Giorgio Agamben.  Che cos'è il comando?  ¿Qué es el mandato?

© 2013, Edizioni Nottetempo sri   © 2013, Éditions Payot & Rivages pour la traduction française

La presente traducción hace parte de la temática de frontera que será estudiada ( Laurent de Sutter) a partir de marzo en los martes del pensamiento francés. El lugar será  la Alianza Francesa y acompaña el profesor Luis Alfonso Paláu.

Arqueología del Mandato

Buscaré aquí simplemente presentar la reseña de una investigación en curso y que concierne la arqueología del mandato.  En efecto, la idea directriz de mis reflexiones es que la arqueología constituye la única vía de acceso al presente.  Como lo escribió Michel Foucault, la pesquisa histórica no es sino la sombra que la interrogación girada hacia el presente proyecta sobre el pasado.  Es buscando comprender el presente que los hombres —al menos nosotros los europeos— se encuentran obligados a cuestionar el pasado. Y he precisado “nosotros los europeos” porque me parece que admitiendo que la palabra Europa tenga un sentido, este no podría ser como se lo ve claramente hoy, ni político, ni religioso, ni mucho menos económico, sino que consiste quizás en que el hombre europeo —a diferencia, por ejemplo, de los asiáticos y de los norteamericanos, para los que la historia y el pasado tienen una significación completamente diferente—, sólo puede acceder a su verdad por medio de una confrontación con el pasado, que arreglando sus cuentas con su propia historia.

Sin embargo al comienzo de esta investigación me di cuenta muy rápidamente que debía hacer frente a dos dificultades preliminares que no habían sido tenidas en cuenta.  La primera era que el enunciado mismo de mi estudio —la arqueología del mandato— contenía algo como una aporía o una contradicción. La arqueología es la búsqueda de una archè, de un origen, pero el término griego archè tiene dos sentidos: significa tanto “origen”, “principio”, como “mandato”, “orden”.  Por ejemplo el verbo archò significa “comenzar”, “ser el primero en hacer algo”, pero quiere decir también “mandar”, “ser el jefe”.  Y pienso que no ignoran que el arconte, que en sentido literal significa “el que comienza”, detentaba en Atenas la magistratura suprema.

En nuestras lenguas, esta homonimia o, más bien, esta polisemia, es un hecho tan común que a no nos sorprende encontrar en nuestros diccionarios, bajo un mismo artículo, una serie de significaciones aparentemente muy alejadas las unas de las otras, y que los lingüistas se esfuerzan luego por acomodar a una misma etimología.  Yo creo que este doble movimiento de diseminación y de reunificación semántica es consustancial a nuestras lenguas, y que es solamente gracias a este gesto contradictorio, que una palabra puede tomar plenamente su sentido. En todo caso, en lo concerniente a nuestro término archè, seguramente que no es difícil comprender que de la idea de un origen deriva la de un mandato, que del hecho de ser el primero en hacer algo resulta el hecho de ser el jefe; y a la inversa, que el que comanda sea el primero, resulta que en el origen existe un mandato.

Y esto es precisamente lo que leemos en la Biblia.  En la traducción griega dada por el rabino de Alejandría en el siglo IIIº antes de Xto., el libro del Génesis abre con la frase: “En archè, en el comienzo, Dios creó el cielo y la tierra”, pero —como lo leemos precisamente luego— los creó por medio de un mandato, es decir un imperativo (genèthètò): “Y Dios dijo: que sea la luz”.  Lo mismo ocurre en el Evangelio de Juan: “En archè, en el comienzo, era el Logos, el Verbo”; ahora bien, una palabra que se encuentra en el comienzo, antes de cualquier otra cosa, no puede ser sino un mandato.  Pienso que una traducción más correcta de este célebre incipit podría ser no “En el comienzo era el Verbo” sino “En el mandato” —es decir bajo la forma de una orden— “estaba el Verbo”.  Si esta traducción hubiese prevalecido, cantidades de cosas serían más claras, no solamente en teología, sino también y sobre todo en política.


