Anotaciones sobre la Noción de Naturaleza *
Luis Alfonso Paláu Castaño **

 

"Lo discutible es imaginar, como la moda lo difunde, que la corrección del desorden consiste en reencontrar un orden anterior desgraciadamente abolido, que se cree ‘más natural’ o ‘más humano’, de la relación del hombre con la naturaleza.  Toda solución de simple regreso o de apacible regresión tiene que ver no con la utopía, en este tema indispensable, sino con el mito, en este tema falaz" (Georges Canguilhem, in “La cuestión de la ecología, la técnica o la vida”, Dialogue, Cuaderno # 22 de marzo de 1974).
 

Desde el primer momento que me fue anunciada la realización de este evento bajo el título “Arquitectura natural”, se me ocurrió —posiblemente por deformación profesional que en ese momento me impidió preguntar ¿qué se entiende por natural?— que valdría la pena trazar ante Uds. una historia del concepto de naturaleza.  Historia acá en el sentido plural pues, como vamos a ver, son bastantes los hilos de tradiciones que se anudan en el significado de esta palabra que a lo largo de los siglos se ha enriquecido hasta el equívoco.  Por esto, en la actualidad la palabra de moda es ésta, y actúa como un comodín que en suma sirve para todo —esta es su riqueza y su complacencia— y no sirve para nada, si no se la decanta crítica y sintéticamente.
Tomemos no más el periódico semanal de circulación gratuita de este mismo sector de Laureles… 


<Leo dos utilizaciones de la palabra “naturaleza”, la una para referirse a la fracasada urbanización los almendros, a la entrada del Sector de Carlos E. Restrepo, sobre la calle Colombia;  y la otra, para preguntarle a los estudiantes de la U.P.B. sobre la cirugía de busto, si lo preferían operado o natural>.
Debo desde un comienzo decirles que mucho le debe esta comunicación al pensamiento de mi colega y amigo François Dagognet, en particular a sus libros Naturaleza, el Dominio del viviente y Desechos, detritus, lo abyecto.  Quienes ya los conocen reconocerán el papel de la deuda que expreso, y los que nunca los habían oído mencionar tendrán la oportunidad de familiarizarse con ellos.
 

Empecemos con la etimología.  Naturaleza, natura, sería natus, que viene de nascor, derivado del nacimiento, de la vida, las propiedades y las potencialidades de un ser que viene al mundo.  Seguido de la terminación —ura (como en escritura, agricultura) que apunta a la actividad efectivamente realizada.  La palabra expresa lo innato, los caracteres, la potencia, en oposición a lo que se puede adquirir, que se supone menos anclado en el ser, más circunstancial.  Retoma el griego "physis" que a su vez traduce la realidad de base, la riqueza y la capacidad genésica.
 

La idea de naturaleza no ha dejado de mantener la ambigüedad.  Por ejemplo, significa tanto la espontaneidad, una potencia de renovación, así como indica la realización, la esencia misma del ser hacia el cual conduce el movimiento; expresa a la vez el proceso y su resultado, lo que en ocasiones conduce a la aporía.
 

Correlativamente, si vale como potencia oculta, fuerza y dinamismo interno, no por ello deja de remitir al conjunto de los vivientes, a todo lo que no se puede modificar (la naturaleza de las cosas).
Desde el punto de vista semántico, es amplia la familia de sus allegados entre los que debemos destacar: universo, mundo, materia, cosas, incluso cosmos.  La palabra naturaleza se diferencia de ellos, aunque no ha dejado de ampliarse para finalmente designar, a partir de lo original, lo espontáneo, la manera de ser, la esencia, la sustancia, la ley universal, el orden del mundo, la realidad entera, todo esto opuesto a lo fortuito, a lo accidental, a lo convencional y eventualmente a lo social, a lo artificial y a lo humano.
 

Mundus es el universo concreto, mientras que natura, aunque designa la misma realidad, es siempre un abstracto.  La palabra "materia", seguida de su corolario la necesidad, indica también "lo real", pero le falta la espontaneidad, así como el principio de vida que se discierne en el fondo de la palabra "naturaleza".  Naturaleza realiza pues una síntesis: es lo que nace —lo engendrado, lo creado— pero al mismo tiempo contiene "lo que ya no cambiará", lo que es necesario tener en cuenta, lo ineluctable.
 

En cuanto al sustantivo "cosmos" tan próximo —se le encuentra al menos en "cosmología"—, acentúa el aspecto estético de la naturaleza; al comienzo, en griego significa el ornamento, el adorno de las mujeres, y termina por indicar la belleza, la regularidad, el orden, finalmente el cielo; en resumen, parece destacar uno de los lados de la naturaleza dejando a distancia su efervescencia, el dinamismo, la productividad genésica.
 

Otra síntesis que realiza la noción de “naturaleza”:
 

a) por una parte su incansable renovación al mismo tiempo que su constancia, su permanencia.
 

b) además, lo que nace, por definición, muere, pero la naturaleza, aunque ligada a la generación, no deja de permanecer siempre allí, indispensable.  Los individuos mueren, las especies se perpetúan… aunque ellas también desaparecen.
 

c) sin olvidar otras características: lo ínfimo donde logra alojarse (el grano) tanto como lo ilimitado (ella ocupa todo el universo).
 

d) Ella desborda lo métrico y puesto que regresa siempre tal como era, aunque admita también el cambio y las variaciones, contiene seguramente en sí un principio de orden (por eso su regreso en forma de estaciones).

