Por una estética del materiólogo,
objetólogo y exólogo, Dagognet *
Por Luis Alfonso Palau Castaño **
La obra de François Dagognet se inscribe en la Contemporaneidad, buscando responder a su existencia mutante y a sus transformaciones continuas. Practica unas formas de lectura que corresponden a la existencia de los dispositivos tecnológicos actuales con los que transformamos la materia, instaurando así nuevas relaciones con la naturaleza y entre los hombres, generando nuevas representaciones que emergen en los paisajes urbanos de la artificialización. Punto de vista distinto del pregonado por el romanticismo de la contemplación de la naturaleza, y de aquel del egologismo derivado del acento propio de la subjetividad.
En el nuevo espacio antropológico abierto por el capitalismo, se han llevado a cabo variaciones íntimamente vinculadas a su despliegue en ese horizonte del mundo de las mercancías. Los gestos y los valores giran en torno a la utilidad del objeto para la comodidad y el bienestar de los seres humanos consumidores de bienes y servicios que satisfacen sus “necesidades”, utilitarismo del pensamiento burgués que reduce el universo de los objetos a la gran repartición entre los útiles y los inútiles, y que define el ámbito de lo social solo en términos de lo necesario y de lo innecesario. No vamos hoy a adentrarnos por los senderos luminosos de las teorías del gasto improductivo, de la parte maldita, del potlach que estudió Mauss, el erotismo de Bataille, y la crítica de la teoría de necesidades que hizo Baudrillard.
Obviamente que toda esta transformación del mundo luego de la bomba atómica que puso fin a la Segunda Guerra Mundial, que nos instaló en la guerra fría durante otros cuarenta y cinco años… nos llevó a la guerra en caliente actual que estalla en los discursos contra el terrorismo y en las acciones de una economía mundial que no disimula ya las estrategias bélicas de Estados al servicio de las multinacionales del imperio. Desarrollo maquínico-electrónico de esta era de la comunicación posindustrial que acelera el transporte de mercancías, de cuerpos y de símbolos… y que abre el pensamiento a nuevas corrientes que ostentan como denominación neologismos que aquí hemos de calibrar: la dromología (ciencia de la velocidad) de Paul Virilio, la teratología (ciencia de los monstruos) de Omar Calabrese, la mediología (ciencia de los medios y de las mediaciones) de Régis Debray, la gramatología (ciencia de la escritura) de Jacques Derrida, la angelología y la parasitología (ciencias de las mensajerías hermesianas y de sus obstáculos) de Michel Serres. Porque Dagognet va a sumar a esta lista una serie de estudios que comenzaremos por enunciar en este nuestro primer sobrevuelo.
Morfología y sistemática
La morfología es una disciplina importante, dado que el estudio de las formas de los cuerpos nos instruye a veces sobre ellos, mucho más de lo que lo hace la atención prestada a sus contenidos. Pero, además, por esta vía somos llevados a la “sistemática”.
Es fácil reconocer que la ciencia experimental no puede rechazar nada puesto que ella es la racionalidad misma y, por tanto, está abocada a encontrarse con una infinidad de datos. Uno de sus primeros problemas consistirá pues en poner orden en esta inmensidad (la de los elementos o los constituyentes, la de sus combinaciones, la de las tierras y la de las piedras, la de las hierbas y la de los árboles, la de los animales, la de las herramientas y la de las máquinas, la de los materiales complejos y de los procedimientos, inclusive la de las poblaciones). De aquí nace esta disciplina transversal que llamamos la sistemática, que trata de descubrir una lógica susceptible de asumir una tal cantidad. Dagognet declara que la obra histórica que le dedicó a la invención de las ciencias del viviente en la época clásica, el Catálogo de la vida, forma con los Cuadros y lenguajes de la química, y el Número y el lugar la tripleta de obras que encara los problemas que constituyen el núcleo fuerte de sus preocupaciones en el primer período de su producción.
Si “la esencia” de las cosas solo puede ser alcanzada a través de lo interrelacional, y no en sí misma, entonces el conocimiento científico supone un largo trabajo previo de localización en los cuadros clasificatorios, en las valiosas “rejillas” que la ciencia construye para reunirlo todo y sistematizar, de tal manera que el conjunto así estudiado pueda traducirse bajo forma tabular (una inscripción sobre una simple hoja de papel), una concentración que, sin embargo, no entraña ninguna disminución.
Interesa abrirse a la inmensa variedad de tierras, de piedras, de vivientes, en resumen, de empadronar y reconocer la riqueza del mundo, tarea inseparablemente científica y filosófica. Ahora bien, si se logra catalogarla, Dagognet se pregunta: “¿no perdemos el beneficio de esta abundancia?”. Y contesta: “es necesario juzgar precisamente en términos contrarios: solo el “ordenar” permite alcanzar y comprender ese pululamiento. No conviene aturdirse con el número, es necesario “pensarlo”. Por otra parte, la concepción tabular servirá de brújula con el fin de ampliar aún el inventario y de liberar su parte desconocida. Entre más parece que se disminuye de un lado, más se abre su lista y se entra en lo ilimitado. Las dos operaciones van juntas, la inteligencia y el agrandamiento del universo. Por consiguiente, ¡dejemos de vituperar al aprehensor que trata de captarlo y de ordenarlo!”
De la ciencia de hoy no se puede seguir repitiendo el viejo sonsonete que la acusaba de reduccionista, ni le conviene tampoco el viejo estribillo de que busca la unificación a cualquier precio, o que está encerrada en compartimentos estanco; por el contrario, ella tiene que ver con multiplicidades espectrales cuya amplitud nos ha ayudado a medir.
“Se deben solidarizar las dos cosas, lo real y su inteligencia —afirma nuestro filósofo en su obra Corps réfléchis—. Mostraremos que la vida, que no es necesario mistificar ni tomar por una fuerza ciega, se ha contentado con ocupar todas las casillas de un vasto tablero; no ha cesado de aumentar luego su extensión, los multi-fraccionamientos así como las combinaciones que dan nuevas “ramificaciones” (se reemplaza la noción de cuadro por la de árbol). Si es así, el problema de su comprensión inquietará mucho menos puesto que existen reglas estrictas que presiden su funcionamiento como su constitución y su proliferación”.
En este dominio, lo que vemos es suficiente para permitirnos captar lo que no vemos por el momento; triunfa ya la visibilidad cuando es metódica y organizada. Testimonia aún a favor de esta disciplina el que la aproximación mórfica conviene tanto a una mejor comprensión de los cuerpos como a la de las construcciones humanas. El mapa geográfico y las particiones religiosas; las amplias divisiones administrativas, el catastro y la gestión, los códigos jurídicos; la trama de las ciudades y sus monumentos; las escuelas de dibujo, el elementalismo gráfico, la ciencia generalizada de los cortes, de las reducciones, de los contornos estrictos son algunos de los más importantes temas referentes a este dominio.
La religión, la ciencia y el arte —tan particularmente grafo-sensibles, tan acordes con el espacio y sus mutaciones— anticipan y anuncian juntas la buena nueva del paso de una morfología a otra. El intelectual, el escultor, el sacerdote y el pintor, el hombre político a veces, y el planificador, todos merecen ser comparados: buscan inventar otras “morfologías”, otros recortes y modalidades de enlace. Una sociedad se lee pues en sus monumentos, que justamente exhiben sus voluntades distributivas, sus arquetipos, su propia tópica. No son solamente entrecruzamientos de masas o de volúmenes que se podrían modificar, seccionar o trasladar a cualquier lugar y de cualquier manera. Si las manipulaciones gratuitas y los juegos de superficie expresan claramente lo arbitrario de las puras caligrafías, las artes y las ciencias se consagran y dedican a las estructuras que resisten, como límites y fronteras, membranas semi-permeables que sobre todo nos envuelven, que solo se mueven muy lentamente, a través de desgarramientos sociales, de desmoronamientos filosóficos o antropológicos, de enfrentamientos religiosos. Solo ellas cuentan y deben mantener nuestra atención: el arte presiente a menudo el espacio nuevo, la ciencia lo explora, la religión lo vive y lo excava.
Si, por una parte, la concentración sigue siendo el arma necesaria de la gestión y de la organización, por la otra, e inversamente, los elementos, la multiplicidad de base sufre siempre esta subordinación que la reprime. El conflicto solo puede estallar entre la periferia y su centro. El “cuerpo social”, las instituciones, tanto se pierde tanto al escuchar, al satisfacer todas las reivindicaciones incoherentes, incesantes de esas unidades dispersas (la autonomía), como incluso se arruina cuando las desconoce y las aplasta (la burocracia). Percibimos, a través de este desgarramiento espacio-social, una de las fuentes del arte, que glorifica los dos polos de la configuración: o bien la composición focalizada y racional, o bien la fiesta liberadora, una relativa descompresión de los fragmentos. Un poco más tarde, funcionará la oposición entre el eje vertical, necesariamente sinfónico e incluso orgánico, y el eje horizontal, signo evidente del estiramiento y del aislamiento. En resumen, las formas no viven más que del volcán de los antagonismos que ellas reflejan y aumentan. Debemos descubrir, bajo la simple morfología, la dialéctica de la violencia, de los enfrentamientos y de las orientaciones.
No se puede ni deducir las figuras (ontología), ni solamente describirlas (Gestalt); no son ni ideas, ni hechos, ni tampoco simples desplazamientos que tendrían que ver con un estudio sémico. No nos encerremos demasiado en una morfología cuya movilidad y construcción progresiva no sea percibida. Son interesantes los inventarios morfológicos, pero son aún más necesarias las morfogénesis o las morfogonías. No somos lo que somos, somos lo que devenimos; no cesamos de esculpirnos. Pero lo esencial se deja ver, incluso si no lo vemos o lo vemos mal.
Topografía y topología
La geomorfología nos ha enseñado a descubrir en las superficies el juego de lo que sutilmente las lima, redondea, quiebra y desplaza. Los fenómenos, si se los sabe reunir y descifrar, nos enseñan sobre las profundidades: el “contenido manifiesto” incluye demasiado al “latente”, como para que no sea necesario ir detrás de la pantalla. ¡No existe trasmundo epistemológico! En geología —especie de memoria de los archivos de la Tierra— lo fenoménico o las solas apariencias deben retener, tanto más cuanto que uno siempre solo se encuentra en presencia de superficies, de líneas y de ondas, es decir, de trazos mínimos (la traceología).
