Por Mauricio Castaño H
Historiador
Colombiakrítica


Lo monótono  y estéril caracterizan las construcciones de hoy, no son espacios que provocan ni convocan a desplegar nuestro espíritu, a sentirlos departiendo con amigos o definiendo los asuntos públicos como lo fue en Atenas, cuna de la democracia. Las experiencias más significativas son proporcionadas por los mass media y la gente las vive como si fueran reales. Y por el contrario, lo concreto real pasa desapercibido, incluso irreconocible y repudiable como quienes se asquean con el pescado fresco cuando van a la plaza de mercado. O cuándo en la calle la violencia pandillera se ensaña contra nuestro vecino próximo, la solidaridad es ajena y salimos despavoridos, es asunto de nada que ver con nosotros. Pero la violencia más cruda vista en la pantalla nos resulta divertida y normal. En sí, el consumo virtual o de los mass media embotan a los espectadores hasta perder las sensaciones de su propio cuerpo.


Esto es gracias a la experiencia física vivida por la velocidad y el culto al individualismo del mundo moderno. Los estímulos son mínimos, se priva a los sentidos de sus sensaciones. El confort mayor es ir a la mayor velocidad posible apoltronado en el automóvil, y ese es también el máximo triunfo del individuo. Las residencias o urbanizaciones son encerramientos que protegen del afuera como amenaza, y en cada apartamento cada quién vive como un extraño entre sus vecinos, tanto en el adentro como en el afuera, los individuos evitan contactos físicos o relacionamientos que permitan entablar una amistad o tejer vida comunitaria, cualquier posible contacto es un riesgo que hay que evitar. El afuera es una amenaza, evitar lo público y cuando se requiera de ser frecuentado, que sea rápido y momentáneo.


Privación de los Sentidos


El ir veloz apaga el interés por el otro y por lo lugareño local que vivifica el estar juntos, en comunidad. La comodidad vuelve perezoso el sistema sensorial, nos aleja del mundo exterior. Allí, en esa realidad espacial se vive un placer pleno y equilibrado que trasciende el mero placer corporal, el placer de estar juntos en un territorio, es una seguridad biológica que nos asiste. El hombre despliega su ser sobre el territorio, allí lo plasma, deja sus huellas en lo que le es propio de la cultura. La experimentación del territorio, del afuera, estimula experiencias que la velocidad, el ir rápido no permite, por eso la privación de los sentidos hasta llegar a una sociedad anestesiada. La falta de estímulos nos atrofia la vida. Sin comunidad, se agudiza ese fondo en nuestro ser que nos hace sentir incompletos sin posibilidad de una solución a la mano, de otro que me dé la mano y no sentirme solo y amenazado. Pero en la soledad, somos cuerpos turbados, agitados, inquietos, perdidos, seres sin paz, con pasividad corporal, sin centro espiritual. Somos ajenos, desorientados, vivimos como exiliados en la calle y en la casa.


No es posible ningún ágora o plaza pública para compartir o debatir los asuntos comunes a todos, los tiempos industriales nos privaron de ellos. Hoy se precisa de evitar cualquier contacto físico posible, ello es sinónimo de seguridad y orden. Los lugares más comunes y masivos son los centros comerciales, pero allí cada quien va dando vueltas y vueltas fisgoneando vitrinas. Son rituales que no celebran nada, sólo son esclavos del capitalismo de mercado que dan vueltas y vueltas como ratas de alcantarillas. Vivimos encapsulados en una especie de paraíso perdido.


El Paraíso Perdido o Mundo Exterior


Adán y Eva ganaron con la expulsión del paraíso, fue la posibilidad de salir al mundo, vivirlo y sentirlo en carne propia. Ellos salieron de su inocencia, ingenuidad y obediencia para entrar conscientes a un mundo exterior para comprender lo extraño y distinto, cuerpos expuestos al dolor que implica experimentar y conocer, como el niño que caída tras caída, golpe tras golpe aprende a caminar. Conocer y sufrir en carne propia es una experiencia inevitable que nadie puede vivir por nosotros. Pero nuestro mundo moderno nos quiere privar de los cinco sentidos, nos ha vuelto anestésicos, nos priva de sentir, nos adentramos en una pasividad corporal. Queremos regresar a un paraíso perdido, el cuerpo que evita sentir el espacio concreto, la carne es ajena a la piedra, a la experiencia material, desarmonía entre carne y piedra. El cuerpo es la carne, la ciudad es la piedra.


