Historiador
colombiakrítica
El hombre lo es de pies a cabeza. De arrastrarse en cuatro patas, pasó a caminar en dos pies con dos dedos gordos paralelos que dan equilibrio al caminar erguido. Las dos patas delanteras se volvieron, con pulgares oponibles, manos que agarran, golpean, acarician, gesticulan. El cerebro ganó en tamaño pero sobre todo en complejidad en las interconexiones de millones y millones de neuronas. La boca se llenó de palabras además de los alimentos que tritura. Este proceso evolutivo muestra el azar de la vida, que toda pérdida trae consigo ganancias, se pierde por un lado, pero se gana por el otro. Todo esto bien narrado en El Gesto y la Palabra de André Leroi-Gourhan.
Esta serie de liberaciones en cascada pueden resumirse en los eventos más trascendentales: el homo sapiens, el hombre que piensa, el hombre consciente de su propia muerte; el hombre que trabaja con manos y cerebro transformando el mundo para su propio beneficio; el hombre inventivo; el hombre que se exterioriza en las herramientas; el hombre que capta el mundo mediante sus sentidos y que es capaz de reportarlo a sus semejantes a través de símbolos creados por el mismo. Pero es el trabajo el que bien le define, hace del hombre un ser laborioso, un ser que se exterioriza, se prolonga en las herramientas de su invención. Así, el trabajo es ontológico, define al Ser, va más allá de un mero derecho constitucional. Un paréntesis: aunque con el desarrollo de la técnica y liberados de muchos haceres, nos convertimos en unos completos parásitos, los que todo lo toman y nada dan, la idea es de Michel Serres, cierro paréntesis.
Este Ser que trabaja cada vez de forma más compleja y eficaz con herramientas sofisticadas, salidas de su propio cuerpo: desde el martillo más certero que su propio puño, hasta las supercomputadoras o los dispositivos de Inteligencia Artificial, más ágiles que su propio cerebro, todo esto da cuenta de la capacidad, de la eficiencia y la ventaja del humano sobre las demás especies del planeta, pero a un costo tal que la depredación compromete su propio porvenir, el suyo y el del planeta entero.
En palabras llanas, es el depredador más triunfal del reino animal. El hombre es el más numeroso, ya sobrepasa los siete mil millones y por lo tanto el más devastador: mayor consumidor de tierra, el viviente que ocupa más espacio en todo el planeta. Las ciudades son indicadores de su concentración para los mejores intercambios de servicios que facilitan la vida. La ciudad es un equilibrio entre lo psíquico y lo físico. Es la configuración material y espiritual del hombre y del territorio.
Pero toda esta serie de liberaciones que coronó al hombre en la cima alta de los vivientes, deja un cuestionamiento sobre este avance o por lo menos interrogarse sobre el motor que lo empuja en una carrera depredadora sin límites, un motor propulsionado por un zócalo biológico común a los demás animales, sólo que en el humano se cuenta con la ventaja de las herramientas que lo convierten en el rey de la escala evolutiva.
Este hombre en la cima de la depredación, gracias a esas liberaciones en cascada, tiene la particularidad de que su libertad es imaginaria, porque su materia prima es la imagen, desprendiendo de allí una imágen desmaterializada del mundo, una imagen incorporal o virtual de la realidad en la que vive, una imágen humana filtrada por sus cinco sentidos. Y de allí viene la alerta de los otros mundos y realidades dejados a un lado.
Por lo menos es paradójico en el ser humano que esa ventaja evolutiva, el ser más depredador, lo vuelva contra sí mismo, un ser cada vez más exteriorizado por la herramienta salida de sus entrañas, lo vuelve cada vez desorientado, no se reconoce, no reconoce a su propio doble cuando se mira en el espejo. Y por más que corra, no puede escaparse de su propio Yo. De tanto exteriorizarse, de tanto vaciarse, pareciese no encontrar con qué llenar su interior. Su búsqueda no para, pero vale preguntarse si está apuntando en la dirección correcta. ¿Hacia dónde conduce la frágil libertad del hombre, esa libertad imaginaria? Ese zócalo biológico que nos asiste nos recuerda una y otra vez que somos depredadores. El piloto automático es la depredación... pero a mayor escala.
Bien sabido es que el hombre es un acto del azar y por tanto del ensayo y error, de todas formas el comando es la imperfección, nada está acabado, nada está terminado a la perfección, todo está por hacerse, todo está inacabado. Y más allá, está la adaptación, el hombre es un ser de la adaptación. En cambio, la máquina más perfecta será estropeada por el más insignificante, por el minúsculo grano de arena, lo que no sucederá con el hombre. El envejecimiento y la muerte prueban lo imperfecto que somos, de no serlo, seríamos perfectos por toda la eternidad. Y si tuviéramos la inmortalidad, de serlo, nos mantendría en una condición inmutable, bloquearía cualquier posibilidad de evolución. Son, éstas, líneas que quieren rondar por un sentido responsable del existir.
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