Gilles Deleuze era un genio de la discreción. Cuando deseaba hacer explícito un punto específico de su filosofía, nunca era a plena luz del día que intentaba tal operación. A sus ojos, la explicitación no podía responder a los requisitos de la evidencia; si se trataba de explicitar algo, era por el contrario necesario operar en el más grande secreto. Por ejemplo así era cuando se trataba de la política. En ninguno de sus grandes libros, ni en el célebre «Post-scriptum sobre las sociedades de control»♣♦, ni siquiera en el capítulo «Políticas»♦♥ de los Diálogos es posible encontrar la filosofía política de Deleuze; es más bien en las pocas páginas que conforman el magnífico homenaje fúnebre a François Châtelet que llamó Pericles & Verdi. Lo mismo pasa con el derecho. En efecto, como con la política, Deleuze ha dado pruebas de una discreción ejemplar con respecto al derecho durante toda su vida. Y es bien precisamente, en el prefacio a la Anomalía Salvaje de Antonio Negri, donde se permite algunas anotaciones que expresan su gratitud con aquél por haberle recordado lo que él llama «el anti-juridismo de Spinoza», es decir: el hecho de que las posiciones de este último se distinguen de las que pertenecen a la tradición abierta por Hobbes, en tanto que Spinoza rechaza el carácter necesario de la mediación jurídica defendida por aquel. Pero ni en sus grandes libros, ni en sus diferentes monografías, Deleuze busca concederle al derecho una atención filosófica específica. Como en el caso de la política, ponerle atención al derecho sólo toma a sus ojos la forma de ser un accidente de recorrido.
Sin embargo a veces ocurre que tales accidentes de recorrido se multiplican. En la Presentación de Sacher-Masoch que sirve de introducción a la edición de la Venus de las pieles publicada en las ediciones de Minuit en 1967, ellos se multiplican incluso a tal punto que Deleuze se siente obligado a consagrar una sección entera de su texto a desarrollar lo que constituye quizás su única verdadera tesis en materia de derecho: «Nunca ha habido sino una manera de pensar la ley –explica él entonces–: como una comicidad del pensamiento hecha de ironía y de humor». ¿Pero cómo es que llega a formular una tal tesis? Quizás simplemente al constatar que, a todo lo largo de su historia, el pensamiento de la ley nunca ha tomado verdaderamente en serio a esta última. Deleuze subraya que ya desde Platón el pensamiento de la ley toma una forma cómica. En efecto, ¿podrá existir algo más irónico que ese Bien al que Platón no deja de referir la ley? Y en desquite ¿acaso habrá algo más divertido que ese Mejor al que la destina? Al referir la ley a un Bien que le aseguraría su fundamento porque le sería infinitamente superior, Platón de hecho estaba diciendo que esta ley sólo era de poca importancia con respecto al Bien, con el que él la medía. Así mismo, al pretender esperar de la ley que ella esté en el origen de una mejoramiento del estado de la sociedad donde ella interviene, dejaba retumbar que una tal conexión de causa a efecto no era en el fondo sino una visión del espíritu. En resumen, ya en Platón la tentativa de ligar le ley al Bien o a lo Mejor, se hundía sobre sí misma. Entonces ¿para qué Platón hacía tal broma? ¿Quién sabe? Quizás al fin de cuentas era porque tenía sentido del humor.
Si en Platón, el pensamiento de la ley se afirmaba de entrada como cómico, ello iba a ocurrir mucho más en Kant. Como sabemos, en Kant el pensamiento de la legislación práctica se encuentra subordinado al pensamiento de la ley moral. Allá donde para Platón la ley debía encontrar su fundamento en el exterior de ella misma, en Kant por el contrario ella lo encuentra de acá en adelante en su propia dimensión moral, es decir en su forma de ley. Sólo porque una ley es una ley ella puede ser declarada como fundada. Así mismo, es porque ella es una ley que sus efectos no pueden dejar de ser buenos; cuando una ley concreta se conforma con la ley moral de la que constituye su huella, sus propias consecuencias no pueden ser sino morales. Ya no es pues necesario a los ojos de Kant examinar si una ley contribuye a producir un mejoramiento del estado en el que se encuentra la sociedad que la promulga; si no ocurre así es simplemente porque ésta no estaba conforme sin duda con su propia forma de ley. ¿Habrá algo más cómico que esto? ¡Qué ironía!! ¡Qué humor!!! Sin embargo por fortuna ¿no es evidente que una ley nunca tiene que ser buena porque es simplemente una ley? Y ¿no será para desternillarse de la risa pretender que todas las leyes son moralmente perfecta, al menos de que no sean leyes de nada? Es sin duda lo que han dicho todos los que, tras Kant, han reafirmado su concepción de la ley moral en el mundo entero. Después de todo, ¿no es John Rawls el más sutil de los bromistas?