Antónimos de naturaleza:
 

A) El artificio define uno de sus contrarios aunque esté en la naturaleza del hombre recurrir a él.  Aparentemente todo el mundo conoce de manera intuitiva y evidente el contenido de esa contradicción naturaleza/artificio.  Pero la verdad es que comporta toda una ambigüedad con respecto a la naturaleza del hombre.  ¿Dónde se sitúa entonces lo nativo, lo primero, lo espontáneo, en el caso del hombre?  El hábito ha sido considerado como una segunda naturaleza que sin duda recubre y borra la primera.
No podemos olvidar además que la naturaleza, o lo que consideramos como tal, resulta de nuestros arreglos: el estado llamado de naturaleza no es sino el que se define socialmente en un momento histórico de la relación de los hombres con ella, lo que le hace perder toda absolutez a la distinción "naturaleza-artificio", “naturaleza-cultura”.  Dicho en otros términos, lo propio de la naturaleza humana es la cultura, el artificio.
 

Es más, a este respecto vamos a intentar mostrar que "el sentimiento de la naturaleza" ha nacido recientemente, muy recientemente, en el siglo XVIII, y nos viene fundamentalmente de "la literatura".  Comienza no tanto por una mirada sobre los campos, las praderas y las selvas sino por una adhesión a los jardines.  Este pedazo de tierra cuadrado, próximo de la casa de habitación, sirve primero al alimento (la huerta) y permite distanciar al ganado.  Pero él debía sobre todo evitarnos el universo de las llanuras y de las tierras.  Paradójicamente, con el fin de ocultar "la miserable campiña", se interpone entre ella y nosotros un muro, un espacio que se urbaniza.  Esto es lo que nos dicen los análisis de Horace Walpole, en su Essai sur les jardins modernes (1774).  La función decorativa invade este espacio encerrado: alamedas, glorietas, cuadros de céspedes y de flores, tresbolillos, "salones rústicos".  Se comprende que Jean-Marie Morel, en su Théorie des Jardin ou L'art des Jardins de la Nature (1764), se queje de ese exceso de arquitectura: se han multiplicado en demasía —dice él— las rampas y las escaleras favorables a los descensos como a las repentinas apariciones de cortejos.  Se ha introducido lo chino (pagodas, kioscos, cascadas, piedras artificiales, etc.), luego lo egipcio (pirámides, pórticos, columnas, templos, tumbas).
 

Fue necesario nada menos que la revolución francesa para quebrar esas murallas y acceder a aquello de lo que nos privaban (las perspectivas, el paisaje).
 

Uno de los que condenaron más claramente esos encierros para abrirnos emotivamente, a las praderas y a las florestas, fue Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), a él le debemos esta especie de devoción, este famoso “amor por la naturaleza” que nos aporta una prueba suplementaria del origen cultural de la noción que hemos mencionado.  Hasta el siglo XVIII no existió nada menos espontáneo, y por tanto nada menos “natural” que la inclinación por los paisajes: incluso se les hacía repulsa, se huía de ellos y se los ocultaba…  Fue el romanticismo del siglo siguiente el que llegó a convertir en pasión el gusto por los paisajes.
 

B) Ahora una oposición bastante próxima, la noción de “naturaleza” contradeciría la de “convención” o de “regla”, el reino del sujeto, de la historia y de sus decisiones.  La naturaleza significaría lo irreducible, lo constante, lo inmutable, mientras que el "pacto" o "el contrato" viene del hombre y por tanto suena a arbitrario; cambian por lo demás con los tiempos y los lugares.  ¿Se puede sostener seriamente una tal dualidad?  Mas vale la pena atenuarla, pues el universo del derecho nos lo impone ya sea con referencia a la teoría de un "derecho natural" (necesario, racional, universal) que se refiere a un conjunto de principios sacados ora del universo en su propia organización, ora del individuo y de sus tendencias; ya sea contemporáneamente a una posibilidad de establecer un “contrato natural” como el que propone Michel Serres y que implicaría hacer de la naturaleza un sujeto de derecho.
 

C) La oposición más clara viene de que la filosofía acepta sin dificultad la herramienta, que prolonga nuestro cuerpo, pero que la cultura se levanta a menudo contra la máquina, operador de barbarie y de devastación.  Entonces contra ella, se recurre a la naturaleza con el fin de contrarrestar la fábrica y limitar su furor.  La naturaleza abunda en "cosas" raras y lentamente elaboradas.  Ella utiliza pocos medios y nos ofrece lo más complejo: minerales y sales que se aprenderá a descomponer puesto que ensamblan una pluralidad de elementos; flores y frutos incomparables, cada uno llevando consigo un olor como un sabor, incluso un color.  Se dice, por el contrario que la fábrica, su rival, sólo disemina lo insípido, lo forzado y lo frágil.
 

Se alabará la tierra (la arcilla), la planta y la madera (lo que crece) y se desvalorizará el tropel de las mercancía actuales, en serie y repetitivas (lo que se fabrica, diferente del simple "hacer").  Se inferioriza pues la producción que se distingue de la creación como de la generación (la physis).  Y entre lo que es realizado por el hombre se coloca, en el lugar más bajo, lo que la máquina ha confeccionado, mientras que se tolera lo que el gesto avisado y la mano hábil han trabajado poco a poco (la artesanía).
 

