Por Paola Cadavid Acevedo
Abogada
Colaboración para Colombia krítica

A modo de contexto

No puede hablarse de restitución de tierras sin antes hablar de conflicto armado con sus causas y efectos, pues Colombia ha venido atravesando tal vez uno de los más desgastantes y prolongados del continente. Desde hace más de seis décadas ha sufrido transformaciones generadas por diversos actores involucrados en éste, que lo han contaminado y deshumanizado.

Lo anterior ha dejado una enorme cifra de víctimas, especialmente de personas en situación de desplazamiento, y posicionó a Colombia en los primeros lugares de esta problemática a nivel mundial. Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (2018, p.6), desde el año 2015 Colombia se ubica en el segundo puesto, incluso por encima de República Democrática del Congo, Somalia, Etiopía, Nigeria y Yemen, solo superado por Siria.

De acuerdo a cifras de la Unidad de Atención para las Víctimas con corte a 28 de mayo de 2019, en el Registro Único de Víctimas se encuentran registradas 8.816.304 personas, de las cuales 7.849.141 lo son por desplazamiento.

Ahora, no se está solamente frente a una crisis humanitaria derivada del desplazamiento forzado, sino que también debe considerarse lo que puede colegirse como una simbiosis causa – consecuencia: el despojo de tierras. Lo anterior, porque los orígenes del conflicto armado en Colombia devienen de las frustradas reformas agrarias que requería el país, y que desencadenaron una serie de reclamaciones provenientes de los movimientos campesinos que, alzados en armas, buscaban una reivindicación de sus derechos a la tierra dadas las profundas inequidades que padecía la población rural, la enorme concentración y la ausencia de mecanismos redistributivos. Uno de los momentos más icónicos está relacionado con la expedición de la Ley 135 de 1961, iniciativa del presidente Carlos Lleras Restrepo, que buscaba precisamente corregir las anteriores problemáticas a través del diseño de procedimientos, instituciones y técnicas que democratizaran el acceso a la tierra por parte de la población rural más vulnerable. Tal como lo aduce Álvarez Silva (2016, p. 133), con esto se pretendía superar y prevenir los estragos de las luchas bipartidistas que también tuvieron origen en dos anteriores reformas agrarias que fracasaron y detonaron el levantamiento de los campesinos contra los terratenientes, recogidos los primeros por facciones del Partido Liberal y los segundos enfilados en el Partido Conservador. Pese a lo anterior, se requirió de una legislación que complementara algunos vacíos de la Ley 135 de 1961, pues a pesar de los esfuerzos institucionales, se debían regular otros aspectos como la aparcería y la mera tenencia. La Ley 1 de 1968 tenía ese propósito y fijó reglas claras frente a las áreas explotadas. 

Pero quizá el aspecto más vanguardista de esta legislación es la creación y promoción de mecanismos organizativos que permitieron que los campesinos tuvieran una fuerte e importante interlocución con el estado colombiano. Sin embargo, la Ley 135 de 1961 y sus normas complementarias fueron vistas como una amenaza para quienes ostentaron históricamente la titularidad de la tierra bajo estrategias de concentración de la propiedad y para políticos de corte tradicional. Ellos consideraban que estas normas agrarias eran contraproducentes para la libre empresa. Es por ello que en 1972, representantes de estos grupos se reunieron en Chicoral, Tolima, con el objetivo de promover una contrarreforma agraria que hiciera contrapeso a las políticas implementadas desde el antiguo gobierno de Lleras Restrepo, lo que se conoció coloquialmente como “El Pacto de Chicoral”. Estas propuestas quedaron plasmadas en la Ley 4 de 1973 que entre sus aspectos más relevantes tuvo el de endurecer los requisitos para la adjudicación de baldíos y la flexibilización de los estándares para la compra de tierras por parte del Estado. Según Sánchez León (2016, p.132), ante la falta de respuesta por parte del gobierno a las necesidades de la población rural vulnerable, empieza el surgimiento de movimientos radicales de campesinos inconformes que son el caldo de cultivo de los grupos guerrilleros. 