Si la tesis de Deleuze se resumiera en considerar como muy divertida la historia del pensamiento de la ley, quizás ya habría tenido ella el interés de permitirnos desembarazarnos de la pesada admiración que aún le tenemos hoy tanto al pensamiento de la ley de Platón, como al de Kant. Pero desde el comienzo de su exposición, Deleuze le trata de dar a su tesis un grosor suplementario. Como existe una historia cómica del pensamiento de la ley –nos explica él de entrada– existe también una historia cómica de la subversión de tal pensamiento. Es así como el pensamiento del propio Platón se encontraba subvertido por la ironía y el humor que manifestaban los discípulos de Sócrates cuando este último fue condenado a beber la cicuta para expiar los crímenes que había cometido contra la juventud ateniense. Antes que recurrir para ello al supuesto Bien que se encontraba en el fundamento de la ley que condenaba a Sócrates, o bien por el contrario de considerar el hecho de que la ley debe implicar la condena de éste, como una buena cosa para la comunidad, sus discípulos habían en efecto preferido echarse a reír. En lugar de hacerle a la ley el homenaje de sus lágrimas, con su estallido de risa expusieron la farsa que la presidía; si había algo en el fundamento de la ley, no podía ser otra cosa que la arbitrariedad; y si había algo que esperar de ella, sólo podía ser la buena conciencia de los grandes burgueses, los que se fastidiaban con la extraña pedagogía de Sócrates. No eran pues el Bien o lo Mejor los cómicos; eran el Mal y lo Peor los que constituían su verdad.
Pero como los discípulos de Sócrates subvertían con su risa el pensamiento de la ley del propio Platón, también existe un cierto número de personajes que luego trataron de subvertir el pensamiento de la ley de Kant. En la Presentación de Sacher-Masoch, Deleuze describe dos. Se trata ante todo de Sade. Según Deleuze, la obra de Sade constituye la expresión princeps de la subversión irónica del pensamiento moderno de la ley. ¿Pero en qué consiste tal ironía? Consiste en que Sade, en su obra, trata de empujar hasta el fondo la fidelidad a la idea según la cual toda ley, antes que ser considerada como intrínsecamente buena por el hecho de respetar su forma de ley, es por el contrario considerada como intrínsecamente mala. Sin embargo esta fidelidad exige de Sade que ella pase por la definición de una instancia que sea suficientemente exterior a la ley para garantizar su carácter malo al mismo título que esa forma de la ley en Kant garantizaba su carácter de buena. Esta instancia es la de la institución. Según Sade, subvertir toda pretensión de un fundamento bueno de la ley requiere la existencia de una institución tan poderosa y tan perversa que todas las leyes aprobadas por ella están ellas mismas pervertidas hasta el fundamento. Es decir: que ellas estén literalmente desfondilladas. Para Sade, encular la Madre, es en efecto darle por el culo a la ley misma; es horadar su fundamento a nombre del derecho que se da la institución perversa de no respetar las formas propias del orden maternal que pretende representar la ley.
Según Deleuze, de la misma manera que Sade encarna la subversión irónica del pensamiento moderno de la ley, Sacher-Masoch encarna la subversión humorística. Esta subversión –contrariamente a la operada por Sade– no pasa sin embargo más por la definición de una instancia que, como la institución sadiana, sería a tal punto superior a la ley que ésta no podría de ninguna manera sustraerse a su influencia perversa. En Sacher-Masoch ella pasa más bien por una atención puntillosa aportada a las consecuencias que puede producir la ley. Allá donde para Kant la ley debía, en virtud de su forma de ley, arrastrar consecuencias de carácter exclusivamente moral, Sacher-Masoch se dedica a imaginar una técnica que haga de cuenta que la ley, en virtud de esa misma forma, no puede implicar otras consecuencias distintas de las contrarias a la moral. Esta técnica es la del contrato.