Es cierto que existe una distancia entre ellos, pero no debemos exagerarla.  No olvidemos que ya "la máquina-herramienta" asegura una relativa transición entre lo que se soporta (la herramienta) y lo que se rechaza (la máquina).  Además este mixto se limita a acelerar lo que nosotros emprendemos laboriosamente, mal y lentamente.  De esta forma, el tractor con su reja múltiple, labra la tierra más rápido y mejor que el arado que ya antes había sustituido la pala.  No agrandemos la diferencia.
 

Y en cuanto a la máquina de vapor o a la central termonuclear, que siembran el terror, las dos explotan la posibilidad de las transformaciones de energía.  Pero nuestro cuerpo trabaja de la misma manera: es un convertidor sofisticado; el metabolismo asegura uno de esos pasajes, de lo químico a lo mecánico o a lo térmico.
 

En resumen, el artefacto que hemos maldecido, solamente intensifica una operación o un movimiento.  
No ampliemos hasta el exceso la separación, a menos que por principio queramos caer en la anti-tecnología o que se desee retrogradar en lo artesanal.
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(…)
 

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Época Clásica o del apogeo: en el siglo XVII tanto como en el XVIII, la naturaleza toma colores metafísicos y teológicos
Recordemos que Copérnico puso la tierra en movimiento al desalojarla del centro del Mundo.  Kepler transforma los orbes circulares de los astros en elipses.  Se destruye el paradigma griego de la circularidad.  Las manchas solares que se comienzan a percibir le quitan al Cielo su inalterabilidad y su pretendida eternidad.  El anteojo de Galileo descubre un pululamiento de estrellas, la Vía láctea.  Se ve desaparecer poco a poco el corte entre lo supra-terrestre y lo sub-lunar que terminarán por reunirse en una sola mecánica.
 

Nos orientamos hacia un Universo ilimitado, y sobre todo sin jerarquías; ahora bien, la antigua filosofía de la naturaleza se caracterizaba por la importancia dada a los “intermediarios”, un sabio escalonamiento entre Dios y la materia.
 

Según la bella fórmula de Galileo —la naturaleza está escrita en lenguaje matemático— Descartes dará cuenta del universo por medio de las solas leyes del movimiento, que se despliega en una extensión homogénea.
 

Las intenciones del creador permanecen en parte desconocidas, pero ¿cómo dudar que él actúe con inteligencia, sabiduría y simplicidad?  Nos es suficiente pues con pensar para estar seguros de aprehender los primeros principios que comandan lo real.  Por consiguiente, Descartes renuncia al término naturaleza al que reemplaza por el de mundo; sólo conserva la palabra naturaleza como una manera de hablar (“las leyes de la naturaleza”) para significar las solas leyes del movimiento que pueden precisamente engendrar la totalidad de los fenómenos.
 

La naturaleza supone un exceso de “entidades” oscuras y ocultas, las formas sustanciales, el dinamismo propio; ahora bien, Descartes expulsará este conjunto ininteligible e incluso peligroso, en beneficio de la figura, de la magnitud y la disposición de las partes, así como de su posible desplazamiento, es decir de los operadores particularmente claros y explícitos.  Descartes rechaza al mismo tiempo las cualidades: calor, frío, humedad, sequedad, puesto que, en vez de explicar algo, “parecen tener ellas mismas necesidad de explicación”.
 

Uno de los primeros principios nos asegura que un cuerpo puesto en movimiento lo conserva si nada viene a modificarlo desde fuera (Principios, 2ª parte, art. 37).  Otro quiere que un cuerpo no gane o no pierda movimiento mas que si el choque con otro se lo da o se lo quita, a no ser que por otra parte lo gane o lo pierda por sí mismo (2ª, art. 40).  Estos dos enunciados constituyen el “principio de inercia.  Un tercer principio garantiza la constancia de la cantidad de movimiento (2ª, 36).  No se puede romper más claramente con el aristotelismo, su finalismo y sus concepciones sustanciales.
 

Estas leyes, apriorísticas o al menos racionales, de las que se deducirán los efectos, son suficientes para dar cuenta de lo real más complejo y más embrollado.  Nunca la naturaleza fue tan claramente denunciada y suprimida puesto que ella personifica la ignorancia y forma la pantalla más gruesa, al mismo tiempo que la más estéril, entre el mundo y nosotros.  Cree proveer un sistema integrador y aclarador, mientras que sustituye las cosas por palabras vacías, entidades que sólo duplican lo que piensan justificar, a la manera como se ha creído dar cuenta del despertador de un reloj recurriendo a una “facultad despertadora”, en lugar de recurrir a los piñones y los resortes.  Las leyes del movimiento, la cinemática, reemplazan de aquí en adelante las referencias a la naturaleza y a sus capacidades imaginarias.  Una visión teológica se pone de acuerdo con esta nueva física: ¿no es mucho mejor con algunas pocas leyes físicas realizar un mundo variado, antes que dirigirse hacia una semi-deidad como es la naturaleza, una falsa providencia que reemplaza así al creador y lo oculta?  Impidamos la idolatría pagana.
 

Ya no se hablará sino del mundo y del universo, y Descartes piensa que logrará llegar a una rigurosa cosmogénesis.
 

