Fundaciones y Asesinatos

Por Mauricio Castaño H
Historiador
http://colombiakritica.blogspot.com/

Tras cada Fundación de poblado se cometen asesinatos. El busto guarda la memoria del caído glorificado. El territorio elegido para el asentamiento humano tiene características favorables para la existencia humana, ríos, tierras planas y fértiles, las mismas que son motivo de disputas para quedarse con la mejor parte, en las violencias desatadas son los más fuertes y ambiciosos los que ganan, los débiles son derrotados o sometidos. La historia es una historia de asesinatos, es la cultura Occidental maestra en ello. La violencia, expresada en asesinatos, es el verbo a conjugar. Engañoso es la historia que se pierde con la palabrería que ensalza héroes guerreros que no son más que vulgares asesinos.

Del país Colombia se afirma que su fiel compañera es precisamente la violencia, los asesinatos son su caldo de cultivo, en la historia reciente, desde que se inició como República con un centro administrativo fuerte y una periferia regional débil, distante y marginal. Se alega esta razón súbita y forzada de conformar país a partir de unas regiones, no logró cuajar y por ello se explica lo de mucho territorio y poco Estado. El Centro es opulento y ostentoso, sus gobernantes fungen al estilo de las familias patricias, en la periferia los gamonales considerados incultos e ignorantes imponen la ley del más fuerte.  Esta  pugna explica la no realización del Estado, no existe una unidad territorial ni una unidad de gobierno, existe son conveniencias de un lado y de otro, el centro acapara riquezas, el presupuesto, la periferia acumula pobrezas. El centro se alimenta de los grandes negocios y la periferia con sus gamonales vende los votos a granel y así se funge un país democrático.


Estas inequidades son visibles en la piel ajada del campesino que trabaja de sol a sol, de poco hablar pero de mucho hacer. El campesino es de acción, su expresión se transparenta con gestos de bondad, amabilidad. De poca habla y mucha acción, sus manos son diestras y callosas a diferencia del hombre de ciudad y en especial el político, su músculo ejercitado es la lengua, experto en la palabra, le pagan por estar hablando, decir discursos, es la figura del demagogo venida desde los tiempos griegos, el charlatán, el parásito que todo lo consume y sólo paga con buenas palabras. El campesino se transparenta, refleja su ser en las huellas de la piel, el demagogo se oculta con las palabras, el lenguaje es su caparazón en donde esconde su verdadero ser malicioso.


En cada fundación yace un asesinato. La historia de los hombres es la historia de los odios. La venganza, las víctimas y victimarios, todo es un círculo vicioso. Hoy aquel es víctima, mañana cobra venganza y así se convierte en victimario. Donde haya un territorio bueno o estratégico para la riqueza allí se librará disputa. Admiro al campesino no permeado por la cultura demagoga, su alma limpia se refleja en la capacidad de no doblegarse ante la adversidad, ha soportado tantas violencias de despojo y su espíritu sigue altivo, alegre y festivo, cuando más está agotado o muy disminuido en fuerzas, el dolor y la adversidad no le han robado la esperanza. Todos los días tiene una razón para levantarse, para sonreír a sus hijos, para soñar con un mejor mañana. Amoroso con hijos y esposa da a entender que la vida se impone, lo adverso es doblegado. La vida son las fuerzas que contrarrestan a la muerte. Es fuerte en bondad como los monjes tibetanos.


Una pregunta siempre ronda las cabezas atormentadas por la violencia cruel ¿cuándo termina toda esta pesadilla de lo más miserable del ser humano? Desde la época de la Colonia hasta la época actual republicana los hombres no han conocido otra historia diferente a la de la guerra, el odio, la venganza, la disputa por riquezas de un mundo de progreso ofrecido como el mejor de los mundos posibles. ¿Cuándo romper con ese círculo de la violencia? ¿Qué infierno sería una vida sin olvido ni perdón? Se nos impone otra forma de hacer historia.

Read more...

Trastornos




Por Mauricio Castaño H
Historiador
http://colombiakritica.blogspot.com/

Complejidades de este país, de estos países de eterna juventud, al parecer no conocen su mayoría de edad. Lo propio aborigen del continente americano fue desplazado o mejor expulsado por la racionalidad occidental del conquistador. Esa relación con el mundo cambió, por ejemplo de racionalidad aborigen respetuosa de su entorno, de todos los seres vivos animados e inanimados, de la madre la naturaleza, se pasó a la idea de un progreso en cuyo centro está el hombre como depredador mayor de todo lo que existe a su alrededor. 


Sabido es que cuando al ser se le despoja su identidad, queda al garete, desorientado, en crisis, en choque por la pérdida de lo auténtico y por los nuevos valores que se le proponen. “En la vida civil, el disturbio desorganiza el ser humano; las líneas tradicionales como las clases sociales desaparecen. E incluso, en ese caos invasor, los individuos irreconocibles renuncian a lo que parecían  representar o concretar, ya no los reconocemos; entran entonces en enfrentamientos que los reglamentos o las leyes no logran ya impedir y por eso la confusión.” (Dagognet). En las sociedades en crisis se suspenden las reglas y normas. Es atacada por una especie de CÁNCER que hace metástasis y entonces los individuos son arrojados en un vacío, siendo los débiles más vulnerados.


Todo lo de adentro se exterioriza. Cada habitante, cada grupo humano de un país refleja su Ser en lo que hace, en lo que exterioriza con los objetos que posee. Ellos nos representan en lo que somos, ellos nos reflejan. Recordemos el significado etimológico de objeto es lo que está delante de nosotros, nuestras obras, nuestro hacer nos expresa en lo que somos. Los zapatos del pintor Van Gogh lo expresan mejor que si hubiera hecho su autorretrato. El cansancio, las caminadas, la fatiga... la  desdicha, el vagabundeo, la decadencia...el suelo que hoyan: “En la oscura intimidad de la cavidad del calzado está inscrita la fatiga de los pasos de la labor… el cuero está marcado por la tierra fértil y húmeda; por debajo de las suelas se extiende la soledad del camino que se pierde en la tarde. A través de sus zapatos transcurre el llamado silencioso de la tierra, su don tácito del grano que madura, su secreto rechazado por ella misma en el árido barbecho de un campo visual. Hegel citado por Dagognet. 


Otro objeto, la manzana pintada por Cézanne, ya evoca su etimología manzana viene de malum del latín, representa la maldad y el pecado. “Una  reminiscencia y una pena. Cuando Zolá en L`OEvre, da su opinión sobre Cézanne – un pintor fracasado- este último recuerda una escena que tiene  que ver su infancia común: cuando estaba en la escuela Aix, Cezanne había testimoniado la simpatía por el pequeño Zolá que sus compañeros de clase mantenían apartado. Cézanne también, impulsivo y rebelde, se vio amonestado por haberle hablado a Zolá. `Al siguiente día él me trajo una gran canasta con manzanas.`  Es así como esta fruta insignificante contiene a la vez un recuerdo, un rencor y una revancha.” Zapatos o manzanas, el artista se libera, exterioriza su interior, su yo.


Ahora bien, si todo lo que está adentro sale, los objetos nos expresan en lo que somos, en lo que sentimos, qué se puede decir de las gentes de un país, de una nación. Bien conocida es la llamada conquista española en este territorio americano, con ella se instaló el idioma, la religión, la ley, en sí, las costumbres de ese mundo. De esa otra racionalidad aborigen fue despojada a sangre y fuego, como suele decirse. Ese ser aborigen fue vaciado en su interior que lo constituía y definía. La clase dominante española hechó sus cimientos desde la forma de gobernar hasta en la progenie, los conquistadores se reprodujeron con las indígenas para dar sus mestizos. Esa mezcla confusa y violenta nos constituye, amores, odios, venganzas se alojan en el interior. La aristocracia se propone como el modelo noble a seguir, todos quieren estar en cumbre de la pirámide. Recuerdo  la broma que denota esa falta de identidad: En Colombia los ricos quieren ser refinados ingleses; la clase media persigue el sueño… quieren ser americanos; los intelectuales quieren ser franceses y los pobres quieren ser mejicanos.


En las calles topamos con la miseria, se expone las grandes diferencias sociales entre los que tienen mucho y los que nada poseen. Las ciudades reflejan caos, el país sólo es un centro en donde se cree se ilumina la periferia, un centralismo que aplasta lo regional o las pequeñas comunidades que quieren hacerlas a un lugar en su existencia. Un país con las gentes que van por las calles como desorbitadas. Un país en disturbio que desorganiza el yo de cada ciudadano. Todos esos trastornos nos esperan para ser leídos. Pero en las crisis las confrontaciones tienen la virtud de que fortalecen a quienes la padecen.

Read more...

Entrevista con François Dagognet

Le Philosophoire 2003/3 (n° 21)
Realizada por Martine Robert

Nacido en Langres en 1924, François Dagognet ha tenido una doble formación filosófica y científica. Alumno de Canguilhem, gana el concurso de la agregación en filosofía en 1949, y obtiene el doctorado en medicina en 1958. Adquirió conocimiento precisos en los dominios de la neuropsiquiatría, de la química y de la geología, y se dedicó a reflexionar en filosofía sobre los métodos que operan en esas disciplinas. Profesor de filosofía en la universidad de Lyon, luego en París (Sorbona), durante mucho tiempo presidente del jurado de la agregación, François Dagognet es el autor de más de treinta obras. Su obra está consagrada a la construcción de una “materiología” que atraviesa tanto los campos de la química, de la biología y de la medicina, como el del arte contemporáneo.

Le Philosophoire : Ud. ha mostrado a menudo en su obra hasta qué punto la interioridad está toda de hecho en la exterioridad y se comprende a partir de estructuras externas. Por ejemplo, el psiquismo de un individuo está inscrito en relaciones sociales, se comprende por medio de las estructuras sociales.

François Dagognet : Sí, pero la estructura que es fundamental para comprender la relación del cuerpo y del espíritu es el cuerpo, que es a pesar de todo la placa que gira. Por lo demás los filósofos van a enredarse con este tema puesto que tienen dos teorías que manifiestamente fracasan. La primera es el dualismo, de tipo más o menos cartesiano o platónico. Por un lado anda el alma, y por el otro el cuerpo, y no se ve cuál es el vínculo que puede organizar su funcionamiento. Y hay otra solución que es el monismo, pero que va rápidamente a convertirse en positivismo, en emporiomaterialismo.

Con el monismo, no se comprende cuál es la relación entre estos dos polos, entre estas dos fuerzas que son el cuerpo y el espíritu. ¿Cómo salir de este avispero? Es el Irak de la filosofía. No veo sino una solución. Esta solución supone dos principios. Veamos el primero; no nos hemos dado bastante cuenta de que la materialidad está llena de recursos, de riquezas, de posibilidades, porque los materialistas hacen muy mal su trabajo. La materia son fuerzas que pasan a través de procesos muy sutiles. Muchas veces ha comentado a un artista (porque yo creo que los artistas son físicos) que había puesto uno al lado del otro dos bocales llenos de agua. Y había un hilo que conectaba el bocal menos lleno con el más lleno. Había querido materializar una fuerza muy extraña, una especie de succión, de infiltración, de capilaridad. El agua del más lleno iba hacia el menos lleno. Es una transición invisible, no se veía el agua, era sólo al final cuando uno se percataba del cambio. Y le digo esto porque, como Ud. puede verlo, la materia no está inmóvil. Y lo repito: hay fuerzas. Es el primer principio; y el segundo principio es que esas fuerzas, ese cuerpo que va a ser un condensado de potencialidad, a pesar de todo fracaso, está cuando menos encerrado primero en sus límites, en sus errores, mientras que es allí donde interviene el espíritu o la conciencia que es la negación del cuerpo, al mismo tiempo que su asunción, pero destinada a corregirlo y a extenderlo. Es el segundo principio. Si Ud. reúne estos dos principios, se comprende finalmente que el espíritu es el cuerpo metamorfoseado, rectificado, amplificado, salvado. Ni siquiera recurro a una dialéctica complicada para pasar del uno al otro. Tomemos otro ejemplo, para mostrarle que la relación del cuerpo y del espíritu va a fastidiar al filósofo en la medida en que él no se ha dado suficiente cuenta, en la historia de la filosofía –meparece– de las capacidades de la materia a la que siempre sacrifica y reduce a la pasividad, a la extensividad, a las partes extra partes, a prácticamente nada. Ni siquiera es un soporte; se vuelve rápidamente cadavérica, es la tumba del alma.

Mientras que para mí el alma va a ser la asunción del cuerpo, por tanto lo inverso. Decía pues que los filósofos se van a molestar en la medida en que, precisamente, no tienen los instrumentos filosóficos para concebir la relación por ciertos lados sorprendente, pero necesaria, porque la vida es capaz precisamente de esas proezas.

El animal se salvó, escapó de la vegetalidad, porque el vegetal es relativamente pobre aunque también esté lleno de capacidades, pero en fin: está clavado al suelo. El animal es ya la motricidad, y el cuerpo del hombre gracias a la cerebralidad –que es su instrumento más importante, porque finalmente el cuerpo es el cerebro– va a lograr ese prodigio de retomar la corporeidad, pero llevándola a un nivel superior. Le voy a dar un ejemplo: con los sentidos, los primeros sentidos, como el tacto o el olfato, es necesario prácticamente que el cuerpo sea alterado por los objetos para que él los sienta; no hay mucha distancia entre stimulus y reacción. Entonces es algo muy peligroso. Si el objeto está prácticamente sobre mí ¿cómo voy a librarme de él si resulta ser tóxico? Pero vamos a tener la vista y el oído. En estas condiciones, es necesario que el órgano sensorial se sensibilice para lo más fino y lo más pequeño, mientras que el olor es percibido bien rápido porque está encima de Ud., mientras que lo que está lejos, para que Ud. lo sienta se requiere que haya en Ud. una sutileza, una sensibilidad muy fina, diferente de la primera, la de la palpación. Se ve ahora lo que es la consciencia; es ella la que presidió al comienzo de la elaboración del alma, en la medida en que modificó la sensorialidad y permitió a esta que superase el contacto, o el tacto mejor. Se ve claro que este surgimiento era necesario puesto que, lo digo una vez más, estaba destinado a dar mayor libertad. Porque si el objeto está a distancia cuando se me presenta, soy libre de acercármele o de alejarme, por tanto tengo una mejor adaptación a la situación. Por consiguiente el espíritu, sí, es la corporeidad que se ha emancipado de sus pesanteces, que sale de ellas porque niega el cuerpo al mismo tiempo que lo asume.

