Subjetividad y normatividad en Canguilhem y Foucault
Ponencia presentada el 1º de junio de 2016 en el marco de una jornada de estudios sobre «Michel Foucault y la sujetivación» (Universidad Paris-Est Créteil)
por Pierre Macherey

Cuando Canguilhem tuvo conocimiento de la primera gran obra de Foucault, Historia de la locura, sobre la que tuvo que escribir un informe en tanto que jurado de tesis, inmediatamente subrayó su carácter innovador, y su importancia, mucho más allá de los límites concedidos a un trabajo especializado que concernía la historia de la psiquiatría; algunos años más tarde, hacía aparecer en la colección Galeno que dirigía en PUF, Nacimiento de la clínica, la obra de Foucault que sin duda más le interesó porque su tema lo concernía de más cerca, y a la que a menudo se refirió en sus propios trabajos.  En fin, cuando Les Mots et les choses fue puesto en circulación, le consagró con el título «¿Muerte del hombre o agotamiento del Cogito?», un importante estudio aparecido en 1967 en Critique en el que, tomando su defensa contra sus contradictores o sus censuradores –se estaba entonces en plena querella del humanismo– él elogiaba la “lucidez” del proceder de Foucault, a propósito de la que llegaba hasta sugerir en conclusión que ella podría jugar con respecto a las ciencias humanas un rol comparable al que había jugado la Crítica de la razón pura para las ciencias de la naturaleza.  Por lo demás, uno de los últimos escritos de los que Foucault autorizó su publicación fue la retoma de una presentación general del camino de Canguilhem, que había sido redactado en 1978 en el momento en que lo tradujeron en los EE. UU.; ese texto, titulado en su versión definitiva “la Vida: la experiencia y la ciencia”, es sin duda uno de los más importantes y de los más pertinentes comentarios que hayan sido consagrados al pensamiento de aquel que, en la conversación, Foucault llamaba en ese momento –sin ironía, y siendo él avaro en este tipo de efusiones– “nuestro viejo maestro”€€.  Se puede pues decir que Canguilhem y Foucault se han reconocido (en el sentido fuerte del término), e incluso en parte reconocido el uno en el otro a través de intereses y valores que compartían en común; entre ellos se tejió una relación intelectual fuerte que podemos suponer jugó un rol no despreciable en el desarrollo de sus respectivos pensamientos.

Sin embargo, este reconocimiento estaba lejos de ser evidente, incluso a primera vista no hubiera debido presentarse, tanto por la diferencia en las posiciones de los protagonistas de esta relación en el campo filosófico, como por la distancia que existía entre algunos de los presupuestos intelectuales que comportaban sus respectivas gestiones.  En efecto, Canguilhem pertenecía al linaje de Alain, un filósofo del juicio, del deber-ser y del sujeto que asume –como él lo decía– sus “exigencias”, que lo hacen “normativo”, tanto como lo pueda; mientras que Foucault, al menos al comienzo se caracterizaba por su reserva con respecto a una posición subjetivizadora, tendencialmente humanista, orientada por consideraciones privilegiadas de las figuras de la conciencia, cuya consecuencia era que una cuestión como la del deber-ser, en el sentido de un imperativo asumido de manera reflexiva, no tenía a priori sentido para él, por no decir incluso que no tenía ninguno.  Por otra parte, Canguilhem era una figura respetada en la Universidad, que si no era propiamente el guardian del templo se había hecho conocer en tanto que profesor, inspector general, miembro o presidente del jurado de la agregación, por el rigor de sus posiciones, que había podido hacer interpretarlas en el sentido de un cierto conformismo; mientras que las relaciones de Foucault con las instituciones estuvieron desde el comienzo marcadas por la desconfianza, lo que las hizo difíciles, por no decir que en ocasiones eran tumultuosas.  Para resumir en una sola palabra esta situación, Canguilhem –lector asiduo de Renouvier, de Lachelier & de Hamelin, filósofos neo-kantiano reputados entonces como de retaguardia, de los que uno difícilmente imagina que Foucault se haya podido interesar– estaba de lleno en “el sistema”, incluso si detentaba dentro de él una posición singular; mientras que Foucault (que había tenido dificultades para digerir su fracaso la primera vez que se presentó al concurso de la agregación en filosofía) adoptaba con respecto a ese “sistema” la actitud de un contestatario, que a lo sumo consiente en ocupar ciertos márgenes, lo que marcó su carrera universitaria (si es que esta expresión es apropiada en su caso) y la hizo seguir una trayectoria bastante imprevisible e irregular, pero no por ello menos brillante.

En estas condiciones, ¿cómo Canguilhem y Foucault lograron entenderse, permaneciendo cada uno firme en sus posiciones respectivas, cuando cada uno por su lado la asumía con el más grande rigor?  El presente estudio tiene por hilo conductor la hipótesis siguiente: es en torno a la relación entre lo normativo y lo subjetivo donde se anudó la discusión entre Canguilhem y Foucault.  A la pregunta ”¿qué es ser sujeto bajo normas?” ellos respondieron, el primero, Canguilhem, razonando del sujeto hacia las normas, por tanto planteando que las verdaderas normas son aquellas que los sujetos ponen en funcionamiento dinámicamente en la medida en que “toman partido”; el otro, Foucault, razonando de las normas al sujeto, por ende planteando que sólo existen sujetos sujetados a normas que tienen sus fuentes en otra parte distinta a una conciencia, instancia de juicio (Foucault).  Desarrollando hasta sus últimas consecuencias estas dos opciones de sentido aparentemente inverso, Foucault y Canguilhem no dejaron de acercarse y entenderse, en un espiritu de verdadera connivencia, sin que sin embargo sus respectivas posiciones llegaran exactamente a confundirse.
Para darle un contenido preciso a la alternativa que se acaba de esbozar, veamos cómo intervino en el marco de la discusión suscitada por el concepto de episteme.  En “¿Muerte del hombre o agotamiento del cogito?”, Canguilhem señala:

“No existe en la actualidad filosofía menos normativa que la de Foucault, más ajena a la distinción de lo normal y de lo patológico”.
Esta anotación toma toda su importancia cuando uno se recuerda que, en la situación opuesta, Canguilhem hace él mismo pasar al primer plano de su trabajo la consideración de lo normativo, y hace de la separación de lo normal y de lo patológico el objetivo principal de su reflexión.  Por consiguiente, uno no se sorprende que plantee la siguiente cuestión en la continuación de su artículo, que a primera vista es una objeción hecha a Foucault:
“Tratándose de un saber teórico ¿será posible pensarlo en la especificidad de su concepto sin referencia a ninguna norma?”.