Como sabemos, la definición clásica del contrato quiere que éste tenga lugar de ley para las pares que lo han suscrito. Para Sacher-Masoch nada es en efecto más preciso que esta definición; ella le permite considerar como perfectamente conforme a la ley el conjunto de las estipulaciones por las cuales él pretende asegurarse de que la transacción sexual de la que será la víctima, se desenvolverá exactamente como lo había previsto. Y de hecho, uno de los objetivos del contrato masoquista es precisamente circunscribir el conjunto de esta transacción en el corazón mismo de la legalidad. Lo que sale del contrato masoquista y lo que deriva de la ley se recubren completamente de acá en adelante.
Para Sacher-Masoch, cuando se trate de subvertir en el sentido propio el pensamiento de la ley, se requiere a su manera de ver de esta coincidencia absoluta entre el deseo masoquista, el consentimiento de las partes, la forma de la ley y los valores jurídicos. El conjunto del orden en el que participa la ley debe no solamente parecer respetado hasta en sus más mínimas consecuencias, sino que debe serlo sin que la menor perversión parezca venir a mancillarlo. Es decir: no lo contamines. El humor de Sacher-Masoch consiste pues en hacer como si las consecuencias producidas por la ley fueran inadmisibles desde el punto de vista del orden en el que ella participa, pero sin que uno pueda encontrarle fallas a éste. Muy por el contrario, debería incluso felicitarse ¡de una tal fidelidad a sus exigencias! Y a la inversa: la perversión del pensamiento de la ley cuyo programa trataba de definir Sade, debía pasar por la destitución de este orden, que él calificaba de maternal, en provecho de otro que esta vez llamaba prostitucional. Sacher-Masoch se contenta con intentar arrancarle a este orden el consentimiento que le provea un placer que sin embargo debería rehusársele; él no busca prostituir a la madre, busca precisamente subvertir su lógica para conservar así mejor el orden. Sin embargo en los dos casos se trata claramente de una comicidad que busca exagerar el pensamiento kantiano de la ley exfoliándolo por arriba (la ironía sadiana) como por debajo (el humor masoquista). La forma de la ley se vuelve gondolante <es decir: se ha curvado>; diríamos que se parece a un dibujo de Bellmer.
Glosa 1. Gilles Deleuze deja planear una duda. ¿Lo cómico propio del pensamiento de la ley será el mismo que el de sus modos de subversión? Dada la ausencia de indicaciones en el texto mismo de la Presentación de Sacher-Masoch quizás sería mejor abstenerse de responder a esta pregunta. En efecto ¿cómo zanjar entre la respuesta lógica que nos soplaría que hay forzosamente una diferencia entre estas dos especies de lo cómico (una diferencia que sin duda sería de naturaleza expresiva: Sade y Sacher-Masoch expresan lo que Kant produce) y la respuesta paradójica que nos conduciría al contrario a sostener que sólo hay una especie de cómico, propio a la vez del pensamiento de la ley y de las tentativas de subvertirla? Pero en este último caso, ¿Deleuze no le daría la razón a Lacan, que veía en la teoría de la ley moral de Kant una anticipación directa de la obra de Sade (« Kant avec Sade », in Écrits, éd. J.-A. Miller, Paris, Le Seuil, 1966)? Cualquiera sea la respuesta dada a la cuestión de saber si hay uno o dos comicidades en la filosofía del derecho de Deleuze, ésta conduce pues siempre a la idea de que la perversión sadiana como la subversión masoquista constituye la verdad del pensamiento kantiano de la ley. Simplemente: en el primer caso se trata más bien de una verdad de expresión (develamiento), mientras que en el segundo se trata sobre todo de una verdad de identidad (continuación). Pero quizás esto constituya después de todo un argumento decisivo a favor de la segunda respuesta; a Deleuze no le gustaba la idea de que una verdad debe ser develada para ser expresada. Lo cómico de la ley no puede ser sino una comicidad pública.