El filósofo está incomodo, no quiere la materialidad; le tiene horror al materialismo, y tiene razón pues el materialista no es materialista, no conoce la materia, es únicamente un medio de arrogancia y de provocación. Decir “todo es materia” (como lo han dicho algunos médicos) es insensato. Tanto más cuanto que el médico ve al cuerpo en su sutileza. En el siglo XVIII, ser materialista era un combate, pero no era una verdadera doctrina. El filósofo está irritado por dos razones: primero, ignora las capacidades de la materialidad, y le tiene miedo a ser materialista; pero como yo lo he dicho, yo no soy materialista, soy materiólogo, que es algo completamente distinto.

El filósofo no es suficientemente materiólogo. Por lo demás, para ser materiólogo es necesario emprender estudios un tanto experimentales, que él no considera. Entonces se queda con sus fantasmas. Segundo, hay algo mejor que la materialidad, y es la corporeidad. Porque el cuerpo es una materia que está unida, donde todos los elementos son solidarios, y salta a los ojos que el cuerpo rebasa la materialidad de un simple pedazo de madera, o de vidrio o de hierro, aunque también es cierto que habría mucho que decir sobre el vidrio y el hierro. No creo estar diciendo algo original, ni siquiera discutible; la corporeidad es una supra-materialidad, y la consciencia es una supra-supra-materialidad, puesto que rebasa la corporeidad. Tenemos pues todo un escalonamiento, y en la cima de la pirámide, el espíritu, la memoria, la decisión, la libertad, que son las propiedades del espíritu. No soy ni monista ni dualista; soy un dualista que supone el monismo, es un dualismo que ha partido del monismo, pero el monismo tiene razones de perseverar; su alma yo la veo a través de su cuerpo, el cuerpo ha sido al comienzo capaz de resumirse y de concentrarse, y por ende de diferenciarse. Es lo que muestras algunos de los médicos del dieciocho: un cuerpo humano son tres bolas superpuestas. Tenemos la bola sexualo-digestiva, es el abdomen, la sexualidad; enseguida tenemos la zona respiratoria, el aliento, cuando se respira se comienza a entrar en otra cosa –respirar, respirar, espíritu–; y luego la tercera bola, el cráneo. Los médicos han mostrado que estas tres esferas van a resumirse en el rostro. La boca, el mentón, los dientes, es el lado carnívoro y sexual; enseguida tiene la nariz, los ojos, es la parte respiratoria; y finalmente la frente. Pero si su cuerpo se resume, lo que se va a abandonar con ello es la pesantez, la masividad corporal, su cuerpo voy a verlo en su rostro, y su rostro refleja ya un poco su espíritu, su consciencia. Vamos camino de la conciencia. Es por esto que se juzga a alguien no por sus brazos, ni por sus pies, sino –una vez más– por su rostro. En la medida en que él es la concentración corporal, y el cuerpo es pues ya capaz de ciertos movimientos que él modifica, va hacia el camino de la aspiración, donde estará aún más elevado, y será la conciencia. Pero no podemos olvidar que el rostro es el comienzo del alma. El cuerpo era ya capaz de un movimiento por el que se aligeraba y se manifiesta. La manifestación es algo fundamental. Estamos por el camino de la conciencia .

Le Ph. : Cuando Ud. dice que se juzga a alguien por su rostro, ¿sin duda hay que hacer la distinción entre morfología y expresión?

F. D. : Hay que distinguirlas, aunque esta “pasa” por aquella. Insisto en ello, porque el filósofo es demasiado proclive a renunciar a la exterioridad, y por tanto al soporte de la expresión que se mantiene en la especialidad, en las inter-relaciones locales.

Le Ph. : La propia morfología está en relación con la constitución del espíritu. Pienso por ejemplo en la manera cómo se dice que ser diestro o zurdo corresponde al desarrollo más o menos acentuado de un lado del cerebro. La diferencia se acentuaría por el ejercicio del uno en detrimento del otro, de tal suerte que esto daría lugar a dos tipos de espíritu, el uno más riguroso y abstracto, y el otro más imaginativo.

F. D. : Ud. señala dos tipos de espíritu operacional; es todo un tópico.

Le Ph. : Mantiene Ud. todavía que hay una diferencia de naturaleza, entre el pensamiento por una parte, y los diferentes procesos que nos dedicamos a localizar en el cerebro, por la otra?

F. D. : Mantengo más que nunca la diferencia de naturaleza entre Pensamiento y Cerebro, incluso si éste no es encarable sin aquel.

Le Ph. : ¿Estaría Ud. de acuerdo en decir –cuando se habla de interioridad con respecto al espíritu– que se trata de una metáfora? Pues en efecto, sólo hay interioridad en relación con una exterioridad, en la dimensión de la extensión. Así,
cuando hablamos de interioridad lo que se está sugiriendo es el hecho de que no se tiene acceso a ella, que el espíritu en tanto que es interior, es invisible.


F. D. : Rechazo la idea de que la “interioridad” sería aquello a lo que no se tiene acceso. Más bien la considero como el choque de rebote de lo que se produce en la escena del mundo. Lo uno, el adentro, no va sin lo otro, el afuera. El adentro es la consecuencia de nuestro encuentro con el mundo.

Le Ph. : ¿Acepta Ud. la definición de Descartes: “Por la palabra pensamiento yo entiendo todo lo que se hace en nosotros, de tal suerte que lo apercibimos inmediatamente por nosotros mismos; por esto, no solamente entender, querer, imaginar, sino también sentir, es la misma cosa que pensar”?

F. D. : No, la definición que da Descartes me parece discutible. El pensamiento no existe en sí mismo y en sí como tampoco “el yo”. No pensamos sino a través de cuestiones, de antinomias, de cuasi-enigmas. Descartes sólo retiene el pensamiento y descarta “aquello en lo que” piensa. Rompe la relación. Nietzsche lo ha escrito claramente. No existe cogito ¡sin cogitatum! No se puede “apercibir” el pensamiento por sí mismo, es un fantasma peligroso.

Le Ph.: Si la corporeidad se determina en la materia, de la misma manera la espiritualidad se determina en el cuerpo.

F. D. : Sí, pero lo eleva siempre. Se está por el camino del mejoramiento y de la superiorización. El animal permanece encerrado en la corporeidad. Y no puede salir de ella. Un gran biólogo del siglo veinte < Louis Lodewijk Bolk 1866-1930, médico y anatomista holandés > mostró que si el hombre logró lo que el animal no ha podido efectuar (porque sigue estando prisionero de su corporeidad) es porque el hombre en tanto que animal siguió siendo un embrión <neotenia>. Y por consiguiente no estuvo acabado. Siendo inacabado, pudo más fácilmente entrar por el camino que iba a desbordarlo, a superarlo, a modificarlo, a transformarlo, a metamorfosearlo. La consciencia es claramente captada del exterior, pero su exterior fundamental es el cuerpo. Lo social viene luego, porque una vez que estos liberado de la corporeidad, entro en otro mundo que va a ser el mundo inter-relacional. Voy a tener otras relaciones con las cosas y con los hombres. Sólo he considerado hasta aquí el movimiento intra-individual. Pero es evidente que se va a desembocar en lo intrarelacional. Porque soy libre, no estoy clavado, encerrado en lo que soy; hay pues un más allá posible.

Le Ph. : En Freud, el inconsciente es el resultado de un proceso de represión. El sujeto tiene pensamientos a los que él mismo no tiene acceso porque están por entero recubiertos o disimulados por la represión. La represión es lo que le prohíbe al inconsciente manifestarse. Pero es posible comprender el inconsciente de una manera distinta. Sería entonces aquello a lo que el sujeto no accede no por la represión sino simplemente porque no se conoce a si mismo.

F. D. : Si, pienso que Freud nos embolató con su inconsciente, porque en el fondo, cuando se lo lee con más detenimiento, lo que él mostró fue que el inconsciente es lo que hay de más manifiesto. Leonardo da Vinci, el artista, ya pone afuera su inconsciente, los gestos, la presencia, el psicoanalista es el hombre del afuera. Por ejemplo, la manera como Ud. está sentada, la manera como Ud. llegó, es ya muy reveladora. Y por tanto Psicopatología de la vida cotidiana quiere decir que la represión viene más bien del otro que de mí mismo. ¿Qué es lo que hace el psicoanalista? Normalmente si Ud. me dice estupideces, yo voy a replicarle para decirle que Ud. está piantada, voy a insultarla puesto que Ud. me insultó. Hay una
contra-transferencia. Pero en cambio ¿qué hace el psicoanalista? Él es una pantalla, no se mueve, no hace contra-transferencia para que Ud. pueda más fácilmente manifestar sus pulsiones, sus agresiones, digamos su psico-patología. Es como una pantalla sobre la que Ud. proyecta sus deseos. ¿Pero cree Ud. que son inconscientes sus deseos? No, el inconsciente habla. Y él es lo más parlanchín.

Le Ph. : Pero él le va a hablar quizás mucho más al psicoanalista que a cualquier otra persona que encuentre frente a sí.


F. D. : Sí, porque no sabemos escucharlo. Es un lenguaje que se hila en el lenguaje tradicional y que no tenemos el hábito de recogerlo, y mucho menos de descifrarlo, pero el inconsciente habla.

Le Ph. : Pero el conocimiento supone la objetivación; ahora bien, el sujeto no se capta primero como objeto.


F. D. : Pero no por ello deja de ser verdad que el inconsciente habla afuera. El inconsciente no está adentro como una cosa invisible, imperceptible, oculta, que no se puede descubrir. Es lo que hay de más manifiesto y de más exteriorizado, porque… digámoslo: el inconsciente no existe, es una fabricación filosófica. No hay nada de más consciente que el inconsciente, y es por esto que se lo puede disimular un poquito, pero disimulándolo Ud. lo revela. A mí me sorprendió mucho lo siguiente: un profe decía que la palabra secreto había dado la palabra secretariado; ahora bien, el secretariado es lo que hay de más público, es allí donde se registra todo. Y luego produjo secreción, lo que se echa afuera. No hay secreto; cuando Ud. oculta algo por ello mismo lo muestra. Ud. efectúa una distinción, y privilegia lo que quiere disimular, puesto que lo disimula. Pero Ud. ya lo reveló para un espíritu avisado. El inconsciente es la revelación de sí mismo. Por tanto no existe. Ud. me lanzó como objeción la teoría del inconsciete a mi teoría de la consciencia; yo le respondo: eso no existe, nada es más consciente que el inconsciete. Evidentemente, él va se tropezar con el otro que no quiere, que no lo acepta.

Le Ph. : Pero, cuando se habla de inconsciente ¿lo que se está enfrentando ante todo es la manera como el sujeto no se conoce él mismo?

F. D. : La exterioridad es tanto más accesible cuanto lo es el teatro. Los otros ven mejor lo que yo soy, que yo mismo no lo veo. Tanto como que hay razones que tengo para no concederle mucha importancia. Porque a veces es humillante. Comprendo que el sujeto esté poco dispuesto a pensarse a sí mismo y que conciba mejor a los otros. Esto refuerza la teoría de la exterioridad.

He querido exponerle una teoría que los filósofos no retendrán porque se han privado de los elementos que les permitirían comprenderla bien. El elemento fundamental es reparar en la riqueza de lo corporal. Y ellos no están dispuestos a eso. Porque lo corporal son funciones, es la pesantez, es la tumba.

Le Ph. : ¿No será que esto se debe también a que los filósofos están ante todo en el discurso, mientras que el conocimiento que aquí se requiere es uno que viene por los sentidos, un pensamiento visual?


F. D. : Es un pensamiento visual, y sobre todo efectivo. Evidentemente hablar es un poco ponerse al lado de él. Es necesario entrar una vez más en su movimiento de distanciación y de auto-creación. Pero el espíritu no deja de ser el espíritu, y no es materia, él al niega, la ha superado incluso si conserva de ella trazas.

Le Ph. : Trazas… en el sentido en que él es el que la anima. Se lee la cólera en el
rostro.

F. D. : Sí, las pasiones, pero se leen también muchas cosas distintas de las pasiones. Se lee la existencia. El filósofo, con su dualismo de inspiración más o menos cartesiana, o con su monismo, no tiene salida.

Le Ph. : Lo que le falta es una atención por lo real, una educación de la mirada.

F. D. : Sí, y al mismo tiempo, el conocimiento de los estratos. La estrata material primero. En qué consiste la superación que la corporeidad realiza con la materia, aunque ella misma sea material; son los estratos que ha analizado, explorado y reconocido tan poco.

Le Ph. : Para comprender bien el paso del cuerpo al espíritu, es necesario quizás dedicarse, durante un momento, como ejercicio, en el paso de la materia al cuerpo…

F. D. : Sí, el paso de un estrato a otro, cualquiera él sea, del primero al segundo, del segundo al tercero… Incluso hay un cuarta estrato. Me podrían decir que mi visión filosófica es bien atea. Se parte de la materia. Mi teoría no es ni teológica, ni anti teológica. Si Dios creó algo, yo dejo de lado la cuestión de saber si él ha creado; si lo hizo no ha creado algo que sea definitivo. Es más bello dejarle un porvenir a la cosa, que cerrarla sobre sí misma, definitivamente. El filósofo teólogo me dirá: “su teoría es materialista puesto que Ud. hace salir el espíritu del cuerpo”. Pero yo respondo que su objeción no me afecta por lo siguiente: no está excluido que Dios haya creado la materia, pero si creó la materia, la creó con una infinidad de desarrollos posibles.

La objeción sobre la no-teología de mi filosofía supone una teoría de la materia que es precisamente falsa, según la cual, ella sería lo que es. Mientras que para mí, por el contrario, yo la veo evolutiva. Ella comenzó por dar el cuerpo que luego producirá el alma. Que sea evolutiva es para mí necesario; Darwin mostró muy bien que los vivientes salían los unos de los otros. Entre el ser, la cochinilla más baja, la más insignificante, y Ud. misma, se conoce el camino que conduce de la una a la otra. La metamorfosis está en las leyes de la naturaleza; no es algo insólito y extraordinario; es su ley, es su programa. Es su anhelo profundo. Habría un cuarto estrato, la inmortalidad del alma. ¿Es inmortal el alma? Tenemos un alma ¿no es verdad? Es que, por ejemplo, ¿va a subsistir luego de la muerte? Sí.

Evidentemente no hay resurrección, pero se vive en la conciencia social. La sociedad es más bien el cuarto estrato. El hombre vive efectivamente a través de lo interrelacional, y su muerte no entraña su desaparición. Desaparece en el sentido material.

