François Dagognet 


Incluso si la antigua teoría de Leucipo, retomada por Demócrito, orquestada y poetizada por Lucrecio, excede la verificación y sigue siendo hipotética, no por ello deja de sorprender puesto que ve en la materia una concentración de partículas (los átomos, es decir los indivisibles) que no diferente entre ellos sino por su forma y sus disposiciones.


Anteriormente nos habíamos atenido a los datos: como los cuerpos se nos presentan según tres estados (sólido, liquido, gaseoso), a los que se había añadido un cuarto elemento, el fuego o la energía (Heráclito), gracias al cual podemos transformar los tres primeros los unos en los otros, se volvía posible tener uno de ellos por fundamental; Tales optó por el agua, Anaxímenes por el aire, Empédocles por la tierra.


Más tarde, nos debimos inspirar nuevamente en los datos con el fin de caracterizar la materia; se llegó hasta reconocerle algunas propiedades de base, comunes a todos los cuerpos: la extensión, la impenetrabilidad, la indestructibilidad, la movilidad, etc.  En razón de esta última, no se dejó de ligar la materia con la energía, tanto a causa de las incesantes transformaciones que ella sufre, como por el hecho de la conservación de esta energía (principio establecido por Helmholtz [1821-1894]).


Pero la concepción del átomo se impuso; no se parece en nada al de Demócrito; él solo se define como un sistema particular arquitecturado (entre otros constituyentes, los electrones, los protones, los neutrinos); un núcleo electropositivo se opone incluso a los electrones que gravitan en torno a él, siguiendo ciertas órbitas; y por lo demás es cuando éstos cambian que ellos absorben o emiten energía.


Sin embargo, antes de llegar a esta concepción (la física de partículas, la estructura atómica constitutiva) la ciencia de la materia había resuelto algunos problemas y forjado nociones esenciales.


a) una de estas primera victorias consistió en expulsar los fantasmas como el del flogisto y atribuirle a la materia “el principio de conservación”: “nada se pierde nada se crea”.  Stahl consideraba que los cuerpos combustibles encierran un fuego fijo (la inflamabilidad); cuando se los calienta, el flogisto se desprende; pero como el residuo de esa calcinación pesa más que el metal del que se partió, había acá una especie de contradicción, puesto que una pérdida se saldaba con un mas ponderal.  Stahl sostenía entonces que la presencia de un “principio inmaterial” aligeraba la sustancia que estaba impregnada de él.  


Lavoisier debía explicar de manera completamente distinta esta reacción; la combustión da lugar a una combustión metálica más pesada; se ha operado un simple desplazamiento (el aire de los alrededores ha perdido una parte de su oxígeno; comprendemos pues el aumento final).  Es suficiente con recurrir a la balanza y operar sobre todo en un medio cerrado.  Lavoisier imponía la idea de la ecuación química.  Así mismo, si el agua se convierte en tierra, es porque ha disuelto el vidrio alcalino del recipiente; lo que el uno ha ganado, el otro lo ha perdido.  La racionalidad entra así en la comprensión de las modificaciones materiales.

b) a comienzos del siglo XIX, Dalton precisó la hipótesis atómica; debía admitir que todos los cuerpos están compuesto de átomos, que los átomos de un mismo elemento se caracterizan por el mismo peso que difiere del de los átomos de los otros elementos.  Y como miraba al hidrógeno como la sustancia más liviana, le atribuyó arbitrariamente la cifra 1, pero evaluó el peso de los otros elementos a partir de esa cifra de referencia; de este modo, al oxígeno le correspondió la cifra 7 (luego fue corregido y lleva la 8); le atribuyó el 5 al nitrógeno, el 13 al azufre, etc., en suma propuso, aunque erróneamente, una de las primeras reagrupaciones cuantitativas de las sustancias claramente diferenciadas.  Él debía también definir los compuestos (las moléculas) como formados de átomos conectados entre ellos siguiendo proporciones estables; luego de haber precisado la naturaleza de los primero elementos, se orientó hacia la comprensión de las combinaciones que obedecen a constantes.


c) otro avance: los científicos comprendieron cómo se forman los complejos y adquieren su solidez; además del enlace iónico que da cuenta del intercambio electrónico (por ejemplo el negativo del cloro se une al positivo del sodio en ClNa), añadieron el enlace covalente, más revolucionario, puesto que resulta de la puesta en común (según la regla del octeto) o del compartir capas atómicas externas.  