A) Ante todo, aceptada la existencia de hecho de la gravedad, es decir la de la atracción hacia abajo, parecería inevitable la idea de naturaleza, porque ésta insiste precisamente en los enlaces (la simpatía universal) entre segmentos alejados, que se corresponden y se atraen.  Descartes rechaza por adelantado la futura “atracción” y sobre todo la idea de que los cuerpos puedan tender hacia un lugar preferencial.  Ha puesto ya fin al privilegio del “reposo” sobre el movimiento que postulaba la física aristotélica.  Importa pues distinguir claramente el hecho de la gravedad, de la hipótesis de la atracción que supone una fuerza quimérica.  Se explica la caída de los graves sin tener necesidad de ese imaginario de la atracción, por medio de las corrientes de partículas que giran en torno de la tierra.
 

B) ¿La imantación no condena la mecánica de los choques?  ¿No será necesario reconocer afinidades?  Para nada.  Es suficiente con postular en el hierro canales entorchados y, en el universo, un pululamiento de corpúsculos estriados.
 

Los partidarios de lo maravilloso se dedicaban a lo que parecía mostrar “escogencias” e inclinaciones secretas de la naturaleza.  El mecanicismo hace transparente al universo y pone fin a lo novelesco, se expulsa el “naturalismo”.
 

Descartes tuvo aquí tanto más alcance cuanto que los dispositivos (los autómatas) se hicieron más complejos y llegaron a realizar proezas.  Los artesanos componen, con la ayuda de algunas piezas, máquinas que realizan acciones variadas.  ¿Por qué no pensar la naturaleza de la misma manera?  ¿No es suficiente con el pneumatismo o con la hidráulica para producir hazañas?  El reloj obsesionará al pensamiento cartesiano; le servirá de constante referencia tecnológica.  Con él se trata de una composición bien ajustada y sincronizada (resortes, ruedas, un balancín, un regulador) de tal manera que el instrumento nos indica la hora e incluso la suena (un resultado mecánico pero además informacional, para quien sabe leer; por tanto un aparato de segundo grado y que mide el tiempo).
La naturaleza desaparece pues en tanto que tal, en tanto que fuerza, y se vuelve equivalente a una suma de dispositivos físicos o a ingeniosos montajes.  Indiscutiblemente, el obstáculo más irreducible al mecanicismo y el más tenaz viene del viviente.  ¿Cómo, por ejemplo, dar cuenta de la contracción regular (involuntaria) del músculo cardíaco, de la circulación igualmente organizada, sin tener que admitir, en el corazón, “una fuerza pulsífica”?  Los tubos, los resortes, las cribas, las compuertas, los orificios, los trastos del “fabricante de utensilios” ¿lograrán dispensarnos del recurso a la vitalidad?  Descartes –que no quiere reconocer ninguna diferencia “entre las máquinas y los cuerpos que la naturaleza compone”– piensa que puede alinear al viviente sobre un simple dispositivo espacio-técnico.
 

El Discurso del método piensa sacarnos del engaño; en efecto, él ve en este ritmo la consecuencia de la vaporización de la sangre que cae, gota a gota, en una cavidad caliente, una especie de marmita hirviente y cuya tapadera se levantaría así a intervalos iguales .
Pero la interpretación cartesiana –que se separa claramente de la fisiología de Harvey– debía levantar una tempestad de oposiciones y de objeciones; va a levantar tantas resistencias que entrañará un regreso precipitado a lo que ella había eliminado.  La idea de naturaleza conocerá un empuje sin precedentes.
 

Se tiene reticencia a este cinetismo porque conduce al “spinozismo”, es decir a la doctrina que se consideraba como más impía, dado que –bajo su aparente panteísmo– ocultaba el ateismo más virulento.  El Deus sive natura suponía la identificación de Dios con la naturaleza, por tanto finalmente “la muerte de Dios”, como si el mundo emanara necesariamente de aquel que de ahora en adelante no se le separaría ya.
 

No solamente el cartesianismo negaba finalmente los milagros o lo sobrenatural, no solamente su cosmogénesis rompía con el relato de la Biblia, sino que conducía a un inmanentismo latente del sistema, y por tanto a su materialismo subterráneo.  Un Dios encadenado a la necesidad y que recurre a leyes casi-lógicas –el principio de inercia ofrece la mejor muestra- ¿no merece desaparecer?  Desde el momento que no puede actuar de otra manera, en el límite deja de existir.  Se ha creído desembarazarse de los intermediarios, es decir de la naturaleza, pero al dejar solos, cara a cara, a Dios y a la materia, se termina tarde que temprano por concederle lo esencial a ésta, hasta disminuir y perder el pretendido motor, que sólo la habría puesto en marcha al comienzo y luego la abandonaría a sus propias determinaciones.  Si Dios continúa teniendo algún papel, éste sería cada vez más reducido, hasta casi el desvanecimiento.  Como lo ha concluido Koyré, “el divino Artífice cada vez tenía menos que hacer en el mundo.  Ni siquiera necesitaba conservarlo, puesto que el mundo resultaba cada vez más capaz de pasarse sin sus servicios.  El poderoso y activo Dios de Newton que de hecho “hacía marchar” el Universo según su libre voluntad y decisión, se tornó en rápida sucesión en un poder conservador, en una intelligentia supramundana y en un “Dieu fainénat”, en un Dios holgazán” .
 

A cualquier precio es necesario impedir este movimiento; se encuentran dos maneras de impedirlo: o bien reactualizar “la filosofía de la naturaleza” que autonomiza la naturaleza y separa a Dios de ella, o bien reequilibrar el sistema cartesiano, en el sentido de dedicarse a limitar en lo posible la presencia o el peso de la materia (la naturaleza) con el fin de restituirle lo más importante a Dios; en resumen, o bien el rechazo más radical posible de la naturaleza, o bien su regreso.
 

