Por Martin Legros
Jefe de Redacción
Philosophie Magazine


Hay un sentimiento común que invade a las sociedades europeas. La mundialización, la desaparición de las tradiciones, las crisis económicas, las rupturas tecnológicas, nos arrancan de la conciencia de un anclaje que tejía la vida ordinaria, aquel lugar que podíamos llamar “estamos en casa”. Aparecidos hace diez mil años con el paso a la agricultura por parte de Homo sapiens, nuestras culturas sedentarias están siendo desestabilizadas por una dinámica nómada. Por un lado, las nuevas élites económicas se habitúan a pasar las fronteras con sus cuerpos y con sus bienes, y se desligan así de las poblaciones que, a menudo a distancia de los centros de las ciudades, permanecen asignados a una condición sedentaria. Por otra parte, las oleadas de migrantes pobres que huyen de sus países en guerra cuestionan nuestros valores políticos. En suma, el mito del enfrentamiento entre Abel, al pastor nómada, y Caín, el agricultor sedentario, reencuentra en el siglo XXI una actualidad incandescente. Más que la lucha de clases, ha llegado sin duda la hora de preocuparnos por la lucha por los lugares.
 

¡Amárrame!
Mis en ligne le 28/04/2016

El desdén que le tenemos al enraizamiento puede parecer proporcional a la solidez de las ataduras reales de que se dispone. Entonces ¿somos nómadas o sedentarios?

Nací en Bruselas. Habité tres casas antes de vivir un año en los EE. UU.; luego regresé a Bélgica y a Francia, donde vivo y trabajo desde hace veinte años. Nunca he sido propietario. No aspiro a “echar raíces”, me encanta decirme que yo podría, según las circunstancias, partir todavía, más lejos… o regresarme a mi tierra natal. Sin embargo, mirando a algunos de mis amigos que viven en su lugar de origen, o que han tenido los medios de adquirir su alojamiento, me siento un poco más precario, y por tanto quizás más consciente de la importancia que puede tener el anclaje en un lugar, que es como la extensión de nuestro cuerpo.


El desdén que se tiene por el enraizamiento me parece proporcional a la solidez de las ataduras reales de que se dispone. ¿Soy nómada o sedentario? Los dos sin duda, como todo el mundo. ¿Acaso no estamos atravesados todos por dos aspiraciones contradictorias, la que nos empuja a fijarnos –en una lengua, en una tierra, en un lugar que nos une a los parientes, a los usos y a una memoria común – y la otra que nos incita a estallar toda asignación a residencia, a romper con los lazos que nos atan?
 

Nos encanta el viaje, pero sin duda es porque, a diferencia de los sin techo ni Estado, sabemos que tendrá fin, porque llevamos con nosotros la seguridad de un puerto que nos espera y al que podemos retornar. ¿Qué sería si, como los judíos de ayer y los sirios de hoy, tuviésemos que abandonarlo todo? A menos que cultivásemos este estado y lográsemos hacer de él, como los gitanos, un modo de vida voluntario y compartido, aspiraríamos sin duda a buscar algo más que un asilo, una nueva América. ¿El sedentario sería pues un nómada arrepentido y el nómada un aspirante a la sedentarización? Un trastorno nos agobia cuando buscamos aclarar nuestra atadura a la Tierra, pero esa turbación rebasa nuestro itinerario individual para inscribirse en la gran historia.
 

“La historia de toda sociedad hasta nuestros días –escribía Marx en el comienzo del Manifiesto del partido comunist – es la historia de la lucha de clases. Hombre libre y esclavo, patricio y plebeyo, barón y siervo (…) burgués y proletario, en una palabra: opresores y oprimidos se han encontrado en constante oposición.”

Si Marx fuera nuestro contemporáneo, no habría dejado de añadir un nuevo antagonismo: el del nómada y del sedentario. Después de todo, fue por allí por donde comenzó la historia, si nos fiamos del Génesis, que cuenta cómo Caín el cultivador sedentarizado mató a su hermano Abel el pastor nómada (ver Serres a continuación). Pero según los prehistoriadotes es también uno de los acontecimientos más decisivos de la historia secular, cuando por los alrededores del 9.000 antes de Xto., por los lados de la Creciente fértil, los grupos de cazadores-recolectores y de pescadores, decidieron –no sabemos muy bien por qué razón– establecerse en una tierra, cultivarla, habitarla, y construir en ella pueblos, ciudades y Estados (ver más adelante Harari). Desde entonces, la historia parecía haberle dado la razón a los sedentarios y condenado a los nómadas a sólo subsistir bajo la forma de bolsillos de resistencia: beduinos del Sahara, mongoles de Asia central, pescadores de Madagascar…

¿Una nueva guerra de secessión?