Pensar un saber teórico en la especificidad de su concepto, reintegrándolo para ello a la dinámica propia del conocimiento científico que es una actividad completa cuyo desenvolvimiento es histórico, no es en efecto aprehenderlo en un plano de generalidad, como orden teórico puro, indiferenciado y neutro, cuyo desarrollo unívoco estaría sometido a una ley objetiva de la cual él saca su carácter de necesidad, sino que es seguir el camino efectivo en el curso del cual se elaboraron poco a poco, de manera imprevisible e irregular, los conceptos que permiten tratar problemas específicos, como por ejemplo el del comportamiento reflejo (tema de la tesis que Canguilhem preparó bajo la dirección de Bachelard); ahora bien, hacer la historia de un concepto es establecer el inventario de las elecciones que han sido hechas en tal o cual momento por tal o cual científico que, descartando para ello otras, las ha privilegiado, de alguna manera las ensaya; y no se ve cómo esas escogencias hubieran podido ser efectuadas en ausencia de normas, por tanto de principios de evaluación, asumidos con toda responsabilidad por los que de ellos se reclaman, que habrían fijado las orientaciones en respuesta a esperas y a exigencias de orden axiológico, y no únicamente lógico.  De hecho, la historia de las ciencias practicada por Canguilhem, que es a la vez una historia de los problemas y una historia de los conceptos que permiten formular esos problemas a la espera de su solución que no estaría de ninguna manera prefigurada desde el comienzo en su enunciado, es, no un desenvolvimiento predeterminado en y por su estructura de partida, sino una sucesión de experimentos y de aventuras teóricas llevadas a cabo por los científicos, auténticos sujetos de saber que, a medida que –se van volviendo bajo sus propios riesgos y peligros, normativos– han decidido dirigirse en tal o cual sentido y sacar todas las consecuencias de dicha elección.  Es pues pesando cuidadosamente sus palabras que Canguilhem tituló la conferencia que pronunció en 1964, en conmemoración del cuarto centenario del nacimiento de Galileo: “la Significación de la obra y la Lección del hombre”.  Una cosa es la significación de la obra, es decir el valor de verdad o el grado de cientificidad, que le pueden ser atribuidas a las tesis que ella vehicula; y otra es la lección del hombre, es decir el compromiso de éste con un trabajo de pensamiento jalonado a punta de tomas de partido, como el rechazo del geocentrismo, una orientación bien arriesgada cuya responsabilidad fue asumida personalmente por Galileo.  Canguilhem muestra en su conferencia de 1964 que, comprometiéndose por esta vía –una elección que sabemos le costó personalmente muy caro– Galileo “estaba en la verdad” (se lo puede afirmar hoy) sin que esto signifique propiamente hablando que él decía la verdad, pues de hecho, él no disponía de todas las pruebas –que finalmente sólo fueron provistas en el marco de la mecánica newtoniana– que permitieran establecer lo bien fundada de dicha elección, que era (en el sentido fuerte del término) una escogencia, un partido que se tomaba de alguna manera, que resultaba de un juicio efectuado a la espera de su validación, por tanto que estaba por verse:

“Estar en la verdad no significa siempre decir verdad. Y es aquí donde la lección del hombre va a aclarar la significación de la obra.”

De la misma manera que tener buena salud no es encontrarse en un estado estable cuya perpetuación estaría a prueba de todo riesgo, para un científico estar en lo verdadero no es encontrarse en un camino que conduce derechito y con toda seguridad a la verdad, lo que exigiría que ésta preexistiese a su manifestación; sino que es ser normativo, corriendo el riesgo de escogencias teóricas audaces, que producen rupturas, cuya pertinencia no está de entrada, ni automáticamente, garantizada; figurarse que podría ser de otra manera es concebir el devenir del conocimiento como el desarrollo de una sistema completamente racional cuyas condiciones estaban fijas desde el momento de la partida, que siguen un recorrido que conduce necesariamente de verdades en verdades, sin confrontarse con posibles errores y desvíos.  En este sentido, a título personal Galileo estaba bien agarrado por su compromiso propio, era el “sujeto” auténtico de las intervenciones cuyos resultados se consignan en su obra.  De manera comparable, en la historia de la biología –dominio al que Canguilhem consagró lo esencial de sus investigaciones– Claude Bernard o Darwin, lejos de estar hundidos en el curso de una lógica inexorable de verdad con respecto a la cual ellos no disponían ya de ningún margen de iniciativa (lo que haría de ellos simples jalones de su desenvolvimiento) han sido verdaderos inventores, creadores de conceptos (el medio interior para Claude Bernard, la evolución de las especies para Darwin) cuya pertinencia estaba destinada a ser puesta a prueba, en un ambiente forzosamente polémico de deber-ser.  Es por esto que la historia de las ciencias tal y como la practica Canguilhem es, en el sentido fuerte del término, una historia de científicos que se confrontaron, con los medios de que disponían, y por medio de rectificaciones sucesivas, al debate de lo verdadero y de lo falso, sin saber exactamente al momento de partir a dónde iban, salvo que buscaran reinsertar ficticiamente sus procesos en el movimiento retrógrado de lo verdadero.

A primera vista, en Foucault las cosas se presentan de forma completamente diferente; se duda inmediatamente, su reflexión va a pasar claramente por problemas que conciernen “la significación de una obra” como los concernientes a “la lección de un hombre”.  Cuando intervino en el Instituto de historia de las ciencias, con ocasión de las Jornadas de estudio organizadas en 1969 por el bicentenario del nacimiento de Cuvier por parte de Canguilhem, en el marco de un debate bastante tenso que siguió a su exposición, él generalizó sus apuestas de la siguiente manera:
«Pero cuando se trata de estudiar capas discursivas, o campos epistemológicos que comprenden una pluralidad de conceptos y de teorías (pluralidad simultánea o sucesiva) es evidente que la atribución al individuo se vuelve prácticamente imposible.  Así mismo, el análisis de estas transformaciones puede difícilmente ser referido a un individuo preciso […] De suerte que la descripción que trato de hacer debería dejar de lado en el fondo cualquier referencia a una individualidad, o más bien retomar de arriba abajo el problema del autor […]  Pues mi problema es señalar la transformación.  Dicho de otra manera, el autor no existe».

Continuando su intervención, Foucault llega incluso hasta reprocharse haber utilizado nombres propios como los de Cuvier, Bopp o Ricardo, en las Palabras y las Cosas, mientras que el proceso de «transformación» que buscaba evidenciar, sobre cuyo fondo había aparecido la idea de “ciencias humanas”, se desenvolvía en un plano en el que no intervienen ni los autores ni las obras.  Visto bajo este ángulo, la historia de los conocimientos se presenta como un proceso sin sujeto.
Canguilhem asistía a la discusión que siguió la presentación de esta tesis, discusión en la que, con excepción de una breve anotación consagrada a la temática de la escala de los seres, no intervino.  Sería difícil reconstituir el hilo de los pensamientos que han debido sucederse en su espíritu escuchando afirmaciones como las que acabamos de oir que, sin duda por táctica más que por perturbación, se abstuvo de comentar.  Pero las personas que siguieron esos debates, y los lectores contemporáneos de sus reseñas que han sido publicadas y conservadas, no han podido y no pueden más que estar afectadas por el contraste entre las posiciones defendidas, por un lado por Foucault, para quién (retomando sus términos) “el autor no existe”, y por otra parte por Canguilhem, atento a la vez, en el conjunto de sus investigaciones en tanto que historiador de las ciencias, a “la significación de la obra” y a la “lección del hombre”; y este contraste produce tanta más perplejidad cuanto que estaba probado que, en puntos precisos de los que se debatían, Canguilhem se ponía de lado de Foucault contra sus objetores y detractores, lo que no podía sino perturbar, por no decir escandalizar a algunas de las personas que trabajaban con él en el Instituto de historia de las ciencias; no podían comprender eso que ellas llamaban su “indulgencia” con respecto a tesis que, en el fondo, contravenían el espíritu de sus propias investigaciones, o al menos así les parecía.

Para desenredar este enigma es oportuno volver sobre el diagnóstico hecho por Canguilhem en su artículo “¿Muerte del hombre o agotamiento del cogito?” con respecto al concepto de episteme, diagnóstico favorable en el conjunto, lo que no impide sin embargo que esté abierto a una discusión con respecto a algunos aspectos en los que esta noción presenta dificultades u oscuridades.  Lo que, en este concepto le interesa principalmente a Cangulhem es que él introduce en el análisis histórico lo que llama con un término que regresa en muchas ocasiones en su texto, un principio de “eversión”; por ello se ha de entender el volteo de la mirada que permite desprender el devenir de los conocimientos científicos a la vez, en el plano de su interpretación, del régimen de las ideas recibidas, por tanto de la opinión y, en el plano de su desenvolvimiento real, del presupuesto logicista o formalista según el cual la ciencia progresaría en virtud de su propio empuje racional interno, de adquisición en adquisición, sin posibilidad de derivación o de regreso atrás.  Pero una vez admitido esto, surge la pregunta:
“La episteme, razón de ser de un programa de eversión de la historia, ¿es o no es algo más que un ser de razón?”

