El mundo tal como yo lo veo

Por Albert Einstein

 Qué extraña suerte la de nosotros los mortales! Estamos aquí por un breve período; no sabemos con qué propósito, aunque a veces creemos percibirlo. Pero no hace falta reflexionar mucho para saber, en contacto con la realidad cotidiana, que uno existe para otras personas: en primer lugar para aquellos de cuyas sonrisas y de cuyo bienestar depende totalmente nuestra propia felicidad, y luego, para los muchos, para nosotros desconocidos, a cuyos destinos estamos ligados por lazos de afinidad. Me recuerdo a mí mismo cien veces al día que mi vida interior y mi vida exterior se apoyan en los trabajos de otros hombres, vivos y muertos, y que debo esforzarme para dar en la misma medida en que he recibido y aún sigo recibiendo.

Me atrae profundamente la vida frugal y suelo tener la agobiante certeza de que acaparo una cuantía indebida del trabajo de mis semejantes. Las diferencias de clase me parecen injustificadas y, en último término, basadas en la fuerza. Creo también que es bueno para todos, física y mentalmente, llevar una vida sencilla y modesta.

El mundo tal como yo lo veoNo creo en absoluto en la libertad humana en el sentido filosófico. Todos actuamos no solo bajo presión externa sino también en función de la necesidad interna. La frase de Schopenhauer «Un hombre puede hacer lo que quiera, pero no querer lo que quiera», ha sido para mí, desde mi juventud, una auténtica inspiración. Ha sido un constante consuelo en las penalidades de la vida, de la mía y de las de los demás, y un manantial inagotable de tolerancia. El comprender esto mitiga, por suerte, ese sentido de la responsabilidad que fácilmente puede llegar a ser paralizante, y nos impide tomarnos a nosotros y tomar a los demás excesivamente en serio; conduce a un enfoque de la vida que, en concreto, da al humor el puesto que se merece.

Siempre me ha parecido absurdo, desde un punto de vista objetivo, buscar el significado o el objeto de nuestra propia existencia o de la de todas las criaturas. Y, sin embargo, todos tenemos ciertos ideales que determinan la dirección de nuestros esfuerzos y nuestros juicios. En tal sentido, nunca he perseguido la comodidad y la felicidad como fines en sí mismos… llamo a este planteamiento ético el ideal de la pocilga. Los ideales que han iluminado mi camino y me han proporcionado una y otra vez nuevos valores para afrontar la vida alegremente, han sido Belleza, Bondad y Verdad. Sin un sentimiento de comunidad con hombres de mentalidad similar, sin ocuparme del mundo objetivo, sin el eterno inalcanzable en las tareas del arte y de la ciencia, la vida me habría parecido vacía. Los objetivos triviales de los esfuerzos humanos (posesiones, éxito público, lujo) me han parecido despreciables.

Mi profundo sentido de la justicia social y de la responsabilidad social han contrastado siempre, curiosamente, con mi notoria falta de necesidad de un contacto directo con otros seres humanos y otras comunidades humanas. Soy en verdad «viajero solitario» y jamás he pertenecido a mi país, a mi casa, a mis amigos, ni siquiera a mi familia inmediata, con todo mi corazón. Frente a todos estos lazos, jamás he perdido el sentido de la distancia y una cierta necesidad de estar solo… sentimientos que crecen con los años. Uno toma clara conciencia, aunque sin lamentarlo, de los límites del entendimiento y la armonía con otras personas. No hay duda de que con esto uno pierde parte de su inocencia y de su tranquilidad; por otra parte, gana una gran independencia respecto a las opiniones, los hábitos y los juicios de sus semejantes y evita la tentación de apoyar su equilibrio interno en tan inseguros cimientos.

Mi ideal político es la democracia. Que se respete a cada hombre como individuo y que no se convierta a ninguno de ellos en ídolo. Es una ironía del destino el que yo mismo haya sido objeto de excesiva admiración y reverencia por parte de mis semejantes, sin culpa ni mérito míos. La causa de esto quizá sea el deseo, inalcanzable para muchos, de comprender las pocas ideas a las que he llegado con mis débiles fuerzas gracias a una lucha incesante. Tengo plena conciencia de que para que una sociedad pueda lograr sus objetivos es necesario que haya alguien que piense y dirija y asuma, en términos generales, la responsabilidad. Pero el dirigente no debe imponerse mediante la fuerza, sino que los hombres deben poder elegir a su dirigente. Soy de la opinión que un sistema autocrático de coerción degenera muy pronto. La fuerza atrae siempre a hombres de escasa moralidad, y considero regla invariable el que a los tiranos de talento sucedan siempre pícaros y truhanes. Por esta razón, me he opuesto siempre apasionadamente a sistemas como los que hay hoy en Italia y en Rusia. Las causas del descrédito de la forma de democracia que existe hoy en Europa no deben atribuirse al principio democrático en cuanto tal, sino a la falta de estabilidad de los gobiernos y al carácter impersonal del sistema electoral.

El mundo tal como yo lo veoCreo, a este respecto, que los Estados Unidos han encontrado el camino justo. Tienen un presidente a quien se elige por un período lo bastante largo y con poder suficiente para ejercer adecuadamente su cargo. Por otra parte, lo que yo valoro en el sistema político alemán es que ampara mucho más ampliamente al individuo en caso de necesidad o enfermedad. Lo que es realmente valioso en el espectáculo de la vida humana no es, en mi opinión, el estado político, sino el individuo sensible y creador, la personalidad; sólo eso crea lo noble y lo sublime, mientras que el rebaño en cuanto tal, se mantiene torpe en el pensamiento y torpe en el sentimiento.