Dagognet compara así la geología con una ciencia de los signos (las huellas), igual que la patología, que bajo los síntomas discierne también una evolución. Porque no hemos de olvidar que el evolucionismo, o mejor el transformismo, antes de dedicarse a los vivientes, se ejercita sobre los suelos. El ejercicio del viaje en un navío experimental como el Beagle, que atraviesa el Pacífico, ha permitido esta audaz lectura de la superficie. En otros términos, el Beagle finalmente remonta más el tiempo que lo que recorre el océano. Y el aparato —en este caso el observatorio que se desplaza— no consiste en agrandar el fenómeno, sino en cinematografiarlo, en entrar en su desplazamiento-desplegamiento. Fue la forma de descubrir lo “latente” en lo manifiesto.
Dagognet sitúa a Darwin ante todo como un naturalista errante, un geomorfólogo que después de haber captado la verdad de Los arrecifes de coral, su estructura y su distribución (1842) aplicará inmediatamente sus conclusiones a los seres vivos. Analiza esta victoria –la gran conmoción de la ciencia del siglo XIX– a partir de una relectura del Origen de las especies, vinculada con los Arrecifes de coral, dado que las dos obras no se separan, sino que por el contrario la segunda generaliza la primera. Se trata de comprender el espíritu científico darwiniano que le saca el cuerpo a lo constante, a lo general y a lo esencial —lo que constituye la tentación cuasi-ontológica— para sensibilizarse con los accidentes, con las diferencias, con los aspectos más ligeros, más visibles, aunque sean los que menos se consideren. Se nos presenta el darwinismo, la captura que él hace de los dramas a través de un juego de variedades y de apariencias, sin la ayuda de ningún instrumento especial, de ninguna disección, ni de ninguna modificación laboriosa. Una consideración del fenómeno como noúmeno es decir que “la cosa en sí” se revela en la periferia, e incluso en el espejo de las aguas.
Se redefinen así las ciencias naturales o experimentales, sobre todo la geología y la mineralogía, como ciencias leibnizianas del mínimo fragmento que expresa la totalidad. Así pues, basta con traer polvo de la Luna, por ejemplo, para conocer tanto su naturaleza como su historia. “O más aún, un guijarro tiende a equivaler a la montaña de donde se extrae. La parcela monádica encierra el Mundo entero. Pero, además, nada debe dejarse de lado, lo que hace que las ciencias de la Tierra sean precisamente las ciencias del accidente o del relieve. Nada puede equipararse a las arenas, los guijarros y los acantilados. Los unos y los otros padecen, es decir, registran: no mueren y se mueven imperceptiblemente.
Su no-ser permite definir en negativo la energía o la causa que los ha esculpido, deformado, roto y trasladado. Ellos informan tanto por lo que son como por lo que no son o han dejado de ser”. Esta observación la subraya Dagognet a propósito, en razón de su paradoja: la de la memoria alojada en las arenas movedizas o sobre los guijarros, cuando se la considera generalmente como el atributo de la vida. Estrictamente los muertos, por su esqueleto, sus dientes u otras huellas, sirven de marcas cronológicas, pero el animal en tanto que tal, escapa a menudo al tiempo, conoce mutaciones bruscas o se mantiene contra viento y marea; por lo tanto no podría incluir los dramas que se registran sobre o en las rocas.
La piedra se ha vuelto por sí misma el más universal y el más elocuente de los manuscritos. La geología nos ayuda a traducirlo. No abandonemos el suelo, es decir, la inscripción, el hábitat, el paisaje, allí donde se implantan los vivientes, los materiales, los datos, incluso también las sociedades. Se trata, pues, de la aplicación extensiva de este método que con precisión hay que llamar geográfico, aunque incluso sea válido para los textos literarios. Dagognet declara pues la guerra a los que se inquietan por el sentido, que quieren profundizar y siempre interpretar, cuando la verdad es que no hay nada que interpretar.
La biología se ha metamorfoseado el día en que aplicó este método geográfico que acabamos de siluetear, y que Darwin ilustraría y renovaría tan claramente. Pero la sorpresa mayor brindada en este texto es el hallazgo, producto de la elaboración arqueológica del saber del siglo XIX, que permite explicar cómo en el mismo momento, Mendel debía también sacar a la biología de su callejón sin salida. Y para ello recurre exactamente al mismo método de Darwin. Se los debe confundir, asimilar, identificar a los dos. “Un monje en su monasterio, o un viajero en medio de las olas en el Beagle, ambos, en situaciones aparentemente antitéticas, no arriesgaban este encarcelamiento por la vida replegada sobre sí misma, la alineación de los laboratorios, de las colecciones o de los hospitales.
Uno y otro, perfectamente desenclavados, podían aplicar este mismo método exterior, contable y distributivo. Hemos claramente escrito: el mismo. No separamos esos dos genios de la cartografía. Los dos métodos, aparentemente diferentes –el de la herencia y el de la insularidad oceánica— reposan demasiado sobre las mismas bases como para que se pueda circular del uno al otro”.
Hasta el siglo XIX, las ciencias del viviente han descrito, categorizado, clasificado, pero el darwinismo desconstruye como lo hacen las otras ciencias que le son contemporáneas; ninguna disciplina natural escapará a esta aproximación espacial, situacionista y repartitiva: la geología, y con ella la química, la mineralogía, más tarde la medicina y la sociología. Entonces el método de la neo-geografía es el suelo común que ha de propiciar la concordancia Wallace- Darwin. La botánica, la medicina, la sociología, incluso la psiquiatría, se han beneficiado con este método que vigila la sola implantación, el hábitat, que recuenta las situaciones y las distribuciones.
La biología súbitamente se ha “exteriorizado”, definida en función del medio y de las circunstancias, sobre todo, reflejada a través de lo que se consideraba no-esencial o incluso fútil. En lo sucesivo, todo ocurre en la superficie de la Tierra (geografía y geología). No solamente se vuelve importante lo “visible” sino que los acontecimientos más ínfimos conmocionan a los vivientes y deciden por ellos. El medio geográfico orienta y por ende permite concebir al viviente y su evolución; pero, a su vez, este transforma la noción de “entorno”: por una parte, el viviente puebla los lugares, pero sobre todo obliga a que tengamos una nueva comprensión del espacio, a definirlo ya no morfológica sino dinámicamente, en términos de flujos que pasan o que no pasan, de comunicaciones logradas o impedidas.
Cualquier nuevo espacio de distribución hace que la sociedad se proyecte en él y, de rebote, le favorezca su emergencia y su transformación. En efecto, el espacio tiene un doble papel: el de espejo en el cual una cultura se lee, se revela, pero también el que precipita una evolución. Él reproduce y produce. Espacialidad y psiquismo ya casi no se separan: este profundiza a aquella y allí se resguarda. La figura resulta de esta ósmosis. Las formas concretan fuerzas y las realizan. No dudamos de que parámetros afectivos y racionales (repetición, correspondencias, relaciones diversas, simetría, etc.) facilitan el reconocimiento perceptivo de las líneas, así como contornos más elaborados, monumentales y prestigiosos remiten a antagonismos sociopolíticos, visualizan conflictos de civilización, expresan abiertamente los dramas de la colectividad (por ejemplo, las transformaciones de las actividades, los cambios de clases sociales, el derrumbamiento de culturas, la evolución consecutiva de las costumbres, de las reuniones y de las fiestas, los cismas religiosos, etc.).
“La imagen” de una cosa no la reitera, sino que la renueva o la modifica. En cuanto a los monumentos, a los papeles decisivos, colocados en lugares así privilegiados: las fuentes, los templos, las columnas, los teatros— ¿sobre qué planos edificarlos y según cuáles líneas? Estos son problemas de estructura y de morfología, así como lo son los proyectos-diseños arquitectónicos. El arte es, pero solo es una topografía.
Escritura e iconografía y Por una teoría general de las formas son las dos obras que con Epistemología del espacio concreto, hacia una neo-geografía, forman el núcleo central de un segundo período en la producción dagognetiana.
Todo ocurre en lo visible, aunque nuestra cultura continúe descalificando la superficie (ella condena lo superficial) y privilegiando los fantasmas (lo que nadie puede verdaderamente observar) o las entidades tenebrosas que solo impresionan en razón de su inefabilidad. Bien lo escribía el gran antropólogo:
Está de moda, sin más valor que el de una mera moda, reprochar a los antropólogos el fundir culturas distintas en el molino de nuestras categorías y clasificaciones, y el sacrificar su originalidad distintiva y su carácter inefable, al someterlas a formas mentales específicas de una época y de una civilización. Si con ello se quiere decir que una traducción no es nunca perfecta y que es inevitable que se le escape un resto de sentido, no cabe duda que se está en lo cierto, pero con ello no se hace más que enunciar un mero lugar común, y de los más simples. En cambio, los que pretenden que la experiencia del otro –individual o colectivo— es incomunicable en su esencia, y que es en absoluto imposible, e inclusive culpable, pretender la elaboración de un lenguaje en el que las experiencias humanas más alejadas en el tiempo y en el espacio se volverían, al menos en parte, mutuamente inteligibles, esos tales, digo, no hacen otra cosa que refugiarse en un nuevo oscurantismo (Lévi-Strauss, 1977).
Iconografía e imagenología
Uno de los momentos fundadores de las ciencias experimentales es aquél en el cual ellas nos vuelven verdaderamente dueños del universo que nos rodea y nos desbordan, por medio de la iconicidad geometral y abreviadora, por mediación de una cierta escritura que transpone el mundo, lo proyecta y lo renueva. Contra los defensores de la palabra dicha, deberemos alegar el punto de vista opuesto: la expresión como conquista, la importancia del dibujo y de la representación, en resumen, una defensa de la escritura, la gloria, tanto estética como científica, de la figuración. El libro en peligro ha esculpido nuestra civilización, soportado nuestra filosofía, incluso creado las religiones monoteístas, todas ligadas a las escrituras, al análisis y al comentario de lo que está “trazado”, “depositado”, “archivado”. La escuela misma solo ha sido y era exégesis.
Pero lo impreso sufre actualmente una tempestad tal que sale de ella maltrecho. Y esta revolución cultural golpea tanto a la literatura como a la universidad. Entonces ¿cómo enseñar ciencias? ¿Cómo representar directamente seres complejos, incluso extensos e inasequibles? ¿Cómo visualizar realidades accidentadas, trazar croquis súper-elípticos, no obstante pertinentes (los de una máquina, un edificio, conjuntos)? ¿Cómo una vez más exponer la arquitectura de las piedras, de los árboles, de los animales? La ciencia de los diagramas, de los cortes y de los mapas, en lugar de destronar la frase, la resaltará, servirá para sostenerla. Lejos pues de que el “Cuadro” descarte el texto, es ante todo la escritura la que se nos aparecerá como una valiosa, fundamental “pintura”.