Suponiendo que la episteme sólo pueda ser un ser de razón, Canguilhem somete esta noción a un examen crítico que no deja de presentar una cierta analogía con el que, en la Dialéctica trascendental de la Crítica de la razón pura, Kant le hace sufrir a las “ideas” de la razón, forzosamente ideales y tendencialmente idealistas, el Yo, el Mundo y Dios.  Asignarle a estas ideas un contenido objetivo, por tanto una disciplina especial, la metafísica, aseguraría el tratamiento bajo la forma de un conocimiento sometido a la prueba de la verdad es, según Kant, ir más lejos de lo que lo permiten las capacidades impartidas a la razón y, a término, es legislar en el vacío.  Así mismo ¿no podemos preguntarnos, si la noción de episteme no responde objetivamente a ningún contenido asignable, lo que invalida la tentación de hacer de ella el objeto de una ciencia completa bautizada “epistemología”?  Pero planteándose esta interrogación, es preciso no olvidar que las ideas de la razón, una vez que se les ha negado un carácter objetivo, no por ello han perdido, desde el propio punto de vista de Kant, toda suerte de legitimidad, eso sí con la condición de que un estatuto diferente les sea atribuido; si no tienen el poder de legislar, esas ideas no por ello dejan de ejercer esa función que Kant llama reguladora que, sin que se reporten directamente a contenidos reales, les hace jugar en el modo del “como si”, por tanto a título virtual, a título de posibilidades tomadas en cuenta por sí mismas.  En el mismo sentido, cuando él sugiere que la episteme podría no tener otra realidad que la de un ser de razón, Canguilhem, lejos de considerar que esta noción debe ser descartada, incita a reconsiderar su modo de funcionamiento, es decir el uso que se puede hacer de ella en el marco impartido a lo que Foucault llama una “arqueología del saber”.

Lo que cuestiona Canguilhem es pues precisamente la idea según la cual la episteme podría tener un contenido “objetivo”.  Luego de haber avanzado la hipótesis de que ella podría ser a lo sumo un ser de razón, él saca la siguiente consecuencia:

“Una ciencia es un objeto para la historia de las ciencias, para la filosofía de las ciencias.  Paradójicamente, la episteme no es un objeto para la epistemología”
Esto quiere decir que, para la epistemología –es decir, retomando la terminología empleada por Foucault, para la arqueología– ¿ella es otra cosa que un objeto?  Ahora bien, si se examina atentamente la manera como procede la tarea arqueológica que tiende a evidenciar, bajo el devenir real de las ciencias, de sus conceptos y de sus problemas, invariantes, se constata que estos son aprehendidos según la modalidad, no de lo real, sino de lo posible.  En efecto, ¿con qué tiene que ver directamente la episteme?  No directamente con saberes constituidos sino con condiciones de posibilidad de esos saberes, en el sentido en que Kant habla de lo “trascendental” que se mantiene por detrás de todo conocimiento real, aquello de lo que es necesario no precipitarse a concluir que podría él mismo dar su objeto a un conocimiento real: lo trascendental no es otro real que se mantendría más acá de lo real y que cumpliría a su respecto el rol de un fundamento metafísico; sino que representa, incluso en la trama de lo real, lo que constituye en él la parte de lo posible, de lo virtual, de lo tendencial.  Es la razón por la que el arqueólogo tiene que vérselas no con cosas sino con discursos sobre las cosas; parte de la base de que las condiciones de posibilidad de un saber no están dadas directamente en lo real al que se reporta ese saber, sino que tiene que ver con la forma discursiva según la cual se construye ese saber, o más bien: puede ser (peut être) construido, es decir: a ser (à être) construido a título de una virtualidad que queda por actualizarse, en el contexto de una actividad o de una práctica de conocimiento efectivo que, al no ser asunto del arqueólogo, interesa específicamente, de manera completamente legítima, al historiador de las ciencias.

Si se ven las cosas bajo esta ángulo, los procederes del historiador de las ciencias que es Canguilhem y del arqueólogo que es Foucault de ninguna manera son alternativos ni excluyentes el uno del otro, porque se mantienen en planos diferentes: el uno tiene que ver con lo real, y más precisamente con lo real que se está produciendo, bajo la forma de acontecimientos de pensamiento cuya producción está en curso; y el otro se ocupa de posibles que se presentan bajo forma de capas exhibidas, indiferenciadas, indiferentes a la distinción de lo verdadero y de lo falso.  Inmediatamente antes de establecer el carácter no normativo de la empresa arqueológica de Foucault, Canguilhem indica:
“El concepto de episteme es el de un humus en el cual sólo pueden brotar ciertas formas de organización del discurso, sin que la confrontación con otras formas pueda tener que ver con un juicio de apreciación”

Aquello sobre lo cual sólo pueden brotar ciertas formas de organización del discurso, ese “humus” o terreno de formación que es la episteme, no es él mismo un discurso ya organizado siguiendo ciertas formas; si esas formas puede aparecer sobre él no es a título de gérmenes preformados o de representaciones completamente hechas, sino porque él ofrece la posibilidad, a la espera de que ésta se realice, lo que no tiene que ver con su propia determinación.  Queda pues por hacer que surjan las formas en cuestión de ese suelo, cultivarlas, siguiendo procesos que tienen que ver no con el arqueólogo, sino con el historiador de las ciencias; este último es conducido así a voltear prioritariamente su mirada hacia las elecciones efectuadas por los científicos luego de evaluaciones que han orientado sus tomas de partido en un cierto sentido más bien que en otro, y cuyas consecuencias son sometidas a la prueba de la verificación, que diferencia lo verdadero y lo falso; dicho de otro modo: para retomar la terminología empleada por Bachelard, condiciona la repartición entre ciencia caduca y ciencia sancionada, lo que no es la competencia del arqueólogo.
El arqueólogo, que trata de trascendentales y no de las figuras reales emergidas de su puesta en funcionamiento, no se interesa en la distinción de lo verdadero y de lo falso porque, a nivel en que se sitúa su trabajo, esta distinción no tiene un valor probatorio.  En una intervención hecha por Foucault, en marco de las Jornadas de estudio sobre Cuvier, luego de la intervención de Dagognet que había precedido inmediatamente la suya, es presentada esta reflexión a primera vista sorprendente, “eversador” habría podido decir Canguilhem:

“Es necesario distinguir, en el espesor de un discurso científico, lo que es del orden de la afirmación científica verdadera o falsa, y lo que sería del orden de la transformación epistemológica.  Que algunas transformaciones epistemológicas pasen por, tomen cuerpo en un conjunto de proposiciones científicamente falsas, me parece ser una constatación histórica perfectamente posible y necesaria”.
Dicho de otra manera: que Cuvier haya resultado eventualmente todo falso en el plano de su producción científica propia no cuestiona para nada el rol de revelador y de índice que le asigna el arqueólogo en el plano, no de la elaboración de conocimientos reales, llamados a ser sometidos a la prueba de lo verdadero y de lo falso, sino del proceso de “transformación” que da a esta elaboración sus condiciones de posibilidad, nada más.