Este tema me lleva al peor producto de la vida de rebaño, al sistema militar, el cual detesto. Que un hombre pueda disfrutar desfilando a los compases de una banda es suficiente para que me resulte despreciable. Le habrán dado su gran cerebro sólo por error; le habría bastado con médula espinal desprotegida. Esta plaga de la civilización debería abolirse lo más rápidamente posible. Ese culto al héroe, esa violencia insensata y todo ese repugnante absurdo que se conoce con el nombre de patriotismo. ¡Con qué pasión los odio! ¡Qué vil y despreciable me parece la guerra! Preferiría que me descuartizasen antes de tomar parte en actividad tan abominable. Tengo tan alta opinión del género humano que creo que este espantajo habría desaparecido hace mucho si los intereses políticos y comerciales, que actúan a través de los centros de enseñanza y de la prensa, no corrompiesen sistemáticamente el sentido común de las gentes.

La experiencia más hermosa que tenemos a nuestro alcance es el misterio. Es la emoción fundamental que está en la cuna del verdadero arte y de la verdadera ciencia. El que no la conozca y no pueda ya admirarse, y no pueda ya asombrarse ni maravillarse, está como muerto y tiene los ojos nublados. Fue la experiencia del misterio (aunque mezclada con el miedo) la que engendró la religión. La certeza de que existe algo que no podemos alcanzar, nuestra percepción de la razón más profunda y la belleza más deslumbradora, a las que nuestras mentes sólo pueden acceder en sus formas más toscas… son esta certeza y esta emoción las que constituyen la auténtica religiosidad. En este sentido, y sólo en éste, es en el que soy un hombre profundamente religioso. No puedo imaginar a un dios que recompense y castigue a sus criaturas, o que tenga una voluntad parecida a la que experimentamos dentro de nosotros mismos. Ni puedo ni querría imaginar que el individuo sobreviva a su muerte física; dejemos que las almas débiles, por miedo o por absurdo egoísmo, se complazcan en estas ideas. Yo me doy por satisfecho con el misterio de la eternidad de la vida y con la conciencia de un vislumbre de la estructura maravillosa del mundo real, junto con el esfuerzo decidido por abarcar una parte, aunque sea muy pequeña, de la Razón que se manifiesta en la naturaleza.

Texto escrito en 1930. Publicado por primera vez en Forum and Century, vol. 84, p. 193-194,  nº 13 de la serie Forum, «Filosofías actuales». Incluido también en Living Philosophies (p. 3-7), Nueva York, 1931.