Origen y Mandato

Me gustaría llamar la atención sobre un hecho que ciertamente no se debe al azar; en nuestra cultura, el archè, el origen, es ya siempre el mandato, el comienzo es también siempre el principio que gobierna y que comanda.  Es quizás a favor de una consciencia irónica de esta coincidencia que el término griego archòs significa tanto el mandato como el ano; el espíritu de la lengua, que le encanta bromear, transforma en juego de palabras el teorema según el cual el origen debe ser también “fundamento” y principio de gobierno.  En nuestra cultura, el prestigio del origen deriva de esta homonimia estructural; el origen es lo que comanda y gobierna no solamente el nacimiento, sino también el crecimiento, el desarrollo, la circulación o la transmisión —en una palabra: la historia— aquello a lo que ella le dio origen.  Que se trate de un ser, de una idea, de un saber o de una práctica, en todos los casos el comienzo no es un simple exordio que desaparece en lo que sigue; por el contrario, el origen nunca cesa de comenzar, es decir de ordenar y de gobernar lo que él ha hecho advenir al ser.

Esto se verifica en la teología, donde Dios no solamente creó el mundo, sino que lo gobierna y no deja de gobernarlo por medio de una creación continua, porque si no lo hiciera, el mundo iría hacia su aniquilación.  Pero esto se verifica también en la tradición filosófica y en las ciencias humanas donde existe un vínculo constitutivo entre el origen de una cosa y su historia, entre lo que funda y comienza y lo que guía y gobierna.

Piénsese, en este sentido, en la función decisiva que ocupa el concepto de Anfang, “comienzo”, en el pensamiento de Heidegger.  El comienzo no podría aquí nunca volverse un pasado, nunca deja de estar presente, pues determina y comanda la historia del ser.  A favor de una de esas figuras etimológicas que tanto quiere, Heidegger reporta el término alemán que significa “historia” (Geschichte), al verbo schicken, que significa “enviar”, y al término Geschick, que significa “destino”, sugiriendo así que lo que llamamos una época histórica es en realidad algo que ha sido emitido y enviado por un archè, por un comienzo que permanece oculto y que sin embargo sigue operando en lo que envió y mandó (comandar, si podemos también permitirnos jugar con la etimología, viene de mandar, en latín mandare, que significa tanto “enviar” como “impartir una orden o confiar un encargo”).

Archè en el sentido de origen y archè en el sentido de mandato coincide aquí perfectamente, e incluso es esta relación íntima entre el comienzo y el mandato la que define la concepción heideggeriana de la historia del ser.

Me gustaría aquí mencionar solamente el hecho de que el problema de la relación entre origen y mandato ha suscitado en el pensamiento post-heideggeriano dos desarrollos interesantes.  El primero —que podríamos caracterizar como la interpretación anárquica de Heidegger— es el bello libro de Reiner Schürmann, el Principio de anarquía (1982) que es una tentativa por separar origen y mandato, para acceder a algo como un origen puro, una simple “venida a la presencia” separada de todo orden.  El segundo —que no sería ilegítimo definir como la interpretación democrática de Heidegger— es la tentativa simétricamente opuesta conducida por Jacques Derrida para neutralizar el origen con el fin de acceder a un imperativo puro, sin otro contenido que el mandamiento: “¡Interpreta!”.

(Siempre me ha parecido más interesante la anarquía que la democracia, pero es evidente que cada uno es libre de pensar como lo quiera).

En todo caso, creo que Uds. pueden ahora comprender sin ninguna dificultad a qué me refería cuando evocaba las aporías a las que debe enfrentarse una arqueología del mandato.  No hay archè para el mandato, pues es el mandamiento mismo el que es la archè, o que al menos está en el lugar del origen.


Dar Órdenes

La segunda dificultad que he tenido que afrontar residía en la ausencia casi total de una reflexión sobre el mandato en la tradición filosófica.  Ha habido, y todavía hay, investigaciones sobre la obediencia, sobre las razones por las que los hombres obedecen, como el magnífico Discurso sobre la servidumbre voluntaria de Etienne de La Boétie; pero nada o casi nada sobre el presupuesto necesario de la obediencia, es decir el mandamiento y las razones por las que los hombres dan órdenes.  Por mi parte, tengo la convicción de que el poder no se define solamente por su capacidad de hacerse obedecer, sino sobre todo por su capacidad para mandar. Un poder no se cae cuando no se le obedece más o más completamente, sino cuando deja de dar órdenes.