Pero yo soy un gran creyente ateo. Interpreto simbólicamente los textos sagrados, y no de manera realista. Es que Cristo resucitó, indiscutiblemente para mí, pero eso no quiere decir que haya resucitado de hecho. Resucitó en su Iglesia, por tanto es una resurrección simbólica. La religión es a la vez la sociedad más fraterna, la más maravillosa que exista, es simbólica, y es otro estrato de la conciencia♦.

Una vez que se tiene la conciencia, uno no va a mantenerse en ella; ella va a tender hacia las cosas que son más importantes aún que ella. Porque si Ud. la cierra sobre sí misma, se recae en el inconveniente que yo no quiero: la finitud, el rizo, la clausura.

Todo está en desarrollo. La conciencia ¿en qué se va a desarrollar ella? En dos cosas: la interrelación y luego en la cima aún, una comunidad fraterna y religiosa, por tanto sagrada. Y finalmente lo sagrado remite al extremo fin de la trayectoria de la materialidad. Los dos extremos de la cadena son la sacralidad y la materialidad. Es acá donde el filósofo protesta, diciendo: “pero cómo, la materialidad…” Es porque tiene una visión demasiado pobre y reductora de la materialidad. Mientras que por mi parte, yo no le temo; ella está en la base del edificio, es como la tierra para el inmueble, la construcción, es preciso que él tenga fundaciones. La materialidad es la fundación y la sacralidad es la cima.

Le Ph. : Por tanto el espíritu se manifiesta en la exterioridad.

F. D. : Si no se manifestara, no sería real.

Le Ph. : Si no existiera en la exterioridad, no existiría en ninguna parte. En suma, Ud. subraya que la efectividad es la exterioridad. Entonces algo que no se manifieste en la exterioridad no tiene realidad. Es un principio heurístico muy eficaz gracias al cual aparece que el espíritu, del que se piensa tradicionalmente que no está en la exterioridad, se encuentra allí de hecho por todas partes para quien sabe verlo.

F. D. : La manifestación es obligatoria. Si no existe la efectividad, se trata de un fantasma. Es necesario que se realice, es preciso que se efectúe, es menester que se manifieste para ser. Todo ser tiende a ser. Y para ser es necesario que se desarrolle. Lo que más cuenta en la religión, y que yo ponto en la cima de la curva, es lo sacramental. El sacramento es la manifestación de lo sagrado. No hay verdaderamente religión o Iglesia…

Le Ph. : … sin ritual…

F. D. : Sí, pero entonces en general el ritual es menospreciado, cuando por el contrario él es la esencia misma de la manifestación de lo sagrado. La misa recomienza lo que Cristo quiso. “Haced esto en memoria mía”. Los sacramentos, la comunión, el bautismo, tienen efectividad, por tanto hay manifestación. Si no hubiera de esas manifestaciones, no habría Iglesia. La Iglesia es efectuación.

Le Ph. : ¿Será que se puede comprender lo que Ud. dice a partir de la idea de signo? El sacramento tiene una significación que lo anima por entero, ¿opera a la manera de signo? ¿Será el rostro el reflejo del espíritu o es el espíritu mismo? ¿La cara me remite a la cólera, o es ya la cólera misma?

F. D. : En todo caso no puedo separarlos. Es la efectuación. Todo lo que es dualismo va a romper mi pirámide. No lo quiero a ningún precio. Si Ud. va hacia el dualismo, es la fractura, es la separación; entonces se pierde esas junturas metafísicas supremas. La cólera y el rostro, no los separo. Si Ud. me dice que es simplemente el signo, eso quiere decir que pueden haber cóleras ocultas, que habría una cólera que se manifestaría y que podría no haberse manifestado. Y Ud. regresa a lo que yo más condeno, la separación. Porque si Ud. separa, estamos perdidos. Ud. tendría una cólera que no se manifiesta, pero incluso cuando se oculta, ella se manifiesta.

Le Ph. : Entonces se manifiesta la cólera reprimida.

F. D. : Es eso. Es una verdadera cólera, pero como Ud. vive en sociedad y se la ha habituado a no ser demasiado ruidosa, Ud. la manifiesta de manera un tanto sorda. Pero es una manifestación socializada y conciencial.

Le Ph. : Por tanto, si la cólera está en el comportamiento y en la expresión, y si no se la puede separar de esta, no se la puede conocer independientemente del acto mismo de verla.

F. D. : Darwin escribió un libro sobre la expresión de las emociones. Dijo que la emoción es ante todo la exterioridad. Este conocimiento pasa por la representación, porque todo está en la representación. La representación va a ser más fácil de concebir y se la resume. Hay una cosa que siempre he admirado y es el mapa de un país. En una hojita de papel, Ud. llega a contener la inmensidad de un territorio. Con todas las indicaciones que permiten concebirlo. La representación hace parte del sistema, es el arma de la conciencia. Porque la conciencia ve fuera de ella lo que la va a concernir eventualmente.

Le Ph. : La representación es el instrumento por el cual la conciencia se apropia del mundo.

F. D. : Y si la palabra “representación” le choca, digamos la imagen entonces, o incluso el ícono. La iconografía es esencial, es el juego de la conciencia.

Le Ph. : La emoción es pues la conciencia, y esta se traduce en la exterioridad. La representación es lo que permite a otra conciencia aprehender a ésta.
F. D. : Sí, una vez nacida la conciencia, su existencia y su estatuto van a cambiar en la medida en que ella no pueda separarse de las otras conciencias; por consiguiente la sociología tiene su lugar en otro estrato que es absolutamente necesario porque se es hombre con, entre y para los otros hombres. Uno no es un hombre solo. Solamente la sociedad hace que exista verdaderamente la conciencia. Por esto es que los animales no tienen sociedad; forman asociaciones, rebaños, pero eso no es verdaderamente una sociedad. Es necesario que exista la conciencia de los participantes en la sociedad.

En la sociedad hay algo que es esencial: es el tótem. Supongamos que en un país haya dos estaciones, una fría y lluviosa y otra normal. En un momento fui obligado a ir a otra zona para cazar. Abandono mi sociedad a la que volveré en el invierno, pero sufro de una carencia formidable puesto que la he dejado. Es el tótem el que me salvará. Voy a tomar un objeto cualquiera del que diré que es el espíritu mismo de la comunidad; lo llevaré conmigo, así como uno puede llevar consigo la fotografía de la persona amada. Es la presencia del ausente, y por consiguiente ese tótem me ayuda, lo pongo al lado mío, duermo al lado de él, no me separo de él, le doy signos de amistad. Reemplaza simbólicamente a la sociedad que he perdido, es una esta representación.

La sociología es otro estrato, pero desde que la conciencia está allá se vuelve inmediatamente social. Y como la sociedad es un medio de infortunio, de querella, espantosa, afortunadamente existe la religión por encima, que propone la fraternidad consoladora y reparadora de las abominaciones de este mundo. Hay muchos estratos, pero la fundación es la materialidad. La materialidad está presente incluso en la cima de la pirámide, la religión, puesto que lo sacramental es un equivalente de lo material.

Le Ph. : Muchísimas gracias señor Dagognet.

Pour citer cet article Propos recueillis par Robert Martine, « Entretien avec François Dagognet. », Le Philosophoire 3/2003 (n° 21) , p. 7-16

URL : www.cairn.info/revue-le-philosophoire-2003-3-page-7.htm.
DOI : 10.3917/phoir.021.0007.

♦<estoy seguro que están pensando en la conferencia del doctor Chalenger… de Mil mesetas Paláu>

<Obvio que Dagognet es contemporáneo de Levinas… Cfr. los “rasgos de rostrocidad” de Deleuze- Guattari, en Mil mesetas… Paláu>


tr. Luis Alfonso Paláu C., Medellín, abril 10 de 2016.
para ser leído en la tercera sesión del micro-seminario François Dagognet, in memoriam, mayo 17 de
2016. Medellín, Mediateca Arthur Rimbaud de la Alianza Francesa del parque san Antonio.


Read more...

Ética y política de la donación de órganos

Pierre-Yves Quiviger
Profesor de filosofía

Subrayemos de entrada la alegría que produce leer a un filósofo que trastorna las evidencias, que plantea frontalmente los problemas y que no duda en chocar con lo que llama un “humanismo almidonado”. No porque por principio haya que estar conforme con cualquier ruptura de consenso; las posiciones absurdas y detestables también están por fuera de consenso y a nadie se le ocurriría elogiarlas. Pero es necesario loar todo pensamiento que corre el riesgo del pensamiento y, bien simplemente se atreve a estar a contrapelo y fuera de compás. Eufemizaríamos si dijéramos que François Dagognet irritó en la cuestión de la donación de órganos.

Voy a recordar lo que caracteriza su posición, mostrando lo que de ella me parece
conceptualmente estimulante, antes de anotar algunas de sus dificultades, corriendo el riesgo de defender un humanismo aún más enfurtido y, además casuista, que aquel que irrita F. Dagognet.

En diversos pasajes de sus obras, desde Corps réfléchis (1990) hasta Cuestiones prohibidas (2002)5, François Dagognet se ha pronunciado a favor de lo que el llama indiferentemente una “nacionalización de los cuerpos”, una “socialización de los cuerpos”, una “mutualización de los cuerpos”. Se podría glosar sobre el carácter significante de este flotamiento de vocabulario; digamos simplemente que él dibuja en hueco un pensamiento del Estado extremadamente preciso, que es (para ir rápido) el de un hegelianismo de izquierda. Esta “socialización de los cuerpos” se articula por una parte con el proyecto provocador (e irónico en su formulación) de un “fin de los cementerios” (los elementos corporales serían reintegrados en los vivientes en lugar de ser abandonados a la putrefacción), y por otra parte con la visión perspectivista de un meta-cuerpo (Dagognet habla también
de hiper-humanidad). Se lo ve: la intervención política y ética del filósofo, en una cuestión precisa –como organizar la colecta de los órganos– se duplica en una lontananza conceptual extremadamente rica y ramificada.

¿Por qué este proyecto de “nacionalización de los cuerpos”? El primer elemento de la demostración –que es preciso no perder nunca de vista porque si así ocurre se termina acusando a Dagognet de “totalitarismo médico”6– es la falta de donantes con respecto a las necesidades de trasplantes. Dejo de lado la cuestión de los donantes vivos para sólo tratar el asunto de los comas profundos. Dagognet
remarca que en un número de casos importantes, se deja morir a accidentados sin
utilizar sus órganos, ya sea porque esos donantes potenciales no hicieron la donación correspondiente en vida, ya sea porque los padres, en el caso de los menores, se niegan, ya sea en fin, porque la familia al ser consultada se opone y porque el equipo médico no ha considerado adecuado (cuando se la comprende) pasar por encima de su voluntad. El punto de partida es la reflexión sobre la escasez; si no hiciera falta (ya sea porque la generosidad domine este mundo, ya sea porque los xeno- y alo-injertos se desarrollen) no habría necesidad de “socializar”.

El problema se vuelve entonces: ¿cómo disminuir la escasez? A la manera del
terrible caso del hospital de Nancy que describe F. Dagognet en Por una filosofía de la enfermedad7, ¿cómo evitar que dos personas mueran la misma noche en lugar de una sola? También acá conviene devolverle a la tesis de F. Dagognet sus matices, con el fin de comprender mejor el alcance de su audacia. Para él, el ideal es la donación generosa. Para decirlo de otro modo: de la misma manera que la “nacionalización” ya no tiene sentido en caso de abundancia de órganos disponibles, la “nacionalización” tampoco lo tiene en caso de generosidad generalizada. Esto significa –y es curioso que Dagognet no desarrolle este punto– que una política incitativa, en particular llevada a cabo por un trabajo pedagógico, podría permitir evitar esta política imperativa de la “socialización”.

Entendámonos bien: no estoy haciendo (no todavía) la crítica del estatismo de Dagognet; hago la crítica de la naturaleza de la política buscada en materia de donación de órganos. Y además no es tanto una crítica como una interrogación. La posición de François Dagognet parece en efecto haber evolucionado un poco; en el último texto que consulté, las Cuestiones prohibidas, me pareció que hesitaba en zanjar en vivo tan contundentemente como lo hacía antes, lo que me parece una forma de buen sentido; parece reconocer que la ley no podía demasiado radicalmente trastocar las costumbres; por lo demás él consideraba desde 1996, que el Derecho debía seguir “la realidad” y no oponerse a ella ignorándola8 (a propósito de la descomposición de la célula familiar “tradicional” para, en particular, justificar la posibilidad para las parejas homosexuales de recurrir a la procreación médica asistida).

En resumen: el contexto del proyecto de “socialización” política de los cuerpos es el de una escasez y de una falta de generosidad espontánea. Si estos dos elementos se presentan, según F. Dagognet, con el fin de evitar que dos personas
mueran (o tres o cuatro, pero no más; ya se verá más adelante que este asunto del número es, para mí, importante) en lugar de una sola, habrá que poder extraer, sin tenerle que consultar a nadie, ese pedazo destinado a la corrupción, a la pudrición, para reintroducirlo en el circuito del viviente.

Dagognet constata la ineficacia y/o la hipocresía de la ley y desea que la potencia pública declare el carácter “común”, “nacional”, “colectivo” de los órganos, desde que estos (y la restricción es importante) no pertenezcan ya verdaderamente al sujeto, dado que este está en estado de coma profundo. Acá se imponen tres anotaciones: 1/ Dagognet es intransigente sobre el carácter de “semi-cadáver” del donante; la mutualización no podría concernir a los vivos: mi cuerpo, incluso si él no es de esencia patrimonial, me es propio y no podría pertenecer a otro, ni siquiera al Estado. Es sólo la desaparición irreversible de la subjetividad la que hace que mis órganos basculen hacia lo colectivo; para decirlo de otra manera, el cuerpo propio sólo se vuelve parte de ese meta-cuerpo (pues se sabe que hay muchos tipos de meta-cuerpos en Dagognet) luego del desvanecimiento de la personalidad. 2/ F. Dagognet lo ha dicho claramente: él hace biopolítica en vez de bioética (se conocen sus reservas –probablemente excesivas– con respecto al consenso bioético). Lo que no le impide (y se lo ve claramente aquí) de que sea para  él inconcebible pasar por encima del respeto de la esfera de autonomía del paciente mientras que él esté vivo; la política de gestión de cuerpos es una política de los semicadáveres que sucede y se articula con una ética de los vivientes. 3/ como en la mayor parte de los proyectos socialistas de nacionalización (que se me permita esta pequeña ironía), el dinero es una cuestión tabú. Dagognet está de acuerdo con la ley francesa sobre el carácter extra-comercial de los productos y de los órganos humanos (con un matiz muy preciso referido a los productos sanguíneos de los que considera que los donantes –en particular los prisioneros– merecerían quizás una pequeña indemnización9); excluye así completamente la posibilidad de indemnizar de cualquier manera la “donación” de órganos (a la manera de la expropiación por causa de interés público). En suma, para decirlo un poco cínicamente, la nacionalización de los cuerpos es una donación (por su gratuidad) pero es una donación forzada (por su carácter obligatorio); el término “generosidad” toma aquí un giro un tanto particular.