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El trabajo y su evolución


El Trabajo evolución  de  una  palabra  y  de  una  idea(1) Desde  que  existen  los  hombres,  el  trabajo  no  ha  dejado  de  llenar  la  vida  de  la  mayor parte  de  ellos.    No  sé  si,  como  lo  dice  el  Libro  de  Job  (V,7)  en  la  traducción  de  Saci,  "ellos  nacieron para  el  trabajo  como  el  pájaro  para  volar"  pero  todo  ocurre  como  si  el  viejo  poema  tuviese  razón.  Ahora  bien,  de  las  maneras  sucesivas  y  contradictorias  como  los  pueblos  (y  muy  particularmente los  pueblos  modernos)  han  apreciado,  según  los  tiempos,  los  lugares  y  las  circunstancias,  el trabajo  que  se  les  imponía,  o  que  ellos  se  imponían,  sólo  sabemos  cosas  fragmentarias,  inciertas y  sin  relaciones.    Incluso  no  conocemos  la  sorprendente  aventura  de  la  palabra  que  ahora empleamos  para  designar  el conjunto  de  nuestras  actividades  de  conquista  cotidiana. * *** Pues  en  verdad,  es  una  extraña  aventura  la  de  la  palabra  que  partiendo  del  sentido de  tortura  —tripaliare,  torturar  con  el  tripalium,  la  máquina  de  tres  pies—  sustituyó  en  el  curso  del siglo  XVI,  en  el  vocabulario  francés,  a  las  dos  viejas  palabras  usadas  anteriormente:  la  una, labourer  [arar,  labrar],  que  los  labradores  acaparaban  cada  vez  más  (en  espera  que  los  "trabajadores  de laboratorio"  le  volvieran  a  dar  algún  prestigio  intelectual);  la  otra,  ouvrer  [labrar,  fabricar,  obrar, trabajar]  que  no  serviría  mas  que  a  las  damas  patronas  en  sus  ouvroirs  [obradores,  talleres],  si  nuestros obreros  no  procedieran  siempre  de  ella.    Pero  el  trabajo  guardaba  aún  la  marca  en  el  siglo  XVII de  sus  orígenes.    A  veces,  continuaba  implicando  molestia,  agobio,  sufrimiento,  también humillación(2). Cuando  los  Solitarios  de  Port-Royal,  al  retomar  por  su  cuenta  la  tradición  de  las Ordenes  monásticas,  se  pusieron  a  buscar  algún  medio  de  penitencia  verdaderamente  eficaz  que pudiera  aportarles  toda  la  mortificación  requerida,  pensaron  inmediatamente  en  el  trabajo manual.    Y  se  vio  al  Sr.  Le  Maître,  "al  no  saber  que  inventar  para  humillarse  a  sí  mismo",  recurrir a  las  labores  del  campo,  cavar  la  tierra,  segar  los  trigos,  cosechar  el  heno  bajo  el  calor  del mediodía;  después,  dedicarse  nuevamente  al  estudio  tenaz  del  hebreo  que  él  devoraba”(3),al  salir de  esos  trabajos  manuales  que  juzgaba,  que  se  consideraba  en  su  entorno,  como  más mortificantes  que  penosos.    Pero  este  trabajo  del  espíritu  por  duro  que  fuera  no  era  penitencia.  El  Sr.  Le  Maître  no  tenía  por  qué  enrojecerse  por  ello.    Por  el  contrario,  “los  Solitarios  se ruborizaban  (y  después  se  acusaban  de  haber  enrojecido)  cuando  los  trataban  de  "rústicos" porque  algunos  de  ellos  se  habían  dedicado,  para  humillarse  más,  a  hacer  zapatos.    Y  Boileau creía  necesario  vengarlos  de  esos  sarcasmos  con  chistes”(4).   ¿No  se  estaba  por  lo  demás  en  la época  en  que  el  trabajo  degradaba,  en  el  sentido  estricto  de  la  palabra,  dado  que  el  noble  del campo  perdía  su  nobleza  si empuñaba  la  pala  del jardinero  o  la  mancera  del labrador? El  optimista  siglo  XVIII  trató  claramente  de  reaccionar,  y  si  no  de  ennoblecer,  al  menos  de  justificar  el  trabajo.    Pero  también  aquí  estamos  desprovistos.    Según  lo  que  yo conozco,  no  existe  ningún  trabajo  que  estudie  las  vicisitudes  de  la  idea  de  trabajo  en  el  siglo  de los  Fisiócratas  y  de  los  Economistas.    Y  sin  embargo  ¿cuántas  investigaciones  por  hacer  y  cuál evolución  por  reconstituir?    El  trabajo,  ese  sufrimiento:  es  aún  la  noción  de  Charles-Louis  de Secondat  de  Montesquieu,  Presidente  del  Parlamento  de  Bordeaux,  feliz  de  liberar  su  conciencia al  persuadirse  que  al  precio  de  pequeñas  ventajas,  de  "pequeños  privilegios"  como  él  dice,  "por muy  penosos  que  sean  los  trabajos  que  la  Sociedad  exige,  se  pueden  hacer  todos  con  hombres libres"(5).  El  trabajo,  ese  crédito:  es  ya  el  sentimiento  de  Denis  Diderot,  hijo  del  maestro cuchillero  de  Langres;  "las  fortunas  serán  legítimamente  repartidas  cuando  la  repartición  sea proporcional  a  la  industria  y  a  los  trabajos  de  cada  uno"  (a  los  trabajos,  y  todavía  no  al  trabajo).    La fórmula  no  se  ha  encontrado,  pero  comienza  ya  a  buscarse,  la  que  todos  los  "reformadores"  del siglo  XIX  van  a  proponer  a  sus  adeptos  para  resolver  el  problema  primordial,  el  problema  de  la repartición  de  los  productos  entre  Trabajo,  Capital  y  Talento.    Pero,  Capital,  la  palabra  no  es  aún del  siglo  XVIII.    El  trabajo  del  cual  hablaban  los  hombres  de  esa  época,  es  el  trabajo  del  labrador o  del  artesano;  el  trabajo  que  procura  el  pan  cotidiano  y  el  vestido,  pero  que  no  tiende  a  procurar la  riqueza;  el  trabajo  que  por  lo  demás  salva  al  trabajador  del  más  grande  de  los  vicios,  del  vicio que  engendra  todos  los  otros  según  la  vieja  tradición  cristiana:  la  ociosidad.    