En una de las más bellas novelas del siglo XX, el Estandarte de Alexander Lernet-Holenia, vemos al ejército multinacional del Imperio austro-húngaro en momentos en los que, hacia fines de la Primera Guerra mundial, comienza a desmoronarse.  Un regimiento húngaro se niega de repente a obedecer la orden de marchar lanzada por el comandante austríaco. Este, anonadada por semejante rebelión inesperada, hesita, consulta a los otros oficiales, no sabe qué hacer y está casi al borde de abandonar el mandato cuando termina por encontrar un regimiento de otra nacionalidad, que obedece aún a sus órdenes y abre fuego sobre los amotinados.  Cada vez que un poder está a punto de descomponerse, mientras que alguien esté dando órdenes, siempre se encontrará también a alguien —así sea una sola persona— para obedecerlo; un poder solo deja de existir cuando renuncia a dar órdenes. Fue lo que ocurrió en Alemania en el momento de la caída del muro, y en Italia luego del 8 de septiembre de 1943; la obediencia no había desaparecido, era el mandamiento el desaparecido.

Por esto la urgencia y la necesidad de una arqueología del mandato, de una investigación que cuestione no solamente las razones de la obediencia, sino también y sobre todo del mandato.

Puesto que la filosofía no me parecía proveer ninguna definición de mandato, decidí comenzar por un análisis de su forma lingüística.  ¿Qué es una orden desde el punto de vista de la lengua? ¿Cuál es su gramática y cuál su lógica?

Aquí la tradición filosófica me aportó un elemento decisivo: la división fundamental entre los enunciados lingüísticos establecida por Aristóteles en un pasaje del Peri hermèneias, división que, excluyendo un cierto número de ellas de la consideración filosófica, se revelaba ser el origen de la insuficiente atención que la lógica occidental le ha concedido al mandato.  “No todo discurso (escribe Aristóteles en De Interpretatione, 17a1 ss) es apofántico; solo es un tal discurso aquel del que es posible decir lo verdadero y lo falso [alètheuein è pseudesthai].  Esto no ocurre con todos los discursos; por ejemplo, la oración es un discurso [logos], pero no es ni verdadero ni falsto.  No nos vamos a ocupar pues de esos otros discursos, pues su estudio tiene pues que ver con la retórica y con la poética; solo el discurso apofántico será objeto del presente estudio”.

Aristóteles parece aquí haber mentido, pues si abrimos su tratado sobre la poética, descubrimos que extrañamente ha repetido la exclusión de la oración, y la ha extendido a un vasto conjunto de discursos no apofánticos en los que está comprendido también el mandato: “El conocimiento de las figuras del discurso [schèmata tès lèxeòs] tiene que ver con el arte del actor [hypokritikès] y del especialista que posee un tal arte; es por ejemplo saber qué es una orden [entolè], lo que es una oración, un relato, una amenaza, una pregunta, una respuesta y todo lo que además puede existir de este mismo género.  Que un poeta conozca o ignore esto, no se le puede hacer por ello ninguna crítica digna de consideración. ¿Quién podría reprocharle a Homero —como lo ha hecho Protágoras— de haber cometido una falta porque en lugar de dirigirle una súplica le dio una orden cuando le dijo: “Canta, diosa, canta la cólera…”?  Según él, en efecto, invitar a hacer o a no hacer una cosa, es dar una orden. También dejemos esto de lado como teniendo que ver con otro arte y no con la poética” (Poética, 1456 b 9-25).

Consideremos esta gran cesura que parte, según Aristóteles, el campo del lenguaje y, al mismo tiempo, excluye de él una parte de la competencia profesional de los filósofos.  Hay un discurso, un logos, que Aristóteles llama “apofántico” porque es capaz de manifestar (tal es la significación del verbo apophainò) si una cosa existe o no, lo que implica necesariamente que sea verdadero o falso.  Pero existe además otro discurso, otro logos —como el rezo, el mandamiento, la amenaza, la narración, la pregunta y la respuesta (a los que podríamos añadir, la exclamación, el saludo, el consejo, la maldición, la blasfemia, etc.)— que no es apofántica, que no manifiesta el ser o el no-ser de algo y es, por consiguiente, indiferente a la verdad y a la falsedad.