Tratar de regresar sobre el principio de gratuidad puede parecer chocante, pero yo
quiero simplemente subrayar que el carácter extra-patrimonial y extra-comercial del cuerpo (que es indisponible) autoriza ciertamente la sobrevivencia de otros pacientes, pero permite también una actividad económica que genera ingresos para algunos actores del proceso (sin que se piense que ser remunerado por salvar vidas pueda cuestionar su dignidad, y afortunadamente).

Pero ya me estoy anticipando en las críticas… y me gustaría antes de ello subrayar que independientemente del método de la “nacionalización”, de este estatismo bienhechor (método que se habrá comprendido que me inquieta un poco) hay una visión filosófica del cuerpo colectivo que me parece bastante bella y que tiene que ver con un humanismo impersonal vigoroso y heurístico. Quiero decir con esto que en este punto la posición de Dagognet flirtea con un perspectivismo que tiene un perfume bastante nietzscheano; pues en el fondo, en este fin de los cementerios, ¿qué se ve? Un reciclado eterno de los constituyentes corporales, la apropiación por los cuerpos de elementos de otros cuerpos, y así ad libitum. Entonces ¿qué se vuelve el sujeto? Son posibles dos lecturas: una primera, que subraya Dagognet, con un cierto gusto por la paradoja, que evoca por ejemplo un “cuerpo místico”10, que acerca este proyecto a la inspiración cristiana que ve en el cuerpo lo que nos retiene en la Tierra y del que la muerte nos libera sin aniquilarnos (y entonces, en efecto, por qué fetichizar este cuerpo que ya no contiene lo que yo era); pero otra lectura es posible, que ve por el contrario en estos intercambios post-mortem, materia para meditar sobre la precariedad de los efectos de subjetividad, sobre el eterno retorno de los ensamblajes de materia viviente que se bautiza individuos. Es obvio que estas dos lecturas son perfectamente compatibles, en un horizonte leibniziano matizado de barroquismo; en el fondo esta nacionalización de los cuerpos nos puede conducir a una meditación del orden de la vanidad como estética.
Paso a mis reservas.

Ante todo, se le puede oponer a F. Dagognet que la ley Caillavet –que presume el consentimiento para la donación– debería resolver la penuria y que si no lo logra no podría ser a causa del número de personas que lleven consigo una carta indicando que ellas se niegan a dar sus órganos (y para las que en efecto el sistema inglés –del que Dagognet nos dice que prevé que uno no podrá recibir nada si uno no quiere dar nada— parece adaptado, al menos moralmente puesto que jurídicamente eso parece difícil de ponerlo en funcionamiento). Dagognet critica la hipocresía de la ley. ¿Por qué no? Pero ¿será preferible la “nacionalización”? Pues ¿cuál es la población que plantea problema? La que considera simbólicamente difícil o imposible que se le extraiga un órgano al cuerpo de sus hijos o de sus parientes. ¿Se podría enfrentar, tranquilamente, que se lo saque “al escondido”, sin consultar a sus parientes? La legislación médica que desarrolla desde hace algunos años las consultas, los avisos, las informaciones que se les da a los pacientes y a sus parientes, no va en este sentido. ¿Cómo integrar el proyecto de Dagognet a la democratización y a la contractualización de la salud?

Segunda reserva: uno de los resortes persuasivos de François Dagognet es, sobre esta cuestión, la distinción del interés privado y del interés general. Muestra primero que el interés privado del donante es nulo puesto que está muerto; muestra luego que el interés privado de los parientes y padres debe ser puesto en la balanza con el interés general. Estima, probablemente en buen derecho, que  sólo la potencia pública está en condiciones de hacer prevaler el interés general sobre el interés privado en un caso como este, habida cuenta de los pesados envites afectivos.

Confieso que no estoy de acuerdo para nada con el argumento de Dagognet en este punto y por dos razones:

1.- ¿Se está bien fundado al hablar de interés general cuando se trata de salvar una o dos personas? Quiero decir –corriendo el riesgo de reactivar una cierta casuística– que no es de la misma naturaleza arbitrar entre el estado psicológico de padres que están perdiendo a su hijo (porque incluso si el cuerpo médico afirma que el motociclista “está” muerto, para los padres que ven una vida mantenida artificialmente, és está “apenas” muriendo) y tratar de salvar la vida de un enfermo gracias al corazón de su hijo (primer caso), por una parte, y por la otra, arbitrar entre el riesgo estadístico que se puede hacer correr a una persona en 100.000 cuando se da una campaña de vacunación, y el número de personas salvadas por esa campaña (segundo caso). Y hago esta comparación puesto que Dagognet busca en el fondo plantear el problema de la donación de órganos como una cuestión de salud pública más que de ética médica. No creo que el interés general, incluso si no es necesariamente el interés de todos, pueda definirse como el interés de algunos (de los receptores de órganos), incluso si este cualquiera puede llegar a ser no importa cual de nosotros. Quiero decir con esto que una ley que autorice todas las extracciones en todas las situaciones (incluidos los menores) me parece fuente de efectos globalmente peores que las incertidumbres actuales (pongo por prueba un ejemplo que da el propio Dagognet cuando se indigna de que un médico le haya extraído los ojos a un paciente menor cuando los padres habían aceptado dar todos los órganos, excepto los ojos11). ¿Cómo una ley podría evitar favorecer este tipo de abusos?

2.- Segunda razón: ¿se puede definir el interés general por el solo criterio de la mortalidad? Yo sé que el notable trabajo de los médicos supone dar una oportunidad de sobrevivencia al máximo de personas. Por lo demás no veo cómo, desde un estricto punto de vista médico, se podría sostener otra cosa; y se entiende perfectamente que se ulcere viendo perecer a un paciente por falta de trasplante mientras que ve que termina bajo tierra un órgano todavía sano. Pero salgámonos de este caso (pues solamente están los principio y es bueno plantearse las cuestiones concretamente, caso por caso), de esta situación precisa, e imaginemos política y éticamente lo que sería una sociedad en la que, sin tener en cuenta lo que piensen los pacientes y sus parientes, los órganos fueran reutilizados desde que se presenta el estado de coma profundo. Voy a dejar de lado el riesgo –presentado por Hans Jones–  de falta de rigor en el momento del diagnóstico, o también el peligro de comercialización; con o sin razón, estos dos riesgos me parecen bien abstractos, al menos en la Francia del siglo XXI. Una de dos cosas: ya sea que nuestra sociedad se haya convertido a la visión hiperhumanista, metacorporal de François Dagognet, y entonces esta “socialización” legislativa sería inútil; o sea que ella no se haya convertido globalmente, y entonces la ley habría precedido las costumbres y un cierto orden simbólico; ¿creemos verdaderamente que los ciudadanos aceptarán que el Estado y el cuerpo médico acaparen los cuerpos, inclusive semi-vivos semi-muertos, e incluso por loables razones? ¿No hay acá un verdadero riesgo en términos de confianza, una verdadera degradación de las relaciones entre pacientes y médicos? ¿Se habrá preservado plenamente el interés general? No lo creo. Lo que quiero decir para terminar es que no estoy seguro de que el interés general pueda medirse según el único parámetro del número de muertes evitadas. Es indiscutible que nuestra época se ha vuelto muy exigente en términos de disminución de mortalidad, pero también es muy solicitante de satisfacciones individualistas y de relaciones de confianza (y la confianza se define de manera casi excesivamente exigente; se requiere entonces una filosofía del riesgo y de la precaución). Se puede uno lamentar o alegrarse por ello, lo que si es cierto es que la determinación del interés general no puede exonerarse de esto.

En resumidas cuentas, tengo miedo de que este diagnóstico me coloque del lado del liberalismo, de la casuística y de la bioética, tres cosas que poco le gustan a François Dagognet, si es que lo he leído bien. Y puede ser. Pero esto no va a impedirme admirar profunda y sinceramente la riqueza, la belleza y la singularidad de su filosofía, y de saludar su manera audaz, y sin embargo vital, de poner al servicio de problemas reales planteados por el mundo real, su finura conceptual y su sutileza intelectual.


Notas

5 Los textos más importantes son los siguientes: Corps réfléchis (pp. 84 ss.), el Cuerpo múltiple y uno
(1992)
6 Savoir et pouvoir en médecine, 1998, p. 278.
Microseminario Dagognet in memoriam
7 Op. cit., tr. Paláu, p. 59, col. 1ª.
8 Ibid., pp. 52-53.
Microseminario Dagognet in memoriam
17 de mayo de 2016 en la mediateca Rimbaud de la Alianza francesa del parque san Antonio, Medellín.
9 Ibid., p. 59, 2ª col.
10 Ibid., p. 60, 1ª col.
Microseminario Dagognet in memoriam
17 de mayo de 2016 en la mediateca Rimbaud de la Alianza francesa del parque san Antonio, Medellín.
11 Ibid., p. 59, 1ª col.

<tr. Paláu, Tercera lectura de la obra de François Dagognet. Instituto de filosofía, Universidad de Antioquia. Medellín, febrero de 2007>, Por una filosofía de la enfermedad (1996) <tr. Paláu, Revista Sociología 24. Medellín: Universidad Autónoma Latinoamericana, junio 2001> y Cuestiones prohibidas (2002) <tr. Paláu, Medellín, julio de 2008 – mayo de 2009>. Señalemos también la contribución de Jean-François Braunstein <tr. J. Márquez, Medellín, 13 de octubre de 2004> al volumen François Dagognet, una filosofía trabajando (R. Damien, ed.) <tr. Paláu, Medellín, febrero – 14 de marzo de 2016, para la sesión del micro-seminario Dagognet, in memoriam, mayo 11 de 2016>.

17 de mayo de 2016 en la mediateca Rimbaud de la Alianza francesa del parque san Antonio, Medellín.

Read more...

Por una Filosofia de la Enfermedad *

François Dagognet
Entrevista con Philippe Petit


Retrato

La obra de François Dagognet golpea las ideas recibidas. El autor de

Corps réfléchis (1990) pertenece a esa generación de historiadores de las ciencias que se han limado el cerebelo en los hospitales y han practicado la filosofía in vivo. Filósofo antes de volverse médico, Dagognet es un pensador concreto. Es lo contrario del universitario encerrado en sus libros, sin contacto con la realidad y enredado en la escolástica. Nacido en Langres en 1924, él es, a la manera de Gaston Bachelard —su mentor y amigo—, un hombre de pura cepa Champañar que creció en un medio modesto. Los comienzos son oscuros. Dagognet no es un hombre que se explaye sobre su suerte. El filósofo del viviente es avaro en palabras o en recuerdos sobre sus años mozos. Es su derecho y nadie está sometido a la obligación de hablar. Dagognet tuvo una infancia difícil. Esta verdad está escrita con letras negras en su libreta escolar. Nunca fue al liceo, y comenzó sus estudios a los quince años. Le fueron suficientes tres años para recuperar el tiempo perdido. Cuando desembarcó en Dijon, con el diploma de bachiller en el bolsillo, a los dieciocho años, era libre de emprender aquello por lo que había venido: asegurar su libertad. Se ganaba la vida de junio a noviembre, y filosofaba los otros meses. Estudiantetrabajador antes de tiempo, Dagognet asistió luego a clases en la Sorbona. Sin la compañía de Gaston Bachelard, a veces le parecía esclerosada la vieja dama con sus aires de superioridad. En 1947, la suerte quiso que pudiera abandonarla para ir a Estrasburgo. El curso de Georges Canguilhem le esperaba.
Subyugado por la enseñanza dramatizada del genial autor de Lo normal y lo patológico (1943), fallecido en 1995, el joven agregado de filosofía decidió entonces profundizar su conocimiento del "viviente humano" y se dedicó a los estudios médicos al mismo tiempo que realizaba el oficio de profesor. Durante diez años, en los años 50, se formó como médico. Aprendió a la cabecera de los enfermos a leer su cuerpo, a descubrir las lesiones o las perturbaciones funcionales que podían poner en peligro sus vidas.

En Dijon estudió patología. En una pequeña escuela, que era una gran escuela de medicina francesa. Una modesta institución que agrupaba pocos estudiantes, pero de donde salieron médicos prestigiosos, clínicos fuera de serie, entre los cuales Roger Guillemin que fue coronado con el premio Nobel en 1977. Es inútil buscar en otra parte distinta a Dijon el por qué del humanismo médico de Dagognet. Rodeado de doctores que sabían estar a la escucha de los enfermos y cuyo talento médico estaba por entero al servicio de una comprehensión global de la enfermedad, de su historia y de su trayectoria, Dagognet estaba en su compañía en la cima de la medicina generalista. El espíritu de Dijon lo inspira aún hoy. Es un filósofo-médico ilustrado, un heredero de la gran reunificación hospitalaria producida por la Revolución francesa, a la vez un clínico humanista, defensor encarnizado de una medicina personalizada y responsable, al mismo tiempo respetuosa del individuo y vigilante de los medios que se utilizan para curar, debido a que pertenece a la tradición de la clínica francesa, la de Laennec tanto como la de René Leriche. Una palabra resume su filosofía médica: socialista. En los tiempos que transcurren se vuelven escasos los defensores de la causa humana, solamente humana. En momentos en que la medicina duda en sostenerla, en que el hospital da un tropezón y en que las políticas de salud alzan el vuelo, Dagognet es el hombre de la situación. Escucharlo cómo se entusiasma con la imagenología médica, u oírle deplorar los  disfuncionamientos de nuestro sistema de salud, es como recobrar su aliento después de una larga marcha. François Dagognet no es de los que piensan en el vacío. No reflexiona sobre la enfermedad sino a partir de ella y de sus efectos. Por esta razón creo útil esta pequeña Filosofía de la enfermedad escrita en forma de diálogo. Responde, a nuestra manera de ver, a una expectativa de los estudiantes de medicina, de los médicos y también del gran público. Tan es así que la "ciencia médica", si es ciencia, nunca abolirá la experiencia de la enfermedad.

Philippe PETIT Pequeña genealogía del pensamiento médico
En Francia, la filosofía de la medicina es por tradición una disciplina viviente. ¿A partir de cuándo se desarrolla y qué es lo que la hace específica?