Extrañamente, Gilles Deleuze no va más allá del esbozo de este pequeño cuadro. Se comienza con una idea clásica de la ley cuya comicidad está encarnada por Platón, y su subversión –también cómica– por los discípulos de Sócrates. Y luego hay una idea moderna de la ley cuya comicidad esta vez la encarna Kant y su subversión –igualmente cómica– la encarna Sade y Sacher-Masoch. Pero ¿esto constituirá realmente el cuadro completo de la filosofía del derecho de Deleuze? Quizás sea posible plantear la hipótesis de que existen por el contrario otros accidente de recorrido en su obra, seguramente mucho más discretos que los que lo llevaron a consagrar una sección entera de la Presentación de Sacher-Masoch al problema de lo cómico propio del pensamiento de la ley. Entre estos se podría cita el artículo « Bartleby, o la fórmula » que Deleuze ha dado como postfacio a una edición de bolsillo del relato de Melville, y que ha sido retomada más tarde en Crítica y Clínica. También podríamos citar el quinto capítulo del Kafka firmado con Félix Guattari en 1975. En el primero de estos textos se presenta en efecto una extraña confrontación entre el escribiente Bartleby y un orden muy diferente del que preocupa tanto a Sade; el orden de la ley del Padre. Así mismo, el segundo texto retoma –para extenderlas– reflexiones ya hechas en la Presentación… a propósito de la dimensión de culpabilidad presunta por la teoría kantiana de la ley, cuya más exacta descripción la habría hecho Kafka, según Deleuze.
En su Kafka, Deleuze y Guattari definen en efecto con precisión los rasgos característicos de la culpabilidad que implica según ellos la teoría kantiana de la ley. Estos rasgos son tres: su carácter a priori, su carácter necesario, y su carácter de enunciado. Es decir que no solamente la ley moral kantiana no tiene otro objetivo que producir culpables, sino además que su única razón de ser es la necesidad misma del castigo que ella permite imponer. Cuando describe las diligencias del enigmático y transparente K por los rodamientos de la administración judicial que escenifica el Proceso, es precisamente la disposición de estos tres rasgos la que describe Kafka. Pero esta descripción, en lugar de dar del edificio kantiano la imagen de una construcción sólida, conduce por el contrario a lo que Deleuze-Guattari llaman su desmonte. ¿Cómo es posible esto? Simplemente porque la escritura novelesca de Kafka constituye una experimentación del dispositivo cuya descripción produce; la descripción es pues la experimentación de la manera cómo el dispositivo kantiano se desmonta a sí mismo. Si Kafka puede ser presentado como el más fiel reportero de la teoría kantiana de la ley, es precisamente porque el experimento que propone no se desenvuelve en la espalda de ella, como sí era el caso en Sade & Sacher-Masoch… sino desde su interior. Kafka no busca pervertir la ley recurriendo a la institución, o subvertirla echando mano del contrato. Se propone simplemente invertirla.
Si la inversión de la teoría kantiana de la ley intentada por Kafka puede ser considerada cómica es, según Deleuze y Guattari, porque ella comparte con la subversión de esta misma teoría por parte de Sacher-Masoch, una preocupación primordial por las consecuencias. Como la subversión mencionada, la inversión debería pues ser considerada como teniendo que ver con el humor. Pero quizás hubo acá mucho apresuramiento por parte de Deleuze y Guattari. En efecto, en Sacher-Masoch el arte humorístico de las consecuencias entrañaba que ellas fueran infieles al orden del que sin embargo derivaban. Por el contrario en Kafka, el arte de las consecuencias implicado en su tentativa de inversión de la ley requiere que ellas permanezcan totalmente fieles a ella. Allí donde, para Sacher-Masoch se trataba de las consecuencias verdaderas de un orden seducido, en Kafka se trata de las consecuencias falsas de un orden respetado. Antes que hablar de humor con referencia al proceder de este último, tendríamos que hablar más bien de no-sentido. Por lo demás Deleuze y Guattari se dan cuenta de ello al poner a Kafka mucho más cerca de Lewis Carroll de lo que nunca estará de Sacher-Masoch o de Sade. Como para Lewis Carroll el no-sentido nace del sentido mismo ¿no nace la subversión de la ley para Kafka de la ley misma? Es decir: ¿no nace ella de la consideración de que lo que forma el corazón de la ley forma de hecho el corazón de otra cosa? Pero, en este caso ¿a qué viene eso de querer ser infiel a la ley, cuando lo que es imposible es serle fiel?