Malebranche escogió la primera vía, la de un Dios que en su omnipotencia terminó prisionero de los más nimios actos.  Leibniz sacará su lección; tomará un camino menos arriesgado.  Anula precisamente la crítica de Aristóteles y no duda en reactualizar las fuerzas sustanciales, en el polo opuesto de la física puramente cinética.
 

Ya el organismo viviente no se reduce más al mecanismo; aunque sea una máquina no se parece ya a las que se fabrican o se conocen.  La diferencia entre las obras de la sabiduría divina, y las más grandes obras maestras del arte de un hombre no es sólo de grado sino también de género.
Según Leibniz, Malebranche que había destruido la naturaleza introdujo el “milagro perpetuo”.  


Entonces reemplazará el “ocasionalismo” y la asistencia de Dios por las “mónadas” sin puertas ni ventanas, unidades individuales que desarrollan lo que desde siempre está contenido en ellas (de aquí la auto-suficiencia y el auto-dinamismo que les concede a las criaturas su autonomía o su fuerza).  No le quitemos pues su energía a los seres individuales.  En caso contrario, no habría de ninguna manera sustancia fuera de la de Dios, lo que nos conduciría a todas las absurdidades del Dios de Spinoza.
Pero, si el universo está regido enteramente por leyes, nos deslizamos no tanto hacia el spinozismo como hacia el ateismo mismo, porque algunos principios son suficientes entonces para engendrar y mantener el universo.
 

De repente, la naturaleza se va a volver “un caballo de batalla” tanto para los neo-materialistas como para los teólogos más fervientes.  Estos acrecientan los focos de singularidad porque importa sustraer el mundo del determinismo físico y revelar por consiguiente las maravillas que él encierra, de las que sólo Dios puede responder.
 

Tanto el spinozismo como el mecanicismo dan alas a la idea de naturaleza, idea bastante indeterminada que alaban a la vez los defensores de la Providencia y los adeptos de un cosmos lucreciano.  La ambigüedad del estatuto de la naturaleza se reencuentra en la ciencia clásica de la Historia Natural: por un lado, parece refrendar el empirismo descriptivo; por el otro, esta disciplina no puede ignorar su origen “sacerdotal”, teologizante.  Se trata de admirar las sutilezas, la ingeniosidad y la originalidad de una naturaleza inagotable (la creación).
Nunca “la naturaleza” debía suscitar, por una parte y por la otra, una tal fiebre.  Todos se abisman en ella.  Dagognet nos da una prueba de este ardor en el número de las obras que le están consagradas.
 

Para los teólogos:

— El abate de Vallemont, Las curiosidades de la naturaleza y sobre el arte de la vegetación (1703).
— Nieuwentyt, La existencia de Dios demostrada por las maravillas de la naturaleza (1718, tr. 1725).
— El abate Pluche, Espectáculo de la naturaleza, en 9 vol., 1745.
— Bullet, la Existencia de Dios demostrada por las maravillas de la naturaleza, 1768.
 

Christian Sturm, Meditaciones sobre las obras de Dios en el reino de la naturaleza y de la Providencia 
(1772), traducidas por la Reina Elizabeth Cristina de Prusia (1777).
 

Y no contamos las Revistas, los breviarios, los diccionarios incluso, etc.
 

Por el lado opuesto citemos solamente los libros más conocidos:
 

Maupertuis, Sistema de la naturaleza (1751)
Diderot, Sobre la interpretación de la naturaleza (1753)
Charles Bonnet, Contemplación de la naturaleza (1764)
D´Holbach, Sistema de la naturaleza (1770)
Buffon, Sobre las épocas de la naturaleza (1778).
Y la lista está lejos de ser completa.
 

Romanticismo: combates de retaguardia y estética vegetalizante
 

No siempre se discutirá “de las maravillas de la creación”.  A fines del siglo XIX se recurre a la naturaleza por otra razón, más apremiante: tratar de ponerle freno a la industrialización galopante.  Sólo la naturaleza puede salvarnos de la inundación de productos feos, a veces embusteros, estrictamente utilitarios.  Uno de los primeros en desencadenarse contra la máquina y sus artificios, J. Ruskin, abre la vía al “floralismo”.
 

En ese momento se levanta el uno contra el otro: lo construido, por tanto lo artificial, y lo que se nos ofrece desde siempre, lo dado en sus realizaciones más complejas y más elaboradas, los vegetales, los animales, en particular los ligeros insectos.
 

Entre los materiales el naturalismo encuentra en la piedra y la madera medios seculares, ricos, individualizados y sólidos, con miras a nuestras arquitecturas y a nuestros edificios (el habitar).  Se desconfía de los que inventamos, estandarizados, menos diversificados, más pobres y a menudo más frágiles.  En resumen, por todas partes la naturaleza deja de tener su antiguo papel, el de un campo de seres variados, la creación misma; ella sirve sobre todo de caballo de batalla contra las innovaciones fabriles.  Anti-mundo moderno, remite a un universo perdido, anterior al hombre que sólo ha sabido derrocharlo, profanarlo, en todo caso, olvidarlo.  ¿Por qué no volver a los valores y a las formas que ella prodiga?  ¿Por qué no inspirarse en ella, “generar” a partir de ella y regenerarnos al mismo tiempo?
 