La filosofía de la medicina viene de muy lejos: Hipócrates echó sus primeros fundamentos en el siglo IV antes de nuestra era. Digamos que él y su escuela fueron los primeros en interrogarse sobre la finalidad del arte médico, por tanto sobre la curación y sobre la naturaleza del progreso en medicina.

Claramente pensadores como Auguste Comte y clínicos como François Broussais se apasionaron en el siglo XIX por la comprehensión de la enfermedad, incluso por su filosofía, dentro de la pura tradición hipocrática.
Sin embargo Auguste Comte era un positivista empecinado...
Sí, pero no dudó en el dominio de la medicina en reactualizar la vieja doctrina fundamentada sobre el equilibrio según la cual la enfermedad debe concebirse sea como un "exceso" con respecto a las constantes y a los equilibrios fisiológicos, sea como una "carencia": la perturbación significa o bien un hiperdesarrollo caótico o bien una especie de anemia. Más aún, la filosofía de Auguste Comte busca expulsar los restos de la edad llamada metafísica, la de las entidades (palabras huecas que no remiten a nada) en provecho de "lesiones" verificables. Pasamos entonces del mundo de lo imaginario al de la positividad, es decir de lo constatable.

¿Se reencuentra este esquema después de él?

Perdura en el siglo XX; pero en la medida en que la medicina se hace más compleja y se vuelve también cada vez más eficaz, los problemas se duplican: obligan a repensar la enfermedad, pero sobre todo "la esencia del acto médico", la famosa relación médico-enfermo. Un simple ejemplo lo prueba: la epidemiología ha mostrado suficientemente los riesgos corridos por las poblaciones, y sobre todo las vías de propagaciones mortíferas para que la administración sanitaria imponga la "declaración" de la infección, protegiendo la vida privada. En este último caso es
necesario revisar al menos el contexto social que no se separa de la enfermedad. Sobre este tema lo remito a un libro excelente: Clases laboriosas, clases peligrosas, de Louis Chevalier, en el cual encontrará un capítulo sobre los comienzos del higienismo en el siglo XIX.

Pero la filosofía de la enfermedad, es decir la de su comprehensión, fue sobre todo una lucha entre diferentes escuelas. ¿Puede Ud. recordárnosla?

Bien. Desde fines del siglo XIX habrían de desarrollarse dos escuelas. La primera, la escuela de fisiología alemana, se encontraba con los trabajos de François Magendie y de Claude Bernard, en Francia. Ella reclamaba, paralelamente al hospital y a las funciones que él cumplía, la creación de laboratorios o de institutos dedicados a las ciencias llamadas fundamentales. La segunda, la escuela de los grandes clínicos, de René Laennec a Xavier Bichat, quería sobre todo aprender a leer los cuerpos enfermos, a descifrar en ellos la historia sin cuestionar la importancia de la cientificidad. Sobre este tema, Michel Foucault en el Nacimiento de la clínica (1963) ha recordado la revolución que constituyó esta aproximación.
Con la clínica, la patología pone fin a las entidades y a las esencias en provecho del señalamiento de los puntos de referencia. Diría que alisa el cuerpo del enfermo con el fin de localizar y de espacializar las afecciones.
Esta escuela de la clínica, ¿es de hecho la escuela semiológica francesa?
 Sí, es la misma cosa puesto que "semiología" significa "lectura de los signos". Pero debo subrayar que en Francia la oposición fue particularmente fuerte entre esta escuela semiológica y la escuela instrumentalista, la de los técnicos que han desvalorizado la mirada médica y la escucha del enfermo en aras de su objetivación.

Frecuentemente con razón, estos últimos han confiado en aparatos, en procedimientos de análisis que descalificaban los decires del enfermo, su psiquismo y su vivencia. Los instrumentalistas han ignorado a propósito los movimientos de humor de su paciente para fiarse solamente de los resultados de una biopsia, de una radiología.

No es posible ocultar la contradicción; también es legítimo preguntarse, filosóficamente, de qué lado es preciso inclinarse para definir y comprender verdaderamente la patología.

¿En qué estriba verdaderamente esta contradicción?

En la oposición entre el enfermo y la enfermedad. Por fijarse demasiado en la enfermedad y su objetivación, la mayor parte de los médicos del siglo XIX terminaron por olvidar al enfermo. Se creía arreglado el problema patológico en tanto que las disciplinas fundamentales se desarrollaban y tomaban importancia: la anatomía patológica, la bioquímica, la parasitología, etc. que formaban como la punta de lanza de la medicina. Pero entonces el enfermo era minimizado en provecho de la sola enfermedad, sin poner suficiente atención a su manera de vivir, a su medio e incluso a su psiquismo (el diagnóstico de las pulsiones).

El drama no tardó en estallar en el curso de la "práctica" misma. Para comenzar, nadie podría negar la existencia, y sobre todo el número, de los que se llaman los "funcionales" (80% de una clientela según algunos) afectados por enfermedades sin verdadero sustrato orgánico. Por otra parte, ¿quién nos dirá dónde comienza la enfermedad o qué la constituye objetivamente? Si el laboratorio indica por ejemplo una glicemia superior a un gramo (por litro de sangre) o si el manómetro revela una "tensión arterial elevada" (superior a la media), ¿estamos en presencia de un diabético o de un hipertenso? ¿Pero a partir de cuál tasa o de cuál cifra? ¿Algunos no toleran un rebasamiento? ¿Dónde comienza la patología?
En suma, habríamos conocido una época de frenesí tecnicista —por cierto rica en enseñanzas y en efectos—, pero habría alcanzado también sus límites, y estaríamos obligados a volver sobre un "subjetivo" muy descartado. Así mismo, sería necesario integrar más lo "social": las maneras de vivir, el medio eventualmente agresivo, los numerosos riesgos padecidos.

Por todo esto la siguiente pregunta; ¿quién se impondrá: la disciplina de los exámenes y de los puntos de referencia, o más bien el estudio de las perturbaciones incoactivas sentidas por el paciente? ¿Dónde situar el límite entre la irregularidad (la anomalía, la singularidad) y la anormalidad (lo patológico)? Giramos siempre en torno a este mismo problema, la oposición entre lo objetivo y lo subjetivo, el resultado en cifras y el trastorno.

El conflicto entre la escuela semiológica y la escuela instrumentalista ¿se presenta todavía hoy?

Sí, y hasta nuestros días va a determinar la enseñanza de la medicina. Lo que ocurrió como consecuencia del nacimiento de la radiología y del descubrimiento de los rayos X en diciembre de 1895 no dejará de amplificarse. Piense en las proezas realizadas por la inmunología, en el desarrollo del conocimiento de los metabolismos y sobre todo en todos los cateterismos que hacen retroceder las fronteras de la visibilidad. Todo esto participa en el progreso médico y en los avances de la escuela instrumentalista. Prueba de ello es que en nuestros días el futuro médico aprende cada vez menos a la cabecera del enfermo (recordemos que etimológicamente "clínica" supone "permanencia en cama") y cada vez más en los anfiteatros o sobre pantallas, cuando se trata de saber leer un encefalograma.
¿Cómo puede ocurrir que la escuela francesa, que había sido formada en la tradición humanista, haya declinado hasta este punto?

"Declinado" no es verdaderamente la palabra. Esta tradición clínica y humanista – que nos ha valido los Jean-Baptiste Bouillaud (Essai sur la philosophie médicale), los Armand Trousseau (Clinique médicale de l'Hôtel-Dieu), los Edouard Brown- Séquard, etc.- se proseguirá aún en el siglo XX, por ejemplo con René Leriche que revolucionaría la cirugía. Leriche, que escribió La philosophie de la chirurgie en 1951, concede toda su importancia a las reacciones o a los malestares. Rechaza la concepción de un cirujano puramente operador. La técnica cede el paso al tomar en cuenta factores clínicos individuales. El le pide al cirujano evitar las proezas, las intervenciones audaces, le ruega que opere con lentitud para respetar las sensibilidades tisulares, en resumen, él rodea al acto terapéutico (quirúrgico) de precauciones. Piensa preparar al enfermo a sus decisiones.
Esta tradición humanista que Ud. evoca, ¿a partir de cuándo comienza a imponerse verdaderamente?

De hecho ella comienza con la medicina francesa, es decir con la Revolución y René Laennec. De cierta forma Laennec abre la vía a los primeros instrumentos – el estetoscopio -, pero este modesto medio no aleja al médico del enfermo del que recoge los "soplos" (tanto los ruidos del corazón como los del despliegue alveolar).
De ninguna manera es la "escucha" de los decires del paciente sino la de las modificaciones fisiológicas, la de los movimientos internos captados a través de su acústica (castañeteos o murmullos).

Con la Revolución se creó la preocupación democrática por la salud. Los hospitales y las instituciones la han seguido. Hasta entonces era la Iglesia sobre todo la que se ocupaba de los desdichados; ésta era la razón por la cual los hospitales se llamaban hoteles-Dios, porque en principio el hospital estaba al pie de la Iglesia. Existía pues antes de 1789 una función sacerdotal maravillosa, una preocupación por la beneficencia, que desaparecieron con la Revolución. Esta crea primero el hospital, instituyendo así - como lo decía Michel Foucault - el jardín de la patología (es decir la cita de las especies) que corresponde al jardín botánico. Después contribuye al nacimiento de la clínica, por tanto de los clínicos. Con Laennec, pero también con Jean Corvisart que luego fue el médico del Emperador. Desde entonces aparece la semiología o, si Ud. prefiere, la medicina descriptiva de los síntomas; distingamos por lo demás los síntomas que conviene discernir y recoger (la fenomenidad patológica, las manifestaciones), de los signos propiamente físicos que corresponden más a efectos provocados. Estos últimos sólo adquieren sentido a través de las referencias biológicas. No traducen directamente al cuerpo, al contrario de los primeros que lo expresan de manera perceptible.

La escuela francesa va a inscribirse en este movimiento hasta el siglo XX. Lo que va a poner fin a esta escuela es el aflujo formidable del pensamiento anglosajón que introduce, mas bien que la clínica, el laboratorio y los exámenes indirectos, mientras que la gran escuela de medicina francesa del siglo XIX estaba fundamentalmente consagrada a la localización de puntos de referencia. Más cerca de nosotros, piense en Jean Martin Charcot, Joseph Babinski, etc.
¿Cómo se podría definir esta escuela francesa?
Se la puede definir como una atención a los mínimos signos emitidos por el cuerpo.

Luego el terapeuta abre los cuerpos para confirmar el paralelismo entre los signos y la lesión. Hacia fines del siglo XVIII, Bichat, al mismo tiempo que Laennec, aporta también su piedra al edificio. Se está aquí en presencia de una gramática, de un lenguaje, pero para estar seguro de su validez se lo remite al descubrimiento post mortem de las lesiones efectivas. Es pues la gran escuela del lenguaje. La semiología es el estudio de los signos, pero para que estos signos sean habilitados, recibidos, es necesario que se pueda establecer la correspondencia con las lesiones.
La escuela francesa va a brillar en esta aproximación (la anatomo-clínica).

Paralelamente a esta escuela francesa de medicina existe también la gran tradición en historia de las ciencias, de la que Ud. es uno de los representantes, con Georges Canguilhem desaparecido en 1995. Según Ud., ¿cuál fue el aporte esencial de este último en lo que concierne a la filosofía de la medicina?

Georges Canguilhem fue quien intensificó la tradición francesa. Mostró que la instrumentación, los análisis biológicos de la técnica deberían estar referidos al cuerpo del enfermo. Este análisis no reposa sobre una cuestión de hecho o sobre consideraciones historiográficas. La gestión de Canguilhem es la de un epistemólogo a la búsqueda de un fundamento; por una parte las pruebas objetivas sorprenden por su relatividad —lo que tiende a limitar su alcance—, por otra parte, la "vivencia del enfermo" (lo funcional) precede la enfermedad.

Finalmente, toda enfermedad entraña la participación reaccional del organismo entero que, por ese hecho, se modifica y se regula con otras normas. No es el organismo afectado con una diferencia (en más o en menos), sino que con la enfermedad surge un organismo nuevo; tampoco es ya posible concebir el estado patológico con los instrumentos que han permitido la comprensión del organismo sano: ésta es otra manera de originalizar la propia clínica y de salvarla del "reduccionismo".

A él le gustaba decir que "no existe patología objetiva" Tenía razón. Canguilhem ha sido consciente de la importancia de la clínica. Es el filósofo que le dio toda su resonancia. Mejoró pues la gran tradición francesa que no se limita a valorizar la vivencia del enfermo sino que no olvida "escucharlo".

Veamos una ilustración indirecta pero que sirve de prueba. Georges Canguilhem no ha dejado de interesarse en Claude Bernard, en su concepción de la enfermedad y especialmente en todo lo que escribió sobre la diabetes, ligada a la hiperglicemia. Y esto tanto más cuanto que Claude Bernard renovó paralelamente la fisiología, principalmente con su idea del "medio interior". En efecto, para él el organismo se define porque escapa al mundo exterior y a sus azares; se autoproduce y se construye un mundo que varía lo menos posible (de esta forma el "azúcar" no rebasa el gramo por litro, ni menos ni más). Sin embargo existen hiperglicemias bien "toleradas", como también contamos con muchas "formas de diabetes". De esto resulta claramente que no es posible atenerse a una dosificación del azúcar para afirmar un diagnóstico. Debemos renunciar a una teoría puramente cuantitativa de la enfermedad. El fondo del organismo se caracteriza incluso por la posibilidad de transgredir "normas" en las cuales se lo encierra.

Escuchemos al enfermo pues la verdadera diabetes implica un conjunto que desborda la sola y simple glicemia. No solamente tiene que ver con el páncreas (el déficit insulínico) sino que afecta también la circulación. La enfermedad siempre irradia como si el organismo estuviese agarrado en su totalidad y como si estuviese limitado en sus iniciativas. Estar enfermo es siempre perder su libertad y tener que vivir en el retraimiento o la dependencia.

Escuchar al enfermo es también aprender a leer su cuerpo. Leer un cuerpo, ¿es considerarlo como un conjunto homogéneo, un todo, o como un conjunto heterogéneo?

La medicina es sobre todo la ciencia de las disociaciones. En esas disociaciones se levanta una "figura" positiva que nos saca así de lo vago o de lo amórfico. La patología trata de descubrir correlaciones en el organismo, vínculos insospechados.

