Las Heterotópias
Por Daniel Defert
<Fragmento del librito de Daniel Defert (presentador), Foucault: el cuerpo utópico, las heterotopías. París: Lignes, 2009. pp. 21-36>
Hay pues países sin lugar alguno e historias sin cronología. Ciudades, planetas, continentes, universos cuya traza es imposible de ubicar en un mapa o de identificar en cielo alguno, simplemente porque no pertenecen a ningún espacio. No cabe duda de que esas ciudades, esos continentes, esos planetas fueron concebidos en la cabeza de los hombres, o a decir verdad en el intersticio de sus palabras, en la espesura de sus relatos, o bien en el lugar sin lugar de sus sueños, en el vacío de su corazón; me refiero, en suma, a la dulzura de las utopías. No obstante, creo que hay —y esto vale para toda sociedad— utopías que tienen un lugar preciso y real, un lugar que podemos situar en un mapa, utopías que tienen un lugar determinado, un tiempo que podemos fijar y medir de acuerdo al calendario de todos los días. Es muy probable que todo grupo humano, cualquiera que éste sea, delimite en el espacio que ocupa, en el que vive realmente, en el que trabaja, lugares utópicos, y en el tiempo en el que se afana, momentos ucrónicos.
He aquí lo que quiero decir: no vivimos en un espacio neutro y blanco; no vivimos, no morimos, no amamos dentro del rectángulo de una hoja de papel. Vivimos, morimos, amamos en un espacio cuadriculado, recortado, abigarrado, con zonas claras y zonas de sombra, diferencias de nivel, escalones, huecos, relieves, regiones duras y otras desmenuzables, penetrables, porosas; están las regiones de paso: las calles, los trenes, el metro; están las regiones abiertas de la parada provisoria: los cafés, los cines, las playas, los hoteles; y además están las regiones cerradas del reposo y del recogimiento. Ahora bien, entre todos esos lugares que se distinguen los unos de los otros, los hay que son absolutamente diferentes; lugares que se oponen a todos los demás y que de alguna manera están destinados a borrarlos, neutralizarlos o purificarlos. Son, en cierto modo, contra-espacios. Los niños conocen perfectamente dichos contra-espacios, esas utopías localizadas: por supuesto, una de ellas es el fondo del jardín; por supuesto, otra de ellas es el granero o, mejor aun, la tienda de indio levantada en medio de él; o bien, un jueves por la tarde*, la cama de los padres. Pues bien, es sobre esa gran cama que uno descubre el océano, puesto que allí uno nada entre las cobijas; y además, esa gran cama es también el cielo, dado que es posible saltar sobre sus resortes; es el bosque, pues allí uno se esconde; es la noche, dado que uno se convierte en fantasma entre las sábanas; es, en fin, el placer, puesto que cuando nuestros padres regresen seremos castigados.
A decir verdad, esos contra-espacios no sólo son una invención de los niños; y esto es porque, a mi juicio, los niños nunca inventan nada: son los hombres, por el contrario, quienes susurran a aquéllos sus secretos maravillosos, y enseguida esos mismos hombres, esos adultos se sorprenden cuando los niños se los gritan al oído. La sociedad adulta organizó ella misma, y mucho antes que los niños, sus propios contra-espacios, sus utopías situadas, sus lugares reales fuera de todo lugar. Por ejemplo, están los jardines, los cementerios; están los asilos, los burdeles; están las prisiones, los pueblos del Club Mediterranée y muchos otros.
Pues bien, yo sueño con una ciencia —y sí, digo una ciencia— cuyo objeto serían esos espacios diferentes, esos otros lugares, esas impugnaciones míticas y reales del espacio en el que vivimos. Esa ciencia no estudiaría las utopías —puesto que hay que reservar ese nombre a aquello que verdaderamente carece de todo lugar— sino las hetero-topías, los espacios absolutamente otros. Y, necesariamente, la ciencia en cuestión se llamaría, se llamará, ya se llama, la “heterotopología.”
Pues bien, hay que dar los primeros rudimentos de esta ciencia cuyo alumbramiento está aconteciendo. Primer principio: probablemente no haya una sola sociedad que no se constituya su o sus heterotopías. Ésta es una constante en todo grupo humano. Pero, a decir verdad, esas heterotopías pueden adquirir, y de hecho siempre adquieren formas extraordinariamente variadas. Y tal vez no haya una sola heterotopía en toda la superficie del globo o en toda la historia del mundo, una sola forma de heterotopía que haya permanecido constante. Quizás podríamos clasificar las sociedades según las heterotopías que prefieren, según las heterotopías que constituyen. Por ejemplo: las sociedades llamadas primitivas tienen lugares privilegiados o sagrados, o prohibidos —al igual que nosotros, de hecho—; pero esos lugares privilegiados o sagrados por lo general están reservados a individuos, si ustedes quieren, en “crisis biológica”. Hay recintos especiales para los adolescentes en el momento de la pubertad; los hay reservados a las mujeres en su periodo menstrual; hay otros para las mujeres que están en parto.
