Por Mauricio Castaño H
Historiador
Colombiakrítica
El motor de la historia es el asesinato. Detrás de cada conquista, detrás de cada guerra ganada se impone la verdad de los ganadores. Del otro lado están ocultos los vencidos, sin medios y sin poder, no tienen voz, no tienen canal para contar sus derrotas. La cultura humana en sus poblados y ciudades están edificados sobre sus muertos, cada tumba, cada estatua construida no es más que para vencer el miedo a la muerte, es una razón más que justifica el matar más que honrar a los muertos. Nuestros mass media repiten sin cesar asesinatos una y otra vez, el hijo que llega a casa pasada la media noche y con una veintena de puñaladas asesina a sus padres para robarles y saciar así sus altos estándares de consumo aprendidos en la sociedad, en la publicidad.
El caminar deja rastros, huellas, si se le siguen, dan pistas del territorio. La ciudad es movimiento, es un constante ir y vinir, una reconfiguración permanente. Es toda una simbólica icnográfica, una ignografía. «Ignos, en griego, es la marca del paso, la huella del pie» (Serres, Roma, 1983). Por allí mismo se encuentra la historia que interpreta, construye sentidos, los múltiples sentidos dejados por diversos rastros, lo uno y lo múltiple, lo local y lo global. Por lo demás, se tiene que a los vencedores construyendo sus épicas, construyen su propia historia resaltando su heroísmo, su triunfo. La tierra, el territorio es el gran escenario, y los hombres son sus actores. Y como todo espacio, como todo gran escenario, es un juego de luces y sombras. De allí cada quién y según su sentir, pondrá sus énfasis.
Aunque todo es torbellino, todo es flujo no paramos de hacer cerramientos, delimitar para decir esto es tuyo y esto lo mío. Una parada, una mirada a Medellín. Pablo Escobar es símbolo internacional por ser el patrón del mal. La sociedad entera lo emula con sus prácticas traquetas. Orino dónde se me dé la gana, marco el territorio sin importar correr la cerca, sin importar pasar por encima de quién sea. Miles de turistas vienen a la ciudad a presentarle sus respetos a aquel narco, vienen a emular sus excesos de droga, pedofilia y prostitución. ¿La moral? ¿Cuál? En el misal el cura celebra la moral del que reza, peca y empata. La ciudad entera es una cloaca con la extranjería que busca favorabilidad en la conversión de la moneda y aprovecharse de la pobresía de los lugareños. Río arriba se envenenan las aguas para hacer morir aquí abajo.
Tres ciudades madre con sus singularidades. Roma de piedra, Grecia de signos más conocida por lo filosófico; Jerusalén por sus símbolos. La primera de piedra es geometral que por sus luces y sombras es cantera, es fuente inagotable de sentidos a interpretar, explican las otras dos. Aquellas son interpretación por sus signos y símbolos, cada quien y según el bando en el que esté, echará a rodar su propia razón, su propia versión de conveniencia. Hay exceso de explicación por la abundancia de interpretaciones, hablan, tienen facilidad de palabra. La primera es blanca, silencio de sentido, apenas si habla, si balbucea, como el campesino que vive en medio de la selva. En unas abunda el pensamiento, la otra es caja blanca de pandora. Ni geometría ni lógica aperecieron en Roma, solo política. «nunca Roma antigua pensó en sí misma...» (Serres).
Tradición de muerte en clave de divino y sagrado, con chivos expiatorios sanamos nuestras culpas y así no salimos del círculo de la muerte, del asesinato fundacional que vuelve una y otra vez, que nos caracteriza en la cultura que somos, que nos define. La paz viene en ausencia de Poder al que todos se baten por tenerle, en el abandono, generosidad, está la clave, mucho por aprender.
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