Lo anterior también fue documentado por Pizarro León Gómez (1986, p.402) al dar cuenta del nacimiento de las FARC, que paradójicamente es el resultado de una serie de movimientos de autodefensas campesinas agremiadas que nacen en respuesta a las agresiones militares que sufría la población rural que por la fuerza implementó “la toma revolucionaria por la tierra”, sienta esta práctica consistente en la invasión de latifundios. Mantener un grupo armado de largo aliento con vocación de poder y que aspiraba a tomarse la institucionalidad por las vías de hecho era un reto mayúsculo en términos de resistencia, reclutamiento y financiación. Es entonces cuando se debe recurrir a formas de generar recursos que permitan la lucha armada, por lo que las estrategias inmediatas y más lucrativas para la cooptación de ingresos fueron el secuestro y la extorsión, a las que recurrieron la mayoría de grupos guerrilleros. Sin embargo, a medida que estos grupos insurgentes iban haciendo presencia en los territorios y expandiendo su accionar, las exigencias logísticas y de suministros iban creciendo. Otras fuentes de financiación no se hicieron esperar, especialmente las ligadas a la producción de cocaína en sus distintas fases. Esto implicó la participación de las guerrillas, especialmente de las FARC, en distintas tareas tales como la vigilancia de cultivos ilícitos y laboratorios, y el cobro de “impuestos” al producto procesado. Según Melo (2017, p.261), tales estrategias fueron exitosas y por ello entre 1982 y 1998 se da el momento de mayor consolidación de los grupos insurgente. 

A su vez, se va dando simultáneamente una contaminación y degradación del conflicto por los métodos utilizados que iban en contravía del Derecho Internacional Humanitario. Precisamente como respuesta a estas ofensivas y ataques, y ante las limitaciones de un ejército con bajo presupuesto, sectores de terratenientes y narcotraficantes se aliaron para crear grupos de autodefensas que rápidamente obtuvieron el respaldo de ciertos miembros de las fuerzas militares. Estos grupos fueron vistos como una eficaz alternativa de lucha contrainsurgente sin las limitaciones normativas y operacionales que restringían el accionar de los ejércitos regulares. Con este nuevo actor en escena, el conflicto armado colombiano se extendió y dilató, alcanzando su punto máximo entre 1986 y 2016. A su vez, sufriendo una enorme degradación por las nuevas tácticas de control militar, económico, territorial y político que incluían graves y masivas violaciones a los derechos humanos. Todas las partes involucradas recurrieron a masacres, tomas de poblaciones y desplazamientos forzados para mostrar poderío frente al adversario, el Estado o la población civil. 

La lucha no es solo por la distribución de la tierra, sino que los actores en conflicto ven en el acceso a la misma, ya sea mediante mecanismos de expulsión de sus explotadores o a través de negociaciones fraudulentas, una nueva forma de adquirir recursos para la guerra que fueron destinados a reservas estratégicas o al beneficio de auspiciadores o simpatizantes de ambos grupos. Surge entonces el concepto del despojo, como la acción encaminada por parte de los grupos armados para sustraer mediante actos violentos o fraudulentos un predio que está siendo explotado o habitado por alguien. Esto deja en evidencia que no se trata de un hecho aislado sino que es una estrategia diseñada y orquestada en la cual se busca acceder al mayor número de hectáreas de tierra. Las modalidades y técnicas empleadas por los diferentes grupos ilegales quedaron consignadas en el informe de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (2009, p.19), que da cuenta también de los territorios más afectados con estas estrategias. Es así como la expulsión o despojo material, las ventas forzadas, las suplantaciones de identidad, e incluso, trámites judiciales y administrativos fueron utilizados por los actores armados o sus testaferros para acaparar la tierra de los campesinos en donde se ejercía control territorial por un grupo hegemónico. Ya pasando a la dimensión del problema y el número de personas y predios afectados, hasta 2012 no se tenía una herramienta que censara tanto a despojados como a sus bienes. Esto lleva a que la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (2009, p.21) recopile una variedad de cifras que devienen de distintas fuentes y que tratan de aproximarse a la problemática. En esa recopilación, tanto la academia, como las organizaciones de víctimas y entidades públicas se han pronunciado frente a cuál es la realidad del despojo en Colombia. 

Este oscila entre 1.2 millones de hectáreas según la investigadora Ana María Ibáñez y 10 millones de acuerdo al Movimiento Nacional de Víctimas de Estado – MOVICE. Aunque entre unas y otras cifras hay una enorme diferencia, así se acoja la más moderada, propuesta por la profesora Ibáñez, no deja de ser escandalosa. En el caso del departamento de Antioquia, de acuerdo a cifras de la Unidad de Atención y Reparación Integral a Víctimas, este ha aportado el mayor número de afectados por el conflicto armado. A 31 de diciembre de 2019 se tenían registradas 1.922.150 víctimas3, lo que corresponde al 21% de todos los registros a nivel nacional. En el tema de restitución de tierras, el 24% de las solicitudes versan sobre bienes ubicados en este departamento, pues con corte a 30 de noviembre de 2019, la Unidad de Restitución de Tierras había recibido 124.132 a nivel nacional.4 Lo anterior coloca a Antioquia en el deshonroso primer lugar de victimizaciones a nivel nacional. Su territorio extenso y diverso, su ubicación geográfica estratégica con salida al mar y zona de cordillera y su inmenso capital hídrico, forestal y minero; lo hizo atractivo para todos los actores del conflicto. Se suma a lo anterior, la presencia hegemónica de los grandes carteles del narcotráfico, que como ya se explicó en párrafos anteriores, no solo oxigenaron financieramente a los grupos armados, sino que se valieron de los mismos para expandir sus operaciones. En una investigación anterior en la cual participó esta autora en el año 2009, se hizo un diagnóstico territorial de las subregiones más afectadas por el conflicto. Con este objetivo se utilizaron las denuncias para acceder a los mecanismos de esclarecimiento judicial y reparación bajo el marco de la Ley 975 de 2005 o Ley de Justicia y Paz, que realizaron las víctimas. Este trabajo fue pionero en el departamento de Antioquia y se basó en 3.602 documentos judiciales recogidos en jornadas de atención en todas las subregiones del departamento. Los investigadores Balvín, Cadavid, Insuasty & Restrepo (2009) encontraron que los picos más altos de violencia se ubican entre 1993 y 2003, pero a su vez, lograron clasificar las victimizaciones por subregión de acuerdo al siguiente cuadro: (Balvín et al. 2009, p. 71) 