La iconografía misma de la ciencia que comienza. Mezclaremos “la ciencia como escritura” y “la escritura como ciencia”. Esta mixtura alfabética del ver y del leer nos parece una de las exigencias de nuestra época, preocupada por la cultura del libro en peligro, de todo lo que circula e informa. Por su parte, la ciencia en general garantiza este acuerdo y trabaja en él. Estos esquemas racionales transforman la multiplicidad en un grupo serial, a su vez explicativo de la intensa variedad. Y los seres se clasifican, se descubren sobre esta curva ordenada, a través de esta topografía de sistema. Mejor, la figuración homotética justificará las propiedades sustanciales más heteróclitas. Se trata pues claramente de un dibujo quintaesenciado y generativo, no el redoblamiento de lo que es, la imagen-espejo, sino un icono paradigmático, “abstracto-concreto”, un cañamazo estrictamente distribucional.
Por su lado, otra vertiente, el arte alcanza abiertamente este campo. La literatura actual apunta cada vez más a lo figural en y a pesar de un lineal que lo ha laminado hasta aquí, o lo espacial en lo temporal de lo sucesivo, a pesar del desgarramiento aparente de las formas. Los unos y los otros —novelistas, pintores, grabadores, escultores— nos encaminan hacia una teoría generalizada de las formas y de las deformaciones, es decir, una dinámica espacial. Por su lado, los experimentadores y los científicos se dedican a ello y realizan su acción. Nos atrevemos pues a confundir “arte y ciencia”, relacionar a todos esos trabajadores de lo “multi-axial” o de lo “proyectivo”, esos escritores de la iconografía. Trataremos de examinar este encuentro, sus implicaciones culturales y sociales.
La imaginología nos ofrece la vista más completa de la realidad; los grafos dicen muchísimo sobre lo que parecen reducir o simplificar. ¿No contiene el mapa de una región más información de la que oculta lo que observamos directamente sobre el terreno? Hemos de examinar esta paradoja, según la cual el plano o el diseño de una cosa la desborda y, por consiguiente, nos aclara muchas cosas suyas.
Materiología
Los primeros gérmenes de espíritu (la acción a distancia lo ilustra) se alojan ya dentro de las sustancias despreciadas. Y por esto no vamos a defender el materialismo (es decir, la doctrina del absoluto de la materia, como antítesis del espíritu, capaz de explicarlo todo), sino la materiología, en el sentido que dejamos de oponer lo material y lo mental, e incluso llegamos a aproximar el uno al otro, en esta ciencia de los materiales. Veamos algunas pruebas a favor de esta casi-similitud:
1. La sustancia material resulta de una combinación, pero no se trata de una unión cualquier de dos cosas, ni una simple mezcla ni una acumulación, ni siquiera de una adición. La fusión obedece a relaciones que fijan las proporciones de unos y de otros. De acá se sigue un conjunto de propiedades como la firmeza, la regularidad, la estabilidad o la permanencia estructural.
2. Para definirlo, la arquitectura de cualquier cuerpo real –y por tanto su forma— cuenta más que la naturaleza de sus unidades o de sus elementos. La prueba está en que podemos sustituir sus constituyentes por semejantes, sin que toquemos la disposición de base: algo esencial que permanece. Conviene, sin embargo, que además del tamaño tengamos en cuenta las cargas eléctricas de estos reemplazos. No deja de ser cierto que estos isomorfos, aunque diferentes, se deslizan dentro de nuestro sólido, se incorporan en él sin perturbarlo (la diadoquia). Una teoría holista o conjuntista explica pues la constitución de este corporal material. Y la forma misma suplanta el fondo.
3. Conocemos muchas sustancias polimorfas; pueden cambiar de aspecto (la heteromorfía). Vemos acá el signo de una materialidad susceptible de diversidad y de variedad (un mismo que no excluye lo otro). No consideremos la materia como monovalente cuando ella trasciende sus unidades y se expresa bajo un aparecer nuevo (la alomorfía). Concedemos a la materia cualidades que la aproximan efectivamente a lo espiritual: la parte puede exponer el todo (la pars totalis), lo que la salva del simple ordenamiento o de la yuxtaposición (la exterioridad, la extensión). Hay que restablecer rápido en ella las polaridades, los intercambios, los enlaces, una dinámica más que una mecánica en el sentido habitual del término. Así asistimos a extraños resultados: sustancias que incluso siendo mixtas no les falta ni la permanencia ni siquiera una especie de configuración que permite su reconocimiento. Los procedimientos de incrustación y de completitud ayudan a comprender una materialidad desbordante; es por esto que esta materia –entre otras proezas— podrá encerrar en sí misma y conservar las menores huellas padecidas (la memoria). También la técnica se apresurará a completar o a agrandar el espectro de la materialidad con los superconductores, los vidrios no silicados, los eutécticos, los polímeros, los biomateriales, etc.
Objetología
Dagognet nos llevará a privilegiar el objeto aunque a menudo los filósofos lo abandonen o lo rebajen porque quizá no se dan suficiente cuenta de que él se deriva del espíritu y de su ingeniosidad. No solamente el pensamiento ayuda en su fabricación (a través de esbozos y de maquetas) sino que se expresa a través de él. Su descrédito, del que buscamos recuperarlo, se entiende en parte por el sistema social histórico actual en el que se lo produce, como mercancía, que entra en un comercio, al término del cual el comprador es expoliado. Igualmente, el liberalismo sin freno no duda en diseminar la “baratija”, el “gadget” en el mercado.
Una prueba indirecta de lo que afirmamos está en las civilizaciones artesanales que no conocen esta desconfianza; muy por el contrario, al etnólogo le gusta recoger los utensilios culinarios, los instrumentos de música, las armas, las herramientas de esas poblaciones porque a través de ellos reencuentra el alma de esas tribus, sus mentalidades, sus maneras de vivir.
Otra desventaja estriba en que el objeto de ayer estaba concebido sobre todo en función de su uso, lo que lo limitaba; hoy, por el contrario se busca que escape a ese empobrecimiento: se le añadirán dispositivos que permitan otras prestaciones. Así el objeto prosaico se ha transformado, multiplicado, no limitándose ya a una sola función. Es verdad que el objeto de ayer sorprendía por su masividad, instalando así la separación entre él y nosotros (el dualismo). Merece su nombre: lo que está al frente de nosotros, lo que se opone a nosotros, a la manera de la objeción. Pero el objeto contemporáneo está singularmente modificado; ya reculan los materiales angulosos o rígidos que constituían al antiguo; se imponen los objetos plásticos, los flexibles, los polimorfos, los desmontables, etc. Lo moderno tiende a abolir la distancia entre él y nosotros; incluye en sí dispositivos favorables a una cierta interactividad (desde que entro en la pieza la lámpara se enciende). Una disciplina industrial se impone, la del diseño o la arquitectura de lo doméstico. De acá en adelante la mesa o la silla van a tener formas inesperadas. Cesa el modelo reproducido siempre y por todas partes.
Sin duda lo ignoramos pero la antigua morfología disemina una sorda ideología: la inmutabilidad, un poco de dominación, el triunfo de la verticalidad, el aferramiento a lo tradicional y el sentimiento de que lo antiguo prevalece. El objeto que se creía utilitario e inerte no deja de encender una batalla filosófica. Entonemos el elogio de algunos objetos ordinarios, interesándonos tanto en su propio funcionamiento como en su aspecto (el diseño). De paso, no podemos dejar de aprobar la audacia de algunos “designers” (lo que renuevan la morfología de nuestros aparatos ordinarios) cuando, en lugar de ocultar el “adentro” bajo una carrocería homogénea y reluciente, no dudan en mostrarnos el dispositivo productivo que exponen en una caja de vidrio. Nos comprometen en no separar los dos, el primer plano de la escena productiva y el fondo que lo alimenta. Y el aparato, entregado a la verdad, sale de esto más sugestivo y mágico.
Abyectología
Lo abyecto es lo que inspira el disgusto, suscita la repulsión y por eso mismo, instaura la idea de separación y de alejamiento. El filósofo propone explorar un territorio abandonado: el de los seres descartados en razón de su insignificancia o de su pequeñez a tal punto que terminan por confundirse con lo informe; alejados también a causa de su peligro (contaminación, polución) o abandonados a causa de sus lazos con la descomposición y la muerte (lo podrido, lo fermentado, lo cadavérico). De esta manera podemos ambicionar construir una nueva ontología anti-platónica que llegue incluso hasta señalar, en lo demolido, lo manchado, lo raído, una abundancia real, los signos de una pertenencia a lo que se llama el “ser”. El menor fragmento, la más fina partícula conserva lazos, por tenues que sean, con aquello de lo que se han desprendido; la sensibilidad contemporánea va esta vez hacia las disciplinas que enseñan a examinar o a reconocer esta relación persistente, hasta el polvo que se pega a la suela de nuestros zapatos.
El proyecto de una ciencia de las huellas, de los rastros que va dejando todo lo existente (la ciencia de los trazos, la trayectología) se reúne ahora a las tareas llevadas a cabo anteriormente: la ilética o estudio de los diversos materiales y sus prestaciones o sus actuaciones (performance); la materiología en su afán por rematerializar en medio de un mundo cada vez más idealizante, más angelical, más verbal, más light…; la objetología y su persistencia en una ciencia de objetos, de soportes, de las cosas del mundo y de la producción industrial...
Sentimos que su tarea se enfila igualmente sobre la apreciación leibniziana de la riqueza en el más modesto fragmento. Por este camino filosófico, terminaremos por reunirnos con los que consideramos ahora como los mejores compañeros de viaje: los artistas plásticos que se han vuelto hacia lo precario, que han aprendido a renunciar a los sustratos habituales para ponerles atención a los papeles usados, los embalajes ruinosos, los vestidos desgarrados, todo lo que se demuele o se corrompe. Ellos han aprendido y nos han enseñado a escarbar en los muladares, los montones de residuos de hierro y los detritos con el fin de encontrar los materiales de sus obras. Se trata de dar cuenta de la compasión por lo débil y por lo frágil. Y por ende, por las pobres gentes que hacen los trabajos pesados en este planeta.
La rehabilitación de los desechos (la abyectología): todos los grandes artistas actuales han encontrado en ellos lo que habría de permitir su construcción; lo debilitado y lo desquijarado llevan consigo mismos, aunque implícitamente, la historia, por no decir los dramas que los han destruido; el desgaste les añade una dimensión a la vez material y social.