En nuestra sociedad las heterotopías para los individuos en crisis biológica han prácticamente desaparecido. Noten que todavía en el siglo diecinueve había colegios para los muchachos, los cuales, al igual que el servicio militar, sin duda cumplían el mismo papel, pues era menester que las primeras manifestaciones de la virilidad se produjeran en otra parte. Y después de todo, en lo que concierne a las jóvenes, yo me pregunto si el viaje nupcial no era al mismo tiempo una suerte de heterotopía y de heterocronía, ya que no era posible que la desfloración de la joven se produjera en la misma casa en la que nació; dicha desfloración había de realizarse, de alguna manera, en ninguna parte.
Pero esas heterotopías biológicas, esas heterotopías si ustedes quieren de crisis, desaparecen paulatinamente para ser remplazadas por las heterotopías de desviación. Es decir que los lugares que la sociedad acondiciona en sus márgenes, en las áreas vacías que la rodean, esos lugares están más bien reservados a los individuos cuyo comportamiento representa una desviación en relación a la media o a la norma exigida. De ahí la existencia de las clínicas psiquiátricas; de ahí también, claro está, la existencia de las cárceles; a lo cual habría que añadir sin duda los asilos para ancianos, puesto que, después de todo, en una sociedad tan afanada como la nuestra, la ociosidad se asemeja a una desviación que, en este caso, resulta por lo demás una desviación biológica por estar asociada a la vejez la cual es, por cierto, una desviación constante, al menos para todos aquellos que no tienen la discreción de morir de un infarto tres semanas después de su jubilación.
Segundo principio de la ciencia heterotopológica: pues bien, durante el curso de su historia, toda sociedad puede reabsorber y hacer desaparecer una heterotopía que había constituido anteriormente, o bien organizar alguna otra que aún no existía. Por ejemplo: desde hace unos veinte años la mayoría de los países de Europa han intentado hacer que desaparezcan las casas de citas; con un éxito mitigado pues, como sabemos, el teléfono ha remplazado la vieja casa a la que iban nuestros ancestros por una red arácnida y mucho más sutil. Por lo contrario, el cementerio, que en nuestra experiencia actual corresponde al ejemplo más evidente de una heterotopía, es absolutamente el otro lugar. Pues bien, el cementerio no ha tenido siempre ese papel en la civilización occidental. Hasta el siglo XVIII, el cementerio estaba en el corazón de los poblados, dispuesto allí, en el centro de la ciudad, justo a un lado de la iglesia, y a decir verdad no se le atribuía ningún valor realmente solemne. Salvo en el caso de algunos individuos, el destino común de los cadáveres era simplemente ser arrojados a la fosa sin ningún respeto por los restos individuales. Ahora bien, de una manera muy curiosa, en el momento mismo en el que nuestra civilización se volvió atea, o al menos más atea, es decir a finales del siglo XVIII, nos pusimos a individualizar los esqueletos: desde entonces cada quien tuvo derecho a su cajita y a su pequeña descomposición personal. Y por otro lado, pusimos todos esos esqueletos, todas esas cajitas, todos esos féretros, todas esas tumbas y esas piedras fuera de la ciudad, en el límite de las urbes, como si se tratara al mismo tiempo de un centro y un lugar de infección y, de alguna manera, de contagio de la muerte. Pero no hay que olvidar que todo esto no sucedió sino en el siglo XIX, e incluso durante el curso del Segundo Imperio (es bajo Napoleón III, en efecto, que los grandes cementerios parisinos fueron organizados en los límites de las ciudades). También habría que citar —y aquí observaríamos en cierto modo una sobredeterminación de la heterotopía— los cementerios para tuberculosos: pienso en ese maravilloso cementerio de Menton en el que fueron inhumados los grandes tuberculosos que vinieron, a finales del siglo XIX, para descansar y morir en la Costa Azul.
Otra heterotopía.
Por lo general, la heterotopía tiene como regla yuxtaponer en un lugar real varios espacios que normalmente serían, o deberían ser incompatibles. El teatro, que es una heterotopía, hace que se sucedan sobre el rectángulo del escenario toda una serie de lugares incompatibles. El cine es una gran sala rectangular al fondo de la cual se proyecta sobre una pantalla, que es un espacio bidimensional, un espacio que nuevamente es un espacio de tres dimensiones. Vean ustedes aquí la imbricación de espacios que se realiza y se teje en un lugar como una sala de cine. Pero quizás el más antiguo ejemplo de heterotopía sea el jardín: el jardín, creación milenaria que ciertamente tenía una significación mágica en Oriente. El tradicional jardín persa es un rectángulo dividido en cuatro partes, las cuales representan las regiones del mundo, los cuatro elementos de los cuales éste se compone; y en el centro, en el punto en el que se unen esos cuatro rectángulos, había un espacio sagrado, una fuente, un templo; y alrededor de ese centro, toda la vegetación ejemplar y perfecta del mundo debía hallarse reunida. Ahora bien, si pensamos que los tapetes orientales están en el origen de las reproducciones de jardines (en sentido estricto, de los jardines de invierno), comprendemos el valor legendario de los tapetes voladores, de esos tapetes que recorrían el mundo. El jardín es un tapete en el que el mundo entero es convocado para cumplir su perfección simbólica, y el tapete es un jardín que se mueve a través del espacio. De hecho, ¿era un parque, o más bien un tapete, el jardín que describe el narrador de Las mil y una noches? Vemos que todas las bellezas del mundo se conjuntan en ese espejo. El jardín, desde la más remota Antigüedad es un lugar de utopía. Quizás tenemos la impresión de que las novelas se sitúan fácilmente en jardines; y es que, de hecho, las novelas nacieron sin duda de la institución misma de los jardines: la actividad novelesca es una actividad de jardinería.