La  gran  revolución no  se  ha  cumplido,  aquella  que  señala  Michelet  en  el  admirable  (y  tan  poco  conocido)  Prefacio de  su  Historia  del  siglo  XIX  cuando  nos  muestra  a  la  Vieja  Inglaterra,  la  de  los  hombres  del  campo, esfumándose  en  un  cuarto  de  siglo  para  dar  lugar  "a  un  pueblo  de  obreros  encerrado  en  las manufacturas".    Trabajadores  del  siglo  XVIII,  trabajadores  de  los  oficios,  de  esos  oficios  a  los cuales  se  asoman,  curiosamente,  los  Enciclopedistas  y  de  los  cuales  hacen  revivir,  en  sus admirables  planchas,  el  ingenioso  utillaje  y  la  libre  labor.    Y  es  necesario  anotarlo,  pues  no  se hace:  no  se  puede  hacer  una  Historia  del  Trabajo  sin  hacer  al  mismo  tiempo,  la  historia  de  los medios  de  trabajo,  la  historia  de  las  herramientas,  la  historia  de  las  técnicas.    Sin  contar,  desde que  se  aborda  el  siglo  XIX,  la  marcha  conquistadora  de  la  máquina  y  de  la  "fábrica"(6)  asociadas.  Con  todas  sus  consecuencias,  todas  sus  repercusiones  humanas... De hecho,  tan  pronto  como  a  comienzos  del  siglo  XIX  toda  una  literatura  histórica, económica  y  social  comenzó  a  inquietarse  con  lo  que  hoy  denominamos  los  problemas  del trabajo,  fue  siempre  con  la  idea  de  pobreza,  de  miseria,  de  explotación  que  los  hombres  de  esa época  asociaron,  en  sus  libros  y  a  la  vez  en  sus  preocupaciones,  la  idea  de  trabajo.    Ya  se  trate  de Buret  inquietándose  en  1840  De  la  Miseria  de  las  Clases  Laboriosas  en  Inglaterra  y  en  Francia,  de  Boyer tratando  en  1841  Del  Estado  de  los  obreros  y  de  su  mejoramiento  por  la  organización  del  trabajo,  de  Michel Chevalier  escribiendo  en  1848  sus  Cartas  sobre  la  organización  del  trabajo  o  estudios  sobre  las  principales causas  de  la  miseria,  o  de  veinte  escritores  más  que  publican  en  ese  tiempo,  con  títulos  parecidos, libros  análogos:  trabajo  y  pauperismo,  "Clases  laboriosas"  y  "Clases  que  sufren"  (son  los  títulos de  dos  artículos  sucesivos  de  Cochut  en  la  Revue  des  Deux  Mondes,  de  1842);  siempre  por  todas partes,  miseria,  trabajo,  organización  y  caridad  se  encuentran  asociados  en  la  pluma  de  los investigadores  sociales  más  diversos  y  más  opuestos. Sin  embargo  los  teóricos  reaccionan  y  se  esfuerzan  por  devolver  la  honra  al  trabajo.  Devolverle  sus  derechos  y  definírselos.    Pero  primero,  de  maldición  que  agobia  a  los  infelices,  y sólo  a  los  desgraciados,  transformarlo  en  un  verdadero  deber  social  obligatorio  para  todos:  en deber  amable,  lo  que  lo  rehabilita  tanto  como  esa  primera  promoción.    El  trabajo  "es  odioso  en civilización  por  la  insuficiencia  de  salario,  por  la  inquietud  de  que  falte,  la  injusticia  de  los patrones,  la  tristeza  de  los  talleres,  la  larga  duración  y  la  uniformidad  de  las  funciones".    Así escribe  Fourier,  a  quien  Cabet  inmediatamente  le  replica:  "Cada  uno  tiene  el  deber  de  trabajar  el mismo  número  de  horas  por  día,  según  sus  medios,  y  el  derecho  de  recibir  una  parte  igual,  según sus  necesidades,  de  todos  los  productos".    Así  planteado,  "es  general  y  obligatorio  para  todos".  Se  lo  eleva  a  la  dignidad  de  "función  pública".    Se  cumple  en  los  grandes  talleres  y  allí  se  lo  hace lo  más  atractivo  posible,  corto  y  facilitado  por  las  máquinas. Desde  entonces  no  es  nada  sorprendente  que,  finalmente,  las  clases  laboriosas  hayan conquistado  el  derecho  a  la  Historia,  porque  ellas  eran  obreras  y  ya  no  porque  fueran  miserables.  Les  llegó  una  dignidad  que  comienza  a  serles  envidiada  por  todas  partes.    Anteriormente  el epíteto  de  artesano,  el  epíteto  de  labrador  era  "vil".    "Los  artesanos  —escribía  el  viejo  Loyseau en  su  Tratado  de  los  Ordenes  en  1613—  los  artesanos  son  propiamente  mecánicos  y  reputados como  personas  viles";  y  de  hecho,  añadía,  "llamamos  comúnmente  mecánico  a  lo  que  es  vil  y abyecto".    ¿Y  a  los  labradores?    Por  supuesto;  "no  hay  vida  más  inocente  que  la  suya,  ni  de  mayor provecho  según  natura";  pero  ¿qué?    En  Francia  "son  tan  rebajados,  es  decir  oprimidos,  son  a tal  punto  considerados  como  personas  viles  que  uno  se  sorprende  al  ver  que  aún  existen  para alimentarnos".    1613.    Pero  tres  siglos  más  tarde  ¿a  quién  se  alaba  con  el  título  de  trabajadores?  Existen  los  de  la  pluma  si  existen  los  del  cepillo  de  carpintería.    Y  los  muchachos  de  fuertes bíceps,  que  sostienen  la  mancera  de  la  carreta,  horadan  el  surco,  siegan,  secan  el  heno,  o  en  sus viñedos,  sobre  la  abrupta  pendiente  no  dejan  de  subir  la  cuesta  que  siempre  baja,  se  sorprenden al  escuchar  al  escritor  en  vacaciones,  al  pedagogo,  al  músico,  al  cantante,  al  comediante,  hablar de  su  "trabajo",  es  decir  de  las  reivindicaciones  de  los  Trabajadores  Intelectuales;  o  de  los Trabajadores  del  Espectáculo  en  el  Sindicato  al  cual  él  pertenece  como  un  trabajador  carga ladrillos  de  los  trabajos  pesados.    Es  memorable  esa  frase  que  nos  cuenta  Jules  Renard  en  su Journal  de  1901  (p.  690):  "Ella  está  muy  feliz  —dice  un  marido  de  su  mujer—  al  hacer  un  trabajo que  se  ve.   