Por Mauricio Castaño H
Historiador
En Colombia existe el Código de Policía, que debería llamarse Manual de Convivencia. La explicación puede hallarse desde los orígenes del mismo concepto de policía, derivado de la etimología griega politeia, que a su vez refiere a la polis, a la ciudad, y más específicamente a cómo comportarse en sociedad, en donde lo público es asumido y valorado en alta estima, como aprender a vivir en sana convivencia, tramitando de forma pacífica las diferencias y conflictos normales que resultan de las relaciones sociales, y que puedan resolverse sin necesidad de acudir a instancias judiciales, o peor aún, a tomar la justicia con las propias manos, ejerciendo la fuerza, entrando en la repetición del círculo vicioso de la violencia. En suma, esto equivale a una ciudadanía activa, con capacidades de autorregularse, de garantizar la paz y evitar que brote el caos de la guerra en las comunidades.
En la época de la Colonia conocimos El Chisme, el vecino controla al vecino, toda una institucionalidad que tuvo por función la regulación social, el cuidado de la moral y en general todo aquello que condujera a guardar las normas que hacen bien y vivifican a los miembros pertenecientes de la comunidad. Esta figura del chisme, es relevada, en la época republicana, por la Policía, representada en un cuerpo institucional, un hombre uniformado, sin armas, que tenía por función la preservación de los buenos comportamientos y la sana convivencia en los miembros de la comunidad. Éste era un miembro más de los vecinos de un barrio, se involucraba en actividades culturales, convites, era asumido por las gentes como uno de los suyos.
Pero esta figura fue quebrada, desvirtuada, y de un momento a otro pasó a ser un cuerpo armado, alejado, distante de la comunidad; entró la desconfianza de un lado y del otro. Esta policía comunitaria fue absorbida netamente por el cuerpo y la acción militar. El momento crucial fue la década de los años de 1980, en la que el narcotráfico le declaró la guerra a la policía; por el asesinato de un policía, la mafia, en cabeza de Pablo Escobar, pagaba a los sicarios la suma de cien mil pesos. Pero no sólo esta violencia diluyó la policía comunitaria, sino que prácticamente es sustituida por los matones de barrio pagados por el narcotráfico, los cuales tuvieron buena aceptación por la sociedad, pues el narcotraficante y el pillo, se convirtieron en un paradigma, en un modelo de admiración por sus capacidades en hacer grandes sumas de dinero en tan corto tiempo y con ello vienen los lujos y el acceso a mujeres lindas que todo machista quiere tener para su vanagloria. Es el preciso momento en el que se desmonta la industria y se genera la gran crisis del desempleo estructural en la Ciudad.
Y así, por ejemplo, se refuerza una cultura de la ilegalidad, de la trampa, el espacio público es desatendido, tomado de cierta manera por el comercio informal; los andenes son tomados por quienes quieren ampliar la sala de su casa o por quienes simplemente quieren improvisar una zona de parqueo para su carro. Y en lo sucesivo, el listado se hace extenso, como los ruidosos que muelen música a toda máquina a altas horas de la noche, sin importar que se perturbe el sueño de quienes tienen que madrugar a trabajar. En conclusión, son prácticas de inconvivencia que exasperan, que trastornan la tranquilidad de la vecindad, que deterioran la calidad de vida de quienes allí viven.
Las ciencias sociales constatan el placer que sentimos de estar juntos, de vivir en sociedad siendo la ciudad ese espacio preferido por excelencia, nuestras poblaciones viven en ciudades en más del cincuenta por ciento. Estos conglomerados humanos han evidenciado con mayor acento, la diferenciación entre espacio público y espacio privado. Si bien estamos destinados a permanecer en sociedad, también sabemos que estar muy expuestos en las cercanías de las multitudes, terminan por asfixiarnos, entonces viene a bien retrotraernos a nuestra esfera privada, a nuestro propio territorio, a nuestra propia vivienda, en donde sólo entramos nosotros, en donde sólo estamos con el grupo reducido de la familia. Allí nadie más puede entrar, sólo en casos extremos, entrará la autoridad con una orden judicial.
Pero de las rigideces en sus normas del espacio público y privado, ha dado para el surgimiento de una tercera esfera: El Espacio Común, constituido, en esencia, por la Acera y el Parque. Esta tercería viene de esos estilos de vida que se despliegan en sus formas de vestir, en esas formas particulares en que nos singularizamos en una cultura como el caminar, el reír, compartir, hablar. Para el autor Marcel Hénaff en La Ciudad que viene, el espacio común se manifiesta en cuatro singularidades a saber: La Visibilidad: Nos gusta que los otros nos vean, nos reafirmamos en el otro en el cual he atraído la mirada. El artesano es buen ejemplo, siente satisfacción en la exhibición de sus productos. ¡Nos develamos en nuestros gestos! La Vecindad: a fuerza de tanto vernos por la calle, terminamos reconociéndonos con gestos de amabilidad y confianza. No importa que nunca nos hayamos hablado, pero cuando nos vemos en otro espacio, nos reconocemos. Esa gestualidad de confianza y amabilidad, se riega por toda la calle, nos produce la sensación de seguridad gracias a esas relaciones de vecindad.
Civilidad: también nos desplegamos y nos develamos de manera espontánea en esas formas culturales en las cuales se derivan los comportamientos, en las formas de convivencia, exteriorizadas en la serenidad, oferta de paz. Diversidad: La calle es quizá la única oportunidad en donde todos tenemos la posibilidad de cruzarnos, no importa la edad, sexo, creencias, etnias, profesiones. “La calle es un emblema de libertad, como un espacio de apertura sin condición, y finalmente como una expresión de la democracia; y es precisamente cuando la calle está amenazada, que se aprende lo que quiere decir dejar de hablar a la calle.” Hénaff
Nos parece provechoso reflexionar sobre el placer de estar juntos y los espacios en donde mejor se manifiestan estos sentimientos, en donde desplegamos nuestra existencia para darnos a los otros. Por ello llamamos la atención en pensar en una normatividad que guarde y promueva la convivencia humana, tiene que pasar por replantear la seguridad, no en términos de lo militar, sino en cómo facilitamos esos despliegues del placer de estar juntos. La figura del policía que guarda y propicia la sana convivencia, tiene que rescatarse, y alejarse del cuerpo militar y armado, que distancia, y ve en el más próximo, a un futuro sospechoso, a un posible enemigo. Viene a bien pensar el espacio público y común, como un escenario de convivencia, de paz. Pues el espacio en sí constituye la vida misma. Sabemos que en las altas densidades, en donde las gentes están apretujadas, la manera que tienen de abrirse paso, de imponer distancias los unos de los otros, es mediante los estallidos de violencia espontánea, instintual, similar a como lo hacen los demás seres del reino animal.
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