¡Oh sorpresa! desde fines del siglo pasado, todo ocurre como si la rueda de la historia se hubiese puesto a girar en el otro sentido. Mientras que los Estados revelan su impotencia, una economía global surge con una revolución de las comunicaciones que hace estallar los límites y lealtades territoriales. Ahora bien, esta nueva lógica nómada, que hace circular como nunca las mercancías, los empleos y las personas, produce un contragolpe en las sociedades. En cada una de ellas se presenta una fractura que opone ya no los burgueses a los proletarios, sino a los que son capaces de proyectarse en la nueva escena del capitalismo mundial para hacer de la movilidad un capital, y los que son arrinconados en su territorio. En la parte de arriba: la upper class de los cuadros, trades, programadores que amonedan caro sus competencias en el mercado del trabajo internacional, valorizan la libre circulación y escapan cada vez más del fisco, como acaba de revelarlo bien el escándalo de los “Panamá Papers”. Y abajo: la masa de los sedentarios, obreros, pequeños funcionarios, asalariados de las PYMES que tienen el sentimiento de no poderse subir al nuevo tren del mundo… al mismo tiempo que son los últimos en conformarse con la solidaridad territorial, pagando su impuesto por ejemplo.


En su premonitorio ensayo aparecido en 1995, la Revuelta de las élites, el estadounidense Christopher Lasch anunciaba la sécession de los neo-nómadas : «Sus lealtades –si es que el término no es ya del todo anacrónico– son internacionales más bien que nacionales, regionales o locales. Tienen más cosas en común con sus homólogos de Bruselas o de Hong Kong que con las masas de los americanos que todavía no están conectados en la red de comunicaciones mundiales». No obstante, la figura del nómada no se encarna solamente en la de la élite por fuera del suelo, sino también en la del migrante que “se tomó en serio el principio de la libertad de circulación para todos” como lo escribe Slavoj Žižek. De suerte que el sedentario precarizado tiene el sentimiento de estar en tenaza, soltado por el nómada de arriba y amenazado por el nómada de abajo (el inmigrante, sin papeles, refugiado). Y se tiene acá el resorte del voto populista, que se manifiesta por todas partes en Europa y que es una protesta a nombre de la identidad contra la toma del poder por parte de los nómadas. 


En La France périphérique (2014), Christophe Guilly mostró que esta fractura recortaba la oposición entre las grandes ciudades y el espacio periurbano, y nutría una gran parte del voto del Frente nacional. Pero el conflicto atraviesa toda la sociedad. Hoy, cuando los jóvenes no tratan de partir al extranjero –su número está en constante evolución – ellos trasnochan de pie en la Plaza de la República para oponerse a las nuevas formas de precariedad que una ministra del Trabajo les presenta como movilidad. En toda Europa, estalla el resentimiento de los excluidos del nomadismo. ¿Qué hacer entonces? Primero, como nos ha invitado Žižek, anotar en el acta de que la Nueva Lucha de clases (Fayard, 2016), que es también una lucha por los lugares (p. 60), y puede incluso llegar a tener el rostro de una “guerra de las culturas”. Segundo, en lugar de esperar el aflujo de refugiados que vengan a inflar las filas de la protesta –razonamiento de la extrema izquierda que el filósofo esloveno juzga “perfectamente obsceno”– se trata de reinventar entre esas clases antagonistas nuevos elementos en “común”, capaces de articular intereses objetivos compartidos.

“La humanidad se debería preparar para vivir de manera más plástica. Estamos más o menos anclados en un modo de vida particular, protegidos por derechos, pero una cierta contingencia histórica podría súbitamente lanzarnos a una situación en la que estaríamos obligados a reinventar los coordenadas elementales de nuestro modo de vida.”

Aprender a componer con la división, más bien que soñar con una hipotética armonía social. Sin duda. Pero es en nosotros mismos donde la grieta entre aspiración al movimiento y necesidad de ataduras va a tener que ser domesticada. En Difícil libertad (1963), contestando la mística del enraizamiento sostenida por una cantidad de filosofía inspirada en Heidegger, Emmanuel Levinas precisaba: “No se trata de volver al nomadismo (…) sino salir de las supersticiones del Lugar y de apercibir a los hombres por fuera de la situación en la que acampan”, o dicho de otro modo “dejar que brille el rostro humano en toda su desnudez”. En momentos en que el Otro toma el rostro del migrante sin recursos, y también del sedentario encolerizado, nada es en efecto más difícil. 





De flujos y de hombres

Contamos con 240 millones de migrantes internacionales, dos veces más que hace cuarenta años. 

Europa es la más grande región migratoria del mundo. Según el ministerio francés de Finanzas, las deslocalizaciones en el sector de los servicios podrían afectar hasta 800.000 personas en Francia, es decir el 3, 4% del empleo total.

12 millones de personas de viaje viven en Europa.

Tenemos 90 millones de auténticos nómadas en el mundo, es decir el 1,5% de la población mundial.

En 2013, 46.900 contribuyente con el impuesto han abandonado Francia y se han ido al extranjero.

En 2013, 289.000 personas han dejado Francia, de ellos 138.000 eran franceses; 80% estaban entre los 18 y los 29 años.

58% de los hogares franceses son propietarios de su residencia principal.
 


Tomado de: Philosophie Magazine nº 99, mayo de 2016


Tr. Luis Alfonso Paláu, Medellín, abril 28 de 2016.


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