Yo  trabajo  más  que  ella  y  ¡no  se  ve!". Sin  embargo,  el  Collège  de  France,  fiel  a  su  misión  cuatro  veces  secular,  creaba  en 1907  la  primera  cátedra  de  Historia  del  Trabajo  que  se  haya  visto  funcionar  en  Francia;  se  le confiará  a  Georges  Renard  primero  y  luego  a  François  Simiand;  y  la  dificultad  para  estos maestros  radicará  en  definir  el  sentido  de  una  palabra,  trabajo,  que  amenazaba  con  abarcar  a  todos los  hombres  —y a todas las mujeres— de nuestras sociedades  contemporáneas.    Pues  un  hombre de  mi  edad  ha  visto  con  sus  propios  ojos,  entre  1880  y  1940,  cumplirse  la  gran  decadencia  del hombre  que  no  hace  nada,  del  hombre  que  no  trabaja,  del  ocioso  rentista;  y  que  comience  — (con  el  retraso  conveniente)—  el  descrédito  de  la  mujer  "sin  profesión".    Rentistas  hoy  (quiero decir  hombres  que  tienen  el  coraje  cívico  de  calificarse  como  tal)  no  se  cuentan  mas  que  dos  por cada  cien  franceses.    No  mucho  más  que  lo  que  se  cuenta  en  nuestro  país  de  nómadas,  detenidos, hospitalizados. Así  acaba  el  ciclo.    Se  parte  del  trabajo-tortura  para  llegar  (al  menos  si  se  cree  en  los vocablos  optimistas)  al  trabajo  en  el  goce,  ese  hijo  del  "trabajo  atractivo"  soñado  y  descrito  por nuestro  viejo  Fourier.    Se  parte,  o  más  modestamente,  se  debería  partir  pues  nada  de  todo  esto se  ha  hecho.    Toda  esta  evolución  está  por  precisarse,  por  fijarse  en  detalle.    Cuando  se  haya cumplido  esta  labor  necesaria,  nos  podremos  jactar  de  haber  realizado,  con  la  ayuda  de  una  sola palabra,  un  bello  corte  de  historia  psicológica  y  social  a  través  de  cuatro  siglos  de  historia francesa. * *** De  ese  corte  preciso  y  detallado,  sólo  podemos  pues  dar  hoy  un  esquema excesivamente  simplificado  dada  la  ausencia  de  estudios  serios  y  avanzados.    El  trazado  en  forma de  dientes  de  sierra  tal  como  resultaría  directamente  de  los  hechos,  debemos  sustituirlo,  por  el momento,  por  el  gran  rasgo  corriente  y  regular  de  una  media  completamente  aproximativa.    Con ella  se  consuela  el  economista.    Su  hermano  enemigo,  el  historiador,  se  declara  ante  ella naturalmente  afligido. Esto  se  debe  a  que  nada  de  lo  que  atañe  al  hombre  es  simple.  Y  para  tomar  un  solo ejemplo,  pero  que  nos  sea  familiar,  si  observamos  muy  especialmente  de  cerca  la  evolución  de las  ideas  engendradas  por  la  actividad  laboriosa  de  los  hombres,  en  el  momento  preciso  en  que trabajo  comienza  a  cambiar  su  sentido  mal  afamado  de  tortura  por  el  sentido,  por  lo  menos  más elevado,  de  ocupación  laboriosa,  constatamos  que  entonces  los  hombres  del  siglo  XVI,  los hombres  del  Renacimiento,  esos  precursores,  trataban  precisamente  de  llevar  a  cabo  una rehabilitación  vigorosa  del  trabajo  manual,  una  exaltación  del  hombre  que  gana  su  pan  con  el sudor  de  su  frente(7).   A  Rabelais,  que  levanta  rápidamente  el  croquis  de  Frère  Jean,  el  monje paradójico  que  nunca  ha  sido  ocioso,  que  siempre  trabaja  con  sus  manos  y  que,  incluso  en  el coro,  durante  la  salmodia,  ocupa  sus  dedos  en  fabricar  cuerdas  de  ballesta,  en  pulir  dardos,  en hacer  redes  y  trampas  para  conejos(8),le  responde  el Ronsard de  las  Odas  (III,  IV): Je  hais  les  mains  qui sont  oisives; Qu'on  se  depeche  vitement! Là  doncq,  ami,  de  corde  neuve Ranime  ton  luc  endormi...(*) Al  profundizar  la  investigación  percibiríamos  cosas  extrañas:  por  ejemplo,  que  la burguesía  laboriosa  de  esa  época  no  se  dirige  solamente,  en  nombre  de  su  labor,  contra  la ociosidad  monacal  sino  también  contra  la  ociosidad  nobiliaria.    Hubo  allí  toda  una  ofensiva  que sería  tentador  trazar  si  se  tuviera  ratos  de  ocio  para  hacerlo.    Detrás  de  los  voceros  líricos  del siglo  —es  un  signo  en  todo  caso—  se  ven  aparecer,  movilizados  por  el  mismo  motivo,  a  los teólogos,  esos  jefes,  esos  guías,  esos  amplificadores. Así  como  es  laborioso  y  no  ocioso  a  la  manera  del  Dios  de  Aristóteles,  el  Dios  de  la tradición  judeo-cristiana,  así  también  son  laboriosos,  y  laboriosos  con  sus  manos,  esos  héroes  de los  Dos  Testamentos  de  los  cuales  se  conoce  el  constante  valor  de  ejemplo  y  de  referencia  en ese  entonces.    ¿No  era  Jesús  mismo  un  "trabajador  manual"  albañil  o  carpintero  como  su  padre José?    Y  en  cuanto  a  sus  discípulos  los  apóstoles,  incluso  si  ellos  no  aprobaban  la  amarga afirmación  del  Eclesiastés  (IX,10):  "Todo  lo  que  tu  mano  encuentre  para  hacer  con  tu  fuerza  hazlo, pues  no  hay  ni  obra,  ni  pensamiento,  ni  ciencia,  ni  sabiduría  en  la  compañía  de  los  muertos  a donde  tu  vas",  no  por  ello  dejaban  de  cumplir  con  resignación  su  dura  vida  de  pescadores  o  de artesanos.   Para  ejemplo  de  hombres  que,  más  que  nunca,  se  referían  a  ellos  y  a  sus  enseñanzas. Todo  esto  retomado,  vuelto  a  decir  por  la  voz  que  tuvo  sin  lugar  a  dudas  —con  la de  Platón—  la  más  grande  audiencia  de  todas  entre  los  franceses  del  Renacimiento:  la  voz  del apóstol  Pablo,  que  enseñaba  a  los  Tesalonicenses  que  sólo  el  trabajo  asegura  al  obrero  su dignidad  y  su  independencia,  que  la  mejor  alabanza  es  la  de  "no  haber  comido  gratuitamente  el pan  de  nadie"  y,  finalmente,  que  aquél  que  no  trabaja  no  come(9).   