Dejemos de lado el enlace hidrógeno; nos explicamos como se enganchan los átomos para constituir moléculas arborescentes (una materia compleja pero particularmente organizada y diferenciada).
Esta materia –debido a su organización, en la que la ciencia nos permite entrar, como a causa de su conservación– va a volverse un operador cosmogónico que inspira toda una filosofía, el materialismo mecánico, o más bien energético.  Los pensadores ya no pueden permanecer al lado de Descartes que considera la materia como inerte, pasiva, sin contenido propio, reducida a la sola extensión.  “Al examinar la naturaleza de esta materia (de la que el mundo está compuesto) encuentro que ella sólo consiste en lo que tiene de extenso en longitud, anchura y profundidad, de forma que todo lo que tiene sus tres dimensiones es una parte de esta materia” (Carta a Chanut, 6 de junio de 1647).  


En estas condiciones, lo que el mundo contiene ya de complejo, e incluso de insólito –más particularmente la acción a distancia como consecuencia de afinidades entre elementos, o por el hecho de la existencia de fuerzas que trascienden lo espacial, como los fenómenos del magnetismo (la brújula, el imán)– debe ser anulado, reducido a un juego de engranajes y de piezas encajadas; se busca retirarle al sustrato hasta las menores capacidades, las entelequias (el término fue forjado por Aristóteles; será retomado por Leibniz en su Teodicea: “lo que se puede llamar fuerza, esfuerzo, conatus” [I, § 87]).

Pero los filósofos del siglo XVIII piensan devolverle claramente a la materia lo que le ha sido quitado.  Holbach reivindica el monismo (todo deriva de la materia): y notaba que “los hombres han mirado la materia como un ser único, tosco, pasivo, incapaz de moverse, de combinarse, de producir nada por sí misma” (Sistema de la naturaleza, I, cap. 2).  Diderot, que comparte este punto de vista y lucha contra los prejuicios, pondrá toda su fogosidad al servicio de una materia que ha sido demasiado reducida y debilitada con el fin de que el pensamiento tengo más ventajas.  En el Sueño de d’Alembert, el filósofo piensa mostrarnos cómo un bloque de mármol (el ser más desprovisto, el menos propicio a sus conclusiones, el más inerte en apariencia) puede engendrar o bien una planta o bien un animal, y en el límite al hombre mismo.  


Él nos precisa el proceso: conviene pulverizar ese bloque, liberarlo en suma, mezclar luego la molienda con la tierra que las raíces de un vegetal absorben, darle al animal esta planta a digerir; finalmente nos comeremos y asimilaremos el animal; habremos así recorrido todas las etapas de la conversión y de la transmutación.  “Tenemos acá en cuatro palabras la fórmula general.  Comer, digerir, destilar in vasi licito, in fiat homo secundum artem.  Y aquel que le expusiera a la Academia el progreso de la formación de un hombre sólo emplearía agentes materiales cuyos efectos sucesivos serían un ser inerte, un ser sintiente, y un ser pensante…” (el Sueño de d’Alembert.  in O. C., 1970, t. VIII, p. 61).

¿Qué es lo inerte (el mineral, como el mármol) sino una materia genésica que ha sido impedida?  Basta con devolverle su propia energía, o restablecerle el movimiento que la habita, para que ella vuelva a ganar la vitalidad y participe en el juego de las transformaciones que definen el universo.  El propio pensamiento no escapa a estas metamorfosis y a estos ciclos.  En su Carta a Duclos del 10 de octubre de 1765, Diderot lo menciona: “El pensamiento es el resultado de la sensibilidad y, para mí tengo, la sensibilidad es una propiedad universal de la materia, propiedad inerte en los cuerpos brutos, como el movimiento en los cuerpos que pesan pero que están impedidos por un obstáculo, propiedad que se hace activa en los mismos cuerpos por su asimilación con una sustancia animal viviente” (O. C., t. V, p. 951). 


De esta manera el filósofo multiplica las observaciones y los experimentos, los reales y los ficticios, todos destinados a convencernos  de esas equivalencias, de tal manera que, partiendo de un sustrato material al que logramos “reactivar”, podamos obtener lo más espectacular; pasamos sin problema del animal al hombre, y también de este al hombre de genio; podemos igualmente descender la pendiente; en un abrir y cerrar de ojos.  Diderot borra los reinos y las separaciones; no hay más hendidura posible entre el alma y el cuerpo (el dualismo), y por esto un materialismo vitalista integral, un hilozoísmo.