La decisión de Aristóteles de excluir de la filosofía el discurso no-apofántico marcó la historia de la lógica occidental.  Durante siglos, la lógica, es decir la reflexión sobre el lenguaje, se ha concentrado solamente en el análisis de las proposiciones apofánticas, que pueden ser verdaderas o falsas, y ha dejado de lado, como un territorio impracticable, esa parte considerable de la lengua de la que sin embargo nos servimos cada día, ese discurso no apofántico que no puede ser ni verdadero ni falso y que, como tal —cuando no era simple y llanamente ignorado— es abandonado a la competencia de los retóricos, de los moralistas y de los teólogos.

En cuanto al mandato, que es una parte esencial de esta terra incognita, nos limitamos a explicarla —en caso de que se lo tenga que mencionar— como un acto de voluntad y, como tal, limitado al dominio de la jurisprudencia y de la moral.  De este modo, en sus Elements of Law Natural and Politic, un pensador tan poco convencional como Hobbes define la orden como the expression of appetite and will <la expresión del apetito y de la voluntad>.

La Lógica

Fue sólo en el siglo XX que los lógicos comenzaron a interesarse en lo que ellos llamarían “lenguaje prescriptivo”, es decir en el discurso expresado en modo imperativo.  Si no me detengo en este capítulo de la historia de la lógica (que ya ha producido una muy vasta literatura) es porque aquí el problema parece ser solamente el evitar las aporías implícitas ligadas al mandato, transformando un discurso en imperativo en un discurso en indicativo.  Por el contrario, mi problema era precisamente el de definir el imperativo como tal.

Tratemos ahora de comprender lo que ocurre cuando se produce un discurso no apofántico bajo forma de un imperativo, como por ejemplo: “¡Camina!”  Para comprender la significación de una tal orden, será útil compararla con el mismo verbo en la tercera persona del indicativo: “él camina” o “Carlos camina”.  Esta última proposición es apofántica en el sentido aristotélico, pues ella puede ser verdadera (si Carlos efectivamente está caminando) o falsa (si Carlos está sentado).  Sin embargo, en cada caso, ella se refiere a algo en el mundo, manifiesta el ser o el no-ser de alguna cosa.

Y a la inversa, aunque morfológicamente idéntica a la expresión verbal en el indicativo, la orden “¡Camina!” no manifiesta el ser o el no-ser de algo, no describe ni niega un estado de cosas y, sin ser falsa por tanto, no se refiere a nada que exista en el mundo.  Conviene evitar con cuidado el equívoco según el cual la significación del imperativo consistiría en el acto de su ejecución. La orden dada por el oficial a sus soldados se realiza por el solo hecho de ser proferida; que sea obedecida o ignorada no niega en ningún caso su validez.

Debemos pues admitir sin reserva que nada, en el mundo tal cual es, corresponde al imperativo.  Es por esta razón que los juristas y los moralistas repiten hasta la saciedad que el imperativo no implica un ser, sino un deber-ser, distinción que la lengua alemana expresa claramente por la oposición entre Sein y Sollen, que Kant colocó en el fundamento de su ética y Kelsen en la base de su teoría pura del derecho.  Este escribe: “Cuando un hombre expresa por un acto cualquiera la voluntad de que otro se conduzca de cierta manera […] no se puede analizar la significación de su acto enunciando que el otro se conducirá de tal manera; lo que hay que enunciar es que el otro debe [soll] conducirse de esa forma”.

Pero ¿podemos verdaderamente pretender haber comprendido, gracias a esta distinción entre ser y deber ser, el sentido del imperativo “¡Camina!”?  ¿Es posible definir la semántica del imperativo?

Lo Imperativo

Desafortunadamente la ciencia del lenguaje no nos es aquí de ninguna ayuda porque los lingüistas confiesan que se encuentran en aprietos cada vez que se trata de describir el sentido de un imperativo.  Mencionaría sin embargo las observaciones de dos de los más grandes lingüistas del siglo XX, Antoine Meillet & Émile Benveniste.