Esta petición, esta protesta, no data del siglo XIX.  Seguramente nace en Inglaterra, el país de la revolución industrial; sin embargo el movimiento se esboza también desde el siglo XVIII contra las primeras manufacturas y fábricas, con la célebre fisiocracia.  La idea central y salvadora consiste en despreciar la industria “que nada crea; solamente enriquece la agricultura”.  Nunca la naturaleza ha sido tan invocada con el fin de fundar una reorientación político-económica.  Se cuenta con una de sus propiedades, la de que sólo ella engendra (naturaleza, nasci, nacer).  La vida, que todo el tiempo recomienza y enjambra, se impone sobre la materia inerte reducida a sí misma.
 

1) Sólo la agricultura puede “aumentar” y multiplicar verdaderamente, tal es el principio de base.  El que planta, si ha sabido cultivar y preparar su campo, cosecha mucho más de lo que ha sembrado.  Inversamente, “el valor de la obra de la industria resulta solamente de un cambio de forma y no de una adición de sustancia”, déficit a la vez cualitativo y cuantitativo
 

2) La fisiocracia o el gobierno a partir de la sola naturaleza, se opone a la historia (la anti-naturaleza) y al cambio; desde que nos alejamos de las leyes fundamentales de la producción, corremos hacia la pérdida.  Jean-Jacques Rousseau, de acuerdo con los fisiócratas en muchos puntos, sabrá retomar y patetizar esta condena.
 

3) Otras ocupaciones serán igualmente disminuidas o discutidas en sus prerrogativas: además de los “fabricantes” y los manufactureros, los transportadores.  Se admite que sean necesarios; ellos amplían los mercados y luchan contra la degradación, como también contra la avería y el pudrimiento de los productos; los transportan allá donde faltan y pueden ser consumidos.  Esto es cierto.  Pero todos vemos sin embargo que ellos no añaden nada.  Con ellos, el comercio no tarda en complicarse, por no decir pervertirse: se transforma a menudo en tráfico; en este caso, en lugar de una simple circulación-intercambio, es necesario prever muchos agentes o comisionistas, lo que eleva aún más el precio.
 

4) Los fisiócratas atacan a todos los asalariados que usan de su saber, de su talento o de su destreza, considerados más estériles que todos los anteriores.  Como por ejemplo médicos y artistas.  Se los asimila a los criados, los tamborileros y los cuentachistes.  La fisiocracia vitupera el conjunto de este sector, consagrado al lujo, atraído según ellos por la comodidad, los adornos, lo frívolo.
 

5) Se distingue sin dificultad “los productivos” y los “estériles” en la clasificación social de Quesnay.
 

6) Esta nueva agricultura, pilar del sistema, no se parece a la otra, a la que se considera estancada y arcaica; ella implica “reagrupamientos de fondos”, grandes haciendas, y la disminución de los “brazos” o de la mano de obra.  En resumen, se mecaniza.  El regreso a la naturaleza no significa ni la fiesta de las vendimias a la Rousseau, ni el elogio de la rusticidad, ni la defensa del artesanado, ni la gloria serena de lo bucólico, la paz de los campos o el lirismo de los terruños.  No se trata sino de producir y sobre todo de reproducir más.
 

Nunca antes la historia, la anti-naturaleza, había estado plegada hasta ese punto a su contrario, el orden de los campos y los cálculos productivistas.  La palabra fisiocracia merece ser tenida en cuenta: la naturaleza se levanta contra su rival, la industria; es privilegiada al punto que comanda al hombre y su gestión.  La naturaleza o el orden natural conoce aquí una importancia sin precedente.  “Sólo Dios es productor”, según Dupont de Nemours .  La glorificación de la naturaleza –incluso en el plano económico– implica el teocentrismo.
 

Cuando la fisiocracia se disloque, los enemigos de la industria se repliegan entonces en una concepción más segura, una ciencia comparativa de los materiales, así como en la valorización de los únicos que son “tradicionales”, los que la tierra nos ha dado siempre –el mármol, la madera–; ella nos entrega también metales, pero la mayor parte de ellos suponen tantas operaciones modificadoras que se les excluye a veces de los únicos aceptados como “naturales”.
En las Siete lámparas de la arquitectura, el campeón del “naturalismo”, J. Ruskin, se apodera de este tema e incrimina como signo y prueba de nuestra decadencia el recurso a las “armaduras metálicas”.  Ruskin le declara la guerra a la llegada de esos “materiales” que juzga pobres.
 

“En las regiones planas, se puede de manera legítima y muy afortunadamente servirse del ladrillo para la ornamentación, para una ornamentación trabajada, por no decir incluso delicada” .  Ruskin prefiere incluso la arcilla cocida al mármol: “En efecto, no es la materia, es la ausencia del trabajo humano la que le quita a la cosa todo valor.  Un pedazo de tierra cocida, o de yeso de París trabajado por la mano del hombre, vale todos los bloques de Carrara tallados a máquina” .  En efecto, el artesano añade su marca individualizante al elemento que es ya variable.  Ruskin rechaza con fuerza “la estandarización” o la uniformidad que entraña el modelado industrial.
 