La comicidad propia de la inversión kafkiana de la teoría kantiana de la ley tiene que ver con el no-sentido porque consiste en mostrar que la justicia que está en su corazón no tiene nada que ver con la ley. La justicia no es un asunto de ley, es un affaire de deseo: « la ley, escriben Deleuze y Guattari, está escrita en un libro porno. » Toda profesión de fe expresada con respecto a la ley constituye pues una profesión de fe con respecto a la justicia, es decir en última instancia con respecto al deseo. Ser fiel a la teoría kantiana de la ley consiste en ser fiel al deseo de culpabilidad y de castigo, propio de Kant… como ser fiel al orden concreto de la ley consiste en ser fiel al deseo de castigar que anida en jueces, abogados o agentes judiciales. En esto consiste el no-sentido: imaginarse a Kant con la baba en los labios mientras vocifera castigo, al mismo tiempo que redacta, solo en su oficina, las primeras secciones de los Fundamentos de la metafísica de las costumbres. No es Kafka el que desmonta la teoría kantiana de la ley, es claramente el propio Kant.
El experimento novelesco efectuado por Kafka no consiste en constatar que la trayectoria seguida por ese desmonte no es ya la trascendente de la ley, sino la inmanente del deseo. Si hay una inversión del orden de la ley, esta conduce simplemente a substituir la disposición que hacía de la justicia una dimensión medida por la ley misma, por otra disposición que hace esta vez de la justicia la consecuencia fiel de un deseo sin otra dimensión que su propia intensidad.
Glosa 2. Gilles Deleuze y Félix Guattari se opusieron a todas las tentativas de leer a Kafka como un autor trágico. Según ellos, el experimento que este último entrega en su obra no es una experimentación triste a propósito de lo absurdo de la ley; es una experiencia alegre a propósito del hecho que no hay nada más cómico que tomar la ley demasiado en serio. En Íconos de la ley, Massimo Cacciari se opone sin embargo a que Kafka sea leído como un escritor cómico. Dice él que es un error considerar que la tragedia es algo triste. La tragedia está más allá de la distinción entre lo triste y lo alegre; la tragedia es una cuestión de operación. Es decir: que hay algo trágico cuando existe la necesidad de decidir sin fundamento. Ahora bien, lo que revela Kafka –según Cacciari– es precisamente el hecho de que uno siempre decide sin fundamento; ninguna decisión está nunca fundada. Pero por esto no ha de considerarse ni como triste ni como alegre que nunca haya decisión fundamentada. Decidir es algo que tiene que ver con un arte de las consecuencias, y no con el ejercicio de un conocimiento; que se decida sin saber no impide que uno pueda ir construyendo a la medida de las consecuencias de tal decisión. Pero ¿acaso no era esto lo que Deleuze mismo trataba de explicar cuando evocaba la idea del “colapso”? Que se trata acá de una tragedia, vale. Por el contrario, aceptar eso no implica que una tal tragedia no pueda arrastrar ninguna consecuencia cómica. Según Deleuze-Guattari, es también lo que revela Kafka.
Sin embargo, para Gilles Deleuze Kafka no era la única figura que podía encarnar una tal subversión interna de la ley. El empleado Bartleby, en el relato epónimo de Melville, era otra. En efecto, cuando éste respondía a las solicitudes profesionales del abogado que lo empleaba con el enigmático « I would prefer not to », no se trataba para él de actuar en rebeldía contra su empleador. Responder « I would prefer not to », presumía por el contrario que esa respuesta poseía, a los ojos de este último, una validez que él mismo no tenía ningún derecho de discutir. Es decir: que existía entre el empleador y su empleado algo como un pacto con respecto al cual la fórmula « I would prefer not to » debía ser considerada como manifestando que una contrapartida satisfactoria ya se había dado por parte de éste a las exigencias de aquél. Y de hecho, cuando el empleado Bartleby respondía a una petición de su empleador con su fórmula usual, éste se abstenía inmediatamente de continuar exigiendo lo que, a los ojos de la ley, era sin embargo su derecho. Un poco como los jueces, los abogados o los funcionario judiciales en el Proceso de Kafka hacían fracasar la ley por medio de la expresión de su verdad libidinal, el empleado Bartleby la ponía en jaque al cavarle con una simple fórmula el lecho de una excepcionalidad a tal punto general que ella perdiese todo su sentido. Con la fórmula « I would prefer not to », Bartleby negaba que hubiere otra ley distinta de su excepción; la ley sólo existía a sus ojos bajo la forma del pacto que permitía el uso de esta fórmula, que sin embargo… la negaba.