Por ejemplo, Jean-Baptiste Bouillaud, célebre médico del siglo XIX, mostró el vínculo entre síntomas reumatológicos y enfermedades cardíacas. Es admirable hacer enlaces entre la rodilla, la articulación y el corazón. Joseph Babinski, otro médico, mostró que entre el cerebro y el dedo gordo del pie existe el reflejo plantar; el uno permite leer al otro. Encuentro esto maravilloso. Es una lectura del cuerpo que no es anatómica. Revela ligazones y un conjunto en el cual existen caminos. Entonces si Ud. me habla del cuerpo diciendo que es un todo, experimento una cierta decepción puesto que ya no se trata de una lectura; es un dato demasiado basto que no me ayuda a comprenderlo.

Su actitud con respecto a la medicina es por lo menos ambivalente. Por un lado Ud. defiende sus aportes, por el otro los critica. ¿No está Ud. perpetuamente sentado entre dos sillas? Ud. era ya filósofo antes de lanzarse a los estudios médicos. Justamente, ¿qué le ha enseñado la medicina?

Todo. Yo hice mis estudios de medicina en Dijon por los años 1950 y no estudié en una facultad sino en una escuela de medicina. Cada año había alrededor de veinte a veinticinco estudiantes que pasaban toda la mañana en el hospital. No había disociación entre la enseñanza de la clínica y la enseñanza de las ciencias fundamentales. En las facultades es a la inversa, se aprende primero las ciencias fundamentales. Los estudiantes no tienen suficiente contacto directo con el enfermo. En Dijon un estudiante tenía a su cargo dos o tres enfermos. Era el secretario, el escribano de los menores trastornos de ese enfermo, desde por la mañana hasta por la noche. Para la formación era aquella una escuela incomparable, a causa del reducido número y de la ausencia de esa construcción universitaria que yo considero, en ciertos aspectos, patológica. Hoy, con el numerus clausus, es algo un poco kafkiano. Durante dos años, sin ver enfermos, se trabaja sobre cuestiones de bioquímica, de física médica, de estadística, de anatomía, pero de una manera desfasada con respecto a la realidad. En esa época había una verdadera alianza entre la clínica y la teorización.

¿Qué fue lo que cambió en su visión de la enfermedad en el curso de esos estudios?

Hay un abismo entre la enfermedad tal y como la imaginaba en tanto que filósofo, y la enfermedad que frecuenté como médico. La enfermedad es el dolor. Pude constatar que yo, filósofo, no tenía ninguna idea de la desgracia, de la muerte y del sufrimiento. Tanto más cuanto que en la época había muy pocos remedios incluso para diagnósticos que hoy llamaríamos benignos. Lo que me aterrorizaba era escuchar al clínico afirmar: "en tres meses este muchacho habrá muerto", porque estadísticamente la enfermedad no podía durar mucho tiempo. Era apenas el comienzo de los antibióticos. La cortisona era una palabra que uno aprendía. 1945 marcó un giro en la medicina, pero no tuvo consecuencias terapéuticas inmediatas en las ciudades de mediana importancia. Además, es preciso decir que el hospital no tenía la imagen halagüeña que puede merecer hoy. Los enfermos acomodados se iban a clínicas privadas o abandonaban Dijon para irse a centros más instrumentados. Sólo se quedaba allí la marea del sufrimiento, los enfermos más desdichados, venidos de los medios más desfavorecidos, con una terapéutica relativamente modesta. Entonces era un poco una visión infernal de la enfermedad.

Según Ud. ¿qué es lo que más ha evolucionado desde hace veinte años en nuestra manera de curar? ¿En qué las nuevas tecnologías han cambiado el arte de curar? A Ud. le gusta decir que el gran aporte de las tecnologías médicas es que permiten exteriorizar el cuerpo y analizarlo sin abrirlo o matarlo. ¿Es irreversible este movimiento de exteriorización?

Me gustaría retomar esta palabra: exteriorización. Me ha parecido que las ciencias fundamentales han logrado el prodigio de poner afuera lo que estaba adentro. ¿Ve Ud. otros progresos en esta exteriorización?

La exteriorización no ha dejado de hacer progresos, comprendido aquí en parte lo que concierne a los mecanismos cerebrales. Reaccioné a la palabra "exteriorización" porque es un momento capital de la medicina. Michel Foucault escribió un libro muy bello sobre la historia de la clínica, Nacimiento de la clínica.
Desgraciadamente no estoy completamente de acuerdo con él cuando le da tanta importancia a Xavier Bichat. Voy incluso a psicoanalizar un poco ese libro. El padre de Michel Foucault era un cirujano y acababa de morir cuando Foucault escribió el libro. Me pregunto si a causa de ese hecho él no quiso dar más importancia a esa cirugía fracturante y si Bichat no era de alguna manera el sustituto del padre, lo que es muy bello pero que deforma un poco el paisaje. Ya no es necesario abrir los cuerpos, llegar a percibir la muerte en el momento de ella infiltrarlos. La medicina tiene muchos medios para leer adentro exteriorizándolo.

Esto no quiere decir que se va a exteriorizar el cuerpo, es siempre el afuera de un adentro. Siempre digo que incluso las funciones más complejas han sido desmitificadas. La última cronológicamente es la reproducción, antes de que lo sea el cerebro. ¡Pensemos que la reproducción es una función casi sagrada! Hoy, con la reproducción in vitro, se ha probado que algunas etapas de la reproducción pueden tener lugar por fuera del organismo, permitiéndonos asistir a una parte de su evolución. De la misma manera, si saco sangre en un tubo de ensayo, ya no corre más por sus venas, sin embargo voy a ser capaz de arrancarle un número de informaciones inimaginables, comprendido el HLA, de tal manera que esa sangre, afuera, me va a entregar los secretos del propio organismo.

Este término de HLA exige una explicación en tanto que él solo permite una nueva intelección de la enfermedad. ¿Puede Ud. dárnosla?


Karl Landsteiner, desde 1901, había notado que los glóbulos rojos de la sangre (los hematíes) llevaban en su superficie antígenos que permitían diferenciarlos; distinguió incluso cuatro grupos, los A, los B, los AB y los O, es decir los donadores universales.

Jean Dausset prolongó de alguna manera este reconocimiento de lo que nos individualiza, porque pudo mostrar que los glóbulos blancos (hasta entonces dejados de lado) encierran en ellos signos de especificidad; por eso los malestares o incluso un choque cuando no se transfusiona "lo mismo" al "mismo". Identificó en consecuencia grupos leucocitarios (HLA o Human Leucocyte Antigen), sustancias individualizantes (parecidas a nuestras huellas digitales), detectadas primero en los glóbulos blancos pero que se encontraron presentes en todos los tejidos (por eso su importancia en lo que concierne al transplante eventual, la histocompatibilidad).

Los HLA defienden de alguna manera al yo y lo aseguran. Incluso se evidenciaron vínculos entre estos genes de histocompatibilidad o esos antígenos tisulares con algunas enfermedades crónicas, por no decir hereditarias (como la esclerosis en placas); de aquí surge la idea de una medicina predictiva. Idea fundamental y nueva: estamos implicados en la enfermedad. No viene solamente de fuera, participamos en ella, el sistema HLA autoriza esta especie de confluencia.

¿Llegaría Ud. hasta decir que se ha exteriorizado la enfermedad?

Se trata de exteriorizarla, sí.

Tratando de exteriorizarla, ¿no se recae en una visión objetivista?

Este es el problema. El objetivismo acecha siempre. Por ejemplo, no sería posible reducir la "enfermedad cardiaca" a un simple trazo eléctrico, a un electrocardiograma o tampoco a una escritura objetivizada (aunque ésta dé útiles informaciones). No ocultamos que estamos prisioneros desde el comienzo en un círculo; nadie como nosotros concede tanta importancia a los exámenes llamados objetivos, los del laboratorio o los que entregan los aparatos, pero ésta no es una razón para excluir la "subjetividad" que se impone incluso sobre ellos. Por lo demás —y esta es una fórmula canguilhemiana como ninguna— es debido a que ha habido o que hay enfermos que existe luego una "enfermedad", y no a la inversa.

¿Se puede lograr exteriorizar la enfermedad? La radiología, con sus formas evolucionadas como las ecografías o la escanerización, ¿va a darnos finalmente lo mejor de la lesión?

En ciertos aspectos es el triunfo de la tecnicidad, pero yo no estoy enteramente satisfecho. Antes de las técnicas, antes incluso de que se piense en emplearlas, lo más importante es la sensibilidad corporal del enfermo. Al menor signo, podría despertar a un verdadero clínico sin que él tenga necesidad de ese pesado aparataje. Dicho de otra manera, la enfermedad estaba ya presente en algunas discretas manifestaciones que es preciso saber percibir, en el estilo de vida, esta es la verdadera clínica. Cuando Ud. llega, y la batalla está terminada a medias, ganada o perdida, Ud. hace una constatación, pero es ya muy fácil.

¿Esto significa que las técnicas médicas no han cambiado fundamentalmente su visión de la enfermedad?

Ellas sólo han cambiado nuestra visión del fin de la enfermedad. ¡Bello y sublime desquite! A pesar de las proezas de la técnica (con miras al diagnóstico), sigue siendo cierto que la enfermedad se manifiesta por medio de síntomas discretos, mínimos, que el interrogatorio ayuda a precisar. Esos trastornos precursores cuentan más que el resto. La "corporeidad" se expresa antes de que los exámenes objetivos ratifiquen o desmientan.

Cuando yo digo: "me siento enfermo", ¿no siempre tengo razón?

No, por la simple razón de que el enfermo no está en la mejor posición para comprender lo que le ocurre.

¿Cómo han contribuido las imágenes médicas, de las que Ud. es ferviente admirador, a esta lectura objetiva de los cuerpos? Las imágenes médicas fueron una revolución tal que llegaron a revolucionar la literatura. Que se pueda leer su sistema óseo sin que haya fractura o anatomía
patológica, es cuando menos fabuloso. Ud. ve su cráneo, sus manos, como si fuera un fantasma.
He tratado de mostrar que el movimiento surrealista de André Breton, que fue el interno de Babinski, nació enteramente de los descubrimientos röntgenianos. El surrealismo quiso aclarar —mientras que los rayos X de Wilhelm C. Röntgen descubrían el esqueleto— lo más profundo que había en Ud.  mismo, psíquicamente hablando, utilizando procedimientos tales como la escritura automática. La imaginología no es simplemente la foto del órgano sino la visión de las profundidades y, por consiguiente, transformó la sociedad. Nadie pudo resistir esta innovación; incluso las gentes de la calle se dejaron llevar.

Los rayos X se desbordaron y ganaron los campos de feria. Por cincuenta céntimos fue posible obtener una radiografía de su mano (y de las argollas que aparecen aún más claramente que los huesos del esqueleto) o de su pie, aunque este último fuera un poco más costoso debido a un tiempo de exposición más largo. Ya revistas publican artículos donde se despliegan los fantasmas; una especie de tempestad: se leerá dentro de los cráneos, se verá los cuerpos bajo los vestidos o lo íntimo disimulado por las pantallas naturales. El freudismo nace en este contexto.

Los pintores conocieron la misma fiebre siguiendo el ejemplo de Frantisek Kupka; para él —que se inspiraba abiertamente en la radiografía para ir poco a poco hacia la abstracción— el arte consiste en hacer de lo invisible una realidad visible. El no duda pues en proponernos lo que los rayos X nos darían: una figura traslúcida aunque se discierna en lo borroso una nariz contrastada (pues los rayos atraviesan más fácilmente el cartílago que los huesos más densos). Kupka nos ofrece, en tal o cual cuadro (por ejemplo el grabado en madera Fantasía fisiológica) una película psíquica, un cliché radiográfico. La física ha trastornado todo a su paso: al arte pero también a la medicina.
Sí, pero ¿por qué la imagenología le fascina tanto?

Porque hace posible un acto que yo encuentro vertiginoso. El de llegar a la percepción de la menor alteración dentro del organismo sin abrir los cuerpos, de estar afuera en ese adentro tan profundo. Michel Foucault mostró en Nacimiento de la clínica que la medicina durante mucho tiempo creyó en entidades imaginarias. Por ejemplo, las fiebres que no se sabía localizar eran representadas como humos, y sólo la apertura de los cuerpos permitía tener una visión más positiva, más real, de la enfermedad. Pero con las imágenes no se tiene necesidad de esperar a que el hombre haya muerto para ver dentro de su cuerpo lo que allí penetró o ahí se insinúa. Esta operación tiene por qué fascinar: se pueden atravesar pantallas, franquear superficies para lograr la interioridad sin hacer daños, puesto que las nuevas imágenes cuentan con los ultrasonidos y son inofensivos, al contrario de los rayos X. Me parece prodigioso entrar dentro de los cuerpos sin herirlos, para descubrir los basamentos de lo patológico o una patología que esté allí anclada. La fiebre no quiere decir nada, es como las entidades. Michel Foucault lo mostró haciendo el elogio de Broussais que había referido la historia de las enfermedades precisamente a desórdenes estomacales.

Y para un enfermo, ver el interior de su cuerpo ¿puede cambiar las cosas?

Yo que he padecido esos exámenes, no puedo verlos. Ver su propio cuerpo es una experiencia aterradora. Escuchar su corazón, ver dentro de su cuerpo, es como si le pidieran a uno verse muerto. No, es necesario evitarlo, es insoportable.

Recientemente se ha visto en la televisión una operación de corazón hecha con laser. ¿Le sorprende?
La cirugía ha avanzado a tal punto que es capaz de todo... y no culpable de todo.
¿Por qué no culpable?
Porque muy frecuentemente se la presenta como sanguinaria, bárbara, mutiladora, brutal... Los verdaderos cirujanos como René Leriche habían enseñado a deslizarse en lo tisular y a respetar los caminos, las fibras y los trayectos nerviosos sin brutalizarlos. Había en ese momento una patología por la cirugía y por la violencia.

La gloria de Leriche es la de haber enseñado la moderación y el respeto de los trastornos, de exhortar al cirujano a no ser demasiado teatral, a no hacer proezas, a seguir un plan bien predispuesto y a respetar la vida.

En tanto que filósofo-médico Ud. es muy atento a todo lo que participa de la forma y de la superficie del cuerpo, la piel por ejemplo. ¿Por qué esta atención prestada a los efectos de superficie?Para resumir mi posición, estoy en el choque entre la clínica y la instrumentación.
Mi maestro, Georges Canguilhem, conoció mucho menos este suplicio puesto que estaba menos condicionado y menos predispuesto con respecto a los beneficios eventuales de la instrumentación. Por consiguiente, él pudo mejor que nadie desarrollar la vía real de la clínica. Yo estuve entre dos fuegos. Estoy a favor de la medicina objetivizada pero no conozco sus límites. El me enseñó a tal punto los peligros de esta objetivación que vivo alerta con ellos. Defiendo pues lo semiológico, pero sabiendo que el otro movimiento está ahí, cada vez más invasor.