Según él, es la naturaleza la que lo guía, la que se caracteriza por la inimitabilidad, y por consiguiente, por la particularización, sin descuidar la armonía con el entorno.
Los constituyentes “modernos” se definen por su homogeneidad y su similitud.  El ladrillo escapa precisamente a esta reprobación.  Ruskin piensa defender ese material, más aún, protegerlo contra lo que lo amenaza más directamente, como los señuelos, los enlucidos y las simulaciones que lo adornan inútilmente.
 

Pero furioso estalla sobre todo contra la invasión del hierro; éste representa la modernidad y el prometeismo, así como el insostenible privilegio concedido a la verticalidad (las columnas, los tallos, los pilares, incluso los paneles).  La torre Eiffel no tardará en marcar la victoria, el insolente triunfo del metal; por lo demás, ella estuvo precedida por numerosos edificios industriales o comerciales, estaciones de ferrocarril, galerías, el poste de fundición eliminó por todas partes el de madera.
En este reventón, Ruskin ve el retroceso de la naturaleza y, correlativamente, el avance de la barbarie.  La filosofía “vegetalizante” de Ruskin le permite responder sin dudar: “Todas las bellas formas están en la naturaleza…  No existe nada más frío, nada más desmañado, nada más vulgar y nada más incapaz esencialmente de una bella línea, o de una sombra, que los ornamentos en hierro fundido” .  Y la observación reprobatoria reaparece sin cesar: “Obras como la flecha central en hierro de la Catedral de Rouen, o los techos y pilares de hierro de nuestras estaciones de ferrocarril y de algunas de nuestras iglesias, no son para nada arquitectura” .  El hierro fundido concreta el mal dos veces: no solamente por su propia constitución, puesto que modifica “el hierro”, sino también por su génesis industrial, es decir el vaciado y la ausencia del trabajo humano que lo habría marcado, o martillado, o incluso pulido.
 

Sin embargo los ruskinianos van a perder esta batalla, en el momento en que la libran.  La discordia nace en las propias filas de los organicistas.  Viollet-le-Duc, por ejemplo, defiende el gótico en el que se inspira.  Aunque retome los principios de la estética vegetalizante, desea con todos sus anhelos el uso generalizado del hierro, ya sea estirado, o laminado, o forjado o incluso vaciado.  Después de todo, viene siempre de la tierra; permite tanto como los otros “las ornamentaciones florales”; con él se pueden obtener construcciones tan livianas como sólidas (el nuevo gótico); “debe proveer puntos de apoyo cenceños y muy resistentes, pero debe también permitir, sea disposiciones de bóvedas nuevas elásticas, sea atrevimientos prohibidos a los albañiles, como columpios, salidizos, vanos, etc.” .  Incluso no nos somete a la sola verticalidad puesto que por el contrario favorece lo oblicuo e incluso los arabescos .
 

De esta manera, aunque comparten los mismos principios –el modelo orgánico– los dos teóricos se oponen.  Ruskin se aferra incluso a una tesis limitada, retrógrada tan pronto fue enunciada.  En su obra Los pintores modernos, el Paisaje, retoma el mismo combate y multiplica los análisis despiadados.  Nos muestra siempre cómo los artistas modernos se extravían y, así, nos echan a perder.  El arte perdió el contacto con las fuerzas vivas pues la arborescencia se le escapa.
 

Ruskin querría obligar al artista a preocuparse por energías visibles, por el brote de las ramificaciones y por la exuberancia hojosa.  La naturaleza para él vale como un depósito dinamológico; supera nuestros esquemas demasiado rudimentarios.  La naturaleza se vuelve así “el fondo” que renueva y autoriza las imágenes, como los estilos.  Por esto, ese elogio incesante de la arcilla tierna, de la piedra que se puede tallar, y sobre todo de la madera.  Ruskin la ha alabado particularmente: quiere armazones, muebles, y sostenes de madera.  Correlativamente, defiende el inacabamiento, es decir lo rústico, y por esto mismo el arte gótico que ignora la regla y el orden.
 

Lo que se buscaba excluir –el hierro fundido, el acero, los metales, el estuco, etc…— no hace sino regresar con más fuerza; por consiguiente, los “floralistas” que perdieron la batalla se repliegan a la sola obligación de una “ornamentación” que se inspiraría en las plantas y se las recordaría a los citadinos asfixiados por el artificio.
 

Precisamos anotar aquí dos evidencias: esta corriente mencionada sumergirá a Alemania, Francia, la Gran Bretaña, a España, tanto a Europa entera como más allá del Atlántico.  Nunca una campaña artística tan agresiva ha logrado una “tal universalidad de hecho”.  El mundo saldrá de ella súbitamente transformado.  Además, nada escapará a la invasión (los tapices, las tinturas, los afiches, los vitrales, los edificios, los encuadernados, las letras del alfabeto, las entradas del metro, los timbres, las luminarias, las joyas, las chucherías, la quincallería, las chimeneas, los reverberos, etc…).  Por todas partes, ¡en todo e incluso todo!  El más insignificante utensilio será estampillado o modificado.  ¿No ha tomado así la referencia a la naturaleza su más bello desquite, hasta ahogar bajo su oleada la producción fabril?
 

