Historiador
Colombiakrítica
No existe la enfermedad sino el enfermo, cada quién vive, siente los afectos, las afecciones de manera particular, los sentires son diferentes en cada persona. Cada experiencia es diferente en cada cuerpo, sentimos de acuerdo a qué tan fuertes o someros sean los vínculos creados con los demás seres, cosas y todo lo que nos rodea. Todos los afectos, todos los vínculos involucran a los otros y a un afuera que recae o se refracta sobre un cuerpo, sobre un ser. El vínculo afectuoso es incorpóreo, es el espíritu que se manifiesta en la carne, en el cuerpo.
El territorio mismo, el lugar refiere a la configuración que cada ser hace de él haciéndolo parte de su propia vida, una extensión del propio yo en el afuera, recordar que existencia quiere decir estar por fuera. La casa misma, nuestro hábitat es nuestra segunda piel, cada detalle en ella nos devela en lo más profundo, en nuestro espíritu, en nuestras percepciones y creencias. La vida misma es aprehensión pero también desarraigo, la flexibilidad le define bien con todo lo nuevo que impulsa cambios estrujando los hábitos y costumbres de una comunidad. Así el desarraigo, el desapego son próximos a aquella flexibilidad. La novedad, lo inventivo impulsa cambios dejando obsoleto a lo que se resiste, nuevas formas quiere decir formateo.
Vale como ejemplo eso tan común como es la pérdida de un ser querido, al que hemos llegado amar tanto, al punto tal que se confunden con nuestra propia vida, con nuestra propia existencia, «más que mi vida, siento tu propia muerte». Y su pérdida equivale a un desgarre de uno mismo, un dolor por dentro, del alma o de espíritu suele a bien decirse. Mientras pasa el tiempo uno se siente abatido, fuera de combate porque es una parte de uno mismo la que ha muerto. Y más allá, es el reflejo en el espejo de la propia muerte que uno se encuentra con ella cara a cara, es el horror de sabernos finitos. Toda partida es una recordación de que todo tiene que ser nada, que somos polvo estelar, devenimos metamorfosis en esa variedad de vida que genera la descomposición. Y los apegos a los seres, al territorio, a las cosas sólo son anclajes provisionales que serán sacudidos con la partida final en la que no nos llevamos nada a lo que tanto nos aferrábamos.
El Espíritu está asociado con el primer respiro al nacer y con el último suspiro al morir, con el último estertor. Cuándo alguien muere es un desgarre para los que quedan vivos, los vínculos bioafectivos creados entran en suspensión, una especie de vacío dejado por quien partió. No es tanto la muerte sino la ausencia que nos duele y amenaza con desmoronamiento. Consuela en algo repetirnos que somos polvo estelar, polvo cósmico, que somos energía que tomará otras formas de existencia. La vida son los vínculos bioafectivos y en la desafección la carne se resiente, son las enfermedades del espíritu que enseñan lo frágiles que somos pero también materia y energía en constante transformación.
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