Pero todavía nos falta definir la materia de manera no restrictiva.  Diderot no ha dejado de hacerlo; nos revela sus recursos y su propia inventiva; por ejemplo, cuando una simple cuerda es rasgada, y suponemos que un obstáculo ligero la divide, el sonido que brotará sobre la primera fracción suscita inevitablemente un armónico sobre la otra fracción, prueba de que la materia acepta de entrada las sordas comunicaciones y que ella favorece los acuerdos/acordes (una conspiración entre los territorios separados, la armonía, la superación de lo local en la que sólo se la está encerrando en demasía).


Por la misma época, La Mettrie, e incluso Voltaire (aunque más reticente) adhieren a esta misma tesis, opuesta a la de los filósofos del siglo XVII.  Es claro que se reemplaza entonces un “absolutismo” por otro, a partir de extrapolaciones o de resultados amplificados, cuando no deformados.  El materialismo dialéctico de Marx debía también conferir a la materia todos los poderes, aunque no sea tanto la materia la glorificada como el trabajo del hombre que la transforma (los modos de producción) y que la dialéctica (la negación de la negación) la salva de su secular homogeneidad.


La cuestión lancinante sigue siendo saber si es necesario admitir planos distintos de realidad, o si la materia puede por sí sola, engendrar lo que parece superarla.  La ciencia actual –al menos en el dominio de la biología– muestra el camino; ella ha probado que la vida resulta ella misma, en su esencia y en sus funcionamientos, de la realización de un programa hundido en el corazón de la célula (su núcleo), escrito de alguna manera con la ayuda de un alfabeto de cuatro letras.  Los ácidos nucleicos, por su secuenciación, se transcriben en un texto proteínico (la información se conserva y se transmite).  Y cada ser viviente, aunque derivado de ese sistema que se podría haber creído limitado, no deja de poseer su individualidad.


No está excluido que podamos ir de la vida al pensamiento y reducir la distancia entre el psiquismo y la cerebralidad.  Las operaciones de la inteligencia –la memorización, las inferencias, las decisiones– han podido ser delegadas a aparatos con buenas prestaciones, prueba de que lo que los críticos llaman “la quincallería” puede igualar, o al menos imitar, lo que evocamos y lo que juzgamos, a través de nuestros circuitos neuronales interconectados.


Un materialismo menos radical y menos mítico que el de los pensadores del siglo XVIII reconoce la existencia de niveles pero gana también al mantener y al buscar una inteligibilidad unificadora.  Si juzgamos insensata la idea de “materializar” el pensamiento, creemos necesario “espiritualizar” la materia, es decir: que le reconocemos potencialidades que exceden la simple extensión a la que se la ha buscado reducir (el reduccionismo no siempre se ejerce allí donde se lo sitúa).


Texto tomado de:

 “Materia” in Dominique Lecourt (dir.).  Diccionario de historia y filosofía de las ciencias.  París: Quadrige/PUF.  2006.  pp. 721-723.

Traducción de Luis Alfonso Paláu C.


Bibliografía
Bachelard G. (1952).  El Materialismo racional.  Bloch O.  Matière à histoires.  París: Vrin, 1997.

Braudel F. (1979).  Civilización material.  Economía y Capitalismo ss. XV – XVIII.  Madrid: Alianza, 1984.  Canguilhem G. (1970-1971).

Introducción a la historia de las ciencias: I: Éléments et instruments, II: Objet, méthode, exemples.  París: Hachette.  Diderot D.  L’encyclopédie ou dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers.  <ejemplar en la Biblioteca Central de la U. de A. Carlos Gaviria D.>.  Dubuffet J. (1973).

El hombre del común trabajando.  Gille B. (1966).

Histoire de la métallurgie.  París: PUF.  Guinier A., la Structure de la matière.  París: Hachette, 1980.  Leroi-Gourhan A. (1943).  Evolución y técnica, t. I: el hombre y la materia.  Madrid: Taurus.

Marx K. el Capital.  Crítica de la economía política.  México: Fondo de Cultura Económica.  Mumford L.  (1950).  Técnica y Civilización.  Madrid: Alianza.
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