Resulta que las heterotopías con frecuencia están ligadas a cortes singulares del tiempo. Se emparientan, si ustedes quieren, con las heterocronías. Por supuesto, el cementerio es el lugar de un tiempo que ya no corre más. De manera general, en una sociedad como la nuestra se puede decir que hay heterotopías que son las heterotopías del tiempo que se acumula al infinito. Los museos y las bibliotecas, por ejemplo: en los siglos XVII y XVIII, los museos y las bibliotecas eran instituciones singulares dado que eran las expresión del gusto de cada quién; por el contrario, la idea de acumularlo todo, la idea de detener el tiempo de alguna manera, o más bien de dejarlo depositar al infinito en un espacio privilegiado, de constituir el archivo general de una cultura, la voluntad de encerrar en un lugar todos los tiempos, todas las épocas, todas las formas y todos los gustos, la idea de constituir un espacio de todos los tiempos, como si ese espacio pudiera estar él mismo definitivamente fuera de todo tiempo, es una idea del todo moderna. Los museos y las bibliotecas son heterotopías propias de nuestra cultura.
Hay, sin embargo, heterotopías que están ligadas al tiempo, no según la modalidad de la eternidad, sino según el modo de la fiesta; heterotopías no eternizadoras, sino crónicas. El teatro, por supuesto, y luego las ferias, esos maravillosos emplazamientos vacíos en los bordes de las ciudades que se pueblan una o dos veces al año con casuchas, puestos de objetos heteróclitos, luchadores, mujeres-serpiente y echadoras de buenaventura. La aparición de los campamentos de vacaciones es aun más reciente en la historia de nuestra civilización: pienso sobre todo en esos maravillosos pueblos polinesios que ofrecen, en la costa mediterránea, tres pequeñas semanas de desnudez primitiva a los habitantes de nuestras ciudades. Las palapas de Jerba se emparientan en cierto sentido con las bibliotecas y los museos, puesto que son heterotopías de eternidad: y es que allí se invita a los hombres a reanudar lazos con la más vieja tradición de la humanidad; y al mismo tiempo esas palapas son la negación de toda biblioteca y de todo museo, puesto que en vez de servir para acumular el tiempo, sirven al contrario para borrarlo y volver a la desnudez, a la inocencia del primer pecado. También, entre esas heterotopías de la fiesta, esas heterotopías crónicas, existe, o más bien existía, la fiesta que ocurría todas las noches en la casa de citas de otrora, esa fiesta que empezaba a las seis de la tarde como en La fille Élisa.
Y finalmente, hay otras heterotopías que están ligadas no a la fiesta sino al pasaje, a la transformación, a las labores de la regeneración. Eran, durante el siglo XIX, los colegios y los cuarteles los que debían hacer de los niños adultos, de los pueblerinos ciudadanos, lo mismo que despabilar a los ingenuos. Hoy en día tenemos sobre todo las prisiones.
Por último, quisiera establecer el siguiente hecho en tanto quinto principio de la heterotopología: las heterotopías tienen siempre un sistema de apertura y cierre que las aísla del espacio que las rodea. En general, uno no entra en una heterotopía como Pedro por su casa: o bien uno entra allí porque se ve obligado a hacerlo (las prisiones, evidentemente), o bien uno lo hace cuando se ve sometido a ritos, a una purificación. Hay incluso heterotopías dedicadas exclusivamente a dicha purificación: purificación mitad religiosa, mitad higiénica, como en el caso de los Hammams de los musulmanes; y también hay purificaciones que parecen exclusivamente higiénicas, como los saunas de los escandinavos, pero que conllevan una serie de valores religiosos o naturalistas.
Hay otras heterotopías, por el contrario, que no están cerradas en relación al mundo exterior, pero que son pura y simple apertura; todo el mundo puede entrar en ellas, pero, a decir verdad, una vez que se está adentro, uno se da cuenta de que es una ilusión y de que se entró a ninguna parte: la heterotopía es un lugar abierto, pero con la propiedad de mantenerlo a uno afuera. Por ejemplo, en Suramérica, en las casas del siglo XVIII, se disponía siempre al lado de la puerta de entrada, pero antes de la misma, una pequeña habitación <zaguán> que daba directamente al mundo exterior y que estaba destinada a los visitantes de paso. Es decir que cualquiera podía entrar en esa habitación a cualquier hora del día y de la noche, descansar en ella, hacer allí lo que le pareciera; podía partir al día siguiente sin ser visto ni reconocido por nadie; pero, en la medida en la que esa habitación no daba de ninguna manera a la casa misma, el individuo que en ella se hospedaba no podía penetrar jamás en el interior del aposento familiar; esa habitación era una especie de heterotopía completamente exterior. Podríamos comparar con esa habitación a los moteles estadounidenses, a los que uno entra con su auto y su amante, y en los que la sexualidad ilegal se encuentra al mismo tiempo albergada y oculta, mantenida aparte, sin que por lo tanto se la deje al aire libre.
