Por: Alejandro Reyes Posada


La última película de Víctor Gaviria es la denuncia de una sociedad machista que abandonó a sus mujeres y niños en manos de matones de barrio, a su vez arrinconados por el desplazamiento a los tugurios donde sobreviven como ratas de alcantarilla, esquilmando a quienes traen la quincena a casa. Es una película de madurez, que reúne las pequeñas ternuras y solidaridades de las mujeres que se ayudan a soportar lo insoportable para salvar a los hijos, que contrastan con la vileza de la madre del animal, quien lo crió para despreciar y maltratar a las mujeres. La cinta tiene un ritmo vertiginoso que mantiene en alto la tensión del espectador hasta el inevitable final, que resuelve los nudos del conflicto.

Víctor Gaviria tiene el ojo implacable de quien mira sin engaños nuestra sociedad y por eso usa actores naturales, que actúan lo que viven, en un estilo que podría calificarse como realismo trágico. Por eso cada película suya es un espejo de la sociedad que retrata. Muestra una sociedad que hirió profundamente la masculinidad de sus hombres al violentarlos, desterrarlos de su parcela y arrimarlos en los tugurios, volviéndolos incapaces de generar los ingresos que justifican su papel de proveedores y jefes de familia, dignos del respeto de sus mujeres e hijos. Esa ruptura de la masculinidad tiene consecuencias trágicas, pues la nueva generación de adolescentes ha perdido el respeto a sus padres y los reemplaza como proveedores con ganancias de la delincuencia y el sicariato, para los cuales tienen mayores habilidades. Por eso el título de su primera película lo resume: No nacimos pa’semilla.

La película muestra la evolución dramática de la mujer sometida sin piedad al bandido de cuadra, que primero se encoge y subordina para que no la mate a golpes, pero que luego, cuando peligran sus hijos, es capaz de enfrentarse a él para protegerlos. En ella están representadas todas las mujeres violentadas que tienen la familia por prisión. Al tener hijos quedan de rehenes de sus hombres y soportan todo hasta que aquellos crezcan, nuevos adultos que presenciaron el desprecio hacia sus madres y el abuso bestial de sus padres, para reproducir el ciclo. Esa venerable institución social, la familia, se transforma por la miseria y la violencia en la matriz generadora de atrocidades contra sus miembros más débiles, que ocurren lejos de la mirada del Estado y sus policías y jueces.

Por eso no sorprende la crisis terminal de esa forma de organización de la vida en compañía y la diáspora de opciones de relaciones entre hombres y mujeres, en busca de mínimos de cariño y respeto. Mientras la gente trata de inventar nuevas formas de convivencia que no impliquen propiedad ni dominación, se levanta impetuosa la defensa de la familia tradicional, regida por el padre que obliga a parir a la mujer para darle hijos y violenta a los hijos porque cree tener derecho a corregirlos a golpes e insultos. Esa reacción conservadora contra la disolución de la familia es también la defensa del monopolio de poder de los hombres sobre las mujeres y de los adultos sobre los niños. Mucho les convendría a Alejandro Ordóñez y a Viviane Morales ver la formidable película de Víctor Gaviria.


Tomado de elespectador
25 Mar 2017
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