Filosofía
La filosofía idealista platónico-kantiana se dedica a pensar, no “lo que es” sino el porqué de “lo que es”, o lo que lo ha hecho tal, el proceso trascendental. La filosofía como búsqueda de este fundamento, gracias al cual el saber habría podido forjarse y validarse, termina por dirigirse hacia las estructuras del entendimiento que habrían permitido el conocimiento –pues no se evita señalar entonces un ego constitutivo–. Se termina por instaurar un espíritu que cree encontrar solo en sí mismo lo que funda la renovación. El examen “de las condiciones de posibilidad” se ha elevado tan alto que termina por abandonar el suelo de la verdad en curso, y sus mutaciones; reencuentra permanentemente una “tabla de las categorías” que no logra actualizar.
El kantismo creía ser una “revolución copernicana”, pero nos propuso lo inverso; puso a girar las cosas en torno al pensamiento, situado en el centro y regulando todo el sistema. Actualmente vale la pena explorar una propuesta filosófica de plegamiento del pensamiento a las cosas, en búsqueda de desalojarlo de una posición indebida de excesiva dominancia. Sabemos, por el contrario, que la idea verdadera no se distingue de sus aplicaciones, solo vive por ellas; la materialidad, en vez de ignorar lo espiritual o anularlo, lo ajuicia y lo sirve; asegura al menos su fecundidad.
Hay que atacar los bastiones de la filosofía clásica: el puro cogito (cartesianismo) y su versión positivista, el cerebralismo (el solo cerebro, la caja que contiene todas las facultades); la búsqueda de lo invisible o el descenso a los pretendidos arcanos del Universo, la indagación sobre las profundidades o la inmersión en la vida íntima.
La propuesta filosófica actual encara el yo y la exterioridad, en tanto que lo esencial se desenvuelve en su cruce (la ciencia, la técnica, el arte, los reglamentos jurídicos, las acciones morales y las prácticas religiosas solo se desarrollan en el encuentro entre el pensamiento y sus diversas construcciones o creaciones). Solo somos a través de lo que fabricamos o de lo que edificamos. Somos lo que tenemos hasta el punto que en rigor incluso esculpimos nuestro cuerpo, nos imprimimos sobre él, y por ende, podemos llegar leer en él el ser que se expresa y se expone.
Exología
Exología ilimitada, exología que, a diferencia de la egología –a la cual se opone frontalmente—, nos hace girar hacia el exterior, por regla general descalificado, desdeñado. El afuera no goza de un estatuto privilegiado; parece que solamente ocultara el adentro; y si lo protege lo aísla sobre todo y nos priva de él. Cuando una persona se encierra en sí misma y manifiesta una conducta de timidez es porque, sin duda, se prepara para volver al combate que solo ha interrumpido o porque se imagina que a través de su retracción se impondrá a aquellos de los que se aleja, porque son indigentes o groseros; en los dos casos ella continúa creciendo (imaginariamente). No podemos creer ni en la realidad de una existencia enteramente amurallada y cortada de sus semejantes, ni en la de conductas de verdadero aislamiento.
La exología que desea fundar Dagognet debería mostrar la inconsistencia y la falsedad de una interiorización absolutizada. Pero ¿cuál es la finalidad más o menos explícita de estos análisis? Ante todo luchamos contra lo que nos sugiere el lenguaje y de lo que no podemos desprendernos. Por acá casi se nos ha impuesto la idea de que el afuera de una cosa no puede equivaler a la cosa ni informarnos sobre ella, puesto que él no se sitúa en ella sino solamente en su contorno. De la misma manera que el árbol nos oculta el bosque, asimismo la corteza nos esconde al propio árbol. Siempre parece que el fondo se impone a lo que lo rodea y también lo vela.
Seguimos tres direcciones convergentes presentes en las primeras páginas de libro de Dagognet Cara, superficie, interface (1982-2005):
A) Según la primera, en el centro de nuestro estudio, nos apasionamos por una figura eminente, la del hombre, y tratamos incluso de descifrar su rostro A propósito de François Dagognet (Langres, 1924, Avallon, 2015) (prosopografía); combatimos la clásica y demasiado chata fisiognomonía, pero tratamos también de recuperarla, sobre otras bases y con otros medios. El “cuerpo” no cesa de hablar; buscamos entender su lenguaje (p. 2).
B) Otro camino paralelo: nos dedicaremos incansablemente a no separar nunca los soportes de las funciones, y, como es más fácil estudiar los sustratos (en este caso el cuerpo y sus diversos segmentos) nos interesaremos en ellos con la esperanza de obtener aquí una información psicológica. En efecto, solidarizamos lo somático y lo mental, que simplemente lo expresa o aún lo aguza (p. 3).
C) Tercera dirección complementaria, más ambiciosa: intentamos análisis biofísicos que privilegian las solas superficies, excluyendo las profundidades. Quizá se ha considerado en demasía la superficie como una envoltura que protegería, aislaría el adentro; y paralelamente el pensamiento parece atraído por el espejismo del “debajo” (p. 6).
Monismo
El imán atractivo, la piedra que conserva, se aproximan a la psiquis; ellos impiden, si no el dualismo clásico, el del alma y el cuerpo (que habría de envenenar la filosofía clásica), al menos uno más general, el que separa la memoria de la materia o el espíritu de sus soportes.
Leibniz, con su Monadología, nos conduce por este camino del monismo: la materia, aunque la considera como una mens momentanea, es definida como un espejo confuso que encierra todo el universo; ella es, además, concebida dinámicamente.
Pero la mayor parte de los filósofos han buscado ampliar la fosa que nosotros querríamos llenar. Los griegos especialmente han alegado en favor de la separación; por tanto nosotros, en vez de predicar un regreso a esos antiguos, debemos liberarnos de su nociva influencia.
El platonismo no ha reservado lugar a la materia en su sistema; la considera como no-esencial y sobre todo peligrosa. Ella está ligada al devenir (por eso la inestabilidad) y a la mezcla (el desorden). Y de la misma manera que es necesario fundir el mineral para sacar de él el metal en su pureza (la ganga solo puede ocultarlo y perderlo, muy particularmente al oro al que deberemos aislar de los otros metales como el cobre, la plata, el diamante, para citar al Político, 303d), asimismo nos es necesario abandonar la región de lo sensible a cualquier precio y dirigirnos hacia el modelo ideal y eterno.
El Timeo insiste sobre la existencia de esos dos mundos, privilegiando el inmutable, el inteligible, y no el que ha nacido: “Si este mundo es bello y si el obrero es bueno, es claro que él fije su mirada en el modelo eterno. En caso contrario, lo que incluso no está permitido suponer, habría mirado el modelo que nació. Ahora bien, es absolutamente evidente que el obrero contempló el modelo eterno” (29a). Por consiguiente el filósofo deberá huir del universo de acá abajo, de la misma manera que se le pide que abandone su cuerpo porque la organicidad abriga los instintos de los cuales debemos desprendernos. Y este cuerpo que hay que relegar nos aproxima demasiado de lo sensible, mientras que debemos alcanzar la estancia de lo solo inteligible, único objeto de intelección y reflexión. ¿Por qué? El Filebo da la respuesta: “La fijeza, la pureza, la verdad y lo que llamamos la esencia sin mezcla se encuentran en las cosas que están siempre en el mismo estado, sin cambios ni aleaciones, luego en las cosas que más se le aproximan, y todo el resto debe ser considerado como secundario e inferior”. La materialidad, que está incluida en ese “resto”, tiene que ver con la profusión (la abundancia despreciada) como con la confusión (también inseparable de las amalgamas). El platonismo define una metafísica de la pureza que se refiere a una creación de nuestro mundo.
Salimos en guerra contra la filosofía de la “interiorización ideal”; queremos quebrar o al menos discutir la más antigua de las divisiones, la que opone al pensador, que no se baña en las cosas y que no se arriesga a ser contaminado por ellas (la santuarización protegida o la clericatura de los especulativos), con el que solamente ejecuta y manipula. El primero se imagina que puede elevarse hasta aquello cuya existencia ni siquiera sospecha el otro, impotente para abandonar la caverna en la cual está encadenado. Esta grieta recorta la que separa el pensamiento del cuerpo (el dualismo tradicional e inveterado), lo puro de lo impuro, lo espiritual de lo material. Nos hemos interesado en “un exterior excepcional”, es decir, en nuestro equipamiento sensorial, que con frecuencia la filosofía ha despreciado; ella le imputa los errores que cometemos, pero la corporeidad (no se comprende sino por su periferia) interpreta en función de sí misma. Encontramos una “razón de ser”, y por tanto, una legitimidad, en sus pretendidas desviaciones. Los órganos internos, a los que no privilegiamos solo sirven para sostener lo esencial que se juega con “este sentir” que nos alerta sobre el mundo; ponemos aparte el cerebro que registra y que conserva lo que hemos vivido, así como nuestros aprendizajes y los métodos que hemos elaborado, pero ¿vivir no es ante todo sentir? A este respecto, el organismo ha logrado una prodigiosa inversión: en lugar de plegarse sobre el adentro, ha construido en su periferia lo que le permite evaluar lo que se desenvuelve lejos y adelantársele si es necesario.
No hemos descartado ni minimizado la cerebralidad sino que la consideramos inseparable de los “órganos-centinelas” sin los cuales ella misma no podría ejercerse. ¿No es menester contar también con “un sentido interno” (la cenestesia) que se añadiría a los otros cinco, por lo demás todos reagrupados (la cabeza)?
Pero nosotros lo separamos de ellos y no lo incluimos en ese grupo en razón del aspecto vago y errático que lo caracteriza. Se desarrolla sobre todo en el sueño, acompaña lo vegetativo no entra en la llamada “vida de relación”. Para disminuirlo, añadamos también que nos informa mal (no localiza) e irregularmente (una patología puede entonces desarrollarse en el silencio de las vísceras). Con Dagognet, vamos a abogar por la inseparabilidad de lo cerebral y de lo sensorial; por este hecho caminamos a contra-corriente puesto que le concedemos un lugar preferente a la “sensibilidad”, en las antípodas de la cultura ascética; y no hemos seguido el camino que conduce en demasía a la soberanía y al imperialismo del ego (la egología).
Abandonaremos este punto de vista y todas sus ramificaciones que nos han engañado pero que servían principalmente a un designio socio-político. El angelismo de la conciencia ideal va de la mano con juicios desigualitarios y deshumanizantes. Le da ventajas a una elite (la intelectual) que termina por perderse al confinarse en su aislamiento.
*
Tomado de Ciencias Sociales y Educación, Vol. 4, Nº 7 • ISSN 2256-5000 • Enero-Junio de 2015 • 420 p. Medellín, Colombia. Universidad de Medellín.