Pero  Platón,  por  su  lado,  la otra  gran  luz  del  siglo,  el  Platón  de  la  República,  no  concebía  ciudadano  sin  función  ni  trabajo(10).  Y cuando  Jean  Calvino  vino  a  establecerse  a  Estrasburgo  debió  inscribirse  en  los  registros  de  la corporación  de  talladores  y  se  felicitó  sin  duda  de  ese  acuerdo  entre  la  ley  de  la  Ciudad  y  la  de  la Ciudad platónica,  interpretada  a  través  de  las  enseñanzas  de  Pablo(11). Así  se  explica  que  en  el  siglo  XVI  una  especie  de  ola  de  fondo  haya  sacado  a  luz  el culto,  la  glorificación  del  trabajo  manual.    Recordemos  al  viejo  Platter,  autodidacta  de  genio,  a quien  sus  discípulos  debían  ir  a  buscar,  en  Basilea,  a  su  taller  de  cordelero  para  que  viniese  con su  gran  delantal  y  sus  rudas  manos  callosas  a  enseñarles  hebreo;  pero  él  no  era  el  único  que  en ese  tiempo  heroico  cumplía  el  voto  que  formula  en  la  Verdad  oculta  ante  cien  años  (1533),  la  Dama Verdad en  persona: Peuple,  laboures  loyaument De  tes  mains,  vivant  justement... Ainsi l'apostre  nous  instruict Qui besognoit  et  jour  et  nuict...(*) San  Pablo,  Platón;  había  aún  algo  más  que  el  historiador  de  la  noción  de  trabajo debería  sacar  aquí  a  plena  luz:  la  voz  de  todo  un  siglo,  piadoso  aún  y  profundamente  cristiano, profundamente  ansioso  de  verdad  cristiana,  pero  que  ya  no  se  remite  a  la  Providencia  para  que ella  asegure  su  sustento,  y  que,  dando  deliberadamente  la  espalda  a  la  lección  franciscana  y  al Pobre  de  Asís,  se  dejan  caer  en  masa  en  las  seducciones  del  capitalismo  naciente,  plantea  el trabajo  como  la  ley  suprema  del  hombre,  que  lucha  por  gobernar  la  suerte  y  captar  la  riqueza:  el trabajo  que  hace  vivir,  que  permite  que  se  gane,  que  permite  dominar. * *** Solamente  punto  de  acción  sin  reacción.    En  el  mito  del  Político  —el  mito  que  Platón retomará  en  el  libro  IV  de  las  Leyes—  la  esfera  del  mundo  se  mueve  alternativamente  en  un sentido  y  en  el  otro.    Esta  es  la  edad  de  oro,  la  edad  de  Cronos:  ni  ciudad,  ni  familia,  ni  agricultura, ni  trabajo;  sólo  la  contemplación  aproxima  el  hombre  a  los  Dioses.    Luego  es  la  edad  de  Zeus: leyes,  invenciones,  todo  el  esfuerzo  de  una  labor  paciente  y  dolorosa.    En  el  siglo  XVI  existen aquellos  que  siguen  a  Zeus.    Pero  frente  a  estos  existen  también  los  Saturnianos  retrasados,  que protestan  y  que  no  entienden  —de  acuerdo  con  la  tradición  griega  y  romana—  que  un  labrador inoportuno  y  grosero  les  perturbe  en  su  serenidad  de  contemplativos.    Esos  aristócratas, detentadores  del  saber  griego  y  latino,  reproducen  en  ellos  la  altivez  de  los  viejos  maestros, ociosos  con  sus  manos,  puesto  que  el  esclavo  trabajaba  para  ellos.    Y  son  ellos  los  que  inauguran el  menosprecio  por  los  artesanos,  los  obreros,  los  mecánicos  como  decían  ellos.    Ellos,  desde  lo alto  de  su  Thesaurus  y  de  sus  Canciones(*).   Tendrán  una  larga  progenitura.    De  Erasmo,  a  través  de los  Colegios  de  los  Jesuitas,  alcanzarán  los  Colegios  de  la  Universidad  Imperial,  luego  los Colegios  Reales  de  la  Restauración.    Los  últimos  de  estos  no  mueren  antes  del  fin  mismo  del siglo  XIX. Con  un  sólo  ejemplo  se  ve  cuánto  en  realidad  puede  y  debe  ser  complicada  la  curva muy  sumaria  de  los  promedios,  tal  como  la  hemos  reproducido  y  comentado,  por  la  labor paciente  del  historiador  si  se  quiere  alcanzar  lo  que  sólo  importa:  los  mil  matices  cambiantes,  las mil  variaciones  de  la  vida  histórica,  los  mil  encuentros  de  corrientes  distintas.    Hasta  el  presente el  historiador  no  ha  cumplido  con  esta  labor.    Este  magnífico  tema,  la  historia  moderna  de  la idea  de  trabajo,  la  historia  de  la  idea  de  trabajo  desde  que  en  Francia  la  palabra  Trabajo  sirve  para designarla,  nadie  se  ha  preocupado  aún  por  tratarlo.    Y  nosotros  nos  debemos  provisionalmente contentar  con  hacer  más  o  menos  lo  que  debió  hacer  Simiand  para  construir  las  curvas  de  su historia  de  los  precios:  utilizar  los  datos,  a  menudo  inexactos,  siempre  insuficientes  debido  a recopilaciones  sin  exigencias  críticas.    La  curva  cómoda,  fácil  y  sin  rigor  con  la  que  somos reducidos  a  contentarnos  traduce  al  menos  la  tendencia,  el  trend  como  dicen  nuestros economistas  usando  una  palabra  inglesa.    Y  la  tendencia  es  clara.    Trabajo,  dura  ley.    Pero  nada impedirá  al  hombre  trabajar,  luchar  para  que  él  se  vuelva  un  día  la  dulce  ley  del  mundo.    Desde ahora  se  trabaja  para  eso.    Y  se  ayuda  precisamente  de  las  técnicas  que  inventa,  técnicas  que, como  se  ve,  tenemos  razón  de  unir,  para  el  estudio  y  para  la  discusión,  con  la  noción  misma  de trabajo,  y  con  su  historia. Medellín,  Abril 24-25/1990. [traducido  por  Luis  Alfonso  Palau  para  todos  los  que  no  escapan  a  la  magia  del Renacimiento] Revisado  para  la  sesión  virtual de  “anarqueología  de  los  medios  técnicos”  del mes  de noviembre  de  2022. (*)  Esta  palabra  aparece  en  el  texto  en  español  [N.  del  T.] 