Meillet, que subraya la identidad morfológica entre las formas del verbo en el indicativo y el imperativo, observa que en las lenguas indo-europeas el imperativo coincide ordinariamente con el tema del verbo y de ello saca la consecuencia de que el imperativo podría se algo así como la “forma esencial del verbo”.  No sabemos claramente si “esencial” significa también “primitivo”, pero la idea de que el imperativo podría ser la forma originaria del verbo no parece tan lejana.

Benveniste, en un artículo en el que critica la concepción formulada por Austin del mandato como performativo (pronto tendremos la ocasión de regresar sobre la cuestión del performativo), escribe que el imperativo “no es denotativo y no busca comunicar un contenido, sino que se caracteriza como pragmático y busca actuar sobre el oyente, notificarle un comportamiento”; propiamente hablando no es un tiempo verbal sino que es más bien “el semantema desnudo empleado como forma yusiva con una entonación específica”.

Busquemos desarrollar esta definición tan lacónica como enigmática.  El imperativo es el “semantema desnudo”, es decir: en tanto que tal, algo que expresa la pura relación ontológica entre el lenguaje y el mundo.  Sin embargo este semantema desnudo se emplea de forma no denotativa; o dicho de otro modo: no se refiere a un elemento concreto del mundo o a un estado de cosas, sino que sirve más bien para notificarle algo a quien lo recibe.  ¿Qué es lo que intima el imperativo? Es evidente que el imperativo “¡Camina!” en tanto que “semantema desnudo” no intima nada distinto de él mismo, es simplemente el semantema desnudo “caminar” empleado no para comunicar algo o describir la relación con un estado de cosas, sino bajo la forma de un mandato.  Estamos en efecto en presencia de un lenguaje significante, pero no denotativo, que se intima él mismo, es decir: notifica la pura conexión semántica entre el lenguaje y el mundo. La relación ontológica entre el lenguaje y el mundo no está afirmada aquí, como en el discurso apofántico, sino mandada.  Sin embargo, se trata aún de una ontología, excepto que ésta no tiene la forma del “es”, sino la del “¡que sea!”, que ella no describe una relación entre el lenguaje y el mundo sino lo mandado y lo prescrito.

Dos Ontologias: Máquina Bipolar

Podemos ahora sugerir la siguiente hipótesis, que es sin duda el resultado esencial de mi investigación, al menos en la fase en la que se encuentra actualmente.  Hay en la cultura occidental dos ontologías, distintas y sin embargo no desprovistas de relaciones: la primera, la ontología de la aserción apofántica, se expresa esencialmente en el indicativo; la segunda, la ontología del mandato, se expresa esencialmente en el imperativo.  Podríamos llamar a la primera “ontología del esti” (la tercera persona del singular del indicativo del verbo ser, en griego), la segunda “ontología del estò” (la forma correspondiente del imperativo).  En el poema de Parménides, que inaugura la metafísica occidental, la proposición ontológica fundamental tiene la forma: Esti gar einai, “Existe en efecto ser”; debemos imaginar, al lado de ella, otra proposición que inaugure una ontología diferente: Estò gar einai, “Qué sea en efecto el ser”.

A esta repartición lingüística le corresponde la partición de lo real en dos esferas correlacionadas pero, distintas; la primera ontología define y rige el campo de la filosofía y de la ciencia, la segunda el del derecho, de la religión y de la magia.

Derecho, religión y magia —que en el origen como Uds. saben no es nada fácil distinguir— constituyen en efecto una esfera donde el lenguaje está siempre en imperativo.  Creo incluso que una buena definición de la religión sería aquella que la caracterizaría como la tentativa de construir un universo entero sobre el fundamento de un mandamiento.  No es solamente Dios quien se expresa en imperativo, bajo la forma del mandato, sino también curiosamente los hombres, los que se dirigen a Dios de esta manera. Tanto en el mundo clásico como en el judaísmo y el cristianismo, las súplicas están siempre formuladas en imperativo: “Danos hoy nuestro pan de cada día…”

En la historia de la cultura occidental, las dos ontologías no cesan de separarse y de cruzarse, combatirse sin tregua, encontrándose y reuniéndose con la misma obstinación.  La construcción en el curso de los siglos del imponente edificio de la dogmática, puede ser vista en esta perspectiva como la tentativa de traducir la ontología del mandato en los términos de una ontología de la aserción, a reserva de que luego la proposición dogmática que de ello resulta se convierta enseguida en un mandato.