** Profesor titular de Historia de la Biología de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. Profesor emérito y jubilado de la Facultad de Ciencias Humanas y Económicas. Doctor en Historia y Filosofía de las Ciencias de la Universidad de París I (Sorbona-Panteón).
objetólogo y exólogo, Dagognet *
Por Luis Alfonso Palau Castaño **
La obra de François Dagognet se inscribe en la Contemporaneidad, buscando responder a su existencia mutante y a sus transformaciones continuas. Practica unas formas de lectura que corresponden a la existencia de los dispositivos tecnológicos actuales con los que transformamos la materia, instaurando así nuevas relaciones con la naturaleza y entre los hombres, generando nuevas representaciones que emergen en los paisajes urbanos de la artificialización. Punto de vista distinto del pregonado por el romanticismo de la contemplación de la naturaleza, y de aquel del egologismo derivado del acento propio de la subjetividad.
En el nuevo espacio antropológico abierto por el capitalismo, se han llevado a cabo variaciones íntimamente vinculadas a su despliegue en ese horizonte del mundo de las mercancías. Los gestos y los valores giran en torno a la utilidad del objeto para la comodidad y el bienestar de los seres humanos consumidores de bienes y servicios que satisfacen sus “necesidades”, utilitarismo del pensamiento burgués que reduce el universo de los objetos a la gran repartición entre los útiles y los inútiles, y que define el ámbito de lo social solo en términos de lo necesario y de lo innecesario. No vamos hoy a adentrarnos por los senderos luminosos de las teorías del gasto improductivo, de la parte maldita, del potlach que estudió Mauss, el erotismo de Bataille, y la crítica de la teoría de necesidades que hizo Baudrillard.
Obviamente que toda esta transformación del mundo luego de la bomba atómica que puso fin a la Segunda Guerra Mundial, que nos instaló en la guerra fría durante otros cuarenta y cinco años… nos llevó a la guerra en caliente actual que estalla en los discursos contra el terrorismo y en las acciones de una economía mundial que no disimula ya las estrategias bélicas de Estados al servicio de las multinacionales del imperio. Desarrollo maquínico-electrónico de esta era de la comunicación posindustrial que acelera el transporte de mercancías, de cuerpos y de símbolos… y que abre el pensamiento a nuevas corrientes que ostentan como denominación neologismos que aquí hemos de calibrar: la dromología (ciencia de la velocidad) de Paul Virilio, la teratología (ciencia de los monstruos) de Omar Calabrese, la mediología (ciencia de los medios y de las mediaciones) de Régis Debray, la gramatología (ciencia de la escritura) de Jacques Derrida, la angelología y la parasitología (ciencias de las mensajerías hermesianas y de sus obstáculos) de Michel Serres. Porque Dagognet va a sumar a esta lista una serie de estudios que comenzaremos por enunciar en este nuestro primer sobrevuelo.
Morfología y sistemática
La morfología es una disciplina importante, dado que el estudio de las formas de los cuerpos nos instruye a veces sobre ellos, mucho más de lo que lo hace la atención prestada a sus contenidos. Pero, además, por esta vía somos llevados a la “sistemática”.
Es fácil reconocer que la ciencia experimental no puede rechazar nada puesto que ella es la racionalidad misma y, por tanto, está abocada a encontrarse con una infinidad de datos. Uno de sus primeros problemas consistirá pues en poner orden en esta inmensidad (la de los elementos o los constituyentes, la de sus combinaciones, la de las tierras y la de las piedras, la de las hierbas y la de los árboles, la de los animales, la de las herramientas y la de las máquinas, la de los materiales complejos y de los procedimientos, inclusive la de las poblaciones). De aquí nace esta disciplina transversal que llamamos la sistemática, que trata de descubrir una lógica susceptible de asumir una tal cantidad. Dagognet declara que la obra histórica que le dedicó a la invención de las ciencias del viviente en la época clásica, el Catálogo de la vida, forma con los Cuadros y lenguajes de la química, y el Número y el lugar la tripleta de obras que encara los problemas que constituyen el núcleo fuerte de sus preocupaciones en el primer período de su producción.
Si “la esencia” de las cosas solo puede ser alcanzada a través de lo interrelacional, y no en sí misma, entonces el conocimiento científico supone un largo trabajo previo de localización en los cuadros clasificatorios, en las valiosas “rejillas” que la ciencia construye para reunirlo todo y sistematizar, de tal manera que el conjunto así estudiado pueda traducirse bajo forma tabular (una inscripción sobre una simple hoja de papel), una concentración que, sin embargo, no entraña ninguna disminución.
Interesa abrirse a la inmensa variedad de tierras, de piedras, de vivientes, en resumen, de empadronar y reconocer la riqueza del mundo, tarea inseparablemente científica y filosófica. Ahora bien, si se logra catalogarla, Dagognet se pregunta: “¿no perdemos el beneficio de esta abundancia?”. Y contesta: “es necesario juzgar precisamente en términos contrarios: solo el “ordenar” permite alcanzar y comprender ese pululamiento. No conviene aturdirse con el número, es necesario “pensarlo”. Por otra parte, la concepción tabular servirá de brújula con el fin de ampliar aún el inventario y de liberar su parte desconocida. Entre más parece que se disminuye de un lado, más se abre su lista y se entra en lo ilimitado. Las dos operaciones van juntas, la inteligencia y el agrandamiento del universo. Por consiguiente, ¡dejemos de vituperar al aprehensor que trata de captarlo y de ordenarlo!”
De la ciencia de hoy no se puede seguir repitiendo el viejo sonsonete que la acusaba de reduccionista, ni le conviene tampoco el viejo estribillo de que busca la unificación a cualquier precio, o que está encerrada en compartimentos estanco; por el contrario, ella tiene que ver con multiplicidades espectrales cuya amplitud nos ha ayudado a medir.
“Se deben solidarizar las dos cosas, lo real y su inteligencia —afirma nuestro filósofo en su obra Corps réfléchis—. Mostraremos que la vida, que no es necesario mistificar ni tomar por una fuerza ciega, se ha contentado con ocupar todas las casillas de un vasto tablero; no ha cesado de aumentar luego su extensión, los multi-fraccionamientos así como las combinaciones que dan nuevas “ramificaciones” (se reemplaza la noción de cuadro por la de árbol). Si es así, el problema de su comprensión inquietará mucho menos puesto que existen reglas estrictas que presiden su funcionamiento como su constitución y su proliferación”.
En este dominio, lo que vemos es suficiente para permitirnos captar lo que no vemos por el momento; triunfa ya la visibilidad cuando es metódica y organizada. Testimonia aún a favor de esta disciplina el que la aproximación mórfica conviene tanto a una mejor comprensión de los cuerpos como a la de las construcciones humanas. El mapa geográfico y las particiones religiosas; las amplias divisiones administrativas, el catastro y la gestión, los códigos jurídicos; la trama de las ciudades y sus monumentos; las escuelas de dibujo, el elementalismo gráfico, la ciencia generalizada de los cortes, de las reducciones, de los contornos estrictos son algunos de los más importantes temas referentes a este dominio.
La religión, la ciencia y el arte —tan particularmente grafo-sensibles, tan acordes con el espacio y sus mutaciones— anticipan y anuncian juntas la buena nueva del paso de una morfología a otra. El intelectual, el escultor, el sacerdote y el pintor, el hombre político a veces, y el planificador, todos merecen ser comparados: buscan inventar otras “morfologías”, otros recortes y modalidades de enlace. Una sociedad se lee pues en sus monumentos, que justamente exhiben sus voluntades distributivas, sus arquetipos, su propia tópica. No son solamente entrecruzamientos de masas o de volúmenes que se podrían modificar, seccionar o trasladar a cualquier lugar y de cualquier manera. Si las manipulaciones gratuitas y los juegos de superficie expresan claramente lo arbitrario de las puras caligrafías, las artes y las ciencias se consagran y dedican a las estructuras que resisten, como límites y fronteras, membranas semi-permeables que sobre todo nos envuelven, que solo se mueven muy lentamente, a través de desgarramientos sociales, de desmoronamientos filosóficos o antropológicos, de enfrentamientos religiosos. Solo ellas cuentan y deben mantener nuestra atención: el arte presiente a menudo el espacio nuevo, la ciencia lo explora, la religión lo vive y lo excava.
Si, por una parte, la concentración sigue siendo el arma necesaria de la gestión y de la organización, por la otra, e inversamente, los elementos, la multiplicidad de base sufre siempre esta subordinación que la reprime. El conflicto solo puede estallar entre la periferia y su centro. El “cuerpo social”, las instituciones, tanto se pierde tanto al escuchar, al satisfacer todas las reivindicaciones incoherentes, incesantes de esas unidades dispersas (la autonomía), como incluso se arruina cuando las desconoce y las aplasta (la burocracia). Percibimos, a través de este desgarramiento espacio-social, una de las fuentes del arte, que glorifica los dos polos de la configuración: o bien la composición focalizada y racional, o bien la fiesta liberadora, una relativa descompresión de los fragmentos. Un poco más tarde, funcionará la oposición entre el eje vertical, necesariamente sinfónico e incluso orgánico, y el eje horizontal, signo evidente del estiramiento y del aislamiento. En resumen, las formas no viven más que del volcán de los antagonismos que ellas reflejan y aumentan. Debemos descubrir, bajo la simple morfología, la dialéctica de la violencia, de los enfrentamientos y de las orientaciones.
No se puede ni deducir las figuras (ontología), ni solamente describirlas (Gestalt); no son ni ideas, ni hechos, ni tampoco simples desplazamientos que tendrían que ver con un estudio sémico. No nos encerremos demasiado en una morfología cuya movilidad y construcción progresiva no sea percibida. Son interesantes los inventarios morfológicos, pero son aún más necesarias las morfogénesis o las morfogonías. No somos lo que somos, somos lo que devenimos; no cesamos de esculpirnos. Pero lo esencial se deja ver, incluso si no lo vemos o lo vemos mal.
Topografía y topología
La geomorfología nos ha enseñado a descubrir en las superficies el juego de lo que sutilmente las lima, redondea, quiebra y desplaza. Los fenómenos, si se los sabe reunir y descifrar, nos enseñan sobre las profundidades: el “contenido manifiesto” incluye demasiado al “latente”, como para que no sea necesario ir detrás de la pantalla. ¡No existe trasmundo epistemológico! En geología —especie de memoria de los archivos de la Tierra— lo fenoménico o las solas apariencias deben retener, tanto más cuanto que uno siempre solo se encuentra en presencia de superficies, de líneas y de ondas, es decir, de trazos mínimos (la traceología).