Atenas y los Espacios Comunes


Lo diverso étnico y los espacios comunes para compartir y decidir los asuntos públicos, eran lo propio de la antigua Atenas. La afirmación Aristotélica resuena fuerte para decir una realidad difícil de reconocer desde el mundo antiguo hasta nuestros días: Una ciudad está compuesta por diferentes clases de hombres; personas similares no pueden crear una ciudad. Es la diversidad étnica y de pensamiento lo que enriquece la vida en contraposición de racismos que proclaman superioridad de unas sobre otras.


La Diferencia crea Identidad


El mundo de la Grecia Antigua en Atenas los ciudadanos tenían una vida común en los lugares que discutían los asuntos públicos, que competían a todos, así el espacio y los ciudadanos se compenetraban, eran una sola realidad. Los espacios públicos eran escenarios para desarrollar la vida personal y colectiva. En la diferencia se reafirma la identidad personal, es un principio de la diversidad de la vida que en los humanos se constata en las etnias y el pensar diferente. En suma, en la Diferencia se crea identidad.


Vida común fue posible en el mundo griego, pese a los excluidos, algún día tenían la esperanza de estar en comunidad. El medioevo rompió esa esperanza, y el mundo del capitalismo impuso el credo del culto al individualismo, todos somos extraños, mi más próximo vecino es enemigo en potencia.


Lo común versus individualismo


La nación proclama una identidad común, la ciudad por el contrario promueve el culto al individualismo, un mundo de extraños, de soledades perdidas que no se encuentran, todos van y vienen rápido como si estuvieran huyendo de algo que desconocen, temen y no se hallan en el espacio. Perder la vida común es perderse así mismo. Nuestras vidas necesitan de un relato que dé coherencia a nuestras vidas, no pedazos de un rompecabezas que no encajan.


En suma, el movimiento y velocidad que nos trajo el capitalismo nos anestesia, nos deja los sentidos adormilados, nos priva del mundo exterior y de hacer vida común con los conciudadanos, mi prójimo, mi vecino de al lado, todos ellos los evito, se precisa del menos contacto posible. No experimentamos el mundo.


Las cadenas de almacenes acaban con las pequeñas tiendas de barrio en las cuales se daba la vida comunitaria, vecinos tomando un café, vecinos en confianza con el tendero que les daba créditos con el mero empeño de la palabra, los llamados fiados. 


La cultura del culto al individualismo es lo propio del capitalismo, apaga los sentidos, las sensaciones del cuerpo para así privarlo del disfrute de la vida misma. Cualquier contacto posible debe evitarse. Son amenazas, y ante las amenazas se bloquean los estímulos, es una respuesta de la naturaleza biológica, así, en este mundo moderno de velocidad, la privación de los sentidos, la anestesia nos define bien. 


Nadie pone en duda que un cuerpo requiere de un espacio para desplazarse y máximo aún cuando la vida se define por el movimiento, en especial en nuestros tiempos de avenidas rápidas y automóviles veloces, ir rápido es la consigna. Pero el ir veloz hace perder la mirada atenta por el paisaje, sólo se logra un plano panorámico sin los disfrutes de lo particular del territorio. 


Es el lugar donde las gentes alcanzan la unidad, ciudad y cuerpos son solidarios, es la configuración material y espiritual, tanto de los cuerpos como del territorio, de la carne y la piedra. Vivir juntos es lo propio de la civilización, separados es lo característico de las vida que se apagan. No tenemos principio de realidad. No vivimos, no experimentamos el mundo exterior.

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