La instrumentación descuida las superficies. Va inmediatamente a lo que está más profundo. Pienso en los rayos X, en el scanner. Las imágenes médicas son la punta de lanza de la medicina hoy, tanto como la bioquímica. Es bastante espantoso ver cómo se puede fotografiar y captar la menor parcela de su cerebro.

Lo que tiene el médico ante sí no es el fondo de vuestro cráneo, es la superficie cutánea que es un gran espejo de la psiqué. Me ha sorprendido que la dermatología sea una ciencia médica despreciada, que está más bien en manos de esteticistas, de podólogos, de masajistas. He tratado de mostrar que no existe afección grave que no tenga su proyección cutánea. El simple examen pelicular, por tanto puramente clínico, es a veces más informativo que el examen en profundidad. La piel es un tejido que tiene el mismo origen que la corteza cerebral. El cerebro y la piel han anudado un "parentesco". Incluso la relación psicoanalítica, que se cree que pasa únicamente por la palabra, ¡pasa también por la epidermis! Reconocer la importancia de la epidermis es una manera indirecta pero fundamental de entonar el elogio de la clínica, la observación en el menor rincón. Es en la superficie donde yace la profundidad.

Saber leer en la superficie de los cuerpos ¿sería entonces la misión principal del buen médico?

El papel del médico es precisamente, sin poner en funcionamiento sus aparatos complejos, comprender y diagnosticar lo que hay ahí. Se puede tener problemas dentro del medio profesional, en su familia... hay todo un conjunto. Se ha mostrado que en el origen de un cáncer evolutivo se encuentra a menudo un choque afectivo profundo que ha quebrantado las defensas orgánicas. No se puede separar la psiquis del cuerpo. Una vez que se está en presencia de una evolución acabada, ya no hay problema, pero el clínico debe poder señalar y comprender los choques afectivos o sociales que están a veces en el origen de una desintegración corporal tardía, con el fin de identificar sus consecuencias.

Ud. dice esto porque ha estudiado neuropsiquiatría...

Yo pienso que el verdadero médico llega a esto. Se está siempre sentado entre dos sillas, en la confluencia de dos movimientos, y no se tiene el derecho de inclinarse más hacia el uno que hacia el otro. El uno no es sino el complemento del otro. El primer contacto con el enfermo es precisamente un encuentro y una escucha a los que uno no se puede sustraer. Son los famosos coloquios singulares.

¿Qué es la enfermedad si no es el ya no poder resolver los problemas que son los suyos, sino deslizándose hacia la somatización?
Frecuentemente ella es un retraimiento ante los problemas existenciales; y la salud es la posibilidad de afrontar y de resolver los problemas de fondo que lo asedian.


Sí, pero es en un sentido otra posibilidad de vida, otro aspecto de la vida Un aspecto del que soy a la vez víctima y beneficiario. Es por esto que se lo llama una afección. A ella estamos aferrados, es una solución de facilidad.

¿Existe afección e infección?
Pero la afección resulta de una infección e inversamente.
¿No es la enfermedad el signo de un cierto abandono ante problemas existenciales?
No se puede elucidar esta pregunta. Sin contar con que hay igualmente enfermedades a las cuales es necesario no tocar puesto que son verdaderas defensas del organismo. Las enfermedades son múltiples. Las hay que son medios de defensa. Lo que reprocho a los médicos positivistas es el tener siempre una posición abrasiva: "lo que está enfermo debe ser suprimido". Algunas enfermedades no deberían ser tratadas puesto que son una manera de evitar otras.

Entre el médico y el enfermo, ¿cuál le parece mejor colocado para comprender esto?

El médico, más frecuentemente de lo que se lo piensa, está próximo del filósofo de la medicina. El que le impide mantener esta actitud bastante flexible es el enfermo que lo sumerge en el positivismo más pobre. Es el enfermo el que obliga al médico a entrar en el positivismo: él quiere irremediablemente medicamentos. Entre más le manden, más contento estará; quiere un diagnóstico bien etiquetado, quiere que le hagan todos los exámenes. Para él, el no conocer esta cultura médica de la que le he hablado es muy tranquilizante, pero al mismo tiempo es muy molesto en la medida en que falsea la relación médico-enfermo. Muy frecuentemente es el enfermo el que va a desnaturalizar el acto médico en los casos más ordinarios. Es él el que predetermina la situación. Un enfermo viene a verlo porque está muy fatigado; se le hace comprender que no vale la pena que tome medicamentos y que es una psicoterapia lo que se impone.
La mayor parte del tiempo el paciente no quiere reconocer su estado, quiere ser "objetivizado" y recibir un tratamiento ad hoc. Quiere por ejemplo tener su vitamina C y todo tipo de remedios. El médico le explicará durante tres cuartos de hora cuál es la situación real, pero como se esforzará en esto inútilmente, terminará después del palabreo, por redactar una fórmula.

¿No espera el enfermo ante todo que el médico le recete medicamentos?

Los medicamentos son todo un mundo. En la medicina es la terapéutica la que más me ha interesado. ¿Qué sería de una medicina que no curara? La medicina no está para diagnosticar sino para curar. El remedio es la concretización del acto médico.
Generalmente el remedio es fetichizado por el enfermo. La prueba está en los placebos que imitan los remedios y no lo son, pero que a veces tienen más efecto que los remedios reales. Incluso se han encontrado enfermos que se veían más afectados tomando placebos. Por tanto el remedio posee un aura que su sola apariencia es suficiente para soportarlo todo. El enfermo lo reclama con tal insistencia que es menester darle muchos, y el médico es un poco prisionero de esto. El verdadero médico se reconoce en que manda pocos remedios o eventualmente uno solo. El mal médico se deja ver en la extensión de sus fórmulas. Es necesario admitir que el médico más desubicado gana mandando muchos remedios puesto que, si no ha hecho un buen diagnóstico, es seguro que con alguno acierta. En todo caso el enfermo quiere los remedios. Quiere esta inflación costosa.

¿Cuál es la principal causa de este exceso medicamentoso?

Hay muchos puntos que condenar, y antes que nada a los laboratorios farmacéuticos. Pienso que existe una panoplia de medicamentos fundamentales muy restringida. Para poder vender la misma molécula que su vecino – una molécula de base - un laboratorio se permite añadidos fútiles que le dan el derecho a la marca registrada, que le da la posibilidad de lanzar un medicamento. Entiendo que el ministerio de Salud esté entrabado con esta situación calamitosa. Se le hace entonces pagar a la sociedad medicamentos que no lo merecen. A mi modo de ver los laboratorios sacan provechos indebidos. Es una situación insoportable que entraña por una parte el déficit de la Seguridad social y que recaerá sobre los propios enfermos. ¿Por qué esta multiplicidad aberrante? Es una inflación económica y simbólica. Y por otra parte, la filosofía del medicamento merecería ser repensada. La homeopatía, que la medicina oficial no considera, no deja de tener bases objetivas. Ahora bien, la homeopatía dice que, a veces, moléculas tóxicas, claro que en dosis ínfimas, son más curativas que los medicamentos más canónicos. Saber si una molécula es verdaderamente curativa es más complicado de lo que parece. Por lo demás, la vacunación lo prueba: un mal menor es a veces más benéfico que un pretendido bien. Se impone una política del remedio.
¿Cuál?

Es difícil precisarlo. Pero desde ya, ¿cómo no saludar la reforma actual que espera darle ventajas a los medicamentos llamados "genéricos"? Se trata en este caso de copias de moléculas, conocidas en el dominio público, menos costosas por este mismo hecho y cuya eficacia ha sido ampliamente probada. Al farmaceuta – que debía respetar al pie de la letra la receta médica - se le va a reconocer el derecho de modificar la prescripción: deberá sustituir el medicamento que haya sido recomendado por el "genérico" cada vez que sea posible. En el límite, el farmaceuta se introduce en la relación paciente-tratante; tiene acá un papel incluso si se lo juzga modesto.

Bien por el farmaceuta pero, ¿qué pasa con el lazo entre el médico y el enfermo? ¿Qué puede cambiar en este dominio para que el enfermo pueda aprender a leer su propia historia biológica y que el médico pueda ayudarle en eso? ¿Qué hacer para individualizar la enfermedad?

Sería necesaria otra formación médica. En Francia las facultades de medicina han conocido una modesta revolución. El primer año es un concurso en el cual se ha introducido una formación humanista que toma diferentes formas y que está allí para impedir, para limitar la invasión de la tecnificación. Por ejemplo, se les entrega a los estudiantes un texto complejo, médico o no, y se les pide que comprendan el sentido, que lo resuman. Aquí no hay conocimiento objetivo. Es una manera de enseñarle al estudiante de medicina a leer, a comprender, ha señalar lo esencial que hay en el discurso y a ponerlo en claro. La enfermedad es por definición la oscuridad, un conjunto indescifrable. Encuentro interesante que se diga a los estudiantes, en otro plano, en el de la literatura: "He aquí un texto embrollado, ¿cuál es el hilo rojo que lo atraviesa? Vuestros enfermos son un conjunto, un texto somático particularmente oscuro,  ilegible". Michael Balint había escrito una bellísima iniciación a la medicina. Su metodología consistía en lo siguiente: reunía muchos especialistas y los ponía a discutir sobre las diferentes aproximaciones a la enfermedad para pluralizar las interpretaciones. Cuando cada uno había dado su perspectiva, quizás se veía mejor lo que había en el fondo. Balint, es la hermenéutica, necesaria e institucionalmente pluralizada. Efectivamente, toda enfermedad tiene que ver con lo múltiple y no con lo simple. La gran medicina supone la hermenéutica, es decir la ciencia de las interpretaciones múltiples.

Y el enfermo, ¿puede proveer elementos de interpretación a su médico?

El enfermo sin saberlo arriesga engañar al médico, a su entorno y a sí mismo. El enfermo está dos veces enfermo. Enfermo porque lo está, y enfermo puesto que crea en torno a él una situación tal que mantiene la confusión. Al mismo tiempo existe una cantidad tal de temores, de fobias, de elementos psíquicos que se añaden a la enfermedad, que todo eso llega a enredarse y el enfermo mismo no puede trabajar por desenredar esa imbricación.

¿No tiene Ud. una visión un poco biopsíquica de la enfermedad?

Todas las enfermedades son biopsíquicas, no es porque mi visión así lo quiera. La enfermedad lo llama y lo exige. Pero incluso para la enfermedad más somática y más orgánica no es posible negar su aspecto social o psicológico. La enfermedad se sitúa siempre en la interferencia de dos movimientos. La interpretación objetivista es tentadora pero no se sostiene. Sin embargo la posición inversa necesita elementos para comprender, aunque no sea tampoco defendible. Si Ud. recibe una carta en chino, le es preciso claramente un diccionario, una gramática para comprender los signos y, ahí, el laboratorio puede darle complementos para traducir mejor el texto que está ante Ud.
Entonces la unión de estas dos palabras, bio y psíquico, es indisociable y conviene a todas las patologías. No es una opinión mía sino la realidad misma. Nunca se está enfermo de dos enfermedades al mismo tiempo; hay algo más que eso: se está siempre enfermo de la misma enfermedad. Es una vieja ley que habían enunciado los viejos clínicos. Siempre me pareció interesante, al menos filosóficamente si no lo es médicamente. Por lo demás, la ciencia de la cual no hablo mal puesto que como lo he dicho antes yo estaba en el entrecruzamiento de dos corrientes, nos ha valido el descubrimiento del HLA; Jean Dausset mostró claramente que en rigor casi se podía predecir las enfermedades que golpearían a un individuo si se tenía en cuenta su sistema defensivo. No nos enfermamos cuando se nos antoje y de lo que se nos ocurra.

El sistema HLA, como lo hemos mencionado, es para los glóbulos blancos lo que son los grupos sanguíneos para los glóbulos rojos. Ud. tiene una identidad biológica y en virtud de ella se pueden inducir sus futuras flaquezas. La enfermedad no viene hacia Ud. desde fuera de manera aleatoria; se está en lo biopsíquico. Ante todo corresponde a lo que Ud. lleva ya virtualmente; segundo, se está siempre enfermo de la misma enfermedad y, finalmente, no se pueden tener dos enfermedades al mismo tiempo. Estos tres principios que se resumen en uno muestran que la enfermedad es la incurvación de la personalidad, es su línea, es aquello a lo que ella tiende, es su trayectoria. Estar enfermo es ir hacia su destino.

¿Podría Ud. precisar el segundo punto: "se está siempre enfermo de la misma enfermedad"?

Es un hecho. Uno nunca ha tenido mas que una enfermedad en su vida, incluso si es multiforme. Además, la enfermedad está demasiado profunda en el ser como para que sea un fenómeno circunstancial. Es algo fascinante, sorprendente, de aquí en adelante la medicina se ha vuelto predictiva. Casi que ella puede decir por adelantado cuál patología lo amenaza.

¿El enfermo puede actuar sobre su enfermedad por fuera de la relación que mantiene con su médico?

Un excelente psiquiatra, desgraciadamente poco conocido, que se llama Léopold Szondi, ha escrito muy bellamente sobre el destino. Le voy a contar los datos de su teoría. Un marido se entera que la abuela de su mujer, que había muerto, se había suicidado. Se vuelve a casar con una mujer que lleva en sus genes una propensión a la autodestrucción. El hombre en cuestión está siempre llevado en la misma dirección, es su destino y no puede escapar de él. Ignoraba que su segunda mujer tenía un hermano (o una hermana) que se había suicidado, pero la historia de estas dos personas mostró que ese gen estaba allí. ¡Qué extraño! Nos inclinaremos siempre hacia el mismo lado, siempre iremos en la misma dirección.

Este hombre, del cual nos habla Szondi, desposó una mujer que, en su patrimonio psicobiológico, incluye una especie de destino suicida (que puede golpearla o comprometer al menos a uno de sus allegados). Va a casarse nuevamente, ignorando que su segunda mujer también lleva en su herencia el mismo tropismo. Es preciso pues admitir que él presenta ese "fondo" y que a él se aferra. No puede evitarlo.

En suma, a un sujeto sólo le ocurre "él mismo": cada sujeto persevera en su ser y va siempre en el mismo sentido. En el caso comentados por Szondi, el sujeto sin saberlo está arrastrado por la misma atracción (un estatuto mórbido, el suicida).

