Por: Modeerf Rekam
De los efectos de la “democracia”
Es
evidente que tenemos un problema con la democracia, en su operatividad y en sus
efectos.
El
problema es sus efectos es que se presentan frecuentemente decisiones
democráticas que van en contra de los propios votantes. La democracia tiene
sentido porque se supone que las mayorías votan por sus propios intereses, pero
esto no necesariamente ocurre.
En
Inglaterra, la
búsqueda más popular en Google® un día después del Brexit
fue: “Qué es la Unión Europea?”. Muchos analistas han identificado noticias
y promesas
falsas sobre el Brexit que fueron determinantes para consolidar el resultado
mayoritario. Todos los días se conocen más datos sobre mentiras
esparcidas en redes sociales a lo largo de las elecciones de EEUU
que dieron como ganador a Trump. El mismo gobierno de EEUU hoy basa
en mentiras su relación con los electores: el New York
Times ha reportado, por ejemplo, que el presidente Trump dice
en promedio una mentira pública diaria a sus votantes. En mi
país, Colombia, la mayoría eligió no aprobar el acuerdo de paz entre el
Gobierno y la Guerrilla de las FARC. El mismo coordinador de la estrategia del
“No” admitió públicamente una
campaña basada en mentiras con el objetivo de que:
“la gente
saliera a votar berraca (con rabia)”.
Estos son sólo ejemplos recientes de una verdad
histórica: los medios de comunicación tienen la capacidad de manipular la
opinión y las decisiones de la mayoría a través de informaciones falsas o parcializadas.
Lo nuevo es que hoy parecen tener más poder redes sociales como Facebook®,
Twitter®, y Google® que las grandes multinacionales de medios tradicionales.
Pero esta práctica es más vieja que América: Beckert (2014) en su libro “Imperio
del Algodón” describe como el imperio inglés
fue capaz de establecer una narrativa diferencial entre su país y sus colonias
para establecer control político, extracción y explotación a su favor en vastos
territorios de América y África, aniquilando sin consecuencias millones de
personas en esos territorios. Chomsky (2002) en “Manufacturando
el consentimiento” detalla como EEUU ha
mantenido un doble racero en las comunicaciones coordinadas a través de los
medios masivos de comunicación para establecer y mantener su preponderancia
política y económica en el mundo, facilitando impunemente acciones armadas como
genocidios, invasiones y masacres en otros países. En mi país existe también evidencia
empírica y judicial de cómo los medios masivos manipularon la opinión pública para que despreciaran
a las guerrillas mientras apoyaban e impulsaban el establecimiento y expansión
de grupos narco-paramilitares con el objetivo de que controlaran territorios,
recursos, e instituciones locales, regionales, y nacionales en Colombia, muy
comúnmente a costa de desplazamientos
forzados, masacres, y asesinatos en contra de
campesinos.
La
raíz de este problema es la captura del
Estado que los medios masivos han simplificado bajo el sofisma de
“corrupción” o de “debilidad institucional”. Se trata realmente de como un
pequeño grupo de personas con alto poder económico es capaz de reorientar los
recursos y decisiones del Estado para que beneficien a sus familias y empresas.
Los electores son engañados sistemáticamente por los políticos con promesas
electorales que pocas veces se cumplen, entretanto sus decisiones
presupuestales benefician efectivamente a quienes financiaron sus campañas y
enlistaron estrategias de manipulación mediática a su favor. De esta manera la
mayoría siempre elije lo que conviene a unos pocos. En la práctica tenemos como
resultado una suerte de plutocracia avalada popularmente.
De la operatividad de la “democracia”
En
la operatividad los problemas no son tan evidentes. El primero tiene que ver
con la preponderancia del ejecutivo. En teoría la democracia representativa
tiene tres poderes públicos: legislativo, ejecutivo, y judicial. Se supone que
cada uno de ellos es independiente, de tal manera que existe un sistema de
“pesos y contrapesos” donde si uno abusa de su poder los otros deben
controlarlo.
En
la práctica el ejecutivo tiene más control
presupuestal y burocrático. Es decir, la posibilidad de hacer
más
contratos y dar más
puestos. Los representantes del poder legislativo dependen
entonces del ejecutivo para cumplirle a sus votantes y financiadores con
puestos y contratos. Es así como los legisladores no tienen en la práctica
ninguna manera de hacer control político. Los representantes del poder
judicial, por su parte, son elegidos por el poder legislativo de ternas
presentadas por el ejecutivo. Es decir, dada la dependencia que los legisladores
tienen con el ejecutivo, el poder judicial también es nombrado en últimas por
el ejecutivo.