No obstante este primer acercamiento desde la academia, es importante recoger las estadísticas oficiales que han sido construidas por la entidad encargada de la atención y reparación a las víctimas, que parametrizó los tipos de victimización más predominantes. Se encontró que en el departamento de Antioquia se tienen registrados 1.685.191 eventos de desplazamiento forzado, seguidos de 315.283 homicidios.5

La Ley de Víctimas y Restitución de Tierras: un hito histórico para el país Ante el drama humanitario que dejaban las estelas de la guerra en el país, en 2011 se sanciona la Ley 1448, más conocida como la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras. Esta normativa no sólo establece y diseña un sistema para la atención y la reparación a las víctimas, sino que hace reconocimiento político a la existencia del conflicto armado interno. Presupone que los afectados por este estado de beligerancia deben ser destinatarios de un importante número de acciones afirmativas por parte del Estado colombiano como máximo garante de la vida, integridad, honra y bienes de sus asociados. Esta ley responde a estándares internacionales que exigían una respuesta humanitaria a las hostilidades provenientes de diferentes actores que en un principio tuvieron una bandera ideológica pues no se trataba de simples terroristas o delincuentes comunes. Esta conquista de derechos representó un arduo camino que recorrieron las víctimas y las organizaciones sociales y tuvo importantes antecedentes como la Ley 387 de 1997 o Ley de Desplazamiento Forzado; ley 418 de 1997 o Ley de Orden Público y la Ley 975 de 2005 o Ley de Justicia y Paz. Sin embargo, esas anteriores legislaciones no contemplaban mecanismos jurídicos que reversaran los despojos ocurridos en el marco del conflicto armado. Adicionalmente, las acciones ordinarias consagradas en la legislación civil tales como las reivindicatorias y posesorias, por nombrar algunas, contemplan términos de prescripción muy cortos que en la mayoría de los casos ya se habían cumplido. La legislación ordinaria establece unos estándares probatorios muy altos que muy difícilmente una persona en situación de desplazamiento podía cumplir, pues la obtención y presentación de la sola prueba documental de por sí, ubica al reclamante de tierras en una posición desventajosa con respecto a su contraparte.

Ante este escenario complejo para los afectados por el despojo de tierras se debía pensar en una normativa que atendiera como mínimo cuatro aspectos que facilitaran el acceso a la justicia por parte de las víctimas:  Inversión de la carga de la prueba.  Flexibilización probatoria.  No prescripción de los términos.  Medidas complementarias que faciliten el retorno de las comunidades. Bajo estas premisas se construyó el capítulo de restitución de tierras de la Ley 1448 de 2011, que entre otras novedades contó con la estructuración de una serie de presunciones en favor del despojado, el diseño de un procedimiento expedito y la configuración de unas acciones de seguimiento a los fallos. El objetivo era que la restitución no solo fuera una forma de volver a patrimonializar a la población en situación de desplazamiento, sino que como bien lo mencionara Uprimny-Yepes & Sánchez (2010), se superaran las brechas de la inequidad en la búsqueda de una restitución transformadora y no solo un procedimiento formalizador.


Notas

* El presente arítculo es parte de la tesis de maestría en Derecho de Familia de Paola Andrea Cadavid Acevedo, Escuela de Derecho, Universidad EAFIT 4 de abril de 2020

1. Cifras extraídas del portal de datos abiertos de la entidad ubicado en https://www.unidadvictimas.gov.co/es/registro-unico-de-victimas-ruv/37394

2. https://www.restituciondetierras.gov.co/estadisticas-de-restitucion-de-tierras

3. Ibídem, pág 15

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