Dagognet compara así la geología con una ciencia de los signos (las huellas), igual que la patología, que bajo los síntomas discierne también una evolución. Porque no hemos de olvidar que el evolucionismo, o mejor el transformismo, antes de dedicarse a los vivientes, se ejercita sobre los suelos. El ejercicio del viaje en un navío experimental como el Beagle, que atraviesa el Pacífico, ha permitido esta audaz lectura de la superficie. En otros términos, el Beagle finalmente remonta más el tiempo que lo que recorre el océano. Y el aparato —en este caso el observatorio que se desplaza— no consiste en agrandar el fenómeno, sino en cinematografiarlo, en entrar en su desplazamiento-desplegamiento. Fue la forma de descubrir lo “latente” en lo manifiesto.
Dagognet sitúa a Darwin ante todo como un naturalista errante, un geomorfólogo que después de haber captado la verdad de Los arrecifes de coral, su estructura y su distribución (1842) aplicará inmediatamente sus conclusiones a los seres vivos. Analiza esta victoria –la gran conmoción de la ciencia del siglo XIX– a partir de una relectura del Origen de las especies, vinculada con los Arrecifes de coral, dado que las dos obras no se separan, sino que por el contrario la segunda generaliza la primera. Se trata de comprender el espíritu científico darwiniano que le saca el cuerpo a lo constante, a lo general y a lo esencial —lo que constituye la tentación cuasi-ontológica— para sensibilizarse con los accidentes, con las diferencias, con los aspectos más ligeros, más visibles, aunque sean los que menos se consideren. Se nos presenta el darwinismo, la captura que él hace de los dramas a través de un juego de variedades y de apariencias, sin la ayuda de ningún instrumento especial, de ninguna disección, ni de ninguna modificación laboriosa. Una consideración del fenómeno como noúmeno es decir que “la cosa en sí” se revela en la periferia, e incluso en el espejo de las aguas.
Se redefinen así las ciencias naturales o experimentales, sobre todo la geología y la mineralogía, como ciencias leibnizianas del mínimo fragmento que expresa la totalidad. Así pues, basta con traer polvo de la Luna, por ejemplo, para conocer tanto su naturaleza como su historia. “O más aún, un guijarro tiende a equivaler a la montaña de donde se extrae. La parcela monádica encierra el Mundo entero. Pero, además, nada debe dejarse de lado, lo que hace que las ciencias de la Tierra sean precisamente las ciencias del accidente o del relieve. Nada puede equipararse a las arenas, los guijarros y los acantilados. Los unos y los otros padecen, es decir, registran: no mueren y se mueven imperceptiblemente.
Su no-ser permite definir en negativo la energía o la causa que los ha esculpido, deformado, roto y trasladado. Ellos informan tanto por lo que son como por lo que no son o han dejado de ser”. Esta observación la subraya Dagognet a propósito, en razón de su paradoja: la de la memoria alojada en las arenas movedizas o sobre los guijarros, cuando se la considera generalmente como el atributo de la vida. Estrictamente los muertos, por su esqueleto, sus dientes u otras huellas, sirven de marcas cronológicas, pero el animal en tanto que tal, escapa a menudo al tiempo, conoce mutaciones bruscas o se mantiene contra viento y marea; por lo tanto no podría incluir los dramas que se registran sobre o en las rocas.
La piedra se ha vuelto por sí misma el más universal y el más elocuente de los manuscritos. La geología nos ayuda a traducirlo. No abandonemos el suelo, es decir, la inscripción, el hábitat, el paisaje, allí donde se implantan los vivientes, los materiales, los datos, incluso también las sociedades. Se trata, pues, de la aplicación extensiva de este método que con precisión hay que llamar geográfico, aunque incluso sea válido para los textos literarios. Dagognet declara pues la guerra a los que se inquietan por el sentido, que quieren profundizar y siempre interpretar, cuando la verdad es que no hay nada que interpretar.
La biología se ha metamorfoseado el día en que aplicó este método geográfico que acabamos de siluetear, y que Darwin ilustraría y renovaría tan claramente. Pero la sorpresa mayor brindada en este texto es el hallazgo, producto de la elaboración arqueológica del saber del siglo XIX, que permite explicar cómo en el mismo momento, Mendel debía también sacar a la biología de su callejón sin salida. Y para ello recurre exactamente al mismo método de Darwin. Se los debe confundir, asimilar, identificar a los dos. “Un monje en su monasterio, o un viajero en medio de las olas en el Beagle, ambos, en situaciones aparentemente antitéticas, no arriesgaban este encarcelamiento por la vida replegada sobre sí misma, la alineación de los laboratorios, de las colecciones o de los hospitales.
Uno y otro, perfectamente desenclavados, podían aplicar este mismo método exterior, contable y distributivo. Hemos claramente escrito: el mismo. No separamos esos dos genios de la cartografía. Los dos métodos, aparentemente diferentes –el de la herencia y el de la insularidad oceánica— reposan demasiado sobre las mismas bases como para que se pueda circular del uno al otro”.
Hasta el siglo XIX, las ciencias del viviente han descrito, categorizado, clasificado, pero el darwinismo desconstruye como lo hacen las otras ciencias que le son contemporáneas; ninguna disciplina natural escapará a esta aproximación espacial, situacionista y repartitiva: la geología, y con ella la química, la mineralogía, más tarde la medicina y la sociología. Entonces el método de la neo-geografía es el suelo común que ha de propiciar la concordancia Wallace- Darwin. La botánica, la medicina, la sociología, incluso la psiquiatría, se han beneficiado con este método que vigila la sola implantación, el hábitat, que recuenta las situaciones y las distribuciones.
La biología súbitamente se ha “exteriorizado”, definida en función del medio y de las circunstancias, sobre todo, reflejada a través de lo que se consideraba no-esencial o incluso fútil. En lo sucesivo, todo ocurre en la superficie de la Tierra (geografía y geología). No solamente se vuelve importante lo “visible” sino que los acontecimientos más ínfimos conmocionan a los vivientes y deciden por ellos. El medio geográfico orienta y por ende permite concebir al viviente y su evolución; pero, a su vez, este transforma la noción de “entorno”: por una parte, el viviente puebla los lugares, pero sobre todo obliga a que tengamos una nueva comprensión del espacio, a definirlo ya no morfológica sino dinámicamente, en términos de flujos que pasan o que no pasan, de comunicaciones logradas o impedidas.
Cualquier nuevo espacio de distribución hace que la sociedad se proyecte en él y, de rebote, le favorezca su emergencia y su transformación. En efecto, el espacio tiene un doble papel: el de espejo en el cual una cultura se lee, se revela, pero también el que precipita una evolución. Él reproduce y produce. Espacialidad y psiquismo ya casi no se separan: este profundiza a aquella y allí se resguarda. La figura resulta de esta ósmosis. Las formas concretan fuerzas y las realizan. No dudamos de que parámetros afectivos y racionales (repetición, correspondencias, relaciones diversas, simetría, etc.) facilitan el reconocimiento perceptivo de las líneas, así como contornos más elaborados, monumentales y prestigiosos remiten a antagonismos sociopolíticos, visualizan conflictos de civilización, expresan abiertamente los dramas de la colectividad (por ejemplo, las transformaciones de las actividades, los cambios de clases sociales, el derrumbamiento de culturas, la evolución consecutiva de las costumbres, de las reuniones y de las fiestas, los cismas religiosos, etc.).
“La imagen” de una cosa no la reitera, sino que la renueva o la modifica. En cuanto a los monumentos, a los papeles decisivos, colocados en lugares así privilegiados: las fuentes, los templos, las columnas, los teatros— ¿sobre qué planos edificarlos y según cuáles líneas? Estos son problemas de estructura y de morfología, así como lo son los proyectos-diseños arquitectónicos. El arte es, pero solo es una topografía.
Escritura e iconografía y Por una teoría general de las formas son las dos obras que con Epistemología del espacio concreto, hacia una neo-geografía, forman el núcleo central de un segundo período en la producción dagognetiana.
Todo ocurre en lo visible, aunque nuestra cultura continúe descalificando la superficie (ella condena lo superficial) y privilegiando los fantasmas (lo que nadie puede verdaderamente observar) o las entidades tenebrosas que solo impresionan en razón de su inefabilidad. Bien lo escribía el gran antropólogo:
Está de moda, sin más valor que el de una mera moda, reprochar a los antropólogos el fundir culturas distintas en el molino de nuestras categorías y clasificaciones, y el sacrificar su originalidad distintiva y su carácter inefable, al someterlas a formas mentales específicas de una época y de una civilización. Si con ello se quiere decir que una traducción no es nunca perfecta y que es inevitable que se le escape un resto de sentido, no cabe duda que se está en lo cierto, pero con ello no se hace más que enunciar un mero lugar común, y de los más simples. En cambio, los que pretenden que la experiencia del otro –individual o colectivo— es incomunicable en su esencia, y que es en absoluto imposible, e inclusive culpable, pretender la elaboración de un lenguaje en el que las experiencias humanas más alejadas en el tiempo y en el espacio se volverían, al menos en parte, mutuamente inteligibles, esos tales, digo, no hacen otra cosa que refugiarse en un nuevo oscurantismo (Lévi-Strauss, 1977).
Iconografía e imagenología
Uno de los momentos fundadores de las ciencias experimentales es aquél en el cual ellas nos vuelven verdaderamente dueños del universo que nos rodea y nos desbordan, por medio de la iconicidad geometral y abreviadora, por mediación de una cierta escritura que transpone el mundo, lo proyecta y lo renueva. Contra los defensores de la palabra dicha, deberemos alegar el punto de vista opuesto: la expresión como conquista, la importancia del dibujo y de la representación, en resumen, una defensa de la escritura, la gloria, tanto estética como científica, de la figuración. El libro en peligro ha esculpido nuestra civilización, soportado nuestra filosofía, incluso creado las religiones monoteístas, todas ligadas a las escrituras, al análisis y al comentario de lo que está “trazado”, “depositado”, “archivado”. La escuela misma solo ha sido y era exégesis.
Pero lo impreso sufre actualmente una tempestad tal que sale de ella maltrecho. Y esta revolución cultural golpea tanto a la literatura como a la universidad. Entonces ¿cómo enseñar ciencias? ¿Cómo representar directamente seres complejos, incluso extensos e inasequibles? ¿Cómo visualizar realidades accidentadas, trazar croquis súper-elípticos, no obstante pertinentes (los de una máquina, un edificio, conjuntos)? ¿Cómo una vez más exponer la arquitectura de las piedras, de los árboles, de los animales? La ciencia de los diagramas, de los cortes y de los mapas, en lugar de destronar la frase, la resaltará, servirá para sostenerla. Lejos pues de que el “Cuadro” descarte el texto, es ante todo la escritura la que se nos aparecerá como una valiosa, fundamental “pintura”.