Finalmente, existen las heterotopías que parecen abiertas, pero en las que sólo entran verdaderamente los que ya han sido iniciados. Uno cree acceder a lo más simple, a lo que está más fácilmente a disposición, siendo que en realidad se está en el corazón del misterio. Es al menos de ese modo que Aragon entraba en las casas de citas: “Todavía el día de hoy, no traspongo esos umbrales de excitabilidad particular sin una cierta emoción de colegial; allí persigo el gran deseo abstracto que a veces se desprende de algunas figuras que nunca amé. Un fervor se despliega. Ni por un instante pienso en el aspecto social de esos lugares; la expresión casa de tolerancia no puede ser pronunciada con seriedad.”
Es en este punto en donde indudablemente nos acercamos a lo más esencial de las heterotopías. Éstas son una impugnación de todos los demás espacios, que pueden ejercer de dos maneras: ya sea como esas casas de citas de las que hablaba Aragon, creando una ilusión que denuncia al resto de la realidad como si fuera ilusión, o bien, por el contrario, creando realmente otro espacio real tan perfecto, meticuloso y arreglado cuanto el nuestro está desordenado, mal dispuesto y confuso. De este modo funcionaron durante algún tiempo, en el siglo XVIII sobre todo —al menos según lo proyectaban los hombres—, las colonias. Por supuesto, como sabemos, las colonias tenían una gran utilidad económica; pero había valores simbólicos que les estaban asociados y que, sin duda esos valores, se debían al prestigio propio de las heterotopías. Así es como en los siglos XVII y XVIII las sociedades puritanas inglesas intentaron construir en América sociedades absolutamente perfectas. Así es como, a finales del siglo XIX y aún a principios del XX, Lyautey y sus sucesores en las colonias militares francesas soñaron con sociedades jerarquizadas y militares. Indudablemente la más extraordinaria de esas tentativas fue la de los jesuitas en el Paraguay. En efecto, en Paraguay los jesuitas habían fundado una colonia maravillosa en la que toda la vida estaba reglamentada, en la que imperaba el régimen del comunismo más perfecto, dado que las tierras pertenecían a todo el mundo, los rebaños pertenecían a todo el mundo, y a cada familia sólo se le atribuía un pequeño jardín. Las casas estaban organizadas en filas regulares a lo largo de dos calles que hacían ángulo recto; en la plaza central del pueblo estaban la iglesia al fondo, y de un lado el colegio y del otro la prisión. Los jesuitas reglamentaban meticulosamente de la noche a la mañana y desde la mañana hasta la noche la vida entera de los colonos. El Ángelus sonaba a las cinco de la mañana para el despertar, después marcaba el inicio del trabajo, luego la campana llamaba al mediodía a la gente, hombres y mujeres que habían trabajado en el campo, a las seis de la tarde se reunían para cenar, y a la medianoche la campana sonaba nuevamente para aquello que llamaban el despertar conyugal, puesto que a los jesuitas les importaba mucho que los colonos se reprodujeran, debido a lo cual todas las noches tocaban alegremente la campana para que la población pudiera proliferar. Y lo hizo, por lo demás, porque de ciento treinta mil que había al principio de la colonización jesuita, los indios pasaron a ser cuatrocientos mil a mediados del siglo XVIII. Éste era un ejemplo de una sociedad completamente cerrada sobre sí misma, y que no estaba ligada al resto del mundo más que por el comercio y las ganancias considerables que obtenía la Compañía de Jesús.
Con la colonia, tenemos una heterotopía que tiene la suficiente ingenuidad como para querer realizar una ilusión. Con la casa de citas, por el contrario, tenemos una heterotopía lo bastante sutil o hábil como para querer disipar la realidad con la pura fuerza de las ilusiones. Y si pensamos que el barco, el gran barco del siglo XIX es un pedazo de espacio flotante, un lugar sin lugar, que vive por sí mismo, cerrado sobre sí, libre en cierto sentido, pero abandonado fatalmente al infinito del mar, y que de puerto en puerto, de barrio de chicas en barrio de chicas, de navegación en navegación va hasta las colonias buscando lo más precioso que éstas resguardan de esos jardines orientales de los que hablábamos hace un rato, comprendemos por qué el barco ha sido para nuestra civilización, al menos desde el siglo XVI, al mismo tiempo el más grande instrumento económico y nuestra más grande reserva de imaginación. El navío es la heterotopía por excelencia. Las civilizaciones sin barcos son como los niños cuyos padres no tienen una gran cama sobre la cual jugar; sus sueños se agotan, el espionaje reemplaza a la aventura, y la fealdad de la policía reemplaza a la belleza llena de sol de los corsarios.