Szondi muestra igualmente que alguien que tiene un oficio, si lo pierde se encamina irremediablemente hacia una profesión de la misma naturaleza. Y si Ud. Abandona aquí una, Ud. toma la vecina en el mismo grupo. Es lo que él llama el operotropismo. Ud. tiene un tropismo profesional, Ud. tiene un tropismo afectivo, Ud. tiene un tropismo patológico.


Es siempre la misma enfermedad la que lo afectará y nunca otra. El ha dibujado la nebulosa de las enfermedades parecidas. Admitamos que Ud. es asmático, se sabe por anticipado cuáles serán las enfermedades que lo afectarán, lo flanquearán o que sustituirán a su enfermedad principal. Pero harán parte del mismo conjunto.

¿Se puede desviar ese tropismo?

Se lo puede retardar, se puede limitar la caída, el descenso, pero no se puede escapar a la pesantez de la inclinación. Es el destino biológico, patológico

Sí, es la curvatura del ser. ¡Le es preciso una! ¿Se puede ser aniquilado por cualquier cosa?
Por supuesto que no, sería escandaloso, querría decir que no se tendría existencia. La enfermedad y la existencia están Ligadas fundamentalmente entre sí y existe entonces un destino. Los filósofos griegos lo habían comprendido.
Cuando se escoge su vida, se escoge su enfermedad.
Recuerdo las tres proposiciones. Primero, se puede prever la patología; segundo, sólo existe una patología; tercero, si aparece otra es de la misma esencia que la primera. Es un trípode interesante para comprender la enfermedad. La enfermedad es aquello que el ser puede retardar sin poder evitarlo.


La mirada médica que cada uno puede tener sobre sí mismo, ¿tiene que ver pues con una visión trágica de la existencia?
 

¡Ay! ¿puede ser de otra manera? La enfermedad es el sufrimiento, y el sufrimiento hace parte de este destino. La medicina puede protegernos en el sentido en que frena la caída. La puede diferir un poco, atenuarla. Si ya no puedo soportar el dolor, la medicina me va a ayudar a tolerarlo un poco. Pero es ya satisfactorio retardar y atenuar.

En el pasado, yo estaba bastante inclinado a esa idea loca que consistía en comunicar a un hombre con buena salud una enfermedad benigna que lo eximiera de una más grave. Sería una astucia formidable el encontrar, en la nebulosa de las enfermedades, las más leves que preserven de las más graves.

Ahora que las enfermedades están clasificadas y repertoriadas a escala mundial (publicación de la OMS de 1993) se podría llegar a hacerlo. ¿Es buena cosa que ellas lo estén?

Soy un aficionado por las clasificaciones. Los grandes médicos de la clínica francesa han hablado de ello. Philippe Pinel para la psiquiatría, Armand Trousseau... son grandes clasificadores. Los verdaderos médicos no han dejado de buscar una manera de sistematizar, de repartir y de distribuir las patologías. Un tratado de medicina es un tratado de clasificación. Clasificar es una obligación. Si no se tiene otra referencia es necesario que al menos se sepa etiquetar las enfermedades. Pero cuando menos no se clasifican las enfermedades de la misma manera que los fósiles

Sí. Pero admito que es un problema temible. Se debe clasificar las enfermedades y al mismo tiempo no se lo puede hacer. Pero es necesario sin cesar clasificarlas y desclasificarlas. Es a la vez una seguridad y una obligación para el enfermo y para el médico. Si el médico no sabe dónde está Ud. está perdido.
Un gran clínico tenía un axioma: "No existen enfermedades, sólo existen enfermos". Es la anticlasificación por excelencia; sólo que esto me parece falso. No, no sólo existen  enfermos, hay también enfermedades y si hay enfermedades, no existe razón para que no se las pueda clasificar. Por lo demás, esto es lo que hace la verdadera patología en el entrecruzamiento de la clínica y de la instrumentación. Pero ella desclasifica para reclasificar perpetuamente. Es preciso cambiar el régimen de una enfermedad cuando se tienen datos nuevos. Tengo el aspecto de un sofista cuando digo que es menester a la vez clasificar y no clasificar; sin embargo, la clasificación es como una garantía, uno no puede eximirse de ella; pero la verdadera medicina consiste también en destruirla y en no infeudarse allí por entero. Comprendo que ella esté en el corazón de la medicina.

Por lo demás, cuando Ud. llega a urgencias es necesario que lo repartan, que lo seleccionen. Nacimiento de la clínica mostraba que había connivencia de formación entre los botánicos y los médicos ("el falso jardín de las especies"). Solamente que yo soy menos severo que Foucault ante este ejercicio tabular porque después de haber hecho clasificaciones se ha desprendido un primer elemento sobre el cual uno se puede apoyar.

¿Se puede clasificar el sida? ¿Dónde se puede clasificar el sida? ¿En inmunología, en dermatología?

El sida es una enfermedad proteiforme, es del dominio de la epidemiología pero al mismo tiempo es inmunológica, como su nombre lo indica. 


¿Piensa Ud., como el profesor Mirko D. Grmek, que el sida es una consecuencia nefasta del progreso tecnológico y de la miseria?

Más bien de la miseria. Por otra parte plantea cuestiones múltiples, como todas las afecciones epidémicas. Por ejemplo, existen no solamente enfermedades contagiosas que aparecen sino que hay también enfermedades que desaparecen y que reaparecen. Por ejemplo, la rabia. Yo pensaba que en 1900 se había acabado, exceptuando el caso de un lobo en un bosque lejano. Pues ocurre que ha reaparecido. Pero algunas enfermedades nuevas, ¿no son el efecto relativamente negativo de la mixtura de poblaciones? En 1920, África y Asia se comunicaban muy poco. De ahora en adelante hay tales mezclas de poblaciones, tales entrecruzamientos, que algunas patologías que estaban confinadas en ciertos lugares  se han diseminado probablemente en otros. Los caminos epidemiológicos son numerosos a causa de las multiplicaciones de las poblaciones y de sus mixturas.

¿No se va a asistir a un cambio de la biosfera que entrañaría forzosamente una vertiente patológica? ¿Se pueden prevenir las enfermedades emergentes?

No. Pero también hay enfermedades que son latentes. Uno de los últimos franceses en obtener el premio Nobel de medicina fue Charles Nicolle que mostró que el tifo era comunicado por el piojo, y sobre todo que había enfermos inaparentes. En algunas provincias de África las poblaciones sufren de estas afecciones silenciosas.

Y éstas no solamente son bien toleradas sino que además les permiten evitar otra patologías. Cuando estos individuos vienen a Europa o cuando los Europeos van a sus países, ninguno de los dos está preparado para ello; si una población nueva se mezcla con una población autóctona, el entrechoque va a provocar la emergencia de una patología. La patología es el signo de las mezclas poblacionales. Es lo negativo de lo positivo. Digo positivo porque no hay razón para que los individuos estén encerrados en su medio. Que los individuos puedan desplazarse, me parece ser la norma, pero unos están acostumbrados a esta especie de parasitismo mientras que otros no se beneficiarán de esta inmunización colectiva. Se puede seguir el mismo razonamiento para las intoxicaciones. Hay poblaciones que no están preparadas para ciertas intoxicaciones químicas.

Sí. Del entrechoque de estas poblaciones podrían nacer enfermedades nuevas. Es interesante para el filósofo. Existen pues relaciones entre la patología, la sociología y la geografía. Jean Bernard había reconocido ya la importancia de la geografía y de los medios. Ha existido tal cantidad de nichos patológicos que se comprende que la novedad pueda aparecer y emerger. Por lo demás, algunos microbios no están exentos de ciertas mutaciones, la patología puede pues también ser nueva. Toda patología tiene su historia porque está ligada a esas transformaciones objetivas.

¿Puede el enfermo aprender a descifrar su propia historia y participar en su curación?

En el plano psiquiátrico, Freud habría practicado un auto-análisis; pero a su pregunta yo contestaría que no lo creo. Cuando se está enfermo, un mediador es indispensable. Le agradezco mucho a Philippe Pignarre el haberme hecho caer en la cuenta de la importancia del objeto terapéutico. En presencia de un toxicómano el psicoanalista rehúsa recurrir a medicamentos como la metadona. Para él la medicación es contraria a la terapéutica. Pero la metadona es indispensable para tratar al toxicómano con el fin de llegar a sacarlo de su dependencia. Por tanto yo no pienso que se pueda curar sin recurrir a una medicación, es decir sin la materia medicans, lo que viene en auxilio del cuerpo. Todo remedio no es nunca mas que un equivalente del cuerpo. Por ejemplo, la morfina apacigua el dolor. De esta manera, Roger Guillemin, que obtuvo el premio Nobel, mostró que nuestro cerebro en estado normal secreta, en cantidades mínimas, opiáceos y que el cerebro es el primer órgano en querer calmar el dolor. Finalmente, si el opio y la morfina apaciguan el dolor es porque hay en nosotros trayectos opiáceos. Si es verdad que el medicamento es siempre el organismo concentrado y condensado, no creo que pueda haber curación sin pedir socorro a la mediación efectiva y por tanto al médico (medicación, mediación). Por consiguiente, autocurarse por auto-medicación o por la sola visita al médico, me parece que tiene que ver con un punto de vista falso.

Sobre todo que no tiene en cuenta el acto médico en su plenitud que es, además de un enfermo y de un médico, el medio material entre ellos para revigorizar al enfermo. Me molesta suprimir el mediador. Es preciso mandar, es necesario prescribir y formular la buena sustancia buscando evitar la polifarmacia, es decir la multiplicación de los remedios. No existe religión sin sacramentos. Hay un aspecto mágico-religioso y que necesita un sostén, un ritual.

De hecho, ¿a Ud. le gustaría que el médico de barrio jugara plenamente su papel? ¿Ocurre esto en nuestros días?

No. Hoy el médico de barrio sólo es un "enfermero superior". Es la vanguardia del centinela, y cuando se presenta una dificultad, él recurre al instrumentalista, y entonces aparece el hospital, los aparatos, los análisis, el laboratorio, las radiografías... El se desenvuelve más o menos, ve lo que es grave o no, y eso es todo. Consuela, se va y regresa. Existe pues una división del trabajo, funesto a mi modo de ver. El médico de barrio es demasiado pseudo-clínico centinela y no suficientemente científico porque no se le ha enseñado; y el otro es por así decirlo solamente científico. Sobre todo es necesario no quedar en manos de éste, porque si Ud. está enfermo no lo escuchará. Es verdaderamente la glaciación, es la tecnocracia en el sentido más aterrador del término. Y además, incluso si Ud. no está enfermo él lo enferma puesto que con los aparatos se descubre siempre alguna irregularidad.

En mi época yo no conocí esta división. Si el médico general estaba indeciso podía siempre consultar al que estaba en la facultad, que era un poco más sabio que él, pero no había entre ellos una diferencia de naturaleza. Actualmente, por un lado está el pobre médico que va y viene día y noche, y por el otro el "patrón" que posee el saber. Es demasiado pernicioso puesto que el uno no tiene suficientemente lo que es necesario, y el otro posee un exceso de lo que tiene. El primero, el médico general, frecuentemente no tiene tiempo y le falta una formación permanente, mientras que el otro está en posesión de un saber y de un poder que no sabe compartir.

Ud. sabe que se han reintroducido hoy las humanidades médicas en las facultades de medicina. Se constata por lo demás una agitación en el mundo de la edición. La historia de la medicina le interesa al público. ¿No le parece que el interés por la historia de las ideas médicas resucita?

Sin ninguna duda. Ud. percibe una agitación y eso me alegra. Ud. sabe cuál es mi tesis. Conviene acoplar la clínica y la instrumentación, evitar la distancia entre las dos. Pero la alianza podría ser facilitada, cimentada por la historia de la una y de la otra (la cultura médica precisamente). Interesarse por las evoluciones, comprender los cambios, captar la dialéctica inherente a la una y a la otra ayudaría al cruzamiento que nos parece ser la solución. Pero yo creo que, muy frecuentemente en medicina, se tiene que ver con un positivismo miope.

¿Quiere Ud. hablar del positivismo tecnológico?

Sí, en la medida en que los estudiantes son educados en ese sentido y que, por consiguiente, reproducen lo que han aprendido; y Francia es la primera víctima puesto que ella pierde su tradición clínica. También los anglo-sajones dominan la escena médica francesa. Tienen laboratorios farmacéuticos gigantes, medios fabulosos, poseen o están a punto de poseer el mapa del genoma, tienen la biotecnología que le es vecina. ¡La biología se ha industrializado a tal punto, el Anglo-Sajón es a tal punto predominante! Y Robert Debré ha sido de alguna manera el agente de la toma de conciencia de esta transformación; ha querido que el hospital francés evolucione también hacia un sistema científico, lo que es bueno bajo ciertos aspectos - ya se lo he dicho que yo no me opongo -, pero con límites.

Robert Debré ha transformado la medicina francesa porque ella estaba rezagada con respecto a sus rivales anglo-sajones; pero es esta empresa americana la que me parece que reina como amo exclusivo debido a las razones industriales que se han mencionado.
Desde el punto de vista enunciado, ¿su mirada sobre la medicina es más bien pesimista?

 
Existen dos movimientos que se combaten y en Francia uno de los dos aventaja al otro en demasía. Pienso que la tradición existe aún, pero yo estoy más bien enojado porque no se tiene suficientemente en cuenta todas nuestras ventajas.
Es extraño porque Ud. no quiere excluir ninguna tendencia. Por una parte admira las imagenología médica y el conjunto de las nuevas tecnologías médicas, y por otra parte reclama que el médico tenga una visión global, por tanto clínica, del cuerpo y de su enfermo. 


¿Ud. es pues un positivista humanista?

Sí. Así es. De un extremo al otro mantengo la misma observación. La instrumentación siempre ha merecido un lugar importante pues la medicina no puede ejercerse sin exámenes y aparatos. Pero por una parte el enfermo se comprueba como el más sensible adelantándose a las pruebas objetivas, y por otra parte la medicina implica tener en cuenta una situación a menudo compleja. ¡Imposible excluir el "cuerpo" y la antropología!

Finalmente, la expresión "positivismo humanista" me conviene sobre todo si recordamos que el fundador del positivismo, Auguste Comte, le interesó tanto el cuidado de la humanidad.

* París: Textuel, 1996.

Traducido por Luis Alfonso Paláu Castaño para el Seminario de Historia de las Ciencias de
la Vida, Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional de Colombia, Medellín,
Julio de 1998. Publicado en Sociología 24. Medellín: Universidad Autónoma
Latinoamericana, junio 2001.


Read more...

Formemos Red

Preferencias de los Lectores

Todos los Escritos

Rincón Poético

Seguidores