Correlativamente, nuevos materiales surgirán de acá, los que mejor se prestan al “vegetalismo” ilimitado (las cerámicas, los esmaltes, las pastas de vidrio, las aleaciones, etc…).  Lo que se ha llamado el Jugendstil o Liberty o modern style, o Wellenstil (el estilo ondulado) no ha consistido sobre todo en retomar los motivos florales académicos y estilizados desde hacía tiempo, sino en renovar completamente lo pintoresco campestre e introducir los vegetales más ordinarios (el cardo, el acebo, la yedra, el amargon, etc…).  Ya no el acanto, la encina o las guirnaldas de rosas, sino lo común y lo aparentemente hostil, lo salvaje (los chuzos, los rizos, las espinas, los nudos).
Nuestro mundo actual está aún parcialmente dominado por esta influencia, recubierto por una vegetación estilizada, por la obsesión de una naturaleza que siempre debe, según sus adeptos, rodearnos y por tanto alejar las líneas demasiado duras, las verticales y las horizontales, demasiado utilitarias, en provecho de las curvas y las serpentinas.
 

También se llamó a este movimiento el del “estilo metro”, por irrisión, porque uno de sus representantes, Hector Guimard, no dudó en preconizar –para las entradas del metropolitano como para sus estaciones subterráneas– los recursos de la vegetalidad que así se implantaría en lo más moderno y en lo más titanesco.  Pinta todo verde, incluso las flores de hierro fundido, y da incluso a los caracteres de las letras, indicadores de las estaciones y de las entradas, aspectos prestados de las lianas y de los tallos (en lugar de nombres, uno cree discernir hileras de lirios, con sus hojas en forma de lanzas).  En cuanto a las luminarias, se sitúan en el centro de un inmenso cáliz encorvado, colocado en la extremidad de un tallo ligeramente inclinado en la parte alta, en resumen, pensamos encontrarnos en un bosque de árboles o de plantas gigantes.  Por todas partes se diseminan los ramilletes y los racimos.

A partir de 1920, es verdad, el artista temperará esta exuberancia salvadora (el arte llamado deco) pero no renuncia a lo precedente; se limita a enfriarlo por medio de líneas más geométricas y más austeras.  Admitimos sin embargo que hemos asistido a una inflexión estilística porque, en esa misma época, se trata de comunicarle a las construcciones, a los aparatos y a los productos un poco de aerodinamismo, y los atributos de la velocidad simplificadora.  Lejos de combatir la modernidad, sus artefactos y sus primeros bólidos, se tiende aquí a imitarla y por tanto a prestarle su violencia propia.
El arte nuevo no da el brazo a torcer; por el contrario espera vencer “la fabricación” y no alejarse de lo que nos ofrece el inmenso mundo, un mundo que siempre se recomienza y se caracteriza por su energía, su proliferación.  La planta, en y a pesar de su constancia, incluye los opuestos, lo que añade a su riqueza.  Ella expresaría mejor la naturaleza.  Recordemos esa ley organológica según la cual siempre se encuentra en ella un dispositivo y su contrario.  Saquemos de acá la idea de un vegetal menos “unitario” que el animal; este último variaría menos y aseguraría a sus elementos más coherencia federativa.  Pero el vegetal se expone, se desliga, y libera por ahí “arquitecturas” insólitas y audaces; razón de más para tomar prestado de él, y gracias a él, variar los motivos.  El mundo de las flores nos daría acceso a un feliz y armonioso frenesí.  ¡No nos alejemos de esa fuente!  Es verdad que desde siempre los artistas no han dejado (en sus esculturas, sus cuadros, e incluso sus arquitecturas) de entregar la mar, los follajes, los árboles y las flores; basta con citar los girasoles y los cipreses de Van Gogh, el vallejo de Corot, los nenúfares de Monet; pero de ahora en adelante se trata de otra cosa.
Ante todo el movimiento hiper-naturalista tomó un giro “político-social”; importa luchar contra la máquina y la ciudad geometrizada.  Al comienzo, los discípulos de Ruskin y de Morris quieren no solamente valorizar el artesanado sino sobre todo rivalizar con la producción en serie, y para este efecto intentan una doble operación: a) darle importancia a la decoración que evita la estandarización, 

b) evocar lo que se olvida y abandona, la campiña y sus campos.

Se dedican a adornar los utensilios más comunes con una estilización rural, e incluso simbólica.  Se busca incluso no tanto imponer y esparcir el vegetal como comunicar por medio de él la energía, la vitalidad, el anti-conformismo.


En efecto, la naturaleza por sí sola no puede nada; ella sólo existe por el que la descubre o la exalta.  Bergson lo ha subrayado en las Dos fuentes de la moral y de la religión: fue Jean-Jacques Rousseau el que inventó el sentimiento de la naturaleza y especialmente la pasión por la montaña.  Antes de él, ella sólo inspiraba rechazo, e incluso miedo.


**  Luis Alfonso Paláu Castaño
Doctor en Historia y filosofía de las Ciencias
Universidad Pontificia Bolivariana, Facultad de Arquitectura
Medellín, Agosto 9 de 2006


* Primeras páginas y las últimas de una intervención  en la Universidad de Bolivariana... y que informa en parte sobre el pensamiento de Dagognet al rescpecto de la noción de naturaleza..


[1] Quinta parte, Alfaguara, p. 36.

[2] Alexandre Koyré.  Del mundo cerrado a universo infinito.  Madrid: Siglo XXI, 1979.  p. 255
 [3] Lettre à Jean-Baptiste Say, 22 de abril de 1815, Guillaumin, p. 399.
 [4] Op. cit., p. 165.
[5] Ibidem.
[6] Ibid., p. 166.
[7] Ibid., p. 148.
[8] Ibid., p. 61.

[9] Entretiens sur l´Architecture, t. II, p. 64.
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