Traducción de Rodrigo García
<hasta acá tomado de la Internet, Paláu>
<Fragmento del librito de Daniel Defert (presentador), Foucault: el cuerpo utópico, las heterotopías. París: Lignes, 2009. pp. 21-36>
Hay pues países sin lugar alguno e historias sin cronología. Ciudades, planetas, continentes, universos cuya traza es imposible de ubicar en un mapa o de identificar en cielo alguno, simplemente porque no pertenecen a ningún espacio. No cabe duda de que esas ciudades, esos continentes, esos planetas fueron concebidos en la cabeza de los hombres, o a decir verdad en el intersticio de sus palabras, en la espesura de sus relatos, o bien en el lugar sin lugar de sus sueños, en el vacío de su corazón; me refiero, en suma, a la dulzura de las utopías. No obstante, creo que hay —y esto vale para toda sociedad— utopías que tienen un lugar preciso y real, un lugar que podemos situar en un mapa, utopías que tienen un lugar determinado, un tiempo que podemos fijar y medir de acuerdo al calendario de todos los días. Es muy probable que todo grupo humano, cualquiera que éste sea, delimite en el espacio que ocupa, en el que vive realmente, en el que trabaja, lugares utópicos, y en el tiempo en el que se afana, momentos ucrónicos.
He aquí lo que quiero decir: no vivimos en un espacio neutro y blanco; no vivimos, no morimos, no amamos dentro del rectángulo de una hoja de papel. Vivimos, morimos, amamos en un espacio cuadriculado, recortado, abigarrado, con zonas claras y zonas de sombra, diferencias de nivel, escalones, huecos, relieves, regiones duras y otras desmenuzables, penetrables, porosas; están las regiones de paso: las calles, los trenes, el metro; están las regiones abiertas de la parada provisoria: los cafés, los cines, las playas, los hoteles; y además están las regiones cerradas del reposo y del recogimiento. Ahora bien, entre todos esos lugares que se distinguen los unos de los otros, los hay que son absolutamente diferentes; lugares que se oponen a todos los demás y que de alguna manera están destinados a borrarlos, neutralizarlos o purificarlos. Son, en cierto modo, contra-espacios. Los niños conocen perfectamente dichos contra-espacios, esas utopías localizadas: por supuesto, una de ellas es el fondo del jardín; por supuesto, otra de ellas es el granero o, mejor aun, la tienda de indio levantada en medio de él; o bien, un jueves por la tarde*, la cama de los padres. Pues bien, es sobre esa gran cama que uno descubre el océano, puesto que allí uno nada entre las cobijas; y además, esa gran cama es también el cielo, dado que es posible saltar sobre sus resortes; es el bosque, pues allí uno se esconde; es la noche, dado que uno se convierte en fantasma entre las sábanas; es, en fin, el placer, puesto que cuando nuestros padres regresen seremos castigados.
A decir verdad, esos contra-espacios no sólo son una invención de los niños; y esto es porque, a mi juicio, los niños nunca inventan nada: son los hombres, por el contrario, quienes susurran a aquéllos sus secretos maravillosos, y enseguida esos mismos hombres, esos adultos se sorprenden cuando los niños se los gritan al oído. La sociedad adulta organizó ella misma, y mucho antes que los niños, sus propios contra-espacios, sus utopías situadas, sus lugares reales fuera de todo lugar. Por ejemplo, están los jardines, los cementerios; están los asilos, los burdeles; están las prisiones, los pueblos del Club Mediterranée y muchos otros.
Pues bien, yo sueño con una ciencia —y sí, digo una ciencia— cuyo objeto serían esos espacios diferentes, esos otros lugares, esas impugnaciones míticas y reales del espacio en el que vivimos. Esa ciencia no estudiaría las utopías —puesto que hay que reservar ese nombre a aquello que verdaderamente carece de todo lugar— sino las hetero-topías, los espacios absolutamente otros. Y, necesariamente, la ciencia en cuestión se llamaría, se llamará, ya se llama, la “heterotopología.”
Pues bien, hay que dar los primeros rudimentos de esta ciencia cuyo alumbramiento está aconteciendo. Primer principio: probablemente no haya una sola sociedad que no se constituya su o sus heterotopías. Ésta es una constante en todo grupo humano. Pero, a decir verdad, esas heterotopías pueden adquirir, y de hecho siempre adquieren formas extraordinariamente variadas. Y tal vez no haya una sola heterotopía en toda la superficie del globo o en toda la historia del mundo, una sola forma de heterotopía que haya permanecido constante. Quizás podríamos clasificar las sociedades según las heterotopías que prefieren, según las heterotopías que constituyen. Por ejemplo: las sociedades llamadas primitivas tienen lugares privilegiados o sagrados, o prohibidos —al igual que nosotros, de hecho—; pero esos lugares privilegiados o sagrados por lo general están reservados a individuos, si ustedes quieren, en “crisis biológica”. Hay recintos especiales para los adolescentes en el momento de la pubertad; los hay reservados a las mujeres en su periodo menstrual; hay otros para las mujeres que están en parto.