La iconografía misma de la ciencia que comienza. Mezclaremos “la ciencia como escritura” y “la escritura como ciencia”. Esta mixtura alfabética del ver y del leer nos parece una de las exigencias de nuestra época, preocupada por la cultura del libro en peligro, de todo lo que circula e informa. Por su parte, la ciencia en general garantiza este acuerdo y trabaja en él. Estos esquemas racionales transforman la multiplicidad en un grupo serial, a su vez explicativo de la intensa variedad. Y los seres se clasifican, se descubren sobre esta curva ordenada, a través de esta topografía de sistema. Mejor, la figuración homotética justificará las propiedades sustanciales más heteróclitas. Se trata pues claramente de un dibujo quintaesenciado y generativo, no el redoblamiento de lo que es, la imagen-espejo, sino un icono paradigmático, “abstracto-concreto”, un cañamazo estrictamente distribucional.
Por su lado, otra vertiente, el arte alcanza abiertamente este campo. La literatura actual apunta cada vez más a lo figural en y a pesar de un lineal que lo ha laminado hasta aquí, o lo espacial en lo temporal de lo sucesivo, a pesar del desgarramiento aparente de las formas. Los unos y los otros —novelistas, pintores, grabadores, escultores— nos encaminan hacia una teoría generalizada de las formas y de las deformaciones, es decir, una dinámica espacial. Por su lado, los experimentadores y los científicos se dedican a ello y realizan su acción. Nos atrevemos pues a confundir “arte y ciencia”, relacionar a todos esos trabajadores de lo “multi-axial” o de lo “proyectivo”, esos escritores de la iconografía. Trataremos de examinar este encuentro, sus implicaciones culturales y sociales.
La imaginología nos ofrece la vista más completa de la realidad; los grafos dicen muchísimo sobre lo que parecen reducir o simplificar. ¿No contiene el mapa de una región más información de la que oculta lo que observamos directamente sobre el terreno? Hemos de examinar esta paradoja, según la cual el plano o el diseño de una cosa la desborda y, por consiguiente, nos aclara muchas cosas suyas.
Materiología
Los primeros gérmenes de espíritu (la acción a distancia lo ilustra) se alojan ya dentro de las sustancias despreciadas. Y por esto no vamos a defender el materialismo (es decir, la doctrina del absoluto de la materia, como antítesis del espíritu, capaz de explicarlo todo), sino la materiología, en el sentido que dejamos de oponer lo material y lo mental, e incluso llegamos a aproximar el uno al otro, en esta ciencia de los materiales. Veamos algunas pruebas a favor de esta casi-similitud:
1. La sustancia material resulta de una combinación, pero no se trata de una unión cualquier de dos cosas, ni una simple mezcla ni una acumulación, ni siquiera de una adición. La fusión obedece a relaciones que fijan las proporciones de unos y de otros. De acá se sigue un conjunto de propiedades como la firmeza, la regularidad, la estabilidad o la permanencia estructural.
2. Para definirlo, la arquitectura de cualquier cuerpo real –y por tanto su forma— cuenta más que la naturaleza de sus unidades o de sus elementos. La prueba está en que podemos sustituir sus constituyentes por semejantes, sin que toquemos la disposición de base: algo esencial que permanece. Conviene, sin embargo, que además del tamaño tengamos en cuenta las cargas eléctricas de estos reemplazos. No deja de ser cierto que estos isomorfos, aunque diferentes, se deslizan dentro de nuestro sólido, se incorporan en él sin perturbarlo (la diadoquia). Una teoría holista o conjuntista explica pues la constitución de este corporal material. Y la forma misma suplanta el fondo.
3. Conocemos muchas sustancias polimorfas; pueden cambiar de aspecto (la heteromorfía). Vemos acá el signo de una materialidad susceptible de diversidad y de variedad (un mismo que no excluye lo otro). No consideremos la materia como monovalente cuando ella trasciende sus unidades y se expresa bajo un aparecer nuevo (la alomorfía). Concedemos a la materia cualidades que la aproximan efectivamente a lo espiritual: la parte puede exponer el todo (la pars totalis), lo que la salva del simple ordenamiento o de la yuxtaposición (la exterioridad, la extensión). Hay que restablecer rápido en ella las polaridades, los intercambios, los enlaces, una dinámica más que una mecánica en el sentido habitual del término. Así asistimos a extraños resultados: sustancias que incluso siendo mixtas no les falta ni la permanencia ni siquiera una especie de configuración que permite su reconocimiento. Los procedimientos de incrustación y de completitud ayudan a comprender una materialidad desbordante; es por esto que esta materia –entre otras proezas— podrá encerrar en sí misma y conservar las menores huellas padecidas (la memoria). También la técnica se apresurará a completar o a agrandar el espectro de la materialidad con los superconductores, los vidrios no silicados, los eutécticos, los polímeros, los biomateriales, etc.
Objetología
Dagognet nos llevará a privilegiar el objeto aunque a menudo los filósofos lo abandonen o lo rebajen porque quizá no se dan suficiente cuenta de que él se deriva del espíritu y de su ingeniosidad. No solamente el pensamiento ayuda en su fabricación (a través de esbozos y de maquetas) sino que se expresa a través de él. Su descrédito, del que buscamos recuperarlo, se entiende en parte por el sistema social histórico actual en el que se lo produce, como mercancía, que entra en un comercio, al término del cual el comprador es expoliado. Igualmente, el liberalismo sin freno no duda en diseminar la “baratija”, el “gadget” en el mercado.
Una prueba indirecta de lo que afirmamos está en las civilizaciones artesanales que no conocen esta desconfianza; muy por el contrario, al etnólogo le gusta recoger los utensilios culinarios, los instrumentos de música, las armas, las herramientas de esas poblaciones porque a través de ellos reencuentra el alma de esas tribus, sus mentalidades, sus maneras de vivir.
Otra desventaja estriba en que el objeto de ayer estaba concebido sobre todo en función de su uso, lo que lo limitaba; hoy, por el contrario se busca que escape a ese empobrecimiento: se le añadirán dispositivos que permitan otras prestaciones. Así el objeto prosaico se ha transformado, multiplicado, no limitándose ya a una sola función. Es verdad que el objeto de ayer sorprendía por su masividad, instalando así la separación entre él y nosotros (el dualismo). Merece su nombre: lo que está al frente de nosotros, lo que se opone a nosotros, a la manera de la objeción. Pero el objeto contemporáneo está singularmente modificado; ya reculan los materiales angulosos o rígidos que constituían al antiguo; se imponen los objetos plásticos, los flexibles, los polimorfos, los desmontables, etc. Lo moderno tiende a abolir la distancia entre él y nosotros; incluye en sí dispositivos favorables a una cierta interactividad (desde que entro en la pieza la lámpara se enciende). Una disciplina industrial se impone, la del diseño o la arquitectura de lo doméstico. De acá en adelante la mesa o la silla van a tener formas inesperadas. Cesa el modelo reproducido siempre y por todas partes.
Sin duda lo ignoramos pero la antigua morfología disemina una sorda ideología: la inmutabilidad, un poco de dominación, el triunfo de la verticalidad, el aferramiento a lo tradicional y el sentimiento de que lo antiguo prevalece. El objeto que se creía utilitario e inerte no deja de encender una batalla filosófica. Entonemos el elogio de algunos objetos ordinarios, interesándonos tanto en su propio funcionamiento como en su aspecto (el diseño). De paso, no podemos dejar de aprobar la audacia de algunos “designers” (lo que renuevan la morfología de nuestros aparatos ordinarios) cuando, en lugar de ocultar el “adentro” bajo una carrocería homogénea y reluciente, no dudan en mostrarnos el dispositivo productivo que exponen en una caja de vidrio. Nos comprometen en no separar los dos, el primer plano de la escena productiva y el fondo que lo alimenta. Y el aparato, entregado a la verdad, sale de esto más sugestivo y mágico.
Abyectología
Lo abyecto es lo que inspira el disgusto, suscita la repulsión y por eso mismo, instaura la idea de separación y de alejamiento. El filósofo propone explorar un territorio abandonado: el de los seres descartados en razón de su insignificancia o de su pequeñez a tal punto que terminan por confundirse con lo informe; alejados también a causa de su peligro (contaminación, polución) o abandonados a causa de sus lazos con la descomposición y la muerte (lo podrido, lo fermentado, lo cadavérico). De esta manera podemos ambicionar construir una nueva ontología anti-platónica que llegue incluso hasta señalar, en lo demolido, lo manchado, lo raído, una abundancia real, los signos de una pertenencia a lo que se llama el “ser”. El menor fragmento, la más fina partícula conserva lazos, por tenues que sean, con aquello de lo que se han desprendido; la sensibilidad contemporánea va esta vez hacia las disciplinas que enseñan a examinar o a reconocer esta relación persistente, hasta el polvo que se pega a la suela de nuestros zapatos.
El proyecto de una ciencia de las huellas, de los rastros que va dejando todo lo existente (la ciencia de los trazos, la trayectología) se reúne ahora a las tareas llevadas a cabo anteriormente: la ilética o estudio de los diversos materiales y sus prestaciones o sus actuaciones (performance); la materiología en su afán por rematerializar en medio de un mundo cada vez más idealizante, más angelical, más verbal, más light…; la objetología y su persistencia en una ciencia de objetos, de soportes, de las cosas del mundo y de la producción industrial...
Sentimos que su tarea se enfila igualmente sobre la apreciación leibniziana de la riqueza en el más modesto fragmento. Por este camino filosófico, terminaremos por reunirnos con los que consideramos ahora como los mejores compañeros de viaje: los artistas plásticos que se han vuelto hacia lo precario, que han aprendido a renunciar a los sustratos habituales para ponerles atención a los papeles usados, los embalajes ruinosos, los vestidos desgarrados, todo lo que se demuele o se corrompe. Ellos han aprendido y nos han enseñado a escarbar en los muladares, los montones de residuos de hierro y los detritos con el fin de encontrar los materiales de sus obras. Se trata de dar cuenta de la compasión por lo débil y por lo frágil. Y por ende, por las pobres gentes que hacen los trabajos pesados en este planeta.
La rehabilitación de los desechos (la abyectología): todos los grandes artistas actuales han encontrado en ellos lo que habría de permitir su construcción; lo debilitado y lo desquijarado llevan consigo mismos, aunque implícitamente, la historia, por no decir los dramas que los han destruido; el desgaste les añade una dimensión a la vez material y social.