Como para Kafka, la subversión de la ley intentada por Bartleby posee un aire de semejanza con la que intentó Sacher-Masoch. Pero allí donde, para éste último, se trataba de hacer intervenir el contrato como una instancia exterior a la ley, el pacto al que hace referencia Bartleby sigue siendo tan congruente con ésta que termina por sustituirla. Por esto es por lo que ese pacto no constituye una negación de la ley. Por el contrario, como lo dice Deleuze, se trata de un “negativismo más allá de toda negación”. El pacto es la ley. Y si no es así ¿cómo explicar entonces el derrumbe generalizado que el simple enunciado de la fórmula « I would prefer not to » provoca cada vez en la oficina donde trabaja Bartleby? Ese enunciado ¡trastrueca todo!! La única diferencia que podría haber entre ese pacto y la ley consiste pues en el hecho de que la segunda no poseería el carácter ficcional del primero. Pero esto es precisamente lo que produce la sustitución de la ley por el pacto; ella expresa el carácter ficcional, formulario, de la ley misma. De nuevo, el fundamento de la ley se oculta para darle paso al teatro cómico de su fabulación. Sin embargo, contrariamente a lo que sucedía en Kafka esta sustitución no toma la forma de una inversión de la ley; esta vez no se trata de sustituir la ley por el deseo. La sustitución de la ley por el pacto tomaría más bien en Bartleby la forma de una conversión; una ley sustituye a otra ley, tan ficticia y tan poco fundamentada como la precedente. Ya no se trata del no-sentido, es la slapstick <payasada>.
Hay algo de Buster Keaton o de Harold Lloyd en Bartleby, como había algo de Lewis Carroll en Kafka. Cuando una fachada entera se derrumba sobre Buster Keaton en Steamboat Bill Junior, una ventana abierta en la parte alta le permite pasar a través de ella sin un rasguño. Así mismo, cuando la ley que preside las relaciones de trabajo es blandida de forma amenazante por su empleador, Bartleby no tiene sino que lanzar su fórmula para que inmediatamente esa amenaza colapse ella misma. Sin embargo, a diferencia de Buster Keaton, Bartleby no sale del todo indemne. El final del relato de Melville ve incluso la muerte del personaje. Pero quizás ello se deba simplemente a que el pacto al que pretendía referirse no era bastante fuerte con respecto a la gigantesca fabulación encarnada por la ley. Por lo demás, en Kafka también la inversión cómica de la ley veía su triunfo final; la ley gana siempre, así sea cómicamente. Para Deleuze y Guattari esta victoria final de la ley tiene por lo demás un nombre: “re-edipianización”. En efecto, el orden de la ley al que tanto los personajes de Kafka como el de Melville tratan de sustraerse, es el orden del Padre. Ahora bien, como lo habían comprendido Sade y Sacher-Masoch, es más difícil vencer al Padre que vencer a la Madre. Para terminar con esta última, a Sade le era suficiente con encularla, como le era suficiente a Sacher-Masoch seducirla. Invertir al Padre como lo quería Kafka, o convertirlo a su propia nada como lo quería Bartleby… es harina de otro costal.
Glosa 3. En Bartleby o la creación < PREFERIRÍA NO HACERLO "Bartleby el escribiente" de Herman Melville seguido de tres ensayos sobre Bartleby de Gilles Deleuze, Giorgio Agamben y José Luis Pardo. Valencia, es: Pre-textos, 2000>, Giorgio Agamben sostenía otra interpretación de la figura de Bartleby. Si bien veía en él una figura de la subversión, este no era según él del orden del “negativismo más allá de toda negación”, sino más bien del orden de la potencia más allá de todo poder. Es decir que Bartleby no contribuiría tanto a la demolición del orden de la ley sino que se sustraería de él de forma tal que queda intacta la potencia pura de su propio ser. Como lo dice Agamben « el ‘preferiría no hacerlo’ es la restitutio in integrum de la posibilidad, que la mantiene en equilibrio entre el advenir y el no-llegar, entre el poder ser y el poder no ser. Es el recuerdo de lo que no ha sido» (ibidem, p. 74) Ahora bien, ocurre que la interpretación deleuziana ha sido llevada en ese sentido eremítico de la preservación de la potencia pura por François Zourabichvili (« Deleuze et le possible. De l’involontarisme en politique », in Gilles Deleuze, une vie philosophique, de E. Alliez (dir.), Le Plessis-Robinson, Synthélabo, 1998).