En nuestra sociedad las heterotopías para los individuos en crisis biológica han prácticamente desaparecido. Noten que todavía en el siglo diecinueve había colegios para los muchachos, los cuales, al igual que el servicio militar, sin duda cumplían el mismo papel, pues era menester que las primeras manifestaciones de la virilidad se produjeran en otra parte. Y después de todo, en lo que concierne a las jóvenes, yo me pregunto si el viaje nupcial no era al mismo tiempo una suerte de heterotopía y de heterocronía, ya que no era posible que la desfloración de la joven se produjera en la misma casa en la que nació; dicha desfloración había de realizarse, de alguna manera, en ninguna parte.
Pero esas heterotopías biológicas, esas heterotopías si ustedes quieren de crisis, desaparecen paulatinamente para ser remplazadas por las heterotopías de desviación. Es decir que los lugares que la sociedad acondiciona en sus márgenes, en las áreas vacías que la rodean, esos lugares están más bien reservados a los individuos cuyo comportamiento representa una desviación en relación a la media o a la norma exigida. De ahí la existencia de las clínicas psiquiátricas; de ahí también, claro está, la existencia de las cárceles; a lo cual habría que añadir sin duda los asilos para ancianos, puesto que, después de todo, en una sociedad tan afanada como la nuestra, la ociosidad se asemeja a una desviación que, en este caso, resulta por lo demás una desviación biológica por estar asociada a la vejez la cual es, por cierto, una desviación constante, al menos para todos aquellos que no tienen la discreción de morir de un infarto tres semanas después de su jubilación.
Segundo principio de la ciencia heterotopológica: pues bien, durante el curso de su historia, toda sociedad puede reabsorber y hacer desaparecer una heterotopía que había constituido anteriormente, o bien organizar alguna otra que aún no existía. Por ejemplo: desde hace unos veinte años la mayoría de los países de Europa han intentado hacer que desaparezcan las casas de citas; con un éxito mitigado pues, como sabemos, el teléfono ha remplazado la vieja casa a la que iban nuestros ancestros por una red arácnida y mucho más sutil. Por lo contrario, el cementerio, que en nuestra experiencia actual corresponde al ejemplo más evidente de una heterotopía, es absolutamente el otro lugar. Pues bien, el cementerio no ha tenido siempre ese papel en la civilización occidental. Hasta el siglo XVIII, el cementerio estaba en el corazón de los poblados, dispuesto allí, en el centro de la ciudad, justo a un lado de la iglesia, y a decir verdad no se le atribuía ningún valor realmente solemne. Salvo en el caso de algunos individuos, el destino común de los cadáveres era simplemente ser arrojados a la fosa sin ningún respeto por los restos individuales. Ahora bien, de una manera muy curiosa, en el momento mismo en el que nuestra civilización se volvió atea, o al menos más atea, es decir a finales del siglo XVIII, nos pusimos a individualizar los esqueletos: desde entonces cada quien tuvo derecho a su cajita y a su pequeña descomposición personal. Y por otro lado, pusimos todos esos esqueletos, todas esas cajitas, todos esos féretros, todas esas tumbas y esas piedras fuera de la ciudad, en el límite de las urbes, como si se tratara al mismo tiempo de un centro y un lugar de infección y, de alguna manera, de contagio de la muerte. Pero no hay que olvidar que todo esto no sucedió sino en el siglo XIX, e incluso durante el curso del Segundo Imperio (es bajo Napoleón III, en efecto, que los grandes cementerios parisinos fueron organizados en los límites de las ciudades). También habría que citar —y aquí observaríamos en cierto modo una sobredeterminación de la heterotopía— los cementerios para tuberculosos: pienso en ese maravilloso cementerio de Menton en el que fueron inhumados los grandes tuberculosos que vinieron, a finales del siglo XIX, para descansar y morir en la Costa Azul.
Otra heterotopía.
Por lo general, la heterotopía tiene como regla yuxtaponer en un lugar real varios espacios que normalmente serían, o deberían ser incompatibles. El teatro, que es una heterotopía, hace que se sucedan sobre el rectángulo del escenario toda una serie de lugares incompatibles. El cine es una gran sala rectangular al fondo de la cual se proyecta sobre una pantalla, que es un espacio bidimensional, un espacio que nuevamente es un espacio de tres dimensiones. Vean ustedes aquí la imbricación de espacios que se realiza y se teje en un lugar como una sala de cine. Pero quizás el más antiguo ejemplo de heterotopía sea el jardín: el jardín, creación milenaria que ciertamente tenía una significación mágica en Oriente. El tradicional jardín persa es un rectángulo dividido en cuatro partes, las cuales representan las regiones del mundo, los cuatro elementos de los cuales éste se compone; y en el centro, en el punto en el que se unen esos cuatro rectángulos, había un espacio sagrado, una fuente, un templo; y alrededor de ese centro, toda la vegetación ejemplar y perfecta del mundo debía hallarse reunida. Ahora bien, si pensamos que los tapetes orientales están en el origen de las reproducciones de jardines (en sentido estricto, de los jardines de invierno), comprendemos el valor legendario de los tapetes voladores, de esos tapetes que recorrían el mundo. El jardín es un tapete en el que el mundo entero es convocado para cumplir su perfección simbólica, y el tapete es un jardín que se mueve a través del espacio. De hecho, ¿era un parque, o más bien un tapete, el jardín que describe el narrador de Las mil y una noches? Vemos que todas las bellezas del mundo se conjuntan en ese espejo. El jardín, desde la más remota Antigüedad es un lugar de utopía. Quizás tenemos la impresión de que las novelas se sitúan fácilmente en jardines; y es que, de hecho, las novelas nacieron sin duda de la institución misma de los jardines: la actividad novelesca es una actividad de jardinería.