Notas


)   Journal  de  psychologie  normale  et  pathologique.   Enero-marzo  1948.    pp.l9-28. (2)    La  palabra  trabajo  es  empleada  aún  en  pleno  siglo  XVII  y  por  buenos  autores,  en  el  sentido  de fatiga:  "Calamus  había  subido  a  un  caballo...,  pero  no  pudiendo  soportar  el  trabajo,  se  hizo  llevar  en una  litera".    También  (en  Bossuet):  "La  Iglesia  por  los  piadosos  trabajos  que  siente  por  los moribundos...".    El  sentido  aquí  es  de  inquietud,  solicitud.    Cfr.  Brunot.    Histoire  de  la  Langue française, t.VI, IIª  parte,  fasc.  I, p.1349. (3)    Cfr.  Sainte-Beuve.    Port-Royal,  I, p.392.  Cfr. también  III, p.322. (4)    Sainte-Beuve.    Ibid.    t.I,  p.500.    A  un  Jesuita  que  sostenía  que  hasta  Pascal  había  hecho  zapatos: "Yo  no  sé...   Pero  convenid  mi  R.  P.  que  él  os  ha  dado  excelentes  botas  [os  ha  propinado  famosas estocadas]"    [Juego  de  palabras.    N.  del  T.]. 


(5)    Espíritu  de  las  Leyes,  libr.  XV,  cap.8.    El  capítulo  se  titula:  Inutilidad  de  la  Esclavitud  entre  nosotros.  "Se  puede  con  la  comodidad  de  las  máquinas  suplir  el  trabajo  forzado  que  en  otra  parte  se  obliga  a hacer  a  los  esclavos".    Pero  sobre  esas  máquinas  precisamente,  ver  un  curioso  texto  del  mismo Montesquieu  que  debe  añadirse  al  excelente  esbozo  de  Marc  Bloch  sobre  El  Molino  de  Agua,  en  los Annales  d'Histoire  Economique  et  Sociale  (t.  VII,  p.538):  "Si  los  molinos  de  agua  no  estuviesen establecidos  por  todas  partes,  yo  no  los  creería  tan  útiles  como  se  dice  porque  ellos  han  hecho inactivos  una  infinidad  de  brazos,  han  privado  a  mucha  gente  del  uso  de  las  aguas  y  han  hecho perder  la  fecundidad  a  muchas  tierras"  (Espíritu  de  las  Leyes,  XXIII,  cap.15).    También  esta  nota  de Montesquieu  (Espíritu,  XXIII,  cap.28):  "El  clero,  el  príncipe,  las  ciudades,  los  grandes,  algunos ciudadanos  principales  se  han  vuelto  insensiblemente  propietarios  de  todo  el  condado;...el  hombre de  trabajo  no  tiene  nada". (6)   Habrá  lugar  de  hacer  la  historia  de  esta  expresión.


(7)    Buenas  reflexiones  a  este  respecto  en  el  libro  de  Victor  Monod,  El  problema  de  Dios  y  la  Teología cristiana  desde  la  Reforma,  Estudio  Histórico  (Tesis,  Fac.  libre  de  Teología,  Montauban),  1910.  Recojo  de  la  Dedicatoria  de  Jacques  Peletier  en  El  arte  Poético  de  1557  este  texto  significativo:  "Un hombre  bien  nacido  no  debe  tener  muchas  ocupaciones  que  secunden  las  unas  a  las  otras". (8)    (Gargantua, XI) (*)  [traducción  tentativa]:  Odio  las  manos  que  están  ociosas;/    Movámonos  rápidamente!/    Eh!  tu, amigo,  de  cuerda  nueva  /  Reanima  tu  (luc)  adormecido...  [N.  del  T.] 