Según este último, el «negativismo más allá de toda negación» y la potencia (lo posible) más allá de todo poder (lo probable) serían en última instancia equivalentes. Pero esto es olvidar que Bartleby era por el contrario muy voluntarista; si murió fue porque el pacto que había suscrito había sido traicionado por la otra parte. Él no se sustraía al orden de la ley; a ella se sometía a rajatabla; … salvo que era otra ley.
En su Presentación de Sacher-Masoch, Deleuze apenas había esbozado pues la mitad de un cuadro. La subversión del pensamiento moderno de la ley representada por la teorización kantiana de ella, no se limitaba a dos modos de lo cómico, sino a cuatro. Al lado de la ironía sadiana (perversión) y del humor masoquista (subversión), había que describir además el nosentido kafkiano (inversión) y el slapstick bartlebyano (conversión) para completar el cuadro. En la Presentación… Deleuze se había contentado en el fondo con evocar los modos de lo cómico relativos a las operaciones de subversión de la ley por exfoliación. Había omitido los modos de lo cómico expresados por las obras de Kafka y de Melville, las que trabajan por el contrario la subversión de la ley por invaginación. Es decir: que trabajan en subvertirla pero en el corazón mismo de ella, antes que tomar el desvío por una instancia que le sería exterior. Pero esto podía tener sus consecuencias; al terminar el cuadro provisional levantado en la Presentación…, se hubiera podido creer que esta ley cuyas virtudes formales habían sido cantadas por Kant, saldría incólume del recurrir sadiano a la institución y del recurso masoquista al contrato. Lo cómico hubiera podido ser solo una cuestión de perspectiva; es desde el punto de vista de la institución o del contrato como la ley se revela cómica. Una vez completado el cuadro, aparece que se trata acá de un falso temor. De acá en adelante considerar la ley con seriedad no puede ni siquiera hacérselo desde el punto de vista de la ley misma.
Sin embargo, el examen del cuadro completo de los modos de comicidad relativos a las diferentes estrategias de subversión del pensamiento moderno de la ley, conduce a una sorpresa. Contrariamente a lo que parecía derivar del léxico utilizado por Deleuze en sus diferentes trabajos sobre Sade, Sacher-Masoch, Kafka o Bartleby, la ley no posee aquí ninguna existencia. El efecto teatral deleuziano consiste en efecto en pretender que la ley es doble: que existe la ley de la Madre que es subvertida por la ironía y el humor, como existe la ley del Padre a la que subvierten el nosentido y el slapstick. O más bien: la ley posee por una parte un modo de existencia Mamá y por otra parte un modo de existencia Papá. Pero ¿a qué corresponden estos diferentes modos de existencia? Deleuze es muy evasivo sobre este punto. A duras penas permitirá conjeturar que los diferentes modos de existencia de la ley corresponden a formulaciones divergentes de su contenido. Se podría por ejemplo argüir que el modo de existencia Mamá de la ley consistiría en decir: “Déjate llevar, yo te amo y lo que hago es por tu bien”. Mientras que por el contrario su modo de existencia Papá consistiría en decir: “Te amo, sigue mi ejemplo o te tengo que castigar”. Pero ¿significa esto que todo el gran misterio de la ley se resumiría en una simple historia de garrote y zanahoria, de pecho acogedor y de barba que punza? ¿Para qué perder el tiempo entrando en el detalle de los medios de subvertir el pensamiento moderno de esta ley, mientras que ella no posee otra consistencia que aquella que le quieren dar todos los que aspiran a ser tratados por ella como si fueran niños?