Resulta que las heterotopías con frecuencia están ligadas a cortes singulares del tiempo. Se emparientan, si ustedes quieren, con las heterocronías. Por supuesto, el cementerio es el lugar de un tiempo que ya no corre más. De manera general, en una sociedad como la nuestra se puede decir que hay heterotopías que son las heterotopías del tiempo que se acumula al infinito. Los museos y las bibliotecas, por ejemplo: en los siglos XVII y XVIII, los museos y las bibliotecas eran instituciones singulares dado que eran las expresión del gusto de cada quién; por el contrario, la idea de acumularlo todo, la idea de detener el tiempo de alguna manera, o más bien de dejarlo depositar al infinito en un espacio privilegiado, de constituir el archivo general de una cultura, la voluntad de encerrar en un lugar todos los tiempos, todas las épocas, todas las formas y todos los gustos, la idea de constituir un espacio de todos los tiempos, como si ese espacio pudiera estar él mismo definitivamente fuera de todo tiempo, es una idea del todo moderna. Los museos y las bibliotecas son heterotopías propias de nuestra cultura.
Hay, sin embargo, heterotopías que están ligadas al tiempo, no según la modalidad de la eternidad, sino según el modo de la fiesta; heterotopías no eternizadoras, sino crónicas. El teatro, por supuesto, y luego las ferias, esos maravillosos emplazamientos vacíos en los bordes de las ciudades que se pueblan una o dos veces al año con casuchas, puestos de objetos heteróclitos, luchadores, mujeres-serpiente y echadoras de buenaventura. La aparición de los campamentos de vacaciones es aun más reciente en la historia de nuestra civilización: pienso sobre todo en esos maravillosos pueblos polinesios que ofrecen, en la costa mediterránea, tres pequeñas semanas de desnudez primitiva a los habitantes de nuestras ciudades. Las palapas de Jerba se emparientan en cierto sentido con las bibliotecas y los museos, puesto que son heterotopías de eternidad: y es que allí se invita a los hombres a reanudar lazos con la más vieja tradición de la humanidad; y al mismo tiempo esas palapas son la negación de toda biblioteca y de todo museo, puesto que en vez de servir para acumular el tiempo, sirven al contrario para borrarlo y volver a la desnudez, a la inocencia del primer pecado. También, entre esas heterotopías de la fiesta, esas heterotopías crónicas, existe, o más bien existía, la fiesta que ocurría todas las noches en la casa de citas de otrora, esa fiesta que empezaba a las seis de la tarde como en La fille Élisa.
Y finalmente, hay otras heterotopías que están ligadas no a la fiesta sino al pasaje, a la transformación, a las labores de la regeneración. Eran, durante el siglo XIX, los colegios y los cuarteles los que debían hacer de los niños adultos, de los pueblerinos ciudadanos, lo mismo que despabilar a los ingenuos. Hoy en día tenemos sobre todo las prisiones.
Por último, quisiera establecer el siguiente hecho en tanto quinto principio de la heterotopología: las heterotopías tienen siempre un sistema de apertura y cierre que las aísla del espacio que las rodea. En general, uno no entra en una heterotopía como Pedro por su casa: o bien uno entra allí porque se ve obligado a hacerlo (las prisiones, evidentemente), o bien uno lo hace cuando se ve sometido a ritos, a una purificación. Hay incluso heterotopías dedicadas exclusivamente a dicha purificación: purificación mitad religiosa, mitad higiénica, como en el caso de los Hammams de los musulmanes; y también hay purificaciones que parecen exclusivamente higiénicas, como los saunas de los escandinavos, pero que conllevan una serie de valores religiosos o naturalistas.
Hay otras heterotopías, por el contrario, que no están cerradas en relación al mundo exterior, pero que son pura y simple apertura; todo el mundo puede entrar en ellas, pero, a decir verdad, una vez que se está adentro, uno se da cuenta de que es una ilusión y de que se entró a ninguna parte: la heterotopía es un lugar abierto, pero con la propiedad de mantenerlo a uno afuera. Por ejemplo, en Suramérica, en las casas del siglo XVIII, se disponía siempre al lado de la puerta de entrada, pero antes de la misma, una pequeña habitación <zaguán> que daba directamente al mundo exterior y que estaba destinada a los visitantes de paso. Es decir que cualquiera podía entrar en esa habitación a cualquier hora del día y de la noche, descansar en ella, hacer allí lo que le pareciera; podía partir al día siguiente sin ser visto ni reconocido por nadie; pero, en la medida en la que esa habitación no daba de ninguna manera a la casa misma, el individuo que en ella se hospedaba no podía penetrar jamás en el interior del aposento familiar; esa habitación era una especie de heterotopía completamente exterior. Podríamos comparar con esa habitación a los moteles estadounidenses, a los que uno entra con su auto y su amante, y en los que la sexualidad ilegal se encuentra al mismo tiempo albergada y oculta, mantenida aparte, sin que por lo tanto se la deje al aire libre.