Para comprender mejor el alcance de este razonamiento, no es aberrante servirse de un paradigma retomado de la geografía.  En numerosas ocasiones, en particular en la Entrevista aparecida en 1976 en la revista Heródoto, Foucault explicó que se sentía más geógrafo, preocupado por problemas de disposición en el espacio, que historiador, interesado en evoluciones temporales.  Por su lado, Canguilhem se había interesado desde muy temprano en las investigaciones en “geografía humana” llevadas a cabo por la escuela de Vidal de Lablache y de de Martonne, en oposición a la tradición germánica de geografía física inspirada por Ratzel y sus sucesores; él había integrado aquellos resultados a su reflexión personal que, rechazando la vulgata ontologizadora, hace pasar a primer plano la consideración axiológica.  Este debate entre geógrafos puede aclarar la discusión precedente con respecto a la episteme.  Desde el punto de vista de los geógrafos de la escuela alemana, las poblaciones están estrechamente dependientes del suelo que ellas ocupan, y al que están de una vez por todas prendadas o adaptadas, y de alguna manera clavadas; en esta perspectiva, la geografía explica la historia que no es sino uno de sus avatares.  Al introducir el concepto polémico de “geografía humana”, los investigadores de la escuela francesa inpirados por Vidal de Lablache denunciaban implícitamente el carácter “inhumano” de esa explicación que somete enteramente las actividades humanas a un determinismo físico al que ellas no pueden sustraerse, y les negaba por consiguiente la capacidad de innovar, de crear, transformando su medio de existencia; ahora bien, éste último, si les ofrecía un conjunto de posibilidades, no prejuzga sin embargo de las escogencias prácticas indispensables para que esas posibilidades, al menos algunas de ellas, sean efectivamente realizadas o explotadas, lo que tiene en cuenta su iniciativa.  Una cosa es entonces el medio ambiente, espacio neutro ocupado por realidades que, estando simplemente allí a título de datos físicos, no están valorizadas en un sentido o en el otro, en la medida en que ellas no ofrecen perspectivas de escogencias completamente trazadas; otro es el medio ocupado y explotado en la práctica por poblaciones que, en particular gracias a los medios artificiales provistos por la técnica, disponen ese espacio para fines de utilidad, fines que de entrada no estaban inscritos en la naturaleza de las cosas, sino que tenían que ver con su responsabilidad de introducirlos allí.  Este análisis amplíado, más allá de lo humano y de las formas propiamente técnicas que toma su actividad, al viviente considerado en general, recorta la distinción hecha, en etología, por Uexküll entre Umgebung y Umwelt : el primero constituye un entorno natural de hecho, objetivo, como tal indiferente a las prácticas efectivas que allí se desenvuelven bajo la responsabilidad de los sujetos que las ejecutan, mientras que el segundo es un mundo de signos y de significaciones, informado por las necesidades y las tendencias de sus habitantes que se lo han adaptado con miras a llevar allí su vida propia, y no tanto que ellos se hayan adaptado a él.

Cuando Foucault introduce la noción de arqueología, que hacer referencia a un basamento que está más profundo que lo edificado encima de él, apunta su atención al entorno global que da un lugar de acogida a actividades de conocimiento que pueden aparecer dentro de ese marco, sin que su aparición obedezca a un principio de determinación sometido a la ley objetiva de las cosas.  Dicho de otro modo: lo que él llama la episteme de una época no es el conjunto de los conocimientos, ya preformados, que podrán ser elaborados en esa época; ella representa únicamente su trascendental, ese “ser de razón” que constituye a fin de cuentas su condición de posibilidad.  El arqueólogo se remonta hasta ese marco, humus en el que queda por hacer que se presenten realmente esas formaciones cognitivas que son las ciencias propiamente dichas, con respecto a las cuales interrogantes como los de “la significación de la obra” o el de “la lección del hombre” merecen ser formulados.  Se comprende entonces que, si bien la arqueología ha puesto entre paréntesis la consideración de la normatividad y de la subjetividad, la historia de las ciencias puede, sobre las bases así exhumadas, reintroducir esta consideración con miras a mostrar cómo, del humus primordial, han efectivamente salido tales o cuales conocimientos reales, a lo largo de procesos que no estaban enteramente prefigurados en sus condiciones de partida, condiciones que es necesario no ir a asimilarlas con ningún tipo de fundamento, ya sea lógico o arqueológico.  Desde entonces, el trabajo de Foucault y el de Canguilhem ya no son contradictorios, incluso aparecen como complementarios el uno del otro.
Esta complementariedad se ha hecho posible por el hecho de que la arqueología no saca a luz para nada a un sistema primero de conocimientos, conocimientos de esos de antes del conocimiento, a partir de los cuales los científicos no tendrán luego más que efectuar gradualmente el desarrollo.  Si un tal sistema existiese, de entrada estaría estructurado y ordenado siguiendo normas destinadas a ser aplicadas de manera conforme o no conforme.  Ahora bien, la episteme tal como la trata el enfoque de Foucault, se presenta de manera completamente diferente: neutra axiológicamente, en el sentido en que no está sometida a criterios permanentes de comprobación de su valor propio de verdad, ella solamente ofrece un campo a la investigación de verdades que no están prefiguradas en ese campo.  La episteme hace posible la prueba de la verdad, pero ella no está sometida a esa prueba, que por consiguiente presenta un carácter no absoluto, sino relativo; en efecto, sólo existe verdad en relación con un contexto epistémico dado, contexto con respecto al cual hay o puede haber verdad, sin que haya lugar para interrogar a dicho contexto sobre su valor propio de verdad.

En “¿muerte del hombre o agotamiento del cogito?”, Canguilhem plantea de paso la cuestión de saber si ese relativismo –pero quizás sería preferible hablar de un relacionismo, que desemboque en una puesta en red de la cuestión de la verdad que permita recontextualizarla– no tendrá que ver con el que da su inspiración al proceder culturalista bajo la forma que le han  dado los sociólogos y antropólogos norteamericanos.  Esta andadura conduce a la revelación de invariantes, como por ejemplo la “personalidad de base”, revelación que permite medir el grado de integración de los individuos a la totalidad social de la que ella constituye el paradigma identificatorio.  Así mismo, si se toma en serio el acercamiento, parecería que el trabajo del conocimiento visto desde el punto de vista del arqueólogo, se desenvolvería sobre el fondo de una “episteme de base” que constituiría, según los términos empleados por Canguilhem, “su sistema universal de referencia en tal época, cuya diferencia es la única relación que mantendría con el que le sigue”; este universal de referencia, al sólo ser universal para su época, se le supone pues que tiene valor en sí independientemente de una posibilidad de evaluación que lo haga salir de sus límites propios.  Pero la hipótesis de la que se reclama este enfoque, tan pronto se la plantea, debe ser descatada.  En efecto, hay una diferencia esencial entre la episteme y lo que el culturalismo estadounidense coloca bajo la categoríaa de personalidad de base.  Bajo esta categoría se encuentra un paradigma que, sin haber sido él mismo normado a partir de los criterios de evaluación que exceden su naturaleza propia, norma los comportamiento particulares de los individuos a los que se reporta en un marco cultural dado; neutro axiológicamente si se lo considera en sí mismo, también es en el plano de su uso, separador, generador de conformismo, por tanto no neutro, que es a lo que lo destina su naturaleza misma de paradigma; según los términos empleados por Canguilhem, él representa “el concepto a la vez de un dato y de una norma que una totalidad social impone a sus partes para juzgarlas, para definir la normalidad y la desviación”.  Ahora bien, la episteme, que ofrece un campo, es decir un conjunto de disponibilidades indispensables para las operaciones efectivas del conocimiento, no legisla sobre el uso de esas disponibilidades, y por consiguiente no le provee a las operaciones que hace posibles (a las que les ofrece sus condiciones necesarias pero no sus condiciones suficientes) modelos estándares que permitan discriminar sus resultados; la neutralidad axiológica propia de este campo se extiende al conjunto de las operaciones a las que da lugar, es decir que él no le impone a éstas normas de verdad preconstituidas, independientes de su puesta en funcionamiento efectivo.  Sobre el humus de ese campo brota, no de lo normal apreciado como tal con relación a patrones dados ne varietur, sino de lo normativo, es decir un trabajo prospectivo de invención cuya responsabilidad la tienen personalmente los científicos, lo que los conduce en esta ocasión a “estar en lo verdadero”, o más bien a meterse en ello, por su propia cuenta y riesgo, incluso sin saber y sin poder saber, propiamente hablando, lo verdadero por adelantado.  Por acá mismo se reanuda una relación entre episteme y posición de sujeto; si no existe sujeto fundador que se mantendría tras la episteme –y en este sentido es claro que ella no tiene sujeto– hay lugares delante de ella para la acción efectiva de sujetos productores de conceptos y trabajadores de la prueba, acción a la que ella prové, no modelos prefabricados sino disponibilidades.  El sujeto no ha sido suprimido, sino que cambió de lugar y por lo mismo de naturaleza.