Sería muy cómico si Deleuze hubiera elaborado el cuadro de los medios cómicos de subversión del pensamiento moderno de la ley como un simple pasatiempo. Pretender que el examen de estos medios no tiene otro objetivo que hacernos reír ¿no sería de cierta manera el colmo de la subversión? Deleuze era perfectamente consciente de ello. En efecto había retenido de Kafka y de Bartleby que nada era menos simple que escapar a la ley; siempre acecha la re-edipización. Subvertir el pensamiento de la ley no es mayor cosa si esta subversión no permite huir de la capacidad que posee la ley de acción sobre su más íntimo volteo. Es por esto que la elaboración del cuadro de estos medios de subversión desemboca en una caída decepcionante. ¿Qué esperábamos? ¿La revolución, el derrumbe generalizado, el fin del mundo? Pero la subversión de la ley no es un apocalipsis. Propiamente hablando, ella no es nada, nada del totazo. Sin embargo, a los ojos de Deleuze, esta nada posee más importancia que todas las tentativas violentas de terminar con ella. Contrariamente a estas últimas, la subversión cero a la que conduce Deleuze implica una deflación radical de la importancia de reconocer la ley en sí misma. Si se trata claramente de subvertir a esta última, esta subversión sin efecto nos habrá por lo menos enseñado que el pensamiento moderno de la ley tampoco comporta ningún efecto. La subversión del pensamiento de la ley no es nada porque la ley en la que se interesa dicho pensamiento tampoco es nada. Todo esto no es sino un juego de tontos.
Cuando Deleuze se reía lo hacía con una risa de fieltro y dolorosa, como si fuera un gato viejo. Nos mamó gallo claramente. Incluso lo hizo dos veces: la primera cuando nos hizo creer que la ley tenía una importancia tal que se imponía su subversión como una tarea de las más urgentes; y la segunda, haciéndonos creer que por el contrario tal tarea no tenía ninguna importancia puesto que la ley misma no poseía ni la menor importancia. Pero a su manera de ver, lo más divertido era que a fin de cuentas tanto una como otra de estas proposiciones era verdadera. Se trataba simplemente de invertir el orden: es precisamente porque la ley no tiene ninguna importancia que todas las tentativas de darle alguna, deben ser subvertidas hasta el ridículo. En efecto, si una de tales tentativas lo lograra algún día, habríamos terminado para siempre con la posibilidad de reírnos de la ley. Reír se volvería una práctica peligrosa. Pero afortunadamente mañana no es la víspera; mientras que el pensamiento de la ley siga siendo tan inconsistente como el de Platón o de Kant, la contaminación de la ley por el hilarante espíritu de seriedad que allí reina, no tendrá ningún chance de que se produzca. Y los mejores testigos de esta imposibilidad son sin duda los que todos los días practican la ley. Para persuadirse de ello basta con hacerle la pregunta a un jurista. Su respuesta se parecerá sin duda a esta: “La ley, tu sabes, a los juristas se nos da un culo”. Es decir, que ningún jurista nunca se ha considerado como un servidor de la ley; la magnitud de su práctica reside en otra parte distinta a la importancia que él está dispuesto a reconocerle a ella.
Y ¿si la filosofía del derecho de Deleuze fuera una filosofía que desemboca en el elogio de su práctica? Quizás entonces se comprendería mejor la desenvoltura con la que aquel trataba el pensamiento de la ley. La única cosa que merecería, según Deleuze, ser tomada en serio, no es la respuesta a la pregunta de saber cuál es la razón de ser de la ley sino la respuesta a la pregunta de saber cómo funciona el dispositivo maquínico de la justicia. Según él, Kafka había descrito ya el funcionamiento sinsentido que conlleva la sumisión a la teoría kantiana de la ley. Quizás haya llegado el momento de salir en búsqueda del personaje conceptual que podría servirnos de guía en la descripción del funcionamiento de la máquina de justicia, una vez se la haya inmunizado de toda contaminación kantiana. Sin embargo este personaje no será en Deleuze donde se lo pueda encontrar. ¿Dónde encontrar un verdadero práctico de la ley? De acá en adelante ya no pueden ayudarnos más ni Sade, ni Kafka, ni Sacher-Masoch, ni Melville. A menos que una anotación dejada caer de paso por Sade… ¿Acaso no le dijo un día a un amigo que a él no le gustaba Crébillon porque era un cínico? Ser tratado de cínico por Sade es… casi ¡un título de nobleza!! ¿Podrían las ligeras intrigas libertinas de las novelas de Crebillon servir de guías para comprender el funcionamiento de la máquina de la justicia? El cinismo espiritual, el wit <ingenio>, de Crebillón ¿podría constituir el operador conceptual de una práctica del derecho ante la cual la idea de ley nunca sería otra cosa que cómica?
La muchacha como diversión de las exigencias del derecho Papá-Mamá. Decididamente… no hemos dejado de reírnos…
Puesto en la red en Cairn.info el 15/09/2012
Traducido por Luis Alfonso Paláu, Envigado, co, febrero 3 de 2019.