Por Mauricio Castaño H
Historiador
Colombiakrítica

En la perturbación un cuerpo invade a otro, se apodera de él y por tanto sufre desequilibrio, desplaza al yo, y quién lo padece sólo descansa con la liberación, cuando se libera de quién lo ha poseído. La conciencia surge en esas antinomias, tarde que temprano zanjará, expulsará lo insoportable que la mina, que la hace hilachas, pero no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. 


Son los problemas reales del diario vivir los que envenenan nuestra existencia, es una tensión permanente, la vida se nutre de conflictividades entre quién quiere conquistar su propia isla de intimidad y el nosotros, la comunidad que reparte obligaciones a sus miembros. Es una armonía que no puede constituirse, el yo requiere de organizar su propio mundo, su propio universo, el yo empírico acude al yo que representa, que simboliza. Y así construimos nuestro propio mundo en conciliación y a la medida de nuestra cultura, de nuestra sociedad, de nuestra comunidad, de nuestro propio entorno que nos ha tocado vivir. Se precisa de una balanza que dé la justa medida, ni narcisismo teórico ni realismo ciego, se requiere de esa balanza equilibradora para no perdernos en nuestro propio mundo, en un yo diluído, igual a como sucede con los autistas y con los esquizofrénicos.


Cada uno de nosotros anhela construirse un dominio lejos de la mirada escrutadora del otro, ante todo nos pertenecemos antes de fundirnos en una colectividad que exige corresponsabilidades, se pide cuentas al debernos los unos a los otros. Pero ¿por dónde pasa la frontera que distingue lo nuestro de lo que pertenece a los otros? Precisamos de un territorio en dónde asentarnos, la configuración de un territorio colectivo, comunitario, pero además de uno propio para desplegar nuestra existencia, construirnos la isla de intimidad lejos de la mirada escrutadora del otro que nos quita sosiego.


En esta relación antinómica del yo que busca su propia intimidad y la de los otros, donde ambos confluyen, necesariamente se cruzan en la comunidad que nos constituye, se da una lucha por la construcción de un espacio propio para lo individual y lo colectivo. El ser del lenguaje en el humano todo lo devela, incluso el silencio habla, mientras callo, hablo con la punta de los dedos que se mueven de esta o aquella manera, según sea mi reacción de aprobación o desaprobación ante mi interlocutor. Lo que se oculta no para de exhibirse. Todo lo de adentro sale, el secreto excreta, es secreción.


Es así como lo más oculto es lo más visible, despierta la curiosidad y pronto la intromisión, todo un repliegue individualista. «Pero además de qué llamamos a revisar los encierros y las grietas, nadie está mejor colocado para comprender la fragilidad de las rejillas que el que las ha colocado y valorizado ¿Por qué? Porque la consciencia de los límites acompaña como su sombra al verdadero conocimiento». (Dagognet, El Transtorno) Somos seres de la ambivalencia, queremos y no queremos al mismo tiempo, lo más rechazado termina en lo más amado. La indiferencia nos devela en lo más preferido (el gusano se aloja en el fruto), nos envuelve una nube de indeterminaciones que escapan a los encuadramientos.


El ocupante de un lugar debe defenderse contra la posesión neurótica, abusiva y extensiva de sus vecinos, es un sueño de agrandar e imponer su presencia a los que los limitan. Lo nocivo, las relaciones tóxicas siembran el trastorno, la voluntad de hacer daño está en todos los hombres. Una calumnia, un chisme que no se detiene, no para de circular socava la reputación, la palabra que engaña y rompe lo que existe de confianza y de armonía, no hay inocencia en lo que se dice, todas las palabras están cargadas de lo mejor y lo peor, incluso en la preterición, decir lo que no se quiso decir pero que finalmente se dijo. Por lo demás la in-juria quiere decir un ataque sin fundamento, así como la calumnia deja una estela de mancha y de sospecha.


El tiempo huye, el espacio permanece, en él nos configuramos, nos explayamos. La ciudad, el territorio es el museo de nuestros recuerdos balanceados por devenires transformadores. Nuestra vida entera se baña en el recuerdo, y sólo olvidamos lo insignificante.
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