Se puede pues afirmar que, incluso durante el período en que había alejado de sus preocupaciones la consideración de un sujeto de las normas, no solamente sujetado a normas, sino creador de normas, y como tal inclinado a lo que llamará más tarde “el cuidado de sí”, Foucault no invalidó de ninguna manera la cuestión del sujeto sino que preparó una manera novísima de abordarlo, que pondrá en funcionamiento durante el período ulterior en que esa cuestión del sujeto regresará, tomada en sí misma, al primer plano de su atención.  Para caraterizar ese nuevo abordaje, se puede retomar la fórmula de la que se servía Canguilhem en el título de su artículo, “agotamiento del cogito”, que no significa, como lectores demasiado apresurados se lo han figurado, la desaparición del sujeto, ni siquiera –tomando esta fórmula al pie de la letra– la “muerte del hombre”.  Cuando Foucault explica que, en el plano propio de la arqueología, el hombre solo ocupa, a título de objeto de conocimiento, la posición de una formación derivada, destinada, una vez llegue el momento, a borrarse como una figura trazada en la arena a la que la marea viene a recubrir, se dedica al género de especulaciones que Althusser, sirviéndose de referencias y de medios diferentes, ponía bajo la categoría de “humanismo teórico”; pero, poniendo en su sitio este tipo de especulaciones que, dice él, cumplieron su ciclo, él libera el campo donde podrá aparecer una noción de un tipo completamente diferente, cuya caracterización toma prestada de Nietzsche, bajo la denominación “superhombre”.  Ahora bien ¿qué es el superhombre?  Es el tipo de sujeto que debe salir del “agotamiento del cogito”, por tanto un sujeto que ha dejado de ser sustancial, res cogitans, y que ya no juega el papel de un fundamento teórico, sino que se ha vuelto sujeto práctico, sujeto de sus actividades, en el primer rango de las cuales está la de hacerse a sí mismo, o hacer de sí su obra propia, a prueba de los valores de los que ha hecho elección, por su propia cuenta y riesgo, no completamente solo sino con los otros, y eventualmente en conflicto con ellos.

Canguilhem también era un lector de Nietzsche, y su concepción de la normatividad del sujeto converge (por otras vías distintas a las seguidas por Foucault) en la de un sujeto práctico, sometido a la exigencia del deber ser bien simplemente porque él ya no es completamente a la manera de una cosa; sino que él tiene que ser, debe hacerse, por su propia actividad creadora, que en nada está sometida a un determinismo natural, incluso si ese determinismo le ofrece el fondo sobre el cual le queda trazar su camino propio bajo su responsabilidad.  En momentos en que preparaba su tesis de medicina, que después constituyó el cuerpo principal de la obra sobre lo Normal y lo Patológico, Canguilhem se había interesado en filósofos neokantianos de la escuela de Heidelberg; en su espíritu, su manera singular de razonar había recortado las enseñanzas que había sacado de Renouvier y de Hamelin, y que iban en el sentido de lo que se puede llamar un “posibilismo”, poniendo de presente un punto de vista axiológico, como alternativa a un “determinismo”, que tenía mucho más que ver con un punto de vista ontológico, es decir con una “filosofía de cosas”.  No podemos negar que el hombre, como por lo demás el conjunto de los seres vivos, evoluciona en un mundo lleno de cosas que pueden indiferentemente serle útiles o perjudicarlo; pero esto no autoriza a llevarlo al rango de una cosa al lado de las otras, así sólo sea porque él tiene una manera bien propia de ser la cosa que él es; esta manera se distingue por su capacidad de cambiar su medio de existencia transformándolo por medio de la técnica, y cuando se requiere, cambiar de medio, una capacidad de la que no disponen los otros vivientes, o al menos no en el mismo grado.  La conclusión de su conferencia sobre «el Cerebro y el Pensamiento» es el escrito en el que Canguilhem (generalmente tan parco en consideraciones de orden general) ha privilegiado esta consideración a la que le daba la forma de una “exigencia”, palabra que regresa a menudo bajo su pluma y que concentra los envites de su orientación filosófica personal; allí introduce de forma bastante inesperada la referencia a Spinosa, un filósofo que, en razón de su sustancialismo y del necesitarismo que se le achaca con frecuencia, no estaríamos inclinados a poner bajo la categoría del “posibilismo”.  Es la razón por la cual, cuando se refiere a Spinoza para concluir su exposición sobre “el Cerebro y el Pensamiento”, no lo hace bajo un ángulo teóricos que pudiera ser puesto bajo la rúbrica “la significación de la obra”; «Spinoza», –y cuando pronuncia el nombre Spinoza Canguilhem piensa, y piensa fuertemente en Cavaillès que en muchísimas ocasiones se declaró «espinozista»–, es ante todo para él «la lección del hombre», un hombre que ha sido un héroe del pensamiento no solamente en el plano de sus elecciones teóricas sino en el de la vida práctica, propiamente el de la política, con sus violencias y sus azares.

Entonces «Spinoza», antes que ser un nombre que pudiera servir de etiqueta a una doctrina que tiene su lugar en la historia de los sistemas de pensamiento, es el representante de una actitud, o para retomar una palabra de la que Canguilhem le encanta servirse, una manera de ser filosófica, una cierta manera de orientarse, de perfilar sus intervenciones, de ser “normativo”, no solamente en el pensamiento sino también en la vida:

« En cuanto a la filosofía, su tarea propia no es la de aumentar el rendimiento del pensamiento sino el recordarle el sentido de su poder.  Asignarle a la filosofía la tarea específica de defender al Yo como reivindicación intransferible de presencia-vigilancia es reconocerle solamente el papel de la crítica. Por lo demás esta tarea de negación no es de ninguna manera negativa, pues la defensa de una reserva es la preservación de las condiciones de posibilidad de la salida […]  Defender su reserva impone salir de ella cuando se requiera, como lo hizo Spinoza. Salir de su reserva es hacerlo con su cerebro, con el regulador viviente de las intervenciones que actúan en el mundo y en la sociedad.  Salir de su reserva es oponerse a toda intervención extraña sobre el cerebro, intervención que tiende a privar al pensamiento de su poder de reserva en última instancia».

En una forma concentrada –y una extrema concentración es la marca distintiva del “estilo” de Canguilhem – esta declaración colleva toda suerte de implícitos.  Cuando Canguilhem le asigna a la filosofía, bajo la responsabilidad de un “Yo” de vigilancia, una “tarea de negación que no es para nada negativa”, le saca provecho a una concepción original de la negación que remite a la vez al Ensayo con miras a introducir en filosofía el concepto de negativo de Kant, a la interpretación no hegeliana de la dialéctica como “heterología” de Rickert, y a la “filosofía del no” de Bachelard; pensar, como cualquiera de los otras actividades vitales, es confrontarse con valores negativos, superar obstáculos en el sentido fuerte del término, “resistir”, entendido como una gama de comportamientos que van desde tener entereza en la adversidad al de oponerse hasta por la fuerza, si es que no hay otro medio de hacerlo.  Cuando evoca la necesidad en la que el filósofo se encuentra, en este caso de “salir de su reserva”, Canguilhem piensa evidentemente en el compromiso de Cavaillès en el movimiento de resistencia contra el regimen de Vichy y la ocupación alemana, un compromiso que le costó la vida, y en el suyo propio con ese movimiento en el que Cavaillès le dio ejemplo, como no ha dejado de recordarlo, un ejemplo cuyo alcance fue simultáneamente politico y filosófico.  Por discreción, por “reserva” –la reserva era un carácter distintivo de la personalidad de Canguilhem–, la conclusion de la conferencia sobre “el Cerebro y el Pensamiento” se refiere expresamente a ese compromiso que Canguilhem mismo había practicado, como filósofo, arriesgando su pellejo en los montes de Auvergne; lo evoca sirviéndose de una parabola tomada de una de las biografías de Spinoza escrita luego de su muerte.  Esa parabola, de la que no se sabe si se refiere o no a hechos reales o legendarios –puesto que Spinoza era, en su época, alguien a propósito de quien se podia llegar a contar ese género de historias, ya fueran verdaderas o inventadas– concierne la expedición solitaria que habría efectuado Spinoza por las calles de La Haya, blandiendo una pancarta sobre la que estaba escrito: «Ultimi Barbarorum»;  esto habría sucedido en 1672, en el momento del asesinato de los hermanos Witt, los Grandes Pensionarios del régimen republicano instaurado algunos años antes en el que parece –quizás sea otra leyenda– que había participado a título de Consejero, y cuya apología había hecho (y esto sí está comprobado) en su Tractatus Theologico-Politicus publicado anónimamente en 1670, un panfleto que inmediatamente se regó por toda Europa.  Este proceder, a la vez temerario y simbólico, presenta una significación filosófica en la medida en que ella remite a la existencia de un “Yo” que no se contenta con adoptar una posición de sobrevuelo con respecto a la realidad, sino que ejerce una función de “vigilancia” incluso en sus redes.  En el mismo movimiento aclara el conjunto de la filosofía de Spinoza cuyo alcance revela plenamente:

« En suma, esta filosofía que refuta y rehúsa los fundamentos de la filosofía cartesiana, el cogiio,  la libertad en Dios y en el hombre, esta filosofía sin sujeto, muchas veces asimilada a un sistema materialista, esta filosofía vivida por el filósofo que la pensó, imprimió a su autor el empuje necesario para insurgirse contra el hecho cumplido.  La filosofía debe dar cuenta de tal poder de empuje».
Visto bajo esta ángulo, Spinoza es por excelencia un filósofo “normativo” que, al mismo tiempo que profesa “el agotamiento del cogito”, abre un campo de intervención a un “Yo”, definido por su “poder de irrumpir“ que lo conduce a “insurgirse contra el hecho cumplido”.

