schuschnigg, autoritario e intransigente, sentirá la necesidad de oponer una tibia resistencia a Hitler, solicitando un referéndum para llevar a cabo la anexión de Austria. Ese gesto le costará seis años de confinamiento en campos de concentración alemanes. Primero, Sachsenhausen; después, Dachau. Liberado por los norteamericanos, acabará sus días como profesor universitario en la Universidad Católica de Saint Louis. Casi nadie recordará sus ideas retrógradas y su autoritaria forma de gobernar como canciller de Austria.

Vuillard demuestra su talento narrativo al recrear la verborrea (en realidad, una maniobra de distracción) de Joachim von Ribbentrop mientras almuerza con Neville Chamberlain y Winston Churchill. Ribbentrop habla incansablemente del gran Bill Tilden, ganador de la Copa Davis siete veces seguidas. Mientras tanto, la Wehrmacht cruza la frontera austríaca. Son muchos los que se echan a las calles para celebrar la llegada de los alemanes, pero otros tiemblan de miedo y angustia. La épica Blitzkrieg, teorizada por el carismático general Heinz Guderian en su tratado Achtung-Panzer!, se convierte en una pantomima ridícula por culpa de las averías mecánicas de los carros blindados. Guderian había destacado la trascendencia de los tanques en el campo de batalla. En esas fechas, el Panzer IV aún se hallaba en sus fases iniciales, pero más tarde se revelaría como un arma decisiva. El Tratado de Versalles prohibía a Alemania la construcción de carros blindados, pero se había recurrido al ardid de fabricarlos en el extranjero mediante sociedades pantalla: «La ingeniería financiera se ha prestado desde siempre a las más nocivas maniobras», apunta Vuillard. Después de la proclamación del Anschluss, Hitler convocará un plebiscito que logrará un respaldo de un 99’7% de los austríacos. En la siguiente semana se suicidan mil setecientas personas: socialdemócratas, comunistas, intelectuales, judíos. Las autoridades cortan el gas a los judíos para que no lo utilicen como método de suicidio y dejen las facturas sin pagar. Es tentador identificar el mal absoluto con Hitler, que vocifera y gesticula como un orate en los mítines, mascullando las palabras. Sin embargo, el mal absoluto está en las sonrisas de las muchachas que agitan una banderita con la cruz gamada, expresando su entusiasmo por el Anschluss. Está en los grandes empresarios que financiaron a Hitler: «No son monstruos antediluvianos, criaturas lastimosas desaparecidas en los años cincuenta, bajo la miseria pintada por Rossellini, transportadas a las ruinas de Berlín. Esos nombres siguen existiendo. Poseen inmensas fortunas. Sus sociedades se han fusionado en alguna ocasión y forman todopoderosos conglomerados».

¿Dónde está entonces el bien, la decencia, la dignidad? En los dedos del pintor Louis Soutter, que pinta «repulsivos y terribles monigotes que se agitan en el horizonte del mundo donde rueda un sol negro». Soutter lleva quince años en el asilo de Ballaigues cuando Schuschnigg y Hitler se reúnen en el Berghof. Incapaz de sostener un lápiz o un pincel, utiliza sus dedos para pintar. Su mente, tan herida como la de su compatriota Robert Walser, ha naufragado en la pena, la confusión y el desconsuelo, pero conserva una extraña lucidez: «Moja sus dedos retorcidos en el frasquito de tinta y nos muestra la verdad de su tiempo. Una gran danza macabra». No menos clarividente, Günther Stern, que más adelante decidirá apellidarse Anders para establecer un vínculo permanente con el «Otro», trabaja en esas fechas en Hollywood Custom Palace limpiando los disfraces con que se ruedan las películas. Entre los trajes almacenados, hay uniformes nazis. La verdad emerge en un lugar concebido para fabricar ilusiones. El nazismo nunca será olvidado. Antes de que comience la Segunda Guerra Mundial, ya es una máscara del mal absoluto, radical.

Éric Vuillard ha conseguido sacar a la luz en El orden del día «el dobladillo mugriento» de la Historia. El «perfil amable de los acontecimientos» conspira para mantener en un lugar secreto y remoto «el hule amarillento, la matriz del talonario, la mancha de café», pero es imposible comprender lo que significó el nazismo sin escarbar en la trastienda, aceptando que un partido político no se hace con el poder sin el apoyo financiero de las elites económicas. ¿Significa eso que el dinero es intrínsecamente perverso, que sus propietarios siempre están dispuestos a aliarse con el demonio para preservar sus privilegios? No necesariamente. Las masas pueden ser bombardeadas con publicidad y eslóganes, seducidas y chantajeadas con promesas y gestos, pero si no han acumulado odio, resentimiento, miedo, rabia, ira, autocomplacencia, narcisismo y autocompasión no sucumbirán a un discurso que justifica el crimen, la tortura y el genocidio. No pretendo salvar a Gustav Krupp, que actuó de forma abominable, sino determinar que el nazismo es producto de una culpa colectiva. Hitler necesitaba a industriales poderosos como Krupp, pero también al hombre común, que aceptó el papel de verdugo con entusiasmo. Hannah Arendt afirmó lúcidamente que el «hombre corriente y banal» es el gran asesino del siglo XX.

Nadie podrá impedir que otros magnates como Krupp financien en el futuro nuevas aventuras terroríficas, pardas o rojas, pero si no queremos reproducir los errores del pasado, debemos impulsar una pedagogía capaz de inculcar en las nuevas generaciones respeto y aprecio hacia la democracia y sus libertades. Escribe Vuillard: «No se cae dos veces en el mismo abismo. Pero siempre se cae de la misma manera, con un mezcla de ridículo y de pavor». Los abismos nunca perderán su poder de seducción, pues se disfrazan de hermosas utopías: la misión del pueblo alemán, la dictadura del proletariado, el derecho de autodeterminación de pueblos supuestamente oprimidos. Los ideales más prosaicos –como la paz, la tolerancia, el respeto mutuo, la solidaridad, la convivencia‒ no son tan atractivos y deslumbrantes, pero nos garantizan un porvenir más humano.
Rafael Narbona es escritor y crítico literario. Es autor de Miedo de ser dos (Madrid, Minobitia, 2013) y El sueño de Ares (Madrid, Minobitia, 2015).


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