Esto significa que la ontología occidental es en realidad una máquina doble o bipolar, en la que el polo del mandamiento que, durante siglos, en la época clásica, permaneció a la sombra de la ontología apofántica, comienza a partir de la era cristiana a adquirir una importancia siempre más decisiva.

Ontologias del Mandato

Para comprender la eficacia particular que define la ontología del mandato, me gustaría invitarles a regresar al problema del performativo, que está en el centro del célebre libro de Austin aparecido en 1962, How To Do Things With Words.  En esa obra, el mandato se coloca en la categoría de los performativos, o speech acts, es decir entre esos enunciados que no describen un estado de cosas externo sino que, por su simple enunciación producen como un hecho lo que significan.  El que pronuncia un juramento, por el simple hecho de decir: “lo juro” efectúa el hecho del juramento.

¿Cómo funciona un performativo?  ¿Qué es lo que les confiere a las palabras el poder de transformarse en hecho?  Los lingüistas no lo explican como si efectivamente tocasen aquí una suerte de poder mágico de la lengua.

Yo creo que el problema se aclara si regresamos a nuestra hipótesis de la doble máquina de la ontología occidental.  La distinción entre asertivo y performativo —o como también lo dicen los lingüistas entre acto locutivo y acto ilocutorio— corresponde a la doble estructura de la máquina: el performativo representa en el lenguaje la sobrevivencia de una época en la que la relación entre las palabras y las cosas no era apofántica, sino que tomaba más bien la forma de una orden.  Se podría decir igualmente que el performativo representa un cruce entre las dos ontologías, donde la ontología del estò suspende y reemplaza la ontología del esti.

Si consideramos la creciente fortuna de la categoría del performativo, no solamente entre los lingüistas, sino también entre los filósofos, los juristas y los teóricos de la literatura y del arte, está permitido sugerir la hipótesis de que la centralidad de este concepto corresponde en realidad a que, en las sociedades contemporáneas, la ontología del mandato está camino de suplantar progresivamente la ontología de la aserción.

Retorno de lo Reprimido, Mandato a uno Mismo

Para emplear el lenguaje del psicoanálisis, esto significa que en una especie de retorno de lo reprimido, la religión, la magia y el derecho —y con ellos todo el campo del discurso no apofántico hasta entonces relegado a la sombra— están manejando en realidad secretamente el funcionamiento de nuestras sociedades que se quieren laicas y seculares.

Creo incluso que se podría dar una buena descripción de las sociedades pretendidamente democráticas en las que vivimos, por medio de la simple constatación de que, en el seno de estas sociedades, la ontología del mandato ha tomado el sitio de la ontología de la aserción, no bajo la forma clara de un imperativo, sino bajo aquella más insidiosa del consejo, del aliciente, de la promesa, de la advertencia… impartidos a nombre de la seguridad, de suerte que la obediencia a una orden toma la forma de una cooperación y, frecuentemente, la de un mandato que se da a uno mismo.  No pienso aquí solamente en la esfera de la publicidad ni en las de las prescripciones seguritarias dadas bajo la forma de invitaciones, sino también en la esfera de los dispositivos tecnológicos. Estos dispositivos están definidos por el hecho de que el sujeto que los utiliza cree estarlos comandando (y en efecto el presiona teclas definidas como “comandos”), pero en realidad lo único que hace es obedecer a un mandamiento inscrito en la estructura misma del dispositivo. El ciudadano libre de las sociedades democrático-tecnológicas es un ser que obedece sin cesar en el gesto mismo por el que da una orden.

Yo les había dicho que iba a presentarles un informe de mi investigación en curso sobre la arqueología del control.  Pero esta reseña no estaría completa si no les hablase de otro concepto que no ha dejado de acompañar como una suerte de polizón, mi indagación sobre las órdenes.  Se trata de la voluntad. En la tradición filosófica, el mandamiento cuando se lo menciona se lo explica constantemente y sin falta como un “acto de voluntad”; sin embargo esto equivale —en la medida en que nunca nadie ha logrado definir lo que significaba “querer”— a pretender explicar, como se dice, un obscurum per obscurius, una cosa oscura por algo más oscuro aún.  Igualmente, en un cierto punto de mi investigación, me decidí a intentar seguir la sugerencia de Nietzsche, quien afirma (invirtiendo la explicación) que querer no es nada distinto de mandar.