Finalmente, existen las heterotopías que parecen abiertas, pero en las que sólo entran verdaderamente los que ya han sido iniciados. Uno cree acceder a lo más simple, a lo que está más fácilmente a disposición, siendo que en realidad se está en el corazón del misterio. Es al menos de ese modo que Aragon entraba en las casas de citas: “Todavía el día de hoy, no traspongo esos umbrales de excitabilidad particular sin una cierta emoción de colegial; allí persigo el gran deseo abstracto que a veces se desprende de algunas figuras que nunca amé. Un fervor se despliega. Ni por un instante pienso en el aspecto social de esos lugares; la expresión casa de tolerancia no puede ser pronunciada con seriedad.”
Es en este punto en donde indudablemente nos acercamos a lo más esencial de las heterotopías. Éstas son una impugnación de todos los demás espacios, que pueden ejercer de dos maneras: ya sea como esas casas de citas de las que hablaba Aragon, creando una ilusión que denuncia al resto de la realidad como si fuera ilusión, o bien, por el contrario, creando realmente otro espacio real tan perfecto, meticuloso y arreglado cuanto el nuestro está desordenado, mal dispuesto y confuso. De este modo funcionaron durante algún tiempo, en el siglo XVIII sobre todo —al menos según lo proyectaban los hombres—, las colonias. Por supuesto, como sabemos, las colonias tenían una gran utilidad económica; pero había valores simbólicos que les estaban asociados y que, sin duda esos valores, se debían al prestigio propio de las heterotopías. Así es como en los siglos XVII y XVIII las sociedades puritanas inglesas intentaron construir en América sociedades absolutamente perfectas. Así es como, a finales del siglo XIX y aún a principios del XX, Lyautey y sus sucesores en las colonias militares francesas soñaron con sociedades jerarquizadas y militares. Indudablemente la más extraordinaria de esas tentativas fue la de los jesuitas en el Paraguay. En efecto, en Paraguay los jesuitas habían fundado una colonia maravillosa en la que toda la vida estaba reglamentada, en la que imperaba el régimen del comunismo más perfecto, dado que las tierras pertenecían a todo el mundo, los rebaños pertenecían a todo el mundo, y a cada familia sólo se le atribuía un pequeño jardín. Las casas estaban organizadas en filas regulares a lo largo de dos calles que hacían ángulo recto; en la plaza central del pueblo estaban la iglesia al fondo, y de un lado el colegio y del otro la prisión. Los jesuitas reglamentaban meticulosamente de la noche a la mañana y desde la mañana hasta la noche la vida entera de los colonos. El Ángelus sonaba a las cinco de la mañana para el despertar, después marcaba el inicio del trabajo, luego la campana llamaba al mediodía a la gente, hombres y mujeres que habían trabajado en el campo, a las seis de la tarde se reunían para cenar, y a la medianoche la campana sonaba nuevamente para aquello que llamaban el despertar conyugal, puesto que a los jesuitas les importaba mucho que los colonos se reprodujeran, debido a lo cual todas las noches tocaban alegremente la campana para que la población pudiera proliferar. Y lo hizo, por lo demás, porque de ciento treinta mil que había al principio de la colonización jesuita, los indios pasaron a ser cuatrocientos mil a mediados del siglo XVIII. Éste era un ejemplo de una sociedad completamente cerrada sobre sí misma, y que no estaba ligada al resto del mundo más que por el comercio y las ganancias considerables que obtenía la Compañía de Jesús.
Con la colonia, tenemos una heterotopía que tiene la suficiente ingenuidad como para querer realizar una ilusión. Con la casa de citas, por el contrario, tenemos una heterotopía lo bastante sutil o hábil como para querer disipar la realidad con la pura fuerza de las ilusiones. Y si pensamos que el barco, el gran barco del siglo XIX es un pedazo de espacio flotante, un lugar sin lugar, que vive por sí mismo, cerrado sobre sí, libre en cierto sentido, pero abandonado fatalmente al infinito del mar, y que de puerto en puerto, de barrio de chicas en barrio de chicas, de navegación en navegación va hasta las colonias buscando lo más precioso que éstas resguardan de esos jardines orientales de los que hablábamos hace un rato, comprendemos por qué el barco ha sido para nuestra civilización, al menos desde el siglo XVI, al mismo tiempo el más grande instrumento económico y nuestra más grande reserva de imaginación. El navío es la heterotopía por excelencia. Las civilizaciones sin barcos son como los niños cuyos padres no tienen una gran cama sobre la cual jugar; sus sueños se agotan, el espionaje reemplaza a la aventura, y la fealdad de la policía reemplaza a la belleza llena de sol de los corsarios.
Traducción de Rodrigo García
<hasta acá tomado de la Internet, Paláu>
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