Por Francois Dagognet
El vviiente debe morir porque no puede asegurar durante mucho tiempo esta proeza de su autonomía relativa.  El desgaste lo acecha; el mismo texto, a fuerza de imprimirse y recomenzarse a toda marcha, termina por desnaturalizarse.  Cada ser se canceriza a lo largo de la jornada y logra, es verdad, corregir las pequeñas deformaciones que lo afectan. En suma, es suficiente con una intervención o con una superposición de letras para que el “sentido” se pierda; por lo demás, de acá deriva la importancia y la variedad de las enfermedades llamadas “auto-inmunes”, que proceden de que el sujeto ya no se reconoce y se comporta con respecto a sí mismo como un extraño al que hay que combatir (la escisión interna).  De paso, encontramos acá la prueba de que *la enfermedad nace siempre adentro; ella no viene de fuera, o entonces, si de allí parece proceder, es porque encuentra en nosotros complicidad. Uno siempre está enfermo de sí y a menudo a causa de uno mismo*

Otra justificación de una muerte obligada y saludable: la estabilidad profunda, constitutiva de la vida y del viviente, no concierne al individuo sino a la especie.  Y esta no deja por lo demás de beneficiarse de aquella, así como juega con todo su patrimonio costosamente adquirido; la sexualidad asegura entonces su mezcla (el otro en lo mismo), garantiza a la vez la sólida permanencia y la explotación de todo el stock.  Si la vida no captase la oportunidad de estos reajustes posibles, terminaría por ceder a la lógica del recomienzo o de una identidad miserable. En consecuencia, ella recombina. Es necesario pues morir; si por lo demás los vivos no desapareciesen, no podrían innovar; además de que no podemos desentendernos del hecho de que se asistiría a un amontonamiento insoportable y a una sobresaturación que nos arrastraría de todas maneras a la destrucción.
El viviente resulta así en la confluencia de una doble obligación: la permanencia, pero también la renovación, dos posibilidades que se contradicen si no se apercibe la conexión entre ellas.  ¿Y para qué preservar lo que no tiene precio? Para este efecto, es necesario entonces admitir transformaciones y la originalidad (la reorganización). Ningún ser se parece a otro; sin embargo, hay algo más que la similitud entre ellos; todos participan ante todo del mismo alfabeto y cada uno de ellos recurre a los mismos mecanismos con el fin de preservar su identidad.  Por todas partes, constatamos la imbricación de las dos exigencias, la de cambio (para no hablar de las mutaciones favorables a los cruces) y la de conservación. El viviente sólo ha suspendido el tiempo por un instante, pero no por ello puede pretender la duración, que sólo le concierne al género; la vida y la muerte son inseparable.

El hombre desaparece tanto mejor cuanto que venció a la vida, y ha logrado transponerla; si sobrevive ya en la especie, por ello mismo ha superado sus límites.  En efecto, nuestra memoria se marchita porque se ha deslastrado de su fardo en provecho de centros documentales; nuestro juicio queda en poder de los sistemas-expertos que hemos sabido forjar.  El hombre vivo no cesa de fabricar máquinas que lo reemplazan (regresamos por acá a la tesis del hombre-máquina, con la condición de invertir los dos términos: no que el hombre se haya vuelto máquina sino que la máquina se vuelve el sustituto del hombre).

tr. por Luis Alfonso Paláu para el microseminario “François Dagognet in memoriam”, Alianza francesa; Medellín, mayo 8 de 2016.

Completado y corregido junio 9 de 2020.

http://www.philagora.net/epistemo/dagognet/substrat2.php

F. Dagognet, in Reflexiones epistemológicas sobre la vida y el viviente: in Philagora, de la editorial Bordas < http://www.philagora.net/epistemo/dagognet/liens-vivants3.php  >

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