Uno de los raros asuntos sobre los cuales los historiadores de la filosofía antigua parecen estar en perfecto acuerdo es en la ausencia del concepto de voluntad en el pensamiento griego clásico.  Este concepto, al menos en el sentido fundamental que reviste para nosotros, comienza a aparecer solamente con el estoicismo romano y encuentra su pleno desarrollo en la teología cristiana. Pero si se busca seguir el proceso que lleva a su formación, se observa que parece desarrollarse a partir de otro concepto que cumple en la filosofía griega una función tan importante, y a la que la voluntad permanecerá estrechamente ligada: es el concepto de potencia, de dynamis.

Potencia de la Voluntad

Creo incluso que no sería falso decir que, si la filosofía griega tenía en su centro la potencia y la posibilidad, la teología cristiana —y tras sus pasos la filosofía moderna— coloca en su centro la voluntad.  Si el hombre antiguo es un ser de potencia, un ser que puede, el hombre moderno es un ser de voluntad, un sujeto que quiere. En este sentido, el pasaje de la esfera de la potencia a la esfera de la voluntad marca el umbral entre el mundo antiguo y el mundo moderno.

Se podría expresarlo también diciendo que, con el comienzo de la época moderna, el verbo modal “querer” toma el lugar del verbo model “poder”.

Yo creo que vale la pena reflexionar sobre la función fundamental que los verbos modeles ocupan en nuestra cultura y especialmente en la filosofía.  Uds. saben que la filosofía se define como ciencia del ser, pero esto sólo es verdadero con la condición de precisar que el ser está siempre pensado aquí según sus modalidades, es decir que siempre está dividido y articulado en “posibilidad, contingencia, necesidad”, que el está en su dato, siempre ya marcado por un poder, un querer, un deber.  Sin embargo, los verbos modales tienen una curiosa particularidad; como lo decían los antiguos gramáticos, son “defectuosos de la cosa” (elleiponta to pragmati), están “vacíos” (kena) en el sentido en que, para alcanzar toda su significación deben estar seguidos de otro verbo en infinitivo, que los colme.  “Camino, escribo, como” no están vacíos; pero “puedo, quiero, debo” sólo pueden ser empleados si se acompañan con un verbo expreso o sobreentendido: puedo caminar, quiero escribir, debo comer.

Es verdaderamente singular que estos verbos vacíos sean tan importantes para la filosofía a tal punto que ella parece darse por labor llegar a comprender su significación.  Creo incluso que una buena definición de filosofía la caracterizaría como tentativa por captar el sentido de un verbo vacío, como si, en esta experiencia difícil, se jugara algo esencial, nuestra capacidad de hacernos la vida posible o imposible, y nuestros actos libres o sometidos a la necesidad.  Por esta razón, toda filosofía tiene su manera particular de conjugar o de separar estos verbos vacíos, de preferir uno o detestar otro, o a la inversa, de conectarlos e incluso de injertar el uno en el otro, como si quisiera, reflejando un vacío en el otro, darse la ilusión de haberlo colmado por una vez.

Esta intrincación toma en Kant una forma extrema cuando, buscando en la Metafísica de las costumbres la formulación más apropiada para su ética, deja escapar esta proposición delirante desde todo punto de vista: Man muss wollen können, “Uno debe poder querer”.

Quizás sea precisamente este entrelazamiento de los tres verbos modales el que defina el espacio de la modernidad y, al mismo tiempo, la imposibilidad de articular en él algo así como una ética.  Cuando escuchamos en la actualidad repetir tan a menudo la vana consigna: “¡lo puedo!”, Yes, we can! es probable que, en la demolición de toda experiencia ética que define nuestro tiempo, lo que un tal machaqueo delirante quiere hacernos entender sea más bien: “Yo debo querer poder”, es decir: “Me ordeno a mí mismo obedecer”.