Filosofía
La filosofía idealista platónico-kantiana se dedica a pensar, no “lo que es” sino el porqué de “lo que es”, o lo que lo ha hecho tal, el proceso trascendental. La filosofía como búsqueda de este fundamento, gracias al cual el saber habría podido forjarse y validarse, termina por dirigirse hacia las estructuras del entendimiento que habrían permitido el conocimiento –pues no se evita señalar entonces un ego constitutivo–. Se termina por instaurar un espíritu que cree encontrar solo en sí mismo lo que funda la renovación. El examen “de las condiciones de posibilidad” se ha elevado tan alto que termina por abandonar el suelo de la verdad en curso, y sus mutaciones; reencuentra permanentemente una “tabla de las categorías” que no logra actualizar.
El kantismo creía ser una “revolución copernicana”, pero nos propuso lo inverso; puso a girar las cosas en torno al pensamiento, situado en el centro y regulando todo el sistema. Actualmente vale la pena explorar una propuesta filosófica de plegamiento del pensamiento a las cosas, en búsqueda de desalojarlo de una posición indebida de excesiva dominancia. Sabemos, por el contrario, que la idea verdadera no se distingue de sus aplicaciones, solo vive por ellas; la materialidad, en vez de ignorar lo espiritual o anularlo, lo ajuicia y lo sirve; asegura al menos su fecundidad.
Hay que atacar los bastiones de la filosofía clásica: el puro cogito (cartesianismo) y su versión positivista, el cerebralismo (el solo cerebro, la caja que contiene todas las facultades); la búsqueda de lo invisible o el descenso a los pretendidos arcanos del Universo, la indagación sobre las profundidades o la inmersión en la vida íntima.
La propuesta filosófica actual encara el yo y la exterioridad, en tanto que lo esencial se desenvuelve en su cruce (la ciencia, la técnica, el arte, los reglamentos jurídicos, las acciones morales y las prácticas religiosas solo se desarrollan en el encuentro entre el pensamiento y sus diversas construcciones o creaciones). Solo somos a través de lo que fabricamos o de lo que edificamos. Somos lo que tenemos hasta el punto que en rigor incluso esculpimos nuestro cuerpo, nos imprimimos sobre él, y por ende, podemos llegar leer en él el ser que se expresa y se expone.
Exología
Exología ilimitada, exología que, a diferencia de la egología –a la cual se opone frontalmente—, nos hace girar hacia el exterior, por regla general descalificado, desdeñado. El afuera no goza de un estatuto privilegiado; parece que solamente ocultara el adentro; y si lo protege lo aísla sobre todo y nos priva de él. Cuando una persona se encierra en sí misma y manifiesta una conducta de timidez es porque, sin duda, se prepara para volver al combate que solo ha interrumpido o porque se imagina que a través de su retracción se impondrá a aquellos de los que se aleja, porque son indigentes o groseros; en los dos casos ella continúa creciendo (imaginariamente). No podemos creer ni en la realidad de una existencia enteramente amurallada y cortada de sus semejantes, ni en la de conductas de verdadero aislamiento.
La exología que desea fundar Dagognet debería mostrar la inconsistencia y la falsedad de una interiorización absolutizada. Pero ¿cuál es la finalidad más o menos explícita de estos análisis? Ante todo luchamos contra lo que nos sugiere el lenguaje y de lo que no podemos desprendernos. Por acá casi se nos ha impuesto la idea de que el afuera de una cosa no puede equivaler a la cosa ni informarnos sobre ella, puesto que él no se sitúa en ella sino solamente en su contorno. De la misma manera que el árbol nos oculta el bosque, asimismo la corteza nos esconde al propio árbol. Siempre parece que el fondo se impone a lo que lo rodea y también lo vela.
Seguimos tres direcciones convergentes presentes en las primeras páginas de libro de Dagognet Cara, superficie, interface (1982-2005):
A) Según la primera, en el centro de nuestro estudio, nos apasionamos por una figura eminente, la del hombre, y tratamos incluso de descifrar su rostro A propósito de François Dagognet (Langres, 1924, Avallon, 2015) (prosopografía); combatimos la clásica y demasiado chata fisiognomonía, pero tratamos también de recuperarla, sobre otras bases y con otros medios. El “cuerpo” no cesa de hablar; buscamos entender su lenguaje (p. 2).
B) Otro camino paralelo: nos dedicaremos incansablemente a no separar nunca los soportes de las funciones, y, como es más fácil estudiar los sustratos (en este caso el cuerpo y sus diversos segmentos) nos interesaremos en ellos con la esperanza de obtener aquí una información psicológica. En efecto, solidarizamos lo somático y lo mental, que simplemente lo expresa o aún lo aguza (p. 3).
C) Tercera dirección complementaria, más ambiciosa: intentamos análisis biofísicos que privilegian las solas superficies, excluyendo las profundidades. Quizá se ha considerado en demasía la superficie como una envoltura que protegería, aislaría el adentro; y paralelamente el pensamiento parece atraído por el espejismo del “debajo” (p. 6).
Monismo
El imán atractivo, la piedra que conserva, se aproximan a la psiquis; ellos impiden, si no el dualismo clásico, el del alma y el cuerpo (que habría de envenenar la filosofía clásica), al menos uno más general, el que separa la memoria de la materia o el espíritu de sus soportes.
Leibniz, con su Monadología, nos conduce por este camino del monismo: la materia, aunque la considera como una mens momentanea, es definida como un espejo confuso que encierra todo el universo; ella es, además, concebida dinámicamente.
Pero la mayor parte de los filósofos han buscado ampliar la fosa que nosotros querríamos llenar. Los griegos especialmente han alegado en favor de la separación; por tanto nosotros, en vez de predicar un regreso a esos antiguos, debemos liberarnos de su nociva influencia.
El platonismo no ha reservado lugar a la materia en su sistema; la considera como no-esencial y sobre todo peligrosa. Ella está ligada al devenir (por eso la inestabilidad) y a la mezcla (el desorden). Y de la misma manera que es necesario fundir el mineral para sacar de él el metal en su pureza (la ganga solo puede ocultarlo y perderlo, muy particularmente al oro al que deberemos aislar de los otros metales como el cobre, la plata, el diamante, para citar al Político, 303d), asimismo nos es necesario abandonar la región de lo sensible a cualquier precio y dirigirnos hacia el modelo ideal y eterno.
El Timeo insiste sobre la existencia de esos dos mundos, privilegiando el inmutable, el inteligible, y no el que ha nacido: “Si este mundo es bello y si el obrero es bueno, es claro que él fije su mirada en el modelo eterno. En caso contrario, lo que incluso no está permitido suponer, habría mirado el modelo que nació. Ahora bien, es absolutamente evidente que el obrero contempló el modelo eterno” (29a). Por consiguiente el filósofo deberá huir del universo de acá abajo, de la misma manera que se le pide que abandone su cuerpo porque la organicidad abriga los instintos de los cuales debemos desprendernos. Y este cuerpo que hay que relegar nos aproxima demasiado de lo sensible, mientras que debemos alcanzar la estancia de lo solo inteligible, único objeto de intelección y reflexión. ¿Por qué? El Filebo da la respuesta: “La fijeza, la pureza, la verdad y lo que llamamos la esencia sin mezcla se encuentran en las cosas que están siempre en el mismo estado, sin cambios ni aleaciones, luego en las cosas que más se le aproximan, y todo el resto debe ser considerado como secundario e inferior”. La materialidad, que está incluida en ese “resto”, tiene que ver con la profusión (la abundancia despreciada) como con la confusión (también inseparable de las amalgamas). El platonismo define una metafísica de la pureza que se refiere a una creación de nuestro mundo.
Salimos en guerra contra la filosofía de la “interiorización ideal”; queremos quebrar o al menos discutir la más antigua de las divisiones, la que opone al pensador, que no se baña en las cosas y que no se arriesga a ser contaminado por ellas (la santuarización protegida o la clericatura de los especulativos), con el que solamente ejecuta y manipula. El primero se imagina que puede elevarse hasta aquello cuya existencia ni siquiera sospecha el otro, impotente para abandonar la caverna en la cual está encadenado. Esta grieta recorta la que separa el pensamiento del cuerpo (el dualismo tradicional e inveterado), lo puro de lo impuro, lo espiritual de lo material. Nos hemos interesado en “un exterior excepcional”, es decir, en nuestro equipamiento sensorial, que con frecuencia la filosofía ha despreciado; ella le imputa los errores que cometemos, pero la corporeidad (no se comprende sino por su periferia) interpreta en función de sí misma. Encontramos una “razón de ser”, y por tanto, una legitimidad, en sus pretendidas desviaciones. Los órganos internos, a los que no privilegiamos solo sirven para sostener lo esencial que se juega con “este sentir” que nos alerta sobre el mundo; ponemos aparte el cerebro que registra y que conserva lo que hemos vivido, así como nuestros aprendizajes y los métodos que hemos elaborado, pero ¿vivir no es ante todo sentir? A este respecto, el organismo ha logrado una prodigiosa inversión: en lugar de plegarse sobre el adentro, ha construido en su periferia lo que le permite evaluar lo que se desenvuelve lejos y adelantársele si es necesario.
No hemos descartado ni minimizado la cerebralidad sino que la consideramos inseparable de los “órganos-centinelas” sin los cuales ella misma no podría ejercerse. ¿No es menester contar también con “un sentido interno” (la cenestesia) que se añadiría a los otros cinco, por lo demás todos reagrupados (la cabeza)?
Pero nosotros lo separamos de ellos y no lo incluimos en ese grupo en razón del aspecto vago y errático que lo caracteriza. Se desarrolla sobre todo en el sueño, acompaña lo vegetativo no entra en la llamada “vida de relación”. Para disminuirlo, añadamos también que nos informa mal (no localiza) e irregularmente (una patología puede entonces desarrollarse en el silencio de las vísceras). Con Dagognet, vamos a abogar por la inseparabilidad de lo cerebral y de lo sensorial; por este hecho caminamos a contra-corriente puesto que le concedemos un lugar preferente a la “sensibilidad”, en las antípodas de la cultura ascética; y no hemos seguido el camino que conduce en demasía a la soberanía y al imperialismo del ego (la egología).
Abandonaremos este punto de vista y todas sus ramificaciones que nos han engañado pero que servían principalmente a un designio socio-político. El angelismo de la conciencia ideal va de la mano con juicios desigualitarios y deshumanizantes. Le da ventajas a una elite (la intelectual) que termina por perderse al confinarse en su aislamiento.
*
** Profesor titular de Historia de la Biología de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. Profesor emérito y jubilado de la Facultad de Ciencias Humanas y Económicas. Doctor en Historia y Filosofía de las Ciencias de la Universidad de París I (Sorbona-Panteón).
0 Response to " François Dagognet "