(9)    IIa  Tesalonicenses, III, 8  y  10. (10)  Hablamos  del  Platón  de  la  República.    Pero  nosotros  no  olvidamos  que  Plutarco,  en  la  Vida  de Marcelo,  XIV,  5,  relatando  la  condena  que  oponía  Platón  a  los  hombres  como  Eudoxio  o  Arquitas, quienes  pretendían  construir  instrumentos  para  resolver  problemas  difíciles  de  geometría,  escribe que  Platón  se  indignaba  con  la  pretensión  de  ellos  de  resolver  dificultades  intelectuales  recurriendo a  objetos  "confeccionados  laboriosa  y  servilmente  por  la  mano". (11)  De  allí  el  capítulo  De  artificiis  de  Thomas  More  (Liber  Secundus,  ed.  Marie  Delcourt,  Paris,  Droz, 1936,  pp.112  ss.),  capítulo  en  el  cual  More  habla  de  magistrados  encargados  de  cuidar  que  nadie permanezca  sin  trabajo,  que  ejerza  concienzudamente  su  oficio  y  consagre  a  él  tres  horas  en  la mañana y tres horas en la tarde.    Con libertad  de  trabajar  aún  en  sus  horas  libres  si  ellos  lo  deseaban. (*)  [traducción  tentativa]:  Pueblo,  labora  lealmente/  Con  tus  manos,  viviente  con  justicia.../  Así  nos instruye  el  apóstol  /  Quien  trabaja  día  y  noche...    [N.  del  T.] 


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La Civilización Mundial

 Tres ciudades, tres territorios, tres culturas que explican la civilización mundial, la humana. Atenas es el verbo, el espíritu, el mito la luz, el fuego, la geometría, es la ciudad rodeada por el mar, por el agua. Jerusalén es el código, el signo, el escrito, es el tiempo, es el contenido o continente, es la ciudad en el desierto. Atenas es mito. La otra ciudad es Roma, es la ciudad de la piedra, del objeto, es piedra, es la escultura, es el gesto que produce el cuerpo, es el rito, es el oro. Es tinieblas en sus tumbas y sus cuevas, en sus huellas están los sentidos como por ejemplo en las pisadas. Todas tres si se las sabe mezclar producen un buen entendimiento, un buen conocimiento. Es como el trabajo del panadero que con su amasar pliega aquí y allá, y así vuelve a comenzar y a repetir para sacar lo mejor. Arlequín es otro buen ejemplo para decir lo múltiple y no lo único de una razón. 


Acá pongo, transcribo una página 48 del libro Roma de Michel Serres en su traducción inédita de Luis Alfonso Paláu y que describe los renglones dichos arriba:


Hoy me parece tocar, por una experiencia, lo que se puede llamar la encarnación. Roma no es del verbo como Atenas, ella no es del libro, del soplo o del escrito como Jerusalén. Inversamente, ella no es del agua como la primera, ni del desierto cómo la segunda. Roma es dura y bestia cómo la piedra, negra como las entrañas de una piedra, nunca transparente como la pirámide o el tetraedro de la epifanía griega, nunca multiplicada cómo la interpretación hebraica sobre el espacio blanco del desierto. Jerusalén es lo ligera y dútil como cien mil signos, Atenas vuela entorno al logos, Roma es pesada. Ella gaguea, balbucea, hace el gesto, nunca sabe. Ella es del rito, no del mito. El cuerpo tiene el bastón, tras el templo y los puntos, no sabe por qué. El judío sabe escribir siete veces por qué; el Griego puede decirlo once veces también. Mi cultura judeogriega es tan ligera que yo puedo llevarla más allá del mar, más allá del desierto.

 

Ella vuela como la lengua y cómo la escritura. Es del logicial. Roma está en su gesto y en su cuerpo, cuando el signo de detiene o se hará. Ella es lo material. Su mano es tan segura como es rápida la boca griega o como estalla en red la complejidad judía. Roma no puede estar por fuera de Roma como Atenas estuvo por fuera de sí, como Jerusalén nunca ha  dejado de estarlo. Roma está en Roma entera y siempre en sus muros. 


Atenas es espíritu, Jerusalén es signo y Roma es objeto. Res. Res pública, a veces B, Brutus, Bruto, lleva consigo un cornejo en cuyo interior está el oro para ofrecerlo al dios Apolo en Delfos. Es el enigma de Roma y es su solución.


Yo creo comprender, pero eso no es nada; yo creo en la actualidad tocar el objeto. Yo lo veo construido, yo veo cómo fue construido. Rudo, graneado, grosero, gestualmente rígido. Pero yoblobhe sabido siempre porque yo viví besa experiencia. Mi padre, sin cultura, como se dice, sin embargo me ha legado todo lo que en mí vive de cultura, es decir, todo lo que vive en mí y rechaza la muerte; mientras que el discurso llamado cultural nunca me ha enseñado más que algunas frivolidades. 


Si tú me das un signo o una palabra, sobre todo un sentido claro o una teoría diáfana, tú me das un contenido que tiene todo en su continente, una bolita de vidrio o una bola de cristal. En un instante, yo sé, yo no he recibido más que un minuto o un destello. Ello puede ser bello y grande, ello no llena mi tiempo. Sobre todo, eso no puede producir un tiempo, eso no hace aún buena historia. He recibido de mi padre pedazos de piedra, el era picapedrero; yo recibí de él trancoso de fresa, él era labrador. Yo recibí de él arenas y casquijos, duros y negros. Del neolítico hasta mi muerte, esas cosas almacenadas permanecen por comprenderse. 


Seguramente es bueno aprender lo que se puede comprender, pero de vive de lo que no se puede comprender, pero se vive de lo que no de ha comprendido aún. Es esto, en el sentido literal, llevar consigo símbolos, esos guijarros quebrados, esas teseras.


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