Para mostrar lo que está en juego en el paso de la potencia a la voluntad, he escogido un ejemplo por medio del cual la estrategia en operación en la nueva declinación de los verbos modales que definen la modernidad se vuelven particularmente visibles.  Se trata por así decirlo del caso límite de la potencia, la manera cómo los teólogos se miden con el problema de la omnipotencia divina. Nadie ignora que la omnipotencia de Dios había recibido el estatus de un dogma: Credimus in unum Deum patrem omnipotentem, dice el comienzo del Credo en el que el concilio de Nicea fijó aquello a lo que la fe católica no podría ya renunciar.  Sin embargo, este axioma en apariencia tan tranquilizador tenía consecuencias inaceptables, por no decir escandalosas, que sumergían a los teólogos en la vergüenza y la confusión.  En efecto, si Dios puede todo, absoluta e incondicionalmente todo, de acá se sigue que podría hacer todo lo que no implique una imposibilidad lógica, por ejemplo no encarnarse en Jesús, sino en un gusano o —cosa aún más escandalosa— en una mujer, para no hablar de condenar a Pedro y salvar a Judas, o mentir y hacer el mal, o destruir toda su creación o —y esto es una cosa que yo no sé por qué parece indignar y, al mismo tiempo, excitar en exceso el espíritu de los teólogos— restituir su virginidad a una mujer desflorada (el tratado de Pierre Damien Sobre la omnipotencia divina está casi por entero consagrado a este tema).  O también —y hay acá una especie de humor teológico inconsciente— Dios podría realizar actos ridículos o gratuitos, como de repente ponerse a correr (o, podríamos añadir nosotros, utilizar una bicicleta para desplazarse de un lugar a otro).

La lista de las consecuencias escandalosas de la omnipotencia divina podría extenderse hasta el infinito.  La potencia divina tiene algo como una sombra o una vertiente oscura, en virtud de la cual Dios se vuelve capaz del mal, de lo irracional e incluso de lo ridículo.  En todo caso, entre el siglo XI y el XIV esta sombra no ha dejado de preocupar al espíritu de los teólogos y la cantidad de opúsculos, de tratados y de quaestiones consagradas a ese tema es lo más propicio para desanimar la paciencia de los investigadores.

¿De qué manera los teólogos buscan ponerle coto el escándalo de la omnipotencia divina y descartar su sombra que se ha vuelto decididamente demasiado estorbosa?  Siguiendo una estrategia filosófica que había tenido por gestor a Aristóteles, pero que la teología escolástica llevará al extremo, se trata de dividir la potencia, articulándola con la pareja potencia absoluta, potencia ordenada.  Incluso si la manera cómo la relación entre estos dos conceptos es argumentada, presenta matices diferentes en cada autor, el sentido global del dispositivo es el siguiente: de potentia absoluta, es decir para todo lo que tiene que ver con la potencia considerada en sí misma y, por así decirlo, en lo abstracto, Dios puede hacerlo todo, por muy escandaloso que aquello nos pueda parecer; pero de potentia ordinata, es decir según el orden y el mandato que él le ha impuesto a la potencia con su voluntad, Dios no puede hacer sino lo que ya decidió hacer.  Y Dios decidió encarnarse en Jesús y no en una mujer, salvar a Pedro y no a Judas, no destruir su creación y, sobre todo, no ponerse a correr sin razón.

El sentido y la función estratégica de este dispositivo son perfectamente claros; se trata de contener y de frenar la potencia, de ponerle un límite al caos y a la inmensidad de la potencia divina, que de otra manera haría imposible un gobierno ordenado del mundo.  La voluntad será el instrumento que por así decirlo pone desde adentro límite a la potencia. La potencia puede querer y, una vez que ha querido, debe actuar siguiendo su voluntad. Y como Dios, también el hombre, puede y debe querer, puede y debe encauzar y contener el abismo oscuro de su potencia.

La hipótesis de Nietzsche según la cual querer significa en realidad mandar se revela entonces correcta, y aquello a lo que la voluntad doblega no es otra cosa que la potencia.  Me gustaría entonces dejar la última palabra a un personaje de Melville que parece obstinadamente empecinarse en la encrucijada entre la voluntad y la potencia, Bartleby el escribiente que al hombre de ley que le pide: You will not? <¿No quiere?> no cesa de responderle, volteando la voluntad contra sí misma: I would prefer not to… <Preferiría no…>

tr. Luis Alfonso Paláu.  Envigado, co; Navidad de 2018.
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