De
esta manera, gobernantes y legisladores dependen de empresarios (legales e
ilegales) para ser elegidos, y luego legislan y gobiernan para estos
empresarios y a su vez eligen a los organismos de control y cortes que se
supone deben investigarlos y juzgarlos. Es así como en la práctica los tres
poderes públicos no son mucho más que la estructura organizacional que usa la
plutocracia avalada popularmente para administrar los recursos de todos.
El
sistema de incentivos para la toma de decisiones dentro de esta estructura organizacional
también hace parte del problema operativo: la necesidad de repagar apoyos
electorales con puestos hace que la idoneidad de los servidores públicos no sea
una prioridad. De esta manera, las decisiones tomadas en la democracia no son
siempre las mejores en ninguno de los niveles: la mayoría puede votar y elegir sobre
cosas que no conoce y los gobernantes elegidos escogen un equipo de trabajo más
basado en el repago de favores políticos que en la idoneidad. Como lo resumiría
un actual concejal: “si se escogen todos los cargos basados en el conocimiento,
¿quién nos hace política?”.
En
teoría la democracia es un sistema donde se elige lo que conviene a la mayoría,
los gobernantes son los más idóneos, los recursos públicos se reparten de la
manera justa y equitativa, y quiénes abusan de su poder son castigados a nivel
público y privado.
En
la práctica nuestro sistema es una plutocracia violenta avalada popularmente: la
mayoría elige lo que conviene a una minoría, no existen mecanismos efectivos de
control por parte de la ciudadanía ni del Estado, y el conocimiento no es relevante
ni para quienes gobiernan ni para quienes eligen.
El futuro imposible y el posible en Colombia
¿Cuál
es la solución? Lo mejor es poco probable, más bien imposible; y lo peor
resulta posible y conveniente.
Lo
mejor tiene que ver con la democracia económica. Aristóteles reconoció en los
albores de la democracia que la única manera de mantener el statu quo de una
forma pacífica era redistribuyendo el ingreso y las oportunidades. Así, la alta
sociedad podría seguir disfrutando de su opulencia tranquilamente, siempre y
cuando una buena parte del ingreso fuera repartido en toda la sociedad de una
manera progresiva. Los países avanzados han entendido que este modelo es
exitoso si el Estado no regala bienestar sino oportunidades, es decir que
personas muy pobres puedan salir de la pobreza si se esfuerzan para ello, al
igual que personas muy ricas puedan mantener su riqueza si siguen esforzándose
para mantenerla.
La
democracia económica incluye un estado que financie total y oportunamente las
campañas políticas evitando la captura por parte el sector privado, una
financiación eficaz de la educación con altísima calidad para todos evitando al
máximo la manipulación mediática, y por supuesto amplias políticas sociales y
de redistribución del ingreso que incluyan en un sistema de toma de decisiones
empresariales a trabajadores y proveedores para evitar que los derechos vitales
de grandes cantidades de personas dependan de puestos y presupuestos
específicos controlados por políticos.
Estas
reformas sin embargo son poco probables, casi imposibles en Colombia: “es mejor
malo conocido que bueno por conocer”. Todavía el miedo a perder beneficios y
privilegios ha mantenido a nuestras élites económicas y políticas en un
congelamiento que les impide moverse hacia un futuro más justo para todos. Es
preferible por el momento que prevalezca la violencia y la inequidad.
En
el actual contexto colombiano de profunda crisis institucional y desconfianza
ante la política, lo posible y más conveniente es un presidente que sea capaz
de vender la percepción de transformación, que devuelva la esperanza, que
levante los ánimos de las personas para que parezca que todo cambia cuando en
realidad nada esté cambiando. Una persona capaz de hacerse el de la vista gorda
si grupos delincuenciales controlan los territorios locales, que reparta el
presupuesto a las mismas empresas, y que le quite participación sobre ese
presupuesto a la clase política bajo banderas de “transparencia” y “lucha
contra la corrupción”. Alguien que sea capaz de institucionalizar el despojo, le
devuelva a la población la confianza en la política y la democracia, y se pueda
rodear de personas que pueda tildar de “los mejores”, los más conocedores…
siempre y cuando todo siga igual.
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