Este desvío por Spinoza (un pensador en el que Foucault no parece interesarse nunca) conduce a él por un atajo inesperado.  En efecto, ¿qué es Spinoza para Canguilhem?  Es el filósofo que detenta y ejerce un “poder de irrupción” que le empuja a sublevarse, a resistir.  Pues resulta que, en sus últimas producciones teóricas y en las intervenciones que hizo en caliente sobre cuestiones de actualidad, Foucault le dio una particular importancia a la noción de “resistencia”.  Se puede incluso adelantar que es esta noción la que hace transición entre su reflexión sobre la cuestión del poder y la que efectúa sobre la cuestión del sujeto, que pasa al primer plano en sus últimos trabajos.  La idea que desarrolla Foucault a este respecto es que la resistencia no es un fenómeno aislado, y como tal accidental, sino que su necesidad es consustancial al ejercicio del poder, del que constituye la otra cara; es la razón por la que no hay forma concebible de poder que no comporte en su estructura la tendencia a resistirle; en este sentido, cualquiera sea el nivel en el que juega el poder, lejos de constituir un sistema cerrado, opaco y sin falla, deja siempre lugar a la tendencia a contrariarlo, y en el límite a derrocarlo.  Ahora bien, este lugar es aquel en el que se insinúa el sujeto salido del agotamiento del cogito; un sujeto que no reivindica una identidad sustancial independiente, por tanto absoluta, sino que, ocupando los instersticios de la realidad, aflojando las “mallas del poder”, hace por ello mismo normativo, es decir: ya no detentador de una subjetividad de la que dispondría como si se tratase de un hecho cumplido, sino el autor responsable de sí mismo, creador de una subjetividad que se volvió su propia obra.  De esta orientación en dirección a los problemas de la normatividad y de la subjetividad, que se volvió dominante en los últimos trabajos de Foucault, Canguilhem había avanzado en 1967 su anuncio, en la conclusión de su artículo “¿Muerte del hombre o agotamiento del cogito?”.  Luego de haber subrayado el interés de la nueva iluminación aportada por las Palabras y las Cosas sobre la formación de la idea de “ciencias humanas”, propone en las últimas líneas de su texto la siguiente hipótesis:
“A menos que al no tratarse ya aquí de la naturaleza y de las cosas, sino de esa aventura creadora de sus propias normas a la cual el concepto empírico-metafísico del hombre, sino la palabra misma, podría un día dejar de convenirle, no haya que hacer diferencia ninguna entre el llamado a la vigilancia filosófica y la presentación –bajo una luz más cruda que cruel – de sus condiciones prácticas de posibilidad”.

Se requería mucha lucidez, y vigilancia filosófica, como para descubrir de forma premonitoria que, en la última instancia de los análisis desarrollados por Foucault en las Palabras y las Cosas, donde la problemática del saber parecía ocupar una posición preeminente, se encontraban las preocupaciones propias de una “filosofía práctica”, preocupaciones que giraban en torno a actividades  en las que deben participar “sujetos”, de vigilancia y no de sobrevuelo.  En la continuación de su obra, Foucault le dará efectivamente cada vez más importancia a tales consideraciones, algo que Canguilhem había presentido de entrada.

In memoriam Carlos Mesa
tr. por Luis Alfonso Paláu, Medellín, marzo 14 de 2017.
anexo 1
78.- la Trampa de Vincennes
“Le piège de Vincennes” (entrevista con P. Loriot), le Nouvel Observateur, nº 274, 9-15 febrero de 1970, pp. 33-35 [Michel Foucault.  Dits et écrits.  t. II.  París: Gallimard, 1994.  pp. 67-73]
En enero de 1970, el ministro de educación nacional, Olivier Guichard le comunica al presidente de la facultad de Vincennes, M. Cabot, su intención de no conceder el título de licenciado en la enseñanza a los estudiantes del departamento de filosofía de Vincenne.  En Radio Luxemburgo, el ministro justificó su proyecto explicando que el contenido de la enseñanza de la filosofía en Vincenne era demasiado particular y “especializado”.  Para convencer a sus escuchas, enseguida leyó los títulos de algunos cursos  consagrados al marxismo y a la política.  Esas declaraciones provocaron todo tipo de rumores.  Michel Foucault era entonces el responsable del departamento de filosofía.
Pasemos rápido a los elementos de la discusión.  Habría que objetar: ¿cómo impartir una enseñanza desarrollada y diversificada cuando se tiene novecientos cincuenta estudiantes para ocho profesores?  También habría que objetar: en Vincennes hay estudiantes que han hecho ya seis meses de estudios, otros dieciocho; y,  mientras se ha hecho camino se les dice: lo que habéis hecho es bordado, hay que recomenzar en otra parte.  Pero también habría que objetar: ¿se quiere producir deliberadamente muchos centenares de desempleados intelectuales en la época en que las estadísticas son amenazadoras?  Y finalmente  podría añadir: que se nos diga claramente qué es la filosofía y a nombre de qué –de qué texto, de qué criterio o de cuál verdad– se rechaza lo que estamos haciendo.
Pero yo creo que es necesario ir a lo esencial; y lo esencial, en lo que dice un ministro, no son las razones que él da; es la decisión que quiere adoptar.  Es clara: los estudiantes que hayan hechos sus estudios en Vincennes no tendrán el derecho de enseñar en la secundaria.
Planteo a mi vez preguntas: ¿por qué este cordón sanitario?  ¿Qué es lo que tiene la filosofía (es decir la clase de filosofía) de precioso y de frágil que haya necesidad, con tanto cuidado, de protegerla?  ¿Y qué es lo que hay de tan peligroso entre los vanceneses?
— ¿Qué le reprocha Ud. a la enseñanza de la filosofía y, en particular, a la clase de filosofía?
— Sueño con un Borges chino que citara, para divertir a sus lectores, el programa de una clase de filosofía en Francia: “el hábito; el tiempo; los problemas particulares de la biología; la verdad; las máquinas; la materia; la vida; el espíritu; Dios –todo de una está sobre la misma línea–; la tendencia y el deseo, la filosofía, su necesidad y su objetivo”.  Pero a nosotros nos toca cuidarnos de no reír; ese programa fue hecho por gentes inteligentes e instruidas.  Escribas sin defecto, ellos han retranscrito muy bien, en un vocabulario a veces arcaico, a veces al que se ha desempolvado, un paisaje que nos es familiar y del que somos responsables.  Pero sobre todo, él conservó lo esencial: es decir la función de la clase de filosofía.  Y esta función se me aparece en la posición de la clase de filosofía.  Posición privilegiada, puesto que es la clase de undécimo, la “coronación” como se dice de la enseñanza secundaria.  Posición amenazada: desde hace cien años no se deja de discutir su existencia, se propone siempre suprimirla.
A comienzos del siglo XX, hubo toda una discusión que habría que releer.  Uno de los más feroces adversarios de la clase de filosofía le reprochaba entonces estar poniendo en circulación bandas de “anarquistas”.  Ya.  Era Maurice Pujo, uno de los fundadores de la Acción francesa.  Frágil realeza de la clase de filó; corona expuesta y siempre presta a caer.  Tenemos pues cien años viéndola sobrevivir en esta posición peligrosa.
La filosofía está ahí, al término de la enseñanza secundaria, para dar a los que han recibido el beneficio, la conciencia de que ellos tienen de acá en adelante un derecho de mirar sobre el conjunto de las cosas.  Se les dice: “No, no les enseñará nada; la filosofía no es un saber, es una reflexión, una cierta manera de reflexionar, que permite cuestionarlo todo, y que incluso obliga a ello.  Durante cinco o seis años venís creyendo en las bellezas de Ifigenia, en la meiosis de las células sexuales, en el take-off económico de la Inglaterra burguesa.  Todo ese saber, tenéis el derecho de reexaminarlo, no en su exactitud sino en sus límites, sus fundamentos, sus orígenes.  Y lo que habréis de aprender, cuando os convirtáis en médico, jefe de marketing o químico, habrá que someterlo al mismo tribunal.  Estáis camino de volveros libres ciudadanos en la república del saber; os corresponde ejercer vuestros derechos.  Pero con una condición: que hagáis uso de vuestra reflexión y sólo de ella.  Reflexión, es decir buen sentido ligeramente realzado, juicio imparcial que sabe escuchar el pro y el contra, libertad en fin.  Es por esto –continúa el profesor – que a pesar de la letra de un programa que no les obliga por completo, yo trataría de enseñaron a juzgar libremente.  Libertad y juicio, tal sería la forma de nuestro discurso; tal sería pues naturalmente su contenido; mi colega de la clase de al lado, que es sexagenario, insistirá más sin duda en el juicio refiriéndose a Alain.  Yo os hablaría sobre todo de la libertad, y de Sartre; yo soy cuadragenario.  Pero ni vosotros ni vuestros camaradas perderán en el reparto.  Sartre y Alain, es clase de filosofía que se ha vuelto pensamiento”.
Este discurso no es en vano.  Pero del exterior, otro le responde.  “Los profesores de filosofía son charlatanes, siempre inútiles, a veces peligrosos.  Hablan de lo que no les importa; se arrogan el derecho de criticarlo todo, el conocimiento que no tienen y la sociedad que los alimenta.  Llegó el momento de que los alumnos no pierdan su tiempo.  Suprimamos todo ese fárrago”.
Es necesario no subestimar la amenaza.  Pero ella no ha dejado de existir.  En Francia hace parte de las condiciones de existencia de la clase de filosofía.  Es el gendarme necesario para la intriga; gracias a él el telón no cae.  Me parece que el juego es el siguiente: a los alumnos de primaria, la sociedad les da el “leer-y-escribir” (la instrucción); a los del técnico, les ofrece saberes a la vez particulares y útiles; a los de secundaria, que normalmente deben entrar a la facultad, les entrega saberes generales (la literatura, la ciencia), pero al mismo tiempo la forma general de pensamiento que permite juzgar todo saber, toda técnica, y la raíz misma de la instrucción.  Les concede el derecho y el deber de “reflexionar”; de ejercer su libertad pero sólo en el orden del pensamiento, de ejercer su juicio, pero sólo en el orden del libre examen.  La clase de filosofía es el equivalente laico del luteranismo, la anti-Contra-Reforma: la restauración del edicto de Nantes.  La burguesía francesa, como las otras burguesías, tuvo necesidad de esta forma de libertad.  Luego de haber casi carecido de ella en el siglo XVI, la reconquistó en el XVIII y la institucionalizó en el XIX, en su enseñanza.  La clase de filosofía, es el luteranismo de un país católico y anticlerical.  Los países anglosajones no tienen necesidad y prescinden de ella.
— en Francia también, de cierta manera ocurre lo mismo dado que hay relativamente pocos jóvenes franceses que acceden a la clase de filosofía.
— Ud. tiene razón; es un luteranismo de uso interno de la burguesía.  En el siglo XIX se la obligó a conceder el sufragio universal.  Ahora bien, a diferencia del protestantismo, la conciencia católica no podía a la vez sostener la burguesía (que había establecido su poder a pesar de la Iglesia) y asegurar el control de esta libertad.  Se requirió pues recurrir a la instrucción.  A la instrucción pública.  La secundaria, abriéndose en la filosofía, aseguraba la formación de una élite que debía compensar el sufragio universal, guiar su uso, limitar sus abusos.  Se trataba de constituir una conciencia político-moral en aquel lugar donde falta un luteranismo.  Una guardia nacional de las conciencias.
— Todo esto es quizás verdad para la primera mitad del siglo.  Pero ¿ahora?
— Es verdad, las cosas están cambiando.  La prolongación de la escolaridad es un hecho y, en el límite, la enseñanza de la filosofía le podría ser dada a todo el mundo.  Pero, al mismo tiempo, se trata de encontrar un medio para evitar la entrada de todos a las universidades.  La clase de filosofía corre el riesgo de volverse inútil (si todo el mundo accede a ella) y peligrosa (si ella da el derecho de mirar a todo conocimiento).  Su supresión está realmente al orden del día.
— Luego de lo que ha dicho, sin duda que Ud. no lo lloraría mucho.
— Sí, sí, en un sentido y quizá en muchos.  Vea Ud., la situación es bastante complicada.  Están los que dicen: “hay que suprimir la clase de filosofía; ya he hecho demasiados daños y se deben esperar muchos peores cuando los estudiantes de la nueva generación (los de Vincenne en particular) lleguen a los liceos; comencemos por poner fuera de circuitos a los estudiantes de Vincenne y, poco a poco, de supresión en supresión, limpiaremos la secundaria y la superior”.
Hay otros que dicen: “hay que salvar como sea la clase de filosofía.  Los vanceneses, con sus extravagancias, la comprometen; si podemos asegurarnos de que esos extraños “filósofos” no accedan a los liceos, seríamos más fuertes para defender la clase de filosofía en su tradición legítima”.
Me parece que querer conservar la clase de filosofía en su vieja forma, es caer en la trampa.  Pues esa forma estaba ligada a una función que está, una vez más, llamada a la desaparición.  Y pronto vendrá el día en que se oirá decir: “¿Por qué conservar todavía una enseñanza tan obsoleta y tan vacía, en una época en que todo el saber se ha reorganizado?  ¿qué significa de acá en adelante esa universal reflexión crítica?  Hace rato llegó el momento de echarla por la borda”.
— Pero ¿no les reprochan de estar haciendo Uds. otra cosa distinta de la filosofía?
— No estoy seguro, Ud. sabe, de que exista la filosofía.  Lo que existe son “filósofos”, es decir una cierta categoría de gentes cuyas actividades y discursos han variado de época en época.  Lo que los distingue, como a sus vecinos los poetas y los locos, es la repartición que los aísla, y no la unidad de un género o la constancia de una enfermedad.
Hace bien poco que todos se volvieron profesores.  Quizás este sólo sea un episodio, quizás sea algo por mucho tiempo.  En todo caso, esta integración del filósofo a la Universidad no se ha hecho de la misma manera en Francia y en Alemania.  En Alemania, el filósofo ha estado ligado, desde la época de Fichte y de Hegel, a la constitución del Estado; por ello ese sentido de una destinación profunda, por eso, esa seriedad de los “funcionarios de la historia”, por esta razón, ese rol de portavoces, de interlocutores o de denostadores del Estado que han jugado de Hegel a Nietzsche.
En Francia, el profesor de filosofía ha estado encargado más modestamente (de una manera directa en los liceos, indirecta en las facultades) de la instrucción pública, de a conciencia social de una forma cuidadosamente medida de “libertad de pensamiento”; digamos para ser claros: del establecimiento progresivo del sufragio universal.  Por esto, ese estilo de director, o de objetor de conciencia, por esto el papel que les encanta jugar de defensores de las libertades individuales y de las restricciones de pensamiento; pero también su gusto por el periodismo, su preocupación por hacer que se conozca su opinión y la manía de responder entrevistas…
— No es algo que esté tan mal.  Las declaraciones públicas de los “filósofos” han prestado algún servicio…
— En todo caso se comprende que con el papel que se les ha devuelto, lo que ellos debían enseñar era una filosofía de la conciencia, del juicio y de la libertad.  Debía ser una filosofía que mantuviese los derechos del sujeto ante todo saber, la supremacía de toda conciencia individual con respecto de toda política.  Ahora bien, llevados por los desarrollos recientes, nuevos problemas han aparecido; ya no cuáles son los límites del saber (o sus fundamentos), sino ¿cuáles son los que saben?  ¿Cómo se opera la apropiación y la distribución del saber?  ¿Cómo un saber puede tomar lugar en una sociedad, desarrollarse allí, movilizar recursos y ponerse al servicio de una economía?  ¿Cómo el saber se forma en una sociedad y se transforma en su seno?  Por esto dos series de preguntas: las unas más teóricas sobre las relaciones entre saber y política, y las otras, más críticas, sobre lo que es la Universidad (las facultades y los liceos) en tanto que lugar aparentemente neutro donde un saber objetivo está llamado a redistribuirse equitativamente.  Si estas preguntas llegasen a ser planteadas en la clases de filosofía, es claro que su función tradicional tendrá que ser profundamente transformada.
El Sr. Guichard finge defender la filosofía contra una intrusión de estudiantes que no han sido formados para enseñarla.  De hecho, él protege el viejo funcionamiento de la clase de filosofía contra una manera de plantear los problemas que la hace imposible.
— ¿Cómo llegaron las cosas a esto?  ¿No le hicieron promesas cuando fue creada la universidad de Vincennes?
— Recibimos desde el comienzo entera libertad.  Evidentemente, habríamos podido tratar de trampear con esa libertad.  Hubiéramos podido recurrir a esa formita de hipocresía que habría consistido en modificar las formas pedagógicas de la enseñanza (constituir grupos de estudio, dar una cierta libertad de intervención a los estudiantes) sin cambiar nada del contenido; habríamos continuado enseñando a Plotino o a Hamelin, pero en formas que les gustaran a los “reformadores”.  Y había otra hipocresía posible: modificar el contenido, introducir en el programa autores como Nietzsche, Freud, Marx, etc., pero manteniendo la forma tradicional de la enseñanza (disertaciones, exámenes, diversos controles).  Hemos rehusado uno y otro de estos acomodamientos; hemos tratado de llevar a cabo la experiencia de una libertad, yo no digo total, pero lo más completa posible en una universidad como la de Vincenne.
Encontramos que los estudiantes, el año pasado, venían en su mayor parte directamente de la clase de filosofía; sabían pues exactamente lo que deseaban y de lo que tenían necesidad en esa clase.  Eran la mejor guía para definir la forma y el contenido de la enseñanza que teníamos que impartir.  Y fue con su acuerdo que hemos definido dos grandes dominios de enseñanza: uno que está esencialmente consagrado al análisis político de la sociedad y el otro dedicado al análisis del hecho científico y al análisis de un cierto número de dominios científicos.  Estas dos regiones, la política y la ciencia, nos han parecido a todos, estudiantes y profesores, los más activos y los más fecundos.
Por lo demás esto recibió en su momento el acuerdo no solamente de la asamblea general del departamento de filosofía, sino de la administración de la universidad, e incluso del ministerio.  En esta medida, cuando se nos dice hoy: “lo que Uds. enseñan no está conforme con lo que nosotros entendemos por filosofía y lo que debe ser un programa de filosofía”, podemos considerar que se nos ha tendido una trampa, que en todo caso se nos ha dejado avanzar en una dirección en la que se nos anuncia ahora está cerrada.

— ¿Cómo prevé que van a evolucionar las cosas?
— Estamos decididos a luchar al máximo para que la licenciatura de Vincenne sea considerada como una licenciatura en enseñanza, por tanto para obtener  que los estudiantes de Vincenne no sean excluidos de la enseñanza secundaria.
— ¿No se puede hacer una objeción y decir que la enseñanza de Vincenne es demasiado diferente de la de las otras facultades?
— Esta diferencia siempre ha existido.  Se nos ha dicho: “su programa no corresponde al programa de enseñanza secundaria”.  Yo respondería esto: antaño había tantos programas de licenciatura cuantas universidades existían.  Y en cada universidad, el programa se definía esencialmente por los intereses de los profesores o su especialidad, o su curiosidad, eventualmente su pereza.  Luego existió un segundo programa, el de la agregación.  Fue bien diferente del programa de la licenciatura.  Ni el uno ni el otro eran conformes al tercer programa, el del bachillerato.  Y tras todo esto estaban las necesidades, los deseos, las curiosidades de los alumnos de los liceos.  Entre los estudiantes de la enseñanza superior y los alumnos de los liceos, había pues tres pantallas constituidas por tres programas diferentes.

— Si la licenciatura de Vincenne estuviera valorada ¿estos estudiantes podrían presentarse tan fácilmente como los otros a la agregación?
— Pues claro.  El programa de agregación ha sido, en el curso de los años recientes, muy afortunadamente corregido por un presidente del jurado al que hay que rendirle homenaje, Georges Canguilhem.  Por lo demás, la mayor parte de las gentes que enseñan en Vincenne son alumnos de este presidente.  La pelea que nos buscan es una mala querella.  Ahora, me toca a mi preguntar.  ¿Sabe Ud. de quién es esta frase: “Rechazando toda novedad, la universidad de París ha alcanzado el colmo del ridículo y de lo odioso”?
— ¿Edgar Fauré?
No, Renan.

tr. Luis Alfonso Paláu, Medellín, junio 6 de 2016.


Anexo 2

178.- «Preguntas de Michel Foucault a Heródoto»
«Des questions de Michel Foucault à Hérodote», Hérodote, nº 3, julio-septiembre de 1976, pp. 9-10.  [M. Foucault. Dits et Ecrits, t. III, Paris, Gallimard, 1994. n° 178, p. 94- 95].
No son preguntas que les planteo a partir de un saber que yo tendría.  Son interrogantes que me hago, y que les dirijo pensando en que Uds. sin duda están más avanzados que yo por este camino.
1) La noción de estrategia es esencial cuando se quiere hacer el análisis del saber y de sus relaciones con el poder.  ¿Implica ella necesariamente que a través del saber en cuestión se hace la guerra?
¿No permite la estrategia analizar las relaciones de poder como técnica de dominación?
O ¿será necesario decir que la dominación no es sino una forma continuada de la guerra?
Dicho de otra forma: ¿qué extensión le dan Uds. a la noción de estrategia?
2) Si yo los comprendo bien, buscan constituir un saber de los espacios.  ¿Es importante para Uds. constituirlo como ciencia?
¿Aceptan Uds. decir que el corte que marca el umbral de la ciencia no es sino una manera de descalificar ciertos saberes, o hacerlos escapar del examen?
La repartición entre ciencia y saber no científico es un efecto de poder ligado a la institucionalización de los conocimientos en la Universidad, los centros de investigación, etc.
3) Me parece que Uds. ligan el análisis del espacio o de los espacios no tanto a la producción y a los “recursos” como al ejercicio del poder.
¿Es que pueden esbozar lo que entienden por poder? (con respecto al Estado y a sus aparatos, con respecto a la dominación de clase).
O consideran que el análisis del poder, de sus mecanismos, de su campo de acción está todavía en sus comienzos, y que todavía es demasiado pronto como para dar definiciones generales?
En particular ¿piensan que se pueda responder a la pregunta quién tiene el poder?
4) ¿Piensan que es posible hacer una geografía –o según las escalas, geografías– de la medicina (no de las enfermedades, sino de las implantaciones médicas con su zona de intervención y su modalidad de acción)?
tr. Luis Alfonso Paláu, Medellín, junio 5 de 2016.
You can leave a response , or trackback from your own site.

0 Response to " Subjetividad y normatividad "

Publicar un comentario

Formemos Red

Preferencias de los Lectores

Todos